Los héroes (98 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantástico, #Histórico, #Bélico

BOOK: Los héroes
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—Me contaron que cuando atacaron al rey estabas inconsciente, borracho en compañía de una puta —Gorst tragó saliva. Pero no podía negarlo. Recordó cómo había salido tambaleándose de aquella habitación, con la cabeza dándole vueltas, mientras intentaba abrocharse el cinturón y desenvainar la espada al mismo tiempo—. Me contaron que no era la primera vez que actuabas de un modo tan deshonroso y que el rey ya te había perdonado con anterioridad, y que el Consejo Cerrado no le permitió hacerlo de nuevo —Finree lo miró de arriba abajo y torció la boca—. Así que eres un dios en el campo de batalla, ¿eh? Los dioses y los diablos pueden resultamos muy parecidos a nosotros los mortales. Has estado en un vado, en un puente y en una colina, ¿y qué has hecho allí salvo matar? ¿Acaso has hecho algo que merezca la pena? ¿Acaso has ayudado a alguien?

Gorst permaneció un momento en silencio y perdió todo su arrojo.
Tiene razón. Y nadie lo sabe mejor que yo.

—No, no he hecho nada que merezca la pena y no he ayudado a nadie —susurró.

—Así que amas la guerra. Solía pensar que eras un hombre decente. Pero ahora veo que estaba equivocada —afirmó, clavándole el dedo índice en el pecho—. Eres un
héroe.

Finree se volvió, lanzándole una última mirada de desprecio atroz, y lo dejó solo entre los heridos, quienes ya no le parecían tan felices como antes. La mayoría parecían sufrir enormemente. Los trinos de los pájaros volvían a ser graznidos de cuervos. Su euforia no había sido más que un castillo de arena que la inmisericorde marea de la realidad se había llevado por delante. Se sintió petrificado.

¿Estoy condenado a sentirme siempre así?
Entonces, se le ocurrió una idea de lo más incómoda.
¿Me sentía ya así… antes de Sipani?
Gorst observó a Finree con el ceño fruncido mientras desaparecía en el interior del hospital de campaña.
Ahí regresa junto a su hermoso y joven majadero
. Se dio cuenta demasiado tarde de que debería haber señalado que había sido él quien había salvado a su marido.
Uno nunca dice lo correcto en el momento adecuado
. Si alguna expresión se quedaba corta a la hora de enunciar una verdad, sin duda era aquélla. Gorst dejó escapar un suspiro épico y demoledor.
Por eso siempre mantengo la boca cerrada.

Se dio media vuelta y se alejó pesadamente hacia la penumbrosa tarde, con los puños apretados, contemplando enfurruñado los Héroes, que asomaban como dientes negros recortados frente al cielo desde lo alto de su solemne colina.

Por los Hados, necesito pelear con alguien. Con quien sea.

Pero la guerra había terminado.

Calder el Negro

—Sólo tienes que asentir.

—¿Asentir?

Escalofríos se volvió para mirarle y asintió en silencio.

—Tú asiente y lo haré.

—Así de sencillo —murmuró Calder, quien se hallaba encorvado sobre su silla de montar.

—Sí, así de sencillo.

Era muy fácil. Sólo tenía que asentir y podría ser rey. Sólo tenía que asentir y mataría a su hermano.

Hacía calor, un par de jirones de nubes pendían del cielo azul sobre los riscos, las abejas zumbaban sobre las flores amarillas que bordeaban la cebada y el río centelleaba con un resplandor plateado. El último día cálido, quizá, antes de que el otoño espantase al verano y dejase el camino despejado para la llegada del invierno. Debería haber sido un día para soñar perezosamente y mojar los pies en la corriente. A cien pasos río abajo, quizá, unos cuantos hombres del Norte se habían desnudado y estaban haciendo precisamente eso. Un poco más allá, en la orilla opuesta, una docena de soldados de la Unión hacían lo mismo. La risa de ambos grupos llegaba ocasionalmente hasta los oídos de Calder por encima del alegre chapoteo del agua. Aunque habían sido enemigos acérrimos el día anterior, ahora jugaban como niños, lo suficientemente cerca unos de otros como para salpicarse.

Habían sellado la paz. Y eso tenía que ser algo bueno.

Durante meses llevaba predicándola, esperando su llegada, conspirando para obtenerla, con la ayuda de pocos aliados y menos recompensas aún. Pero allí estaba. Si alguna vez había habido un día para sonreír era aquél, pero, en esos momentos, Calder podría haber levantado uno de los Héroes con más facilidad que las comisuras de sus labios. Su encuentro con el Primero de los Magos había estado pesando profundamente en su ánimo durante toda una noche de insomnio. Eso y el hecho de saber que tenía que acudir a ese encuentro al que ahora se dirigía.

—¿No es ése de ahí?

—¿Dónde? —sólo había un hombre en el puente y no le resultaba familiar.

—Lo es. Es él.

Calder entornó los ojos y, a continuación, se los protegió con la mano de la luz del sol.

—Por todos los…

Hasta la noche anterior había creído que su hermano estaba muerto. En realidad, no se había equivocado por mucho. Scale era un fantasma que había salido a rastras de la tierra de los difuntos y podía ser arrastrado de vuelta por una mera corriente de aire. Incluso a aquella distancia parecía marchito y encogido; además, tenía el pelo grasiento y apelmazado a un lado de la cabeza. Hacía tiempo que acarreaba cierta cojera, pero ahora se desplazaba de lado, arrastrando la bota izquierda sobre los viejos adoquines. Alrededor de los hombros llevaba una manta piojosa, que agarraba en torno al cuello con la mano izquierda mientras el otro extremo aleteaba contra sus piernas.

Calder se dejó caer de la silla, pasó las riendas por encima del cuello de su caballo y sintió un tremendo ardor en las doloridas costillas mientras se dirigía a ayudar a su hermano.

—Sólo tienes que asentir —susurró Escalofríos.

Calder se quedó inmóvil por un instante y notó que se le encogía el estómago. Después, siguió avanzando.

—Hermano.

Scale entornó los ojos como un hombre que no hubiese visto el sol desde hacía varios días. Tenía todo un lado de su hundido rostro cubierto por costras y un feo corte le atravesaba el hinchado puente de la nariz.

—¿Calder? —entonces mostró una débil sonrisa y Calder se percató de que había perdido los dos incisivos y tenía los agrietados labios cubiertos de sangre seca. Dejó caer la manta para estrechar la mano de Calder y quedó encorvado sobre el muñón de su brazo derecho como una mendiga sobre su bebé. Los ojos de Calder se vieron irresistiblemente atraídos por aquella horrible ausencia. Su miembro había sido extraña y casi cómicamente cortado a la altura del codo, donde llevaba unas vendas mugrientas, manchadas de sangre seca.

—Espera —se desabrochó la capa y se la pasó a su hermano sobre los hombros, mientras notaba un desagradable cosquilleo en la mano rota, como en solidaridad con el sufrimiento de su hermano.

Scale parecía demasiado dolorido y agotado como para hacer siquiera un gesto para impedírselo.

—¿Qué te ha pasado en la cara?

—Seguí tus consejos sobre la conveniencia de pelear.

—¿Y qué tal fue el resultado?

—Doloroso para todos los implicados —contestó Calder, abrochando la hebilla con una mano y el pulgar de la otra.

Scale se balanceó como si fuese a derrumbarse de un momento a otro y observó con la mirada perdida los campos de cebada.

—Entonces, ¿la batalla ha terminado? —preguntó con voz ronca.

—Ha terminado.

—¿Quién ha ganado?

Calder hizo una pausa por un instante.

—Nosotros.

—¿Dow, quieres decir?

—Dow ha muerto.

Scale abrió como platos sus ojos inyectados en sangre.

—¿En la batalla?

—Después.

—Ha vuelto al barro —Scale meneó sus encorvados hombros bajo la capa—. Supongo que era inevitable.

Calder sólo pudo pensar en la fosa abierta ante la punta de sus botas.

—Siempre es inevitable.

—¿Quién ha tomado su lugar?

Se produjo otra pausa. La risa de los bañistas volvió a alcanzarles por un momento, pero, acto seguido, se perdió entre el crujir de la cebada.

—Yo —respondió Calder y, al instante, Scale se quedó boquiabierto, tenía un aspecto realmente estúpido con la boca destrozada abierta de par en par—. Les ha dado por llamarme Calder el Negro.

—Calder… el Negro.

—Anda, monta —Calder condujo a su hermano hasta los caballos, bajo la atenta mirada de Escalofríos.

—¿Ahora estáis los dos en el mismo bando? —inquirió Scale.

Entonces, Escalofríos se llevó un dedo a la desfigurada mejilla y tiró de ella hacia abajo, de modo que su ojo metálico sobresaliera de la cuenca.

—Sólo le estoy echando un ojo.

Scale alargó el brazo derecho hacia el arzón delantero, se detuvo en seco y, a continuación, lo tomó torpemente con el izquierdo. Consiguió meter la bota en un estribo y se dispuso a alzarse como pudo. Calder le pasó una mano por debajo de la rodilla para ayudarle. Cuando Calder era niño, Scale solía auparle a la silla de montar. En ocasiones, incluso lo alzaba de un empujón, de un modo no muy cariñoso. Cómo habían cambiado las cosas.

Los tres reemprendieron el camino. Scale iba encorvado sobre la silla mientras las riendas pendían de su mano izquierda y movía la cabeza al compás de los cascos de su montura. Calder montaba lúgubremente a su lado. Escalofríos los seguía, como una sombra. La Gran Niveladora los aguardaba a sus espaldas. Atravesaron los campos en lo que se les antojó un trayecto interminable hasta llegar al hueco abierto en el Muro de Clail, donde Calder se había enfrentado a la carga de la Unión unos días antes.

El corazón le latía ahora con tanta rapidez como entonces. Esa mañana la Unión se había retirado al otro lado del río y los muchachos de Pálido como la Nieve se encontraban acampados al norte, por detrás de los Héroes, pero todavía había merodeadores por los alrededores. Un par de saqueadores nerviosos peinaban la cebada pisoteada en busca de alguna baratija que se les hubiera podido pasar por alto a los demás. Rapiñaban puntas de flecha o cinturones o cualquier otra cosa que pudiera hacerles ganar alguna moneda. Otros corrían a través de los sembrados hacia el este. Uno de ellos llevaba una caña de pescar sobre el hombro. Resultaba extraño lo rápidamente que un campo de batalla volvía a ser sólo un pedazo de tierra. Un día, cada centímetro del mismo se convertía en un motivo para que muriera mucha gente. Al siguiente, ya no era más que una extensión de terreno que separaba un punto de otro. Mientras escudriñaba los alrededores, la mirada de Calder se cruzó con la de Escalofríos y el guerrero alzó la barbilla, planteándole en silencio la pregunta. Calder apartó los ojos igual que habría apartado la mano de una olla hirviendo.

Había matado a hombres con anterioridad. Había matado a Brodd Tenways con su propia espada horas después de que le hubiese salvado la vida. Había ordenado que matasen a Forley el Flojo únicamente por vanidad. Así que matar a un hombre cuando la Silla de Skarling era el premio no debería haber hecho que le temblasen las manos con las que sostenía las riendas, ¿o sí?

—¿Por qué no me ayudaste, Calder? —Scale había sacado el muñón de debajo de la capa y lo estaba observando, con la mandíbula fuertemente apretada—. ¿Por qué no acudiste a ayudarme al puente?

—Quise hacerlo —pero qué mentiroso—. Pero averigüé que había hombres de la Unión apostados en el bosque, al otro lado del arroyo. Preparados para atacar nuestro flanco. Quise ir, pero no pude. Lo siento —eso último, al menos, sí era cierto. Lo sentía. Aunque no iba a servir de mucho.

—Bueno —el rostro de Scale se convirtió en una máscara de dolor mientras volvía a esconder el muñón bajo la capa—. Parece que tenías razón. El mundo necesita más gente que piense y menos héroes —lo miró de reojo por un instante y su mirada estremeció a Calder—. Siempre fuiste el más listo de los dos.

—No. Eras tú quien tenía razón. En ocasiones, hay que luchar.

Aquél era el lugar donde había plantado cara al enemigo y el terreno todavía mostraba las cicatrices. Las cosechas estaban pisoteadas, había puntas de flecha diseminadas por doquier y pedazos de armaduras destrozadas en torno a los restos de las trincheras. Ante el Muro de Clail, el suelo había sido pisoteado hasta convertirse en un lodazal. Después, había vuelto a endurecerse, dejando las huellas de botas, cascos y manos como único recuerdo de los hombres que habían muerto allí.

—Uno debe conseguir cuanto pueda valiéndose de las palabras —murmuró Calder—, pero las palabras de un hombre armado siempre suenan mucho más convincentes. Como decías tú. Como solía decir nuestro padre.

Pero ¿acaso su progenitor no había dicho algo más? ¿Algo acerca de la familia? ¿Que no hay nada más importante? ¿Y sobre la piedad? ¿Algo sobre que hay que tener siempre presente la piedad?

—Cuando uno es joven, se cree que su padre lo sabe todo —aseveró Scale—. Ahora me empiezo a dar cuenta de que quizá estuviese equivocado en muchas cosas. Mira cómo acabó, si no.

—Cierto —cada palabra que pronunciaba le suponía tanto esfuerzo como levantar una enorme piedra. ¿Cuánto tiempo había vivido Calder con la frustración de tener que ver cómo se interponía en su camino ese bruto musculoso? ¿Cuántos golpes, burlas e insultos había tenido que sufrir a manos suyas? Cerró el puño alrededor del metal que llevaba en el bolsillo. De la cadena de su padre. De su cadena. ¿De verdad no hay nada más importante que la familia? ¿O acaso la familia no es un mero peso que te acaba hundiendo?

Habían dejado atrás a los saqueadores y también el escenario de la batalla. Seguían el tranquilo sendero que discurría cerca de la granja donde Scale le había despertado hacía unos días. Donde Bayaz le había «despertado» a otro tipo de cuestiones de un modo más brusco la noche anterior. ¿Era aquello una prueba? ¿Para comprobar si Calder era lo suficientemente despiadado para los gustos del Mago? Le habían acusado de muchas cosas, pero nunca de falta de crueldad.

¿Cuánto tiempo llevaba soñando con ocupar el trono de su padre? Incluso antes de que su progenitor lo hubiese perdido. Ahora sólo le quedaba un último obstáculo por salvar. Ahora lo único que tenía que hacer era asentir. Miró de reojo a la ruina de hombre en la que se había convertido Scale. No parecía representar un obstáculo suficiente como para entorpecer el avance de un hombre ambicioso. Calder había sido acusado de muchas cosas, pero nunca de carecer de ambición.

—Siempre has sido tú el que más se parecía de los dos a nuestro padre —estaba diciendo Scale—. Yo lo intenté, pero… nunca lo conseguí. Siempre he pensado que estabas mejor preparado que yo para ser rey.

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