Los héroes (46 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantástico, #Histórico, #Bélico

BOOK: Los héroes
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Gorst observó las inquietas nubes de mosquitos que asolaban la ribera y los cadáveres que flotaban por el río.
Qué valientes son
. Y que arrastraba la corriente.
Qué honorables
. Con la cara metida en el agua o mirando al cielo.
Qué dedicación la de estos soldados
. Entonces, un empapado héroe de la Unión se detuvo en unos juncos y, por un momento, flotó bamboleándose de lado. Un hombre del Norte que flotaba a la deriva se le acercó, se chocó delicadamente con él y lo alejó de la ribera para llevarlo a una zona donde había una espuma asquerosamente amarilla, enredados en un torpe abrazo.
Ah, el amor de juventud. A lo mejor alguien me abrazará a mí también después de que haya muerto. Aunque lo cierto es que no he recibido muchos abrazos en vida
. Gorst resopló al intentar reprimir unas carcajadas tremendamente inapropiadas.

—¡Eh, coronel Gorst! —exclamó el Primero de los Magos, quien se le acercó con un cayado en una mano y una taza de té en la otra. A continuación, se metió en el río, que fluía con su macabro cargamento flotante, inhaló hondo por la nariz y exhaló con suma satisfacción—. Bueno, no se puede decir que no lo estén intentando. El éxito está muy bien, pero hay algo grandioso también en los gloriosos fracasos, ¿verdad?

Pues yo no lo tengo tan claro y de fracasos sé un rato.

—Lord Bayaz —dijo el sirviente de pelo rizado del mago, abriendo una silla plegable, para luego limpiar una mota de polvo de la lona del asiento y hacer una reverencia.

Bayaz lanzó su cayado a la húmeda hierba y, sin más preámbulos, se sentó, con los ojos cerrados y volvió su sonriente semblante hacia el revitalizador sol.

—La guerra es algo maravilloso. Siempre que se haga bien, por supuesto, y por las razones correctas. Separa la paja del grano. Lo limpia todo —entonces, chasqueó los dedos a un volumen increíblemente alto—. Sin ella, las sociedades tienden a volverse blandas. Fofas. Como alguien que sólo come pasteles —extendió el brazo y dio un golpecito a Gorst en el brazo de manera juguetona; acto seguido, agitó los dedos fingiendo dolor—. ¡Ay! Seguro que tú no comes sólo pasteles, ¿verdad?

—No.

Como le solía pasar a Gorst con prácticamente todo el mundo con el que hablaba, Bayaz no parecía hacerle mucho caso.

—Para cambiar las cosas, no basta con pedir que se cambien, sino que hay que dar a todo un buen meneo. No sé quién fue el que dijo que la guerra nunca cambia nada, pero, bueno… eso lo diría porque no había luchado en suficientes guerras, ¿verdad? Me alegra ver que ha dejado de llover. Tanta agua estaba jorobándome el experimento.

El experimento consistía en tres tubos gigantes de metal de un color apagado, entre gris y negro, que se encontraban colocados sobre unos enormes apoyos de madera. Cada uno de ellos tenía un extremo cerrado y el abierto apuntaba al río, en dirección a los Héroes, más o menos. Habían sido colocados con sumo cuidado y haciendo un tremendo esfuerzo en un montículo que se hallaba a unos cien pasos de la tienda de Gorst. El incesante barullo que armaban los hombres y los caballos, así como todos los artilugios, lo habrían mantenido despierto toda la noche si no hubiera estado ya medio despierto, como siempre estaba. Perdido en el humo de la Casa del Ocio de Cardotti, buscando desesperadamente al rey. Donde veía un rostro enmascarado en la penumbra, en la escalera. Antes de que el Consejo Cerrado le desposeyera de su rango, de que el mundo se desmoronara una vez más. Enredado en un abrazo con Finree. Aguantando el humo. Tosiendo el humo, mientras avanzaba a trompicones por esos retorcidos corredores de la Casa del Ocio de…

—Es una pena, ¿no? —inquirió Bayaz.

Por un momento, Gorst se preguntó si el Mago le había leído los pensamientos.
Sí, lo es joder.

—¿Perdón?

Bayaz extendió los brazos para abarcar con ellos esa escena donde reinaba una lenta y perezosa actividad.

—Todo cuanto hace el hombre sigue a merced de los caprichos del cielo. La guerra, sobre todo —dio un sorbo a su taza, hizo una mueca y tiró los posos a la hierba—. En cuanto podamos matar gente a cualquier hora del día, en cualquier estación, haga bueno o malo, seremos
por fin
gente civilizada, ¿eh? —afirmó mientras se reía para sí.

Dos viejos Adeptos de la Universidad de Adua hicieron una honda reverencia como un par de sacerdotes a los que hubieran concedido una audiencia personal con Dios. El que respondía al nombre de Denka era pálido como un necrófago y temblaba. El que se llamaba Saurizin tenía cubierta de sudor su arrugada frente, más ancha de lo normal.

—Lord Bayaz —dijo, intentando agacharse y sonreír abiertamente al mismo tiempo, aunque hizo ambas cosas sin convicción alguna—. Creo que el tiempo ha mejorado lo suficiente como para que podamos probar esos artilugios.

—¡Al fin! —exclamó el Mago—. Entonces, dime, ¿a qué estás esperando? ¿A que llegue el Festival del Invierno?

Los dos ancianos se alejaron corriendo y Saurizin abroncó ferozmente a su colega. Luego, tuvieron una discusión muy acalorada con una decena de ingenieros, ataviados con mandiles, acerca del tubo más próximo; hicieron aspavientos con las manos, señalaron al cielo e hicieron referencia a ciertos instrumentos metálicos. Al final, uno de ellos sacó una antorcha bastante larga, en cuyo extremo embreado danzaban unas llamas. Los Adeptos y sus subordinados se alejaron a gran velocidad de ahí, se agacharon tras unas cajas y barriles y se taparon los oídos. El hombre que llevaba la antorcha avanzó con el mismo entusiasmo con el que un condenado se dirigiría al cadalso y, manteniéndose lo más lejos posible, tocó una marca que había en la parte superior del tubo. Saltaron algunas chispas, un hilillo de humo se curvó en el aire y se escuchó un tenue chisporroteo.

Gorst frunció el ceño.

—¿Qué es…?

Al instante, se produjo una explosión colosal, se tiró al suelo y se protegió la cabeza con las manos. No había oído nada igual desde el Asedio de Adua, cuando los gurkos incendiaron una mina e hicieron saltar por los aires una sección de cien zancadas de un muro que quedó reducida a gravilla. Los guardias observaron aterrorizados la escena desde el parapeto que les ofrecían sus escudos. Unos trabajadores exhaustos se alejaron gateando deprisa y con la boca abierta de sus hogueras. Otros intentaron controlar a sus aterrados caballos, dos de los cuales se habían soltado y se alejaban al galope con el listón al que habían estado atados repiqueteando tras ellos.

Gorst se puso en pie lentamente y con cierta suspicacia. Una nube de humo brotaba del extremo de uno de los tubos, mientras los ingenieros se arremolinaban en torno a él. Denka y Saurizin discutían entre ellos encolerizados. Gorst no tenía ni la más remota idea de qué había hecho ese artefacto aparte de ruido.

—Bueno —dijo Bayaz, metiéndose un dedo en una oreja, al que luego dio vueltas—. Lo cierto es que arman mucho ruido.

Un estruendo distante resonó por todo el valle. Parecía un trueno, aunque a Craw le había dado la impresión de que el cielo se estaba despejando.

—¿Has oído eso? —preguntó Pezuña Hendida.

Craw se limitó a mirar el firmamento y encogerse de hombros. Todavía había muchas nubes, a pesar de que ya se empezaban a divisar zonas despejadas.

—Quizá vaya a llover más.

Pero Dow tenía otras cosas en mente.

—¿Cómo nos va en el Puente Viejo?

—El enemigo apareció en cuanto amaneció, pero Scale contuvo su avance —contestó Pezuña Hendida—. Los obligó a retroceder.

—Volverán a intentarlo en breve.

—Sin duda. ¿Crees que aguantará?

—Si no lo hace, tendremos un problema.

Dow resopló.

—Es justo el hombre que me gustaría tener cubriéndome las espaldas si luchara por mi vida.

Pezuña Hendida y un par de hombres más se rieron entre dientes.

Para Craw, había una manera correcta de hacer las cosas y en ella no cabía dejar que alguien se riera de un amigo a su espalda, por muy risible que éste fuera.

—Ese muchacho quizá os sorprenda —afirmó.

Una sonrisa aún más amplia se dibujó en Pezuña Hendida.

—Oh, me olvidé de que sois uña y carne.

—Prácticamente yo críe a ese chaval —replicó Craw, quien se cuadró y lo fulminó con la mirada.

—Eso explica muchas cosas.

—¿Cómo qué?

Dow alzó la voz, con cierto tono de reproche:

—Por mí, como si le hacéis una paja a Calder cuando oscurezca. No sé si os habéis dado cuenta, pero tenemos cosas mucho más importantes de qué preocuparnos. ¿Qué pasa en Osrung?

Pezuña Hendida fulminó con la mirada a Craw y, a continuación, se volvió hacia su jefe.

—La Unión ha atravesado la empalizada, están luchando en la parte sur de la ciudad. Aunque Reachey los ha frenado.

—Más le vale —rezongó Dow—. ¿Y qué pasa con la zona central? ¿Hay algún indicio de que pretendan cruzar los bajíos?

—Siguen marchando por ahí, pero no…

De repente, la cabeza de Pezuña Hendida se desvaneció y algo le entró a Craw en el ojo.

Se oyó un terrible crujido y, después, lo único que pudo escuchar fue un largo aullido muy agudo.

Recibió un fuerte golpe en la espalda, cayó y rodó. Entonces, intentó ponerse en pie y se agachó como un borracho mientras la tierra temblaba.

Dow sacó su hacha, la blandió ante algo y gritó, pero Craw no pudo escucharlo. Sólo oía un zumbido enloquecedor. Había polvo por todas partes. Unas nubes asfixiantes, que parecían niebla.

Estuvo a punto de tropezarse con el cadáver decapitado de Pezuña Hendida, del que manaba sangre a raudales. Supo que se trataba de él por el cuello de su cota de malla. También le faltaba un brazo. A Pezuña Hendida, no a Craw. Él aún conservaba ambos brazos. Aunque lo comprobó por si acaso. No obstante, tenía sangre en las manos, pero no estaba seguro de quién era.

Probablemente, debería haber desenvainado ya su espada. Intentó agarrar su empuñadura, pero no acertó a cogerla. La gente que corría a su alrededor eran meras sombras en la penumbra.

Craw se frotó las orejas. Pero siguió sin oír nada, salvo ese aullido.

Un Cari, que estaba sentado en el suelo, gritaba en silencio a la vez que desgarraba su cota de malla ensangrentada. Algo sobresalía de ella. Algo demasiado grueso para ser una flecha. Era un fragmento de piedra.

¿Los estaban atacando? ¿Desde dónde? El polvo se fue asentando. Los hombres deambulaban arrastrando los pies, se chocaban unos con otros, algunos se arrodillaban para atender a los heridos, otros señalaban en todas direcciones, otros se tapaban la cara.

La parte superior de uno de los Héroes había desaparecido, la vieja piedra poseía ahora un nuevo contorno brillante e irregular recién esculpido. Varios muertos se encontraban desperdigados alrededor de su base. Más que muertos, estaban destrozados. Retorcidos y doblados. Hechos trizas y reventados. Craw nunca había visto algo así. Ni siquiera cuando Nueve el Sanguinario cometió una terrible masacre en las Altas Cumbres.

Entre los cuerpos y los fragmentos de roca se encontraba sentado un muchacho aún vivo, estaba cubierto de sangre y pestañeaba incrédulo mientras clavaba la mirada en una espada desenvainada que tenía sobre las rodillas y sostenía, inmóvil, una piedra de afilar en una mano. Era imposible saber cómo se había salvado, si es que realmente se había salvado.

Entonces, vio el rostro de Whirrun, quien se alzaba sobre él y movía la boca como si hablara, pero Craw sólo podía escuchar un continuo crepitar.

—¿Qué? ¿Qué?

Ni siquiera era capaz de escuchar lo que él mismo decía. Unos pulgares le palparon la mejilla. Le dolió. Mucho. Craw se tocó la cara y se dio cuenta de que tenía los dedos manchados de sangre. Pero también tenía las manos ensangrentadas. Estaba cubierto de sangre por entero.

Intentó quitarse a Whirrun de encima de un empujón, pero se tropezó con algo y acabó cayendo sobre la hierba.

Quizá fuera mejor que se quedara ahí sentado un rato.

—¡Hemos acertado! —gritó Saurizin, entre risas socarronas, agitando hacia el cielo un desconcertante conjunto de tornillos, barras y lentes, como si se tratara de un anciano guerrero que blandiera una espada victorioso.

—¡Con la segunda descarga hemos acertado de pleno, Lord Bayaz! —exclamó Denka, quien apenas podía contener la emoción—. ¡Hemos dado directamente a una de las piedras de la colina y la hemos destruido!

El Primero de los Magos arqueó una ceja.

—Hablas como si destruir unas piedras fuera la finalidad de este ejercicio.

—¡Estoy seguro de que los hombres del Norte de la cima también han sufrido heridas considerables y se encuentran sumidos en la confusión!

—¡Sí, están heridos y confusos! —insistió Saurizin.

—Es lo que se merece el enemigo —afirmó Bayaz—. Proseguid.

A los dos viejos Adeptos se les cayó el alma a los pies. Denka se pasó la lengua por los labios.

—Sería prudente comprobar el estado de estos artilugios por si han sufrido daños. Nadie sabe cuáles pueden ser las consecuencias de dispararlos con cierta frecuencia…

—Entonces, será mejor que las descubramos —replicó Bayaz—. Proseguid.

No cabía duda de que ambos ancianos temían continuar con el experimento.
Pero temían aún más al Primero de los Magos
. Hicieron una reverencia y volvieron hacia los tubos donde intimidaron a los desamparados ingenieros tal y como ellos acababan de ser intimidados.
Después, los ingenieros presionarán a los trabajadores a su vez, sin duda alguna, y los trabajadores fustigarán a las mulas, y las mulas darán patadas a los perros, y los perros lo pagarán todo con las avispas, y, con suerte, una de esas avispas le picará a Bayaz en su gordo culo y, entonces, la recta y justa rueda de la vida estará lista para girar una vez más…

Mientras, lejos, al oeste, el segundo intento de tomar el Puente Viejo se iba diluyendo, sin conseguir mucho más que la primera vez. Esta vez, habían intentado cruzar el río en unas balsas, pero había resultado un esfuerzo en vano. Un par de ellas se habían roto no mucho después de ser empujadas al agua, de tal modo que sus pasajeros habían acabado luchando por mantenerse a flote en los bajíos o arrastrados hasta aguas profundas a causa de sus armaduras. Otras habían sido arrastradas río abajo mientras los hombres que aún quedaban a bordo agitaban alocada e inútilmente los remos o las manos, al mismo tiempo que unas flechas chapoteaban a su alrededor.

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