Las lágrimas corrieron por el rostro acalorado de Calder y relucieron a la luz de la antorcha mientras caían al foso, donde abrieron surcos entre la suciedad que cubría la fría mejilla de Dow el Negro. Haber muerto en el círculo habría sido una honda decepción, pero ésa era peor aún, ¿no? Iba a morir en una fosa común y su destino sería ignorado por aquellos que lo amaban e incluso por los que le odiaban.
Estaba sollozando como un bebé, hinchando las doloridas costillas, mientras contemplaba el foso y los cadáveres desdibujados a través de sus saladas lágrimas.
¿Cuándo lo iban a hacer? Seguramente, ahora, sí, ya. Una brisa se alzó y enfrió las lágrimas de su rostro. Echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos con fuerza y gimió como si pudiese notar ya el cuchillo penetrando en su espalda. Como si el metal ya estuviese dentro de él. ¿Cuándo lo iban a hacer? Probablemente, ahora…
El viento amainó y le pareció escuchar un tintineo. Entonces, oyó unas voces a sus espaldas, que provenían de la casa. Permaneció inmóvil un rato más, sollozando cada vez que inhalaba aire.
—Tenemos pescado para empezar —dijo alguien.
—Excelente.
Calder se fue volviendo lentamente, temblando, estremeciéndose, realizando un esfuerzo descomunal para poder llevar a cabo cada movimiento.
Deep y Shallow se habían desvanecido. Su antorcha parpadeaba abandonada al borde del foso. Más allá de la desvencijada verja, bajo el desvencijado porche, se hallaba la vieja mesa, que había sido cubierta con un mantel y estaba siendo preparada para la cena. Un hombre extraía unos platos de una gran cesta. Otro aguardaba sentado en una de las sillas. Calder se enjugó las lágrimas con el dorso de su temblorosa mano, pues no se fiaba de lo que le estaban indicando sus sentidos. El hombre de la silla era el Primero de los Magos.
Bayaz sonrió.
—¡Caramba, pero si es el Príncipe Calder! —exclamó, como si se hubieran encontrado por accidente en el mercado—. ¡Únase a mí, haga el favor!
Calder se limpió los mocos del labio superior, esperando aún que un cuchillo saliese despedido de entre las tinieblas. Después, muy lentamente, con las rodillas temblándole de tal manera que podía oírlas golpear contra el interior de sus húmedos pantalones, se encaminó hacia el porche a través de un hueco en la cerca.
El sirviente enderezó una de las sillas caídas, le quitó el polvo y se la señaló con la palma de la mano abierta. Calder se hundió en ella, conmocionado, todavía llorando ligeramente, y observó cómo Bayaz pinchaba un trozo de pescado con un tenedor, se lo llevaba a la boca y lo masticaba de manera deliberadamente lenta hasta tragarlo.
—Entonces, el Torrente Blanco seguirá siendo la frontera norte de Angland.
Calder permaneció un momento sentado en silencio y fue consciente de que lanzaba un ligero resoplido por la nariz cada vez que respiraba, pero era incapaz de evitarlo. Acto seguido, parpadeó y finalmente asintió.
—La comarca entre el Torrente Blanco y el Cusk, incluida la ciudad de Uffrith, será gobernada por el Sabueso. Pasará a ser un protectorado de la Unión, con seis representantes en el Consejo Abierto.
Calder volvió a asentir.
—El resto del Norte hasta el Crinna será suyo —Bayaz se llevó el último trozo de pescado a la boca y dibujó un círculo con el tenedor en el aire—. Los territorios situados más allá del Crinna pertenecen al Extraño que Llama.
El día anterior Calder podría haberle lanzado una puya desafiante, pero en lo único en lo que podía pensar ahora era en lo afortunado que se sentía de no estar desangrándose sobre el barro y en lo mucho que deseaba seguir entero.
—Sí —replicó con voz ronca.
—¿No necesita tiempo para… rumiarlo un poco?
¿Una eternidad en un foso lleno de cadáveres, quizás?
—No —susurró Calder.
—¿Perdón?
Calder respiró honda y temblorosamente.
—No.
—Bien —entonces, Bayaz se limpió los labios con una servilleta y alzó la mirada—. Así está mucho mejor.
—Muchísimo mejor —aseveró el sirviente del pelo rizado, con una sonrisa traviesa dibujada en su faz, mientras retiraba el plato de Bayaz y lo cambiaba por otro limpio. Una sonrisa probablemente muy parecida a la que solía exhibir Calder, pero le agradó tanto verla en el rostro de otro hombre como le habría agradado ver a otro follándose a su esposa. En ese instante, el sirviente retiró el cobertor de un plato con una floritura.
—¡Ah, la carne, la carne! —Bayaz observó cómo el sirviente manejaba el cuchillo para cortarla en finísimas rodajas con una pericia cegadora—. El pescado está muy bien, pero la cena no empieza de verdad hasta que no te han servido algo que sangra.
A continuación, el sirviente añadió unas verduras con la destreza de un prestidigitador; después, se volvió con su sonrisa burlona hacia Calder.
A Calder le pareció que había algo extraño e irritantemente familiar en él. Le parecía que tenía su nombre en la punta de la lengua. ¿Acaso alguna vez lo había visto visitar a su padre, ataviado con una elegante capa? ¿O junto a la hoguera de Cabeza de Hierro con un casco de Cari en la cabeza? ¿O junto al Extraño que Llama con la cara pintada y pedazos de hueso en las orejas?
—¿Quiere carne, señor?
—No —contestó Calder con un susurro, quien sólo podía pensar en toda la carne que había amontonada en las fosas apenas a unos cuantos pasos de allí.
—¡De verdad que debería probarla! —exclamó Bayaz—. ¡Adelante, ponle un poco! Y ayuda al príncipe a partirla, Yoru, ya que tiene la mano derecha herida.
Yoru sirvió a Calder la carne, que chorreaba un jugo sangriento que centelleó entre la penumbra, y, acto seguido, se dispuso a cortarla con una velocidad aterradora, haciendo que Calder se estremeciera con cada movimiento del cuchillo.
Al otro lado de la mesa, el Mago ya estaba masticando satisfecho.
—Debo reconocer que no me gustaron del todo los derroteros por los que transcurrió nuestra última conversación. En cierto modo, me recordó usted a su padre —Bayaz hizo una pausa, como si esperase una respuesta, pero Calder no tenía ninguna que dar—. Lo digo como un pequeño elogio y como una gran advertencia. Durante muchos años, su padre y yo nos… entendimos bastante bien.
—Para lo que le sirvió.
El brujo alzó las cejas.
—¡Qué poca memoria tiene su familia! ¡Por supuesto que le sirvió! De mí obtuvo regalos y todo tipo de ayudas y buenos consejos. ¡Y bien que prosperó! ¡Pasó de ser un jefecillo de tercera a ser el Rey de los Hombres del Norte! ¡Forjó una nación donde antes sólo había un montón de campesinos malhumorados y estiércol! —el filo del cuchillo de Bayaz chirrió al rozar el plato y su voz adoptó un tono mucho más duro—. Pero la gloria lo volvió arrogante y olvidó las deudas que había contraído, de modo que se atrevió a enviar a sus malcriados hijos a plantearme exigencias.
Exigencias
—masculló el Mago, mientras sus ojos centelleaban desde las sombras de sus cuencas—. A
mí.
Calder notó cómo se le iba formando un incómodo nudo en la garganta mientras Bayaz se recostaba sobre su respaldo.
—Bethod decidió renunciar a nuestra amistad, sus aliados lo abandonaron, todos sus grandes logros se marchitaron y murió de manera sangrienta para acabar enterrado en una tumba sin marcar. He ahí una buena lección. Si su padre hubiese saldado sus deudas, quizás todavía seguiría siendo Rey de los hombres del Norte. Tengo la esperanza de que usted aprenda de sus errores y recordará cuánto me debe.
—Yo no le debo nada.
—¿Cree… que… no? —Bayaz enfatizó cada una de esas palabras curvando cada vez más los labios—. Nunca podrá saber, ni siquiera llegará a comprender, las muchas maneras en las que he intercedido en su favor.
El sirviente arqueó una ceja.
—La lista es muy larga.
—¿No pensará que todo le ha salido a pedir de boca porque es encantador? ¿O astuto? ¿O inusualmente afortunado?
De hecho, eso era justo lo que pensaba Calder.
—¿Acaso fue el encanto lo que le salvó de los asesinos de Reachey cuando estaba reclutando gente o fueron los dos pintorescos hombres del Norte que envié para que lo vigilaran?
Calder no fue capaz de dar una respuesta.
—¿Fue su astucia lo que le salvó en la batalla o el hecho de que ordenara a Brodd Tenways que lo mantuviera alejado de todo daño?
Ante aquello aún tenía menos que decir.
—¿Tenways? —susurró.
—En ocasiones, resulta difícil distinguir a los amigos de los enemigos. Le pedí que actuase como si fuera un fiel seguidor de Dow el Negro. A lo mejor era un actor demasiado bueno. Tengo entendido que ha muerto.
—Cosas que pasan —replicó Calder con voz ronca.
—No a usted —el «todavía» quedó implícito, pero, aun así, resultó ensordecedor—. ¡Incluso después de haberse enfrentado en un duelo a muerte con Dow el Negro! ¿Y acaso fue la suerte lo que inclinó la balanza a su favor cuando el Protector del Norte yacía muerto a sus pies o fue mi viejo amigo el Extraño que Llama?
Calder se sintió como si se hubiese hundido en arenas movedizas hasta el pecho y hasta entonces no se hubiera dado cuenta.
—¿Es uno de sus hombres?
Bayaz ni se rio ni se regodeó. Más bien, parecía aburrido.
—Le conozco desde que todavía lo llamaban Pip. Pero los grandes hombres necesitan grandes nombres, ¿eh, Calder el Negro?
—Pip —musitó éste, intentando encajar al gigante con el nombre.
—Pero yo no se lo diría a la cara.
—No le llego a la cara.
—Pocos lo hacen. Quiere llevar la civilización a los pantanos.
—Le deseo mucha suerte.
—Guárdese esa suerte para usted. Es a usted a quien se la he otorgado.
Calder estaba demasiado ocupado intentando desentrañar toda aquella maraña de intrigas.
—Pero… el Extraño que Llama luchó por Dow. ¿Por qué no le pidió que pelease por la Unión? Así, podrían habernos ganado durante la segunda mañana de batalla y habernos ahorrado a todos un…
—No estaba satisfecho con mi primera oferta —respondió Bayaz, a la vez que empalaba agriamente un par de verduras con su tenedor—. En cuanto demostró su valía, tuve que hacerle otra mejor.
—¿Todo esto ha ocurrido porque no se pusieron de acuerdo en el precio?
El Mago ladeó la cabeza.
—¿Qué se pensaba que era una guerra? —esa noción se fue hundiendo lentamente en el silencio que se hizo entre ellos como un barco con toda su tripulación—. Muchos otros tienen deudas contraídas conmigo.
—Como Escalofríos.
—No —le corrigió el sirviente—. Su intervención fue un feliz accidente.
Calder parpadeó.
—Sin él… Dow me habría hecho pedazos.
—Los buenos planes no impiden que sucedan ciertos eventos inesperados —aseveró Bayaz—, sino que los permiten. Un buen plan es aquel en el que todo hecho casual puede ser usado en su favor. No soy un jugador tan torpe como para hacer una única apuesta. Pero el Norte siempre se ha caracterizado por carecer de buen material con el que jugar y reconozco que usted es mi juguete preferido. No es ningún héroe, Calder. Y eso me gusta. Ve a los hombres tal y como son. Posee la astucia, la ambición y la crueldad de su padre, pero no su orgullo.
—El orgullo siempre me ha parecido una manera de malgastar esfuerzos —murmuró Calder—. Todo el mundo sirve a alguien.
—Si mantiene eso en mente, prosperará. Si lo olvida, bueno… —Bayaz se llevó un pedazo de carne a la boca y masticó ruidosamente—. Mi consejo sería que mantuviera esa fosa llena de cadáveres siempre a sus pies. Que tuviera siempre presente esa sensación que ha experimentado al mirar hacia ahí abajo, esperando la muerte. Esa espantosa indefensión. El cosquilleo mientras aguardaba el cuchillo. Cómo se ha lamentado por todo lo que todavía no había hecho. Cuánto ha temido por la seguridad de aquellos que va a dejar atrás —entonces, le ofreció una deslumbrante sonrisa—. Empiece cada mañana y termine cada día al borde de esa fosa. Recuérdela bien porque la desmemoria es la maldición del poder. Y, entonces, podría encontrarse una vez más en pie ante su propia tumba, sólo que esa vez el final será mucho menos feliz. Para que eso suceda, le bastará con desafiarme.
—Me he pasado los últimos diez años de mi vida hincando la rodilla delante de un hombre u otro —Calder no tenía por qué mentir. En su día, Dow el Negro le había dejado vivir; después, le había exigido obediencia y, por último, lo había amenazado. Y mira como había terminado todo—. Mis rodillas se doblan con facilidad.
El Mago se relamió los labios mientras tragaba un último trozo de zanahoria y arrojaba los cubiertos sobre el plato.
—Lo cual me alegra. No puede imaginarse la cantidad de conversaciones parecidas que he mantenido con hombres de rodillas recias. He dejado de tener paciencia con ese tipo de gente. Pero puedo ser muy generoso con aquellos que entran en razón. Puede que, en algún momento, envíe a alguien para pedirle algún… favor. Cuando llegue ese día, espero que no me decepcionará.
—¿Qué tipo de favores?
—Del tipo que impedirán que vuelva a encontrarse siendo guiado por el camino equivocado por unos hombres armados con cuchillos.
Calder se aclaró la garganta.
—Ese tipo de favores siempre estaré dispuesto a concederlos.
—Bien. A cambio, recibirá abundante oro.
—¿En eso consiste la generosidad de los Magos? ¿En oro nada más?
—¿Qué esperaba, una bragueta mágica? Esto no es un cuento infantil. El oro lo es todo y todo lo compra. Poder, amor y seguridad. Es a la vez espada y escudo. No se puede dar mayor regalo. En cualquier caso, resulta que tengo otro —Bayaz hizo entonces una pausa, como un bromista a punto de contar el final de un chiste—. La vida de su hermano.
A Calder notó se le contrajo la cara. ¿Era un gesto de esperanza o de decepción?
—Scale está muerto.
—No. Perdió la mano derecha en el Puente Viejo, pero sigue vivo. La Unión piensa liberar a todos los prisioneros. Como gesto de buena voluntad, como parte del histórico acuerdo de paz que acaba de aceptar sumamente agradecido. Podrá recoger a ese cabeza de chorlito mañana al mediodía.
—¿Qué debo hacer con él?
—No tengo intención alguna de indicarle qué ha de hacer con su regalo, pero uno no llega a rey sin hacer sacrificios. Y usted quiere ser rey, ¿verdad?
—Sí —las cosas habían cambiado mucho desde el inicio de la velada, pero de eso Calder estaba más seguro que nunca.