El Primero de los Magos se levantó y cogió su cayado mientras el sirviente se disponía a recoger ágilmente los platos.
—Entonces, un hermano mayor siempre es una terrible molestia.
Calder observó un momento cómo el Mago miraba tranquilamente los campos envueltos en sombras como si estuvieran llenos de flores en vez de cadáveres.
—¿Ha comido aquí, a una meada de distancia de una fosa común… sólo para demostrarme lo despiadado que es?
—¿Acaso todo debe tener un motivo siniestro? He comido aquí porque tenía hambre —Bayaz ladeó la cabeza mientras miraba desde arriba a Calder. Como un pájaro a un gusano—. Las tumbas no significan nada para mí.
—¿Y los cuchillos —murmuró Calder— y las amenazas y los sobornos y la guerra?
Los ojos de Bayaz resplandecieron bajo la luz de la lámpara.
—¿Sí?
—¿Qué clase de mago es usted?
—La clase de mago a la que uno obedece.
El sirviente fue a recoger su plato, pero Calder lo agarró de la muñeca antes de que pudiera hacerlo.
—Déjalo. Puede que me entre hambre más tarde.
El Mago sonrió al oír aquello.
—¿Qué te había dicho, Yoru? Tiene más estómago de lo que tú pensabas —dijo, mientras se despedía agitando la mano por encima del hombro mientras se alejaba—. Creo que, por ahora, el Norte está en buenas manos.
El sirviente de Bayaz tomó la cesta, descolgó la lámpara y siguió a su amo.
—¿Y el postre? —gritó Calder tras ellos.
El sirviente le dedicó una última sonrisa burlona.
—Lo tiene Dow el Negro.
La luz de la lámpara los siguió alrededor de la casa hasta que ambos desaparecieron, dejando a Calder hundido en su silla de mimbre en mitad de la oscuridad, respirando profundamente, dominado por una mezcla de decepción desoladora y de un alivio más desolador aún.
Mi querido y leal amigo:
Me complace enormemente poder informarle de que se han dado las circunstancias adecuadas para que pueda invitarle de regreso a Adua, donde asumirá una vez más su puesto entre los Caballeros de la Escolta Regia y su justo lugar como mi Primer Guardia.
Se ha echado mucho en falta su presencia. Durante su ausencia, sus cartas han sido un consuelo y una fuente de alegrías constante. Cualquier ofensa que pudiese haber cometido por su parte, hace tiempo que se la perdoné. Ante cualquier ofensa que pueda haber cometido yo, espero sinceramente que pueda hacer lo mismo. Por favor, hágame saber que todo podrá volver a ser como era antes de Sipani.
Su soberano,
Su Alteza Imperial, Rey de Angland, Starikland y Midderland, Protector de Westport y Dagoska, Su Augusta Majestad…
Gorst no pudo seguir leyendo. Cerró los párpados al notar que las lágrimas le asomaban a los ojos y apretó el arrugado papel contra su pecho igual que se abraza a una amante. ¿Cuán a menudo había soñado el pobre, burlado y exiliado Bremer dan Gorst con aquel momento?
¿Estoy soñando ahora?
Entonces, se mordió la dolorida lengua y el dulce sabor de la sangre fue un alivio. Abrió los párpados y dejó que las lágrimas fluyesen libremente; acto seguido, estudió la carta a través del brillante líquido.
Querido y leal amigo… justo lugar como Primer Guardia… consuelo y una fuente de alegrías… como era antes de Sipani. Como era antes de Sipani…
Gorst frunció el ceño. Se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano y miró la fecha. La carta había sido enviada hacía seis días.
Antes de que luchase en los vados, en el puente, en los Héroes. Antes incluso de que hubiese comenzado la batalla
. Apenas sabía si reír o llorar y, al final, hizo ambas cosas, se estremeció soltando unas risitas llorosas, mientras salpicaba la carta con gozosas gotas de saliva.
¿Qué más daba el porqué?
Tengo lo que me merezco.
Salió de la tienda y se sintió como si nunca hubiese disfrutado de la luz del sol con anterioridad. Disfrutó del simple placer de sentir esa calidez vital sobre su rostro y la caricia de la brisa. Observó a su alrededor con los ojos empapados y maravillados. El terreno que se inclinaba hacia el río, que había sido un cenagal cubierto de basura cuando había entrado en la tienda, había pasado a ser un delicioso jardín lleno de color. Repleto de rostros esperanzados y charlas agradables. De risas y trinos.
—¿Está bien? —Rurgen parecía ligeramente preocupado, o al menos esa impresión le dio a Gorst a través de sus ojos llorosos.
—He recibido una carta del rey —respondió con un tono de voz muy agudo, sin importarle ya cómo sonase su voz.
—¿De qué se trata? —preguntó Younger—. ¿Son malas noticias?
—No, muy buenas —contestó Gorst, agarrando a Younger por los hombros y apretando con tal fuerza que le hizo gemir—. Las mejores que podríamos esperar —añadió, a la vez que enganchaba a Rurgen con el otro brazo y los abrazaba a ambos, levantándolos del suelo igual que un padre cariñoso abrazaría a sus hijos—. Volvemos a casa.
Gorst caminó con un contoneo muy poco habitual. No llevaba armadura y se sentía tan ligero como si en cualquier momento fuese a saltar hacia el soleado cielo. Hasta el aire le parecía más dulce, a pesar de que todavía acarreaba un ligero olor a letrinas que se filtró a través de sus fosas nasales. Todas las heridas, todas las incomodidades y los dolores, todas las mezquinas decepciones que había sufrido se fundieron ante aquel resplandor abrumador.
He vuelto a nacer.
El camino hacia Osrung (o, más bien, hacia las ruinas humeantes de lo que había sido Osrung) se encontraba repleto de caras sonrientes. Unas rameras le lanzaron varios besos desde el asiento de un carromato y Gorst se los devolvió. Un muchacho tullido lanzó un hurra y Gorst le alborotó jovialmente el pelo. Al frente de una columna de heridos que avanzaba lentamente en dirección opuesta, un soldado con muletas lo saludó con un asentimiento y Gorst le dio un abrazo, lo besó en la frente y siguió avanzando, sonriente.
—¡Gorst, es Gorst! —le jalearon algunos, y Gorst sonrió y alzó un puño cubierto de postillas.
¡Bremer dan Gorst, héroe del campo de batalla! ¡Bremer dan Gorst, el confidente del monarca! ¡Un Caballero de la Escolta Regia, Primer Guardia del Gran Rey de la Unión, noble, justo y amado por todos! Si, podría hacer cualquier cosa. Podría tener cualquier cosa.
Las escenas de alegría se sucedían en todas partes. Un hombre con galones de sargento estaba siendo casado por el coronel de su regimiento con una mujer con cara de pan que llevaba flores en el pelo, mientras sus camaradas silbaban de manera insinuante. Un nuevo alférez, de aspecto absurdamente joven, desfilaba feliz portando los colores de su regimiento como ceremonia de iniciación. El sol dorado de la Unión ondeaba orgullosamente al viento.
¿Podría ser una de esas banderas que Mitterick perdió de manera tan descuidada hace tan sólo un día? Qué rápido olvidamos algunas ofensas. Sí, los incompetentes se ven recompensados junto a los agraviados.
Como para ilustrar aquella reflexión, Gorst divisó a Felnigg junto al camino, vestido con su nuevo uniforme, rodeado de sus oficiales de alta graduación mientras abroncaba despiadadamente a un lloroso y joven teniente que se encontraba junto a un carro volcado, de cuyo interior se habían desparramado por el suelo, como tripas de una oveja muerta, varias armas, equipo y, lo más raro de todo, un arpa.
—¡General Felnigg! —exclamó Gorst enérgicamente—. ¡Enhorabuena por su ascenso! —
No podrían haber ascendido a un borracho pedante que menos se lo mereciera
. Se planteó brevemente la posibilidad de desafiarle al duelo que no había tenido el valor de exigirle dos noches antes. Luego, la de darle una bofetada del revés que lo enviara rodando a una zanja.
Pero tengo otras cosas que hacer.
—Gracias, coronel Gorst. Querría que supiera lo mucho que admiro su…
Gorst no se molestó ni en buscar excusas. Sencillamente siguió adelante, apartando a los oficiales del estado mayor de Felnigg —la mayoría de los cuales habían sido hasta hacía poco los oficiales de Kroy— igual que un arado abre el suelo a su paso, dejándoles chasqueando la lengua y jadeantes a su paso.
Al diablo todos. Soy libre. ¡Libre!
Entonces, dio un salto y lanzó un puñetazo al aire.
Incluso le dio la impresión de que los heridos que se hallaban cerca de las chamuscadas puertas de Osrung se encontraban felices cuando pasaba a su lado. Incluso les dio palmaditas en el hombro a la vez que murmuraba banales palabras de ánimo.
¡Podéis compartir mi felicidad, tullidos y moribundos! ¡Tengo de sobra para repartir entre todos!
Y allí estaba, entre ellos, repartiendo agua.
Como la Diosa de la misericordia. Oh, sí, alivia mi dolor
. Ahora no tenía temor alguno. Sabía lo que tenía que hacer.
—¡Finree! —exclamó. Después, se aclaró la garganta y volvió a intentarlo, con un tono un poco más grave—. Finree.
—Bremer. Pareces tan… feliz —comentó ella alzando una ceja, como si una sonrisa en su rostro fuese tan incongruente como en un caballo o una roca o un cadáver.
Pues ve acostumbrándote a esta sonrisa, ¡porque ha llegado para quedarse!
—Lo soy, muy feliz. Quería decirte… —
Que te quiero
— Adiós. Regreso a Adua esta tarde.
—¿De verdad? Yo también —a Gorst le dio un vuelco el corazón—. Bueno, tan pronto como mi esposo esté lo suficientemente recuperado como para viajar —entonces, su corazón se hundió en las simas de la desesperación—. Pero dicen que no tardará mucho —Finree parecía irritantemente encantada ante tal perspectiva.
—Bien. Bien —
que se joda
. Gorst se dio cuenta entonces de que había cerrado el puño y se obligó a abrirlo.
No, no, olvídale. El no es importante. Yo soy el ganador y éste es mi gran momento
—. He recibido una carta del rey esta mañana.
—¿De verdad? ¡Nosotros también! —exclamó Finree, mientras lo agarraba del brazo con los ojos resplandecientes. El corazón volvió a darle un vuelco, como si su tacto fuese una segunda carta de Su Majestad—. ¡Hal va a recuperar su asiento en el Consejo Abierto! —miró furtivamente a su alrededor y después susurró con ronca precipitación—. ¡Van a nombrarle Lord Gobernador de Angland!
Se produjo una larga e incómoda pausa mientras Gorst asimilaba esa información.
Como una esponja absorbe un charco de orina.
—¿Lord Gobernador? —era como si una nube hubiese tapado el sol. Ya no sentía la misma calidez sobre el rostro.
—A que es increíble, ¿eh? Al parecer, habrá un desfile.
—Un desfile —
de zorras
. Empezó a soplar, en ese instante, un viento frío que le alzó los faldones de la camisa—. Se lo merece —
¿Por estar en un puente reventado por el enemigo le hacen un desfile?
—. Os lo merecéis —
¿Y dónde está mi desfile?
—¿Y tu carta?
¿Mi carta? ¿Mi patética y vergonzosa carta?
—Oh… el rey me ha solicitado que retome mi antiguo puesto como Primer Guardia —por algún motivo, fue incapaz de transmitir el entusiasmo que había sentido al abrirla.
¡A mino me ha nombrado gobernador, oh, no! ¡Nada ni remotamente similar a gobernador! Mi recompensa consiste en ser el primero en llevar de la mano al rey. El primero en comerle la polla. ¡No se moleste en limpiarse el culo, Su Majestad, permita que sea yo quien se lo limpie!
—¡Qué gran noticia! —Finree sonrió como si todo hubiera acabado bien—. La guerra está llena de oportunidades, después de todo, por terrible que pueda ser.
Es una noticia de lo más vulgar. Mi gran triunfo se ha echado a perder. Mi corona de laurel ha terminado podrida.
—Pensaba… —se dio cuenta de que estaba esbozando un gesto de contrariedad en el rostro. No pudo seguir manteniendo la sonrisa ni un momento más—. Mi éxito parece ahora más bien insignificante.
—¿Insignificante? Por supuesto que no, no quería decir…
—Nunca tendré nada que merezca la pena, ¿verdad?
Finree parpadeó.
—Yo…
—Nunca serás mía.
Finree abrió los ojos como platos.
—¿Cómo dices?
—Que nunca serás mía, ni tú ni nadie como tú —el rubor cubrió las pecosas mejillas de Finree—. Así que permíteme que sea sincero. Dices que la guerra es terrible, ¿eh? —susurró frente a su horrorizado semblante—. ¡Y una
mierda
! ¡Sí, eso es lo que digo yo!
¡Joder
, yo amo la guerra! —las palabras salían de sus labios a borbotones. No podía detenerlas y tampoco quería—. En los salones, los somnolientos patios y los bellos parques de Adua soy un chiste con voz de pito. Una vergüenza con voz de falsete. Un payaso ridículo —se acercó más a ella, disfrutando al ver que se estremecía.
Sólo de esta manera será consciente de que realmente existo. Pues, muy bien, que así sea
—. Pero ¿en el campo de batalla? En el campo de batalla soy un
dios
. Amo la guerra. El acero, el olor, los cadáveres. Ojalá hubiera más. El primer día hice retroceder yo solo a los hombres del Norte en los vados. ¡Yo solo! ¡El segundo, rechacé su asalto al puente! ¡Yo solo! ¡Y ayer subí a los Héroes!
¡Amo
la guerra! Desearía… Desearía que no hubiese terminado. Desearía… Desearía…
Pero mucho antes de lo que había esperado, se le agotaron las palabras. Se quedó allí respirando con dificultad, mirando fijamente a Finree. Como un hombre que hubiera intentado estrangular a su esposa y recuperara de repente el juicio. No tenía ni idea de qué hacer a continuación. Se volvió para huir, pero la mano de Finree seguía posada sobre su brazo, y ahora sus dedos le apretaron con fuerza, impidiéndole marchar.
El rubor de la conmoción estaba desapareciendo del rostro de ella, sustituido por una furia creciente.
—¿Qué sucedió en Sipani? —preguntó, apretando con fuerza la mandíbula.
Y ahora fueron las mejillas de Gorst las que ardieron. Como si el mero hecho de oír ese nombre hubiera sido como recibir una bofetada.
—Fui traicionado —intentó enfatizar esta última palabra para que se clavase en ella como una puñalada, pues era así como se sentía él, pero su voz había perdido todo su filo—. Hicieron de mí un chivo expiatorio —y, efectivamente, su lamento sonó igual que un balido—. A pesar de toda mi lealtad, de toda mi diligencia… —buscó más palabras, pero su voz no estaba acostumbrada a pronunciarlas y se disolvió en un gimoteo. Finree le mostró los dientes, furiosa.