Los héroes (91 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantástico, #Histórico, #Bélico

BOOK: Los héroes
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—Habría hecho falta una semana para que el despacho llegase hasta él y otra para que el edicto nos alcanzase. Sólo ha pasado un día desde…

—Llámelo magia. Puede que el cuerpo de Su Majestad esté a una semana de distancia, en Adua, pero ¿su mano derecha? —entonces, Bayaz alzó la suya—. Su mano derecha está un poco más cerca. Pero eso no importa ahora —dio un paso atrás, suspiró y se dispuso a enrollar el pergamino—, ya que, como dice usted, carezco de la autoridad necesaria, lo mejor será quemar este inútil documento, ¿verdad?

—¡No! —Finree tuvo que hacer un gran esfuerzo para no lanzarse sobre él y arrancárselo de la mano—. No.

—Entonces, ¿ya no tiene objeciones al relevo de su padre?

Finree se mordió el labio un momento. La guerra es un auténtico infierno y todo eso, pero también presenta grandes oportunidades.

—Ha sido él quien ha dimitido.

—¿Ah, sí? —Bayaz mostró una amplia sonrisa, pero sus ojos verdes siguieron resplandeciendo con dureza—. Vuelve usted a impresionarme. Mi más sincera enhorabuena por el meteórico ascenso al poder de su esposo. Y también por el suyo, por supuesto… gobernadora.

Le tendió el pergamino agarrándolo por un extremo. Finree lo cogió por el otro. Bayaz no lo soltó.

—Pero recuerde esto. Aunque el pueblo adora a los héroes, uno siempre puede encontrar otros nuevos. Lo que hago con el dedo de una mano —afirmó, mientras colocaba el índice bajo la barbilla de Finree y la obligaba a alzar la cara, enviando así un calambrazo de dolor por su agarrotado cuello— puedo deshacerlo con otro.

Finree tragó saliva.

—Lo entiendo.

—Entonces, ¡le deseo que pase un buen día! —acto seguido, Bayaz soltó el pergamino, mientras esbozaba una amplia sonrisa—. Por favor, transmítale la feliz noticia a su marido, si bien debo pedirles que por el momento la mantengan entre ustedes. Puede que otras personas no aprecien el modo en el que funciona la magia de la misma manera que usted. Yo, mientras tanto, le transmitiré a Su Majestad la buena nueva de que su esposo ha aceptado la oferta que acaba de hacerle y también le daré la noticia de que ha hecho esa oferta. ¿Le parece?

Finree se aclaró la garganta.

—Por supuesto.

—Mis colegas del Consejo Cerrado estarán encantados de que se haya solucionado este asunto con tanta celeridad. Deberán hacer una visita a Adua en cuanto su esposo se haya recuperado, para cumplir con las formalidades de su nombramiento. Se celebrará un desfile o algo similar. Disfrutarán de varias horas de pompa y boato en la Rotonda de los Lores. Desayunarán con la reina —Bayaz alzó una ceja mientras se volvía para marcharse—. Le aconsejo que se procure mejores ropas. Algo con un aire más heroico.

La habitación estaba limpia y bien iluminada. La luz del sol entraba a través de la ventana, cayendo directamente sobre la cama. No había sollozos. Ni sangre. Ni miembros amputados. Ni sentía esa espantosa sensación de no saber qué iba a pasar. Qué suerte. Uno de sus brazos reposaba bajo las sábanas. El otro yacía pálido y al descubierto, con los nudillos pelados, al mismo tiempo que ascendía y descendía suavemente al compás de su respiración.

—Hal —su marido gruñó y parpadeó hasta abrir los ojos—. Hal, soy yo.

—Fin —levantó la mano y le acarició la mejilla con la punta de los dedos—. Has venido.

—Claro que sí —dijo, estrechándole la mano con la suya—. ¿Cómo estás?

Hal se revolvió esbozando una mueca de dolor y, a continuación, le brindó una débil sonrisa.

—Un poco agarrotado, a decir verdad. Pero me siento afortunado. Condenadamente afortunado de tenerte. He oído que me sacaste de entre los escombros. ¿No debería haber sido yo el que acudiera raudo y veloz a tu rescate?

—Si te consuela, fue Bremer dan Gorst quien te encontró y te trajo de vuelta. Sinceramente, yo sólo me limité a correr de un lado a otro llorando.

—Siempre has llorado con facilidad, ésa es una de las cosas que adoro de ti —entonces, se le comenzaron a cerrarse los ojos—. Supongo que puedo vivir con el hecho de que sea Gorst… quien me haya salvado…

Finree le apretó la mano con más fuerza.

—Hal, escúchame, ha sucedido algo. Algo maravilloso.

—Lo sé —sus párpados se movieron perezosamente—. Hemos firmado la paz.

Finree se encogió de hombros.

—No. Bueno, sí, eso también, pero… —se inclinó sobre él y envolvió con su otra mano la de él—. Hal, escúchame. Vas a recuperar el asiento de tu padre en el Consejo Abierto.

—¿Qué?

—Y parte de sus tierras también. Quieren que nosotros… Que tú… El rey quiere que sustituyas a Meed.

Hal parpadeó.

—¿Como general de su división?

—Como gobernador de Angland.

Por un momento, Hal pareció hallarse, simplemente, conmocionado. Después, mientras estudiaba la cara de su esposa, pareció preocupado.

—¿Por qué yo?

—Porque eres un buen hombre —y una buena solución de compromiso—. Un héroe, al parecer. Tus hazañas han llegado a oídos del rey.

—¿Un héroe? —resopló—. ¿Cómo lo has hecho?

Acto seguido, intentó incorporarse apoyándose sobre los hombros, pero ella le puso una mano en el pecho y lo contuvo con suma gentileza.

Aquélla era su oportunidad de contarle la verdad. Esa idea cruzó fugazmente su mente.

—Lo has hecho tú. Después de todo, tenías razón. Sobre el trabajo duro, la lealtad y todo lo demás. Sobre que hay que dirigir la batalla desde el frente. Así es como uno consigue ascender legítimamente.

—Pero…

—Chttt —le interrumpió Finree, quien le besó en una comisura de los labios y después en la otra y, finalmente, en el centro de su boca. Le olía mal el aliento, pero no le importó. No iba a dejar que eso echara a perder el momento—. Podremos hablar sobre eso más tarde. Ahora descansa.

—Te amo —susurró Hal.

—Y yo a ti —replicó ella, acariciándole cariñosamente la cara mientras volvía a quedarse dormido. Era cierto. Era un buen hombre. Uno de los mejores. Honesto, valiente y leal hasta la insensatez. Eran una pareja muy bien compensada. El era optimista y ella, pesimista; él era soñador y ella, cínica. ¿Y qué es el amor, de todos modos, sino encontrar a alguien que encaje contigo? ¿A alguien que compense tus carencias?

Alguien con quien puedes colaborar. Alguien al que puedes moldear.

Los términos de la paz

—Llegan tarde —gruñó Mitterick.

La mesa tenía seis sillas alrededor. El nuevo Lord Mariscal de Su Majestad ocupaba una de ellas, embutido en un uniforme envuelto en cordeles y demasiado apretado en torno al cuello. Bayaz ocupaba otra y estaba tamborileando con sus gruesos dedos sobre la mesa. El Sabueso aguardaba encorvado sobre la tercera, mientras miraba malhumorado hacia los Héroes y sufría un ligero tic nervioso de vez en cuando en un lado de la cara.

Gorst permanecía de pie a un paso por detrás de la silla de Mitterick, con los brazos cruzados. Junto a él estaba el sirviente de Bayaz, quien sostenía un mapa del Norte enrollado. Tras ellos, en el interior del anillo de piedras pero fuera del alcance de sus oídos, un puñado de los oficiales de alta graduación que habían sobrevivido a la batalla de los últimos días aguardaban rígidamente.
Muchos menos de los que llegaron. Meed, Wetterlanty Winklery tantos otros ya no están aquí con nosotros. Tampoco Jalenhorm
. Gorst frunció el ceño en dirección a los Héroes. Según parece, coger confianza conmigo supone prácticamente una sentencia de muerte. El Decimosegundo Regimiento de Su Majestad también se encontraba allí, dispuesto en formación justo al lado de los Niños, en la ladera sur, conformando un bosque de alabardas que centelleaban bajo el frío sol.
Un pequeño recordatorio de que, si bien hoy buscamos la paz, estamos más que preparados para la guerra.

A pesar de los golpes que había sufrido en la cabeza, del ardor que sentía en la mejilla, de la veintena de cortes y arañazos que tenía y de los incontables cardenales, Gorst también estaba más que preparado para la guerra. De hecho, la deseaba con creces.
Después de todo, ¿qué ocupación voy a desempeñar en tiempos de paz? ¿Acaso voy a enseñarles esgrima a unos jóvenes oficiales desdeñosos? ¿0 voy a merodear por la corte como un perro tullido a la espera de que me echen unas sobras? ¿0 me van a enviar como observador real a las cloacas de Keln? ¿0 voy a dejar de entrenarme, para engordar y convertirme en un borracho que da vergüenza ajena y que intercambia viejas anécdotas que ni siquiera son demasiado gloriosas? ¿Sabíais que Bremer dan Gorst fue en otro tiempo el Primer Guardia del rey? ¡Invitemos al muy payaso a una copa! ¡Invitémosle para poder ver cómo se mea encima!

Gorst notó que el entrecejo se le arrugaba aún más.
¿0… quizá debería aceptar la oferta de Dow el Negro? ¿Acaso debería ir a ese lugar donde cantan canciones sobre hombres como yo en vez de burlarse de su desgracia? ¿Allá donde nunca termina de llegar la paz? Sí, ahí sería Bremer dan Gorst, el héroe, el campeón, el hombre más temido del Norte…

—Por fin —rezongó Bayaz, acabando así bruscamente con la fantasía de Gorst.

Entonces, oyeron el inconfundible ruido que provoca un ejército al desplazarse y, acto seguido, un abundante número de hombres del Norte iniciaron el largo descenso desde los Héroes, mientras el sol se reflejaba en los rebordes metálicos de sus escudos pintados.
Parece que el enemigo también está preparado para la guerra
. Gorst aflojó suavemente su espada larga de recambio en el interior de su vaina, atento por si detectaba el menor indicio de que pretendían tenderles una emboscada. Deseándolo, incluso. Bastaría con que un solo norteño se acercara más de lo debido para que desenvainara.
Entonces, la paz sería simplemente otra cosa más de las muchas que no he conseguido en la vida.

Pero, para su decepción, la gran mayoría se detuvo en la suave inclinación que se extendía justo frente a los Niños, colocándose así no más cerca del centro que los soldados del Doceavo Regimiento. Unos cuantos penetraron en el círculo de piedras, para compensar así la cantidad de oficiales de la Unión que se hallaban ahí. Entre ellos, destacaba de manera evidente un hombre verdaderamente enorme, cuya melena negra se agitaba con la brisa. También destacaba el tipo de la armadura dorada cuyo rostro había golpeado Gorst de manera tan entusiasta durante el primer día de la batalla. Apretó el puño al recordarlo, pues deseaba fervientemente tener la oportunidad de volver a hacerlo.

Cuatro hombres se aproximaron a la mesa, pero no había ni rastro de Dow el Negro. El más prominente de ellos iba ataviado con una elegante capa y poseía un rostro muy atractivo y una sonrisa ligeramente burlona. A pesar de que llevaba una mano vendada y de que tenía una cicatriz reciente en mitad de la barbilla, Gorst nunca había visto a nadie ostentar el mando con mayor despreocupación y seguridad.
Ya lo odio.

—¿Quién es ése? —murmuró Mitterick.

—Calder —el entrecejo del Sabueso parecía más fruncido que nunca—. El hijo menor de Bethod. Es una mala víbora.

—Más bien, un gusano —replicó Bayaz—, pero sí, es Calder.

Dos viejos guerreros lo flanqueaban, uno de ellos tenía la piel blanca y el pelo blanco y se cubría los hombros con una pelliza blanca, el otro era muy fornido, con el rostro castigado por el tiempo. Un cuarto individuo los seguía con un hacha colgada del cinto. Tenía una de las mejillas terriblemente desfigurada y su ojo brillaba como si fuese de metal. Pero no fue eso lo que hizo que Gorst parpadease nervioso, sino la inquietante sensación de que ya lo conocía.
¿Lo vi ayer en la batalla? ¿0 el día anterior? ¿0 fue en algún otro sitio con anterioridad?

—Usted debe de ser el Mariscal Kroy —dijo Calder, utilizando la lengua común con apenas un leve acento norteño.

—No, soy el Mariscal Mitterick.

—¡Ah! —la sonrisa de Calder se ensanchó—. ¡Encantado de conocerle al fin! Y pensar que ayer estábamos el uno frente al otro, separados únicamente por la cebada, en el lado derecho del campo de batalla —entonces, señaló con su mano vendada hacia el oeste—. Bueno, para usted era el izquierdo, claro. En realidad, yo no soy soldado. Aunque he de reconocer que su carga fue realmente… magnífica.

Mitterick tragó saliva y su rosada papada se hinchó por encima del rígido cuello de su uniforme.

—De hecho, ¿sabe usted? Creo que… —Calder buscó algo en uno de sus bolsillos interiores y esbozó una sonrisa radiante al extraer un pedazo de papel sucio y arrugado— ¡Tengo algo suyo!

Al instante, lo lanzó sobre la mesa. Cuando Mitterick lo desplegó, Gorst vio por encima de su hombro que contenía algún tipo de mensaje. Una orden, quizás. Acto seguido, Mitterick volvió a arrugar el papel, con tanta fuerza que se le pusieron blancos los nudillos.

—¡Y el Primero de los Magos! La última vez que hablamos fue para mí toda una cura de humildad. Pero no se preocupe, he sufrido muchas otras desde entonces. No encontrará hombre más humilde en ninguna parte —sin embargo, la sonrisa de Calder desmentía totalmente sus palabras mientras señalaba al rudo anciano que lo seguía—. Este es Caul Reachey, el padre de mi esposa. Y éste es Pálido como la Nieve, mi segundo al mando. Sin olvidarnos de mi respetado campeón…

—Caul Escalofríos —el Sabueso saludó al hombre del ojo metálico asintiendo de manera solemne—. Hacía mucho.

—Sí —se limitó a susurrar su interlocutor.

—¡Al Sabueso ya lo conocemos todos, por supuesto! —exclamó Calder—. ¡Sí, el amigo del alma de Nueve el Sanguinario, al que siempre acompaña en todas las canciones! ¿Va todo bien?

El Sabueso ignoró la pregunta, encorvó los hombros con desdén e inquirió:

—¿Dónde está Dow?

—¡Ah! —Calder esbozó una mueca de dolor, posiblemente falsa.
Todo en él parece tan falso
—. Siento decir que no podrá venir. Dow el Negro ha… vuelto al barro.

Se produjo un silencio que Calder dejó claro que estaba disfrutando en grado sumo.

—¿Ha muerto? —el Sabueso volvió a enderezarse contra el respaldo de la silla.
Como si le acabaran de informar de la pérdida de un amigo muy querido en vez de la de un enemigo acérrimo
. Aunque, ciertamente, hay veces que ambas cosas son difíciles de diferenciar.

—El Protector del Norte y yo tuvimos… un desacuerdo. Y lo solucionamos de la manera tradicional. Mediante un duelo.

—¿Y has ganado tú? —preguntó el Sabueso.

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