—Quizá —susurró Calder. Sin duda alguna.
Escalofríos los seguía de cerca, con una mano en las riendas y la otra apoyada sobre la cadera. Parecía sumamente relajado, mientras se balanceaba suavemente con los movimientos de su caballo. No obstante, acariciaba con las puntas de los dedos el pomo de su espada, que se hallaba envainada junto a la silla de montar. La espada que había pertenecido a Dow el Negro. La espada que había pertenecido a Nueve el Sanguinario. Escalofríos alzó una ceja, haciendo la pregunta de nuevo.
Calder notó que el corazón le palpitaba con fuerza. Había llegado el momento. Al fin, podría tener todo lo que siempre había deseado.
Bayaz tenía razón. Uno no llega a ser rey sin hacer sacrificios.
Calder inspiró aire durante una eternidad y contuvo el aliento. Ahora.
E hizo suavemente un gesto de negación con la cabeza.
La mano de Escalofríos se apartó de la empuñadura y su caballo quedó ligeramente rezagado.
—Quizá sea el hermano más preparado —afirmó Calder—, pero tú eres el mayor —entonces, acercó su caballo y extrajo la cadena de su padre del bolsillo, se la pasó a Scale por el cuello y se la colocó cuidadosamente sobre los hombros. Le dio una palmadita en la espalda y dejó ahí la mano, preguntándose cuándo había empezado a querer a aquel cabrón tan estúpido. Cuándo había empezado a querer a otra persona que no fuese él mismo. A continuación, inclinó la cabeza—. Permite que sea el primero en saludar al nuevo Rey de los hombres del Norte.
Scale observó con incredulidad el diamante que ahora reposaba sobre su mugrienta camisa.
—Nunca pensé que las cosas pudieran acabar así.
Tampoco Calder. Pero se dio cuenta de que se alegraba de que así hubiera sido.
—¿Acabar? —sonrió burlonamente a su hermano—. Esto es sólo el comienzo.
La casa no estaba junto al mar. Ni tenía porche. No obstante, sí había un banco afuera con vistas al valle, pero, cuando al atardecer se sentaba en él con la pipa en la mano, no solía sonreír, sino que únicamente pensaba en todos los hombres que había enterrado. El alero occidental tenía goteras y últimamente había llovido en abundancia. Sólo tenía una habitación y un estante elevado donde dormía, al que se accedía mediante una escalera. Si se aplicaba ese indefinible criterio que permite distinguir entre una cabaña y una casa, había que reconocer que esa construcción sólo entraba por los pelos en la definición de casa. Pero, aun así, era una casa, que contaba con unas buenas vigas de roble y una buena chimenea de piedra. Y era suya. Los sueños no se hacen realidad por sí solos, hay que cultivarlos. Y en algún lugar hay que plantar la primera semilla. O eso se decía a sí mismo Craw.
—¡Mierda! —clavo y martillo fueron a dar contra el suelo mientras él brincaba por la habitación, maldiciendo, escupiendo y agitando la mano.
Trabajar la madera era un duro modo de ganarse la vida. Tal vez ya no se mordiese tanto las uñas, pero ahora se las castigaba a martillazos. La triste realidad, ahora que las manos cubiertas de heridas de Craw lo obligaban a afrontarla, era que no era un buen carpintero. Cuando soñaba con retirarse siempre se había imaginado creando objetos bellos. Probablemente, mientras una luz blanca entraba por unos ventanales de vidrios tintados y el serrín se alzaba en artísticas volutas. Se había imaginado tallando gabletes con cabezas de dragones tan realistas que se harían famosos en todo el Norte y harían que mucha gente viniera para contemplarlos desde varios kilómetros a la redonda. Pero resultó que la madera estaba tan llena de nudos, dobleces y astillas como las personas.
—¡Maldita sea! —exclamó mientras se frotaba el pulgar, cuya uña ya estaba ennegrecida por habérsela golpeado el día anterior.
En el pueblo le sonreían y le encargaban algún que otro trabajo ocasional, pero Craw sabía que varios de esos granjeros eran mucho más hábiles que él con el martillo. Ciertamente, habían levantado el nuevo granero sin acudir a él y debía reconocer que probablemente había quedado mucho mejor por ello. Empezaba a pensar que les gustaba tenerle en el valle más por su espada que por su sierra. Durante la guerra, los abundantes canallas de los que el Norte nunca andaba falto se habían dedicado a robar y a matar sureños. Pero ahora que había acabado, sólo podían abusar de su propia gente y aprovechaban la menor oportunidad. Por tanto, a sus vecinos debía de parecerles buena idea tener a un Gran Guerrero a mano. Era el signo de los tiempos. Sí, seguía siendo el signo de los tiempos y quizás siempre lo sería.
Se acuclilló junto a una silla contrahecha, la última víctima de su particular guerra contra el mobiliario. Había partido la juntura que se había pasado la última hora tallando y ahora una de las patas sobresalía en ángulo, dejando una fea muesca en el lugar que había estado martilleando. Lo tenía merecido, por trabajar con tan poca luz. Pero si no la terminaba aquella misma noche, tendría que…
—¡Craw!
Alzó bruscamente la cabeza. Era una voz de hombre, grave y ruda.
—¿Estás ahí, Craw?
Un escalofrío lo recorrió por entero. Puede que hubiese sido un hombre de honor la mayor parte de su vida, pero uno no se aparta del sombrío mundo de la violencia sin haberse ganado enemigos, da igual cómo se comporte.
Se levantó dando un salto, o lo más parecido a un salto que podía dar últimamente, y descolgó su espada de una alcayata situada junto a la puerta, con tanta torpeza que casi se le cayó sobre la cabeza, mientras mascullaba más maldiciones. Si alguien había ido hasta ahí para matarlo, no parecía probable que fuera a advertirle su llegada llamándolo por su nombre. A menos que fuese un idiota. Pero los idiotas pueden ser tan vengativos como cualquier otro, si no más.
Los postigos de la ventana trasera estaban abiertos. Podría descolgarse por ella y refugiarse en el bosque. Pero si venían en serio ya habrían anticipado esa posibilidad y con sus rodillas difícilmente iba a sacarle ventaja a nadie corriendo. Mejor sería salir por la puerta y mirarles a los ojos. Tal y como habría hecho cuando era joven. Se acercó furtivamente a la puerta, tragando saliva mientras desenvainaba la espada. Giró el pomo, introdujo la hoja en la abertura e hizo palanca con ella para abrir poco a poco la puerta, a la vez que escudriñaba el exterior.
Aunque iba a salir por la puerta delantera, no pensaba pintarse una diana en la camisa.
Contó ocho a primera vista, estaban dispuestos en forma de media luna sobre el húmedo patio de tierra de su casa. Un par de ellos portaban antorchas, bajo cuya luz pudo apreciar el centellear de las cotas de malla, los yelmos y las puntas de las lanzas. Eran Caris y, a juzgar por su aspecto, estaban acostumbrados a guerrear, aunque no había muchos hombres en el Norte sobre los que no pudiera afirmarse lo mismo. Todos iban fuertemente armados, pero por lo que podía ver, ninguno había desenvainado. Aquello le reconfortó en cierto modo.
—¿Eres tú, Craw? —el alivio que sentía se multiplicó en cuanto vio quién encabezaba el grupo, el cual se acercó a la casa con las manos en alto.
—El mismo —contestó Craw, dejando caer la punta de su espada y asomando un poco más la cabeza—. Menuda sorpresa.
—Espero que la consideres una sorpresa agradable.
—Supongo que eso ya lo veremos. ¿Qué has venido a buscar aquí, Hardbread?
—¿Puedo entrar?
Craw inhaló ruidosamente.
—Puedes. Pero tu grupo tendrá que conformarse con disfrutar del aire nocturno por ahora.
—Están acostumbrados —replicó Hardbread dirigiéndose a solas hacia la casa. Parecía haber prosperado. Llevaba barba recortada y una cota de malla nueva. La empuñadura de su espada era ahora de plata. Ascendió los escalones, pasó junto a Craw y avanzó hasta el centro de la única habitación, para lo cual le bastaron unos cuantos pasos. A continuación, echó un vistazo a su alrededor. Estudió el jergón de Craw extendido sobre el estante, su banco de trabajo y sus herramientas, la silla a medio terminar, la madera partida y las virutas esparcidas sobre el suelo.
—¿Así es como se vive cuando uno se ha retirado?
—No, tengo un palacio en la parte trasera. ¿Qué haces aquí?
Hardbread respiró hondo.
—He venido porque el poderoso Scale Mano de Hierro, el Rey de los hombres del Norte, ha declarado la guerra a Glama Dorado.
Craw resopló.
—Querrás decir que se le ha declarado Calder el Negro. ¿Por qué?
—Porque Dorado ha matado a Caul Reachey.
—¿Reachey está muerto?
—Murió envenenado. Y Dorado fue el responsable.
Craw entornó los ojos.
—¿Estás seguro de eso?
—Como Calder dice que fue así, Scale se lo cree, y eso es lo más cerca que vamos a estar de la verdad. Todo el Norte va a respaldar a los hijos de Bethod y he venido a preguntarte si tú también querrías unirte a ellos.
—¿Desde cuándo luchas tú en favor de Calder y Scale?
—Desde que el Sabueso decidió colgar la espada y dejó de pagar.
Craw arrugó el entrecejo.
—Calder nunca me aceptaría.
—Ha sido Calder quien me ha enviado. Tiene a Pálido como la Nieve, a Cairm Cabeza de Hierro y a tu vieja amiga Wonderful como Jefes Guerreros.
—¿A Wonderful?
—Sí, es una mujer astuta, desde luego. Pero a Calder le falta un hombre de renombre que pueda servirle como segundo al mando y dirigir a sus Caris. Al parecer, necesita a un hombre de honor —Hardbread señaló la silla—. Y no creo que tenga intención de contratarte como carpintero.
Craw permaneció en silencio intentando poner en orden sus pensamientos. Le acababan de ofrecer un puesto, uno muy elevado, que le permitiría volver a hallarse entre individuos a los que entendía y que lo admiraban. De vuelta al tenebroso oficio de la guerra, en el que debería esforzarse por hacer lo correcto y donde volvería a pronunciar discursos sobre tumbas.
—Siento que hayas tenido que venir hasta aquí para nada, Hardbread, pero la respuesta es no. Transmítele mis disculpas a Calder. Mis disculpas por esto y… por cualquier otra cosa. Pero dile que no voy a volver. Dile que me he retirado.
Hardbread suspiró.
—De acuerdo. Es una lástima, pero se lo diré —entonces, se detuvo un momento en el umbral y se volvió para añadir—: Cuídate, ¿eh, Craw? Ya no quedamos muchos capaces de distinguir la diferencia entre lo correcto y lo erróneo.
—¿Acaso existe esa diferencia?
Hardbread contuvo las carcajadas.
—Ya. En cualquier caso, cuídate —acto seguido, bajó a zancadas los escalones y se adentró en la creciente oscuridad.
Craw lo observó un momento, mientras se preguntaba si le alegraba o le entristecía notar cómo se le relajaba el pulso. Mientras sopesaba la espada en la mano, recordando lo que se sentía al blandiría. Era una sensación muy diferente a sostener un martillo, eso seguro. Entonces, recordó el día en que Tresárboles se la había entregado. El orgullo que había sentido, cual fuego en su interior. Sonrió a su pesar al recordar cómo había sido. Lo iracundo, salvaje y hambriento de gloria que había sido antaño, sin una pizca de honradez en todo su ser.
Miró a su alrededor y contempló su habitación y los pocos enseres que había en ella. Siempre había pensado que retirarse sería como regresar a su vida tras una pausa de pesadilla. Tras un largo exilio en la tierra de los muertos. Ahora se daba cuenta de que todas las cosas que habían merecido la pena en su vida le habían acontecido mientras sostenía una espada.
Mientras se encontraba junto a su docena. Mientras se reía con Whirrun, Brack y Wonderful. Mientras estrechaba las manos de sus compañeros antes de la lucha, sabiendo que moriría por ellos y ellos por él. Mientras sentía esa confianza, esa sensación de hermandad y ese amor que surgían de unos vínculos más fuertes que los lazos familiares. Mientras se alzaba junto a Tresárboles sobre los muros de Uffrith, rugiendo desafiante ante el gran ejército de Bethod. Entonces, recordó el día que había cargado en Cumnur. Y en Dunbrec. Y en las Altas Cumbres, a pesar de que ahí fueron derrotados. Quizá, precisamente, porque fueron derrotados. Recordó el día en que se ganó su apodo. Incluso el día en que murieron sus hermanos. Incluso se acordó de cuando se hallaba en lo alto de los Héroes, bajo el azote de la lluvia, viendo avanzar a la Unión, sabiendo que cada momento podría ser el último.
Como había dicho Whirrun, no había modo de sentirse más vivo. Desde luego, arreglando una silla no se iba a sentir así.
—Oh, mierda —murmuró mientras agarraba el cinturón y su abrigo, se los echaba por encima del hombro y salía cerrando de un portazo. Ni siquiera se molestó en echar la llave.
—¡Hardbread! ¡Espera!
FIN
Como siempre, a cuatro personas sin las cuales esta novela no habría visto la luz:
Ben Abercrombie, que se fatigó los ojos leyéndola.
Nick Abercrombie, que se fatigó los oídos oyendo hablar de ella.
Rob Abercrombie, que se fatigó los dedos al pasar sus páginas.
Lou Abercrombie, que se fatigó los brazos sosteniéndome.
Y, también, mi agradecimiento más cordial:
A toda la gente tan encantadora como inteligente de mi editorial británica, Gollancz, y de su pariente Orion; sobre todo Simón Spanton, Jo Fletcher, Jon Wier, Mark Stay y Jon Wood. Y, cómo no, a todos los que han contribuido a hacer, publicar, publicitar, traducir y, sobre todo,
vender
, mis libros, en cualquier parte del mundo en que se encuentren.
A los artistas responsables, del modo que sea, de hacerme parecer elegante: Didier Graffet, Dave Sénior y Laura Brett.
A los editores del otro lado del charco: Devi Pillai y Lou Anders.
A otros profesionales tercos que me ofrecieron diversos, y misteriosos, servicios: Robert Kirby, Darren Turpin, Matthew Amos y Lionel Bolton.
A todos los escritores cuyos caminos se cruzaron con el mío, ya fuese electrónicamente o en carne y hueso, y que me ofrecieron ayuda y risas, junto con unas cuantas ideas que valía la pena robarles, entre los que se cuentan, aun siendo muchos más, los siguientes: James Barclay, Mark Billingham, Peter V. Brett, Stephen Deas, Roger Levy, Tom Lloyd, Joe Mallozzi, George R. R. Martin, John Meaney, Richard Morgan, Mark Charan Newton, Garth Nix, Adam Roberts, Pat Rothfuss, Marcus Sakey, Wim Stolk y Chris Wóoding.
Y finalmente, aunque hubiera debido decir primeramente:
A aquella que blande el Padre de los Rotuladores Rojos, que no puede ser desenvainado sin manchar el papel, una campeona intrépida en el campo de batalla editorial, mi editora, Gillian Redfearn. Quiero decir, alguien tiene que dedicarse a
luchar de verdad…