Gordo Charlie negó con la cabeza.
—Bueno, cuando te decidas, asegúrate de que no haya ninguna broma soez en su discurso. No quiero que tu padrino pronuncie una sola palabra que no pudiera escucharse en una iglesia. ¿Me has entendido?
Gordo Charlie se preguntó qué clase de palabras oiría aquella mujer cuando acudía a la iglesia. Probablemente gritos de «¡
Vade retro
, bestia del Averno!», seguidos de exclamaciones del tipo: «¿Está viva?», y un rumor de alarma preguntando si alguien tenía por ahí una estaca y un mazo.
—Creo recordar —repuso Gordo Charlie—, que me quedan más de diez parientes vivos. Lo que quiero decir es que tengo primos, primas, alguna tía abuela, ya sabe.
—Es obvio que hay algo que estás pasando por alto —dijo la madre de Rosie—, y es que las bodas cuestan dinero. He previsto 175 libras por cubierto en las mesas de la A a la D (la mesa A es la mesa de honor), que estarán ocupadas por los parientes más próximos de Rosie y mis amigas del club, y 125 libras por cubierto para las mesas de la E a la G, ya sabes, amigos menos íntimos, niños y demás.
—Creí entender que mis amigos ocuparían la mesa H —replicó Gordo Charlie.
—Eso nos lleva al siguiente escalón. Ellos no tomarán el cóctel de aguacate y gambas ni el biscuit de jerez.
—La última vez que Rosie y yo hablamos de esto, decidimos que serviríamos un único menú para todos, una selección de platos típicamente caribeños.
La madre de Rosie hizo un gesto de desdén.
—Esta hija mía, a veces no sabe lo que quiere. Pero ahora está completamente de acuerdo conmigo.
—Mire —respondió Gordo Charlie—, creo que debería hablar con Rosie de todo esto y luego volver a hablar con usted.
—Tú rellena los formularios —dijo la madre de Rosie. Luego, añadió con aire suspicaz—:
¿
Cómo es que no estás en la oficina?
—Hoy... esto... Hoy no he ido a trabajar. Mejor dicho, tengo la mañana libre. Hoy no trabajo. No. Hoy no.
—Espero que se lo hayas dicho a Rosie. Me dijo que quería quedar contigo para comer. Esa es la razón por la que no podíamos comer juntas hoy.
Gordo Charlie entendió lo que aquello significaba.
—Bien —dijo—. Bueno, gracias por su visita, señora Noah. Hablaré con Rosie y...
Daisy entró en ese preciso instante en la cocina. Llevaba una toalla a modo de turbante y la bata de Gordo Charlie pegada a su cuerpo todavía húmedo. Dijo:
—Tienes zumo de naranja, ¿verdad? Sé que, antes, fisgando por ahí, lo he visto por alguna parte. ¿Qué tal la cabeza? ¿Estás mejor? —Abrió la nevera y se sirvió un vaso de zumo de naranja.
La madre de Rosie carraspeó. No sonó como un carraspeo cualquiera. Más bien era como el sonido de los guijarros en la playa.
—¿Qué tal? —saludó Daisy—. Me llamo Daisy.
La temperatura de la cocina empezó a bajar sensiblemente.
—¿Ah, sí? —replicó la madre de Rosie. Había auténticos carámbanos colgando de aquella última «i».
—Me pregunto qué nombre les habrían puesto a las naranjas —dijo Gordo Charlie— de no haber sido de color naranja. Quiero decir, si cuando descubrieron aquella nueva fruta hubiera sido azul en lugar de naranja, ¿las habrían llamado azules? ¿Estaríamos bebiendo, entonces, zumo de azul?
—¿Qué? —preguntó la madre de Rosie.
—Dios Santo. Deberías oír las cosas que salen de tu boca —comentó Daisy, divertida—. Bueno. Voy a ver si soy capaz de encontrar mi ropa. Ha sido un placer conocerla.
Daisy se fue. Gordo Charlie seguía sin respirar.
—¿Quién... —preguntó la madre de Rosie— era... ésa?
—Mi her... prima. Mi prima —respondió Gordo Charlie—. Es que para mí es como una hermana. Estamos muy unidos, crecimos juntos. Se presentó por sorpresa anoche. Es una chica muy impulsiva. Bueno. Sí. Va a venir a la boda.
—Le haré un sitio en la mesa H —dijo la madre de Rosie—. Allí se sentirá más a gusto —añadió en el tono con el que otros dirían: «¿Quieres una muerte rápida, o prefieres que Machaca juegue un rato contigo antes?».
—Estupendo —replicó Gordo Charlie—. En fin. Ha sido un placer verla, estoy seguro de que tiene usted muchas cosas que hacer. Y —señaló— yo tengo que irme a trabajar.
—Creí que me habías dicho que tenías el día libre.
—La mañana. Tengo la mañana libre. Y ya es casi la hora de comer. Debería estar arreglándome para ir a la oficina, así que, ya nos veremos.
La madre de Rosie agarró su bolso y se puso en pie. Gordo Charlie la acompañó hasta el pasillo.
—Ha sido un placer verla —dijo.
Ella parpadeó, como una pitón antes de atacar a su presa.
—Adiós, Daisy —dijo alzando la voz—. Te veré en la boda.
Daisy, que ahora llevaba puestos el sujetador y las bragas, y se estaba poniendo una camiseta, se asomó.
—Cuídese —replicó, y volvió a meterse en la habitación de Gordo Charlie.
La madre de Rosie no dijo nada más mientras bajaba con Gordo Charlie por las escaleras. Él le abrió la puerta y, cuando ella pasó por delante, vio en su cara algo terrible, algo que le apretó aún más el nudo que sentía en el estómago desde hacía ya un rato: la mueca en los labios de la madre de Rosie, que se habían curvado en un rictus espeluznante; como una calavera con labios. La madre de Rosie estaba sonriendo.
Gordo Charlie cerró la puerta tras ella y se quedó allí de pie, en mitad del recibidor, estremeciéndose. A continuación, como un hombre camino de la silla eléctrica, subió de nuevo por las escaleras.
—¿Quién era? —preguntó Daisy, que ya estaba casi vestida.
—La madre de mi novia.
—Es la alegría de la huerta, ¿no? —Llevaba la misma ropa de la noche anterior.
—¿Piensas ir así a trabajar?
—¡Qué dices! No, hombre, no. Pasaré por casa a cambiarme. No es esta la pinta que suelo llevar cuando trabajo. ¿Te importa pedirme un taxi?
—¿Adónde vas?
—A Hendon.
Gordo Charlie cogió el teléfono y le pidió un taxi. Luego, se sentó en el suelo del pasillo y trató de concebir algunas ideas sobre lo que podía esperarle en adelante, pero todas ellas le resultaban igualmente inconcebibles.
Había alguien detrás de él.
—En mi bolso llevo unos comprimidos de vitamina B —le ofreció Daisy—. O puedes probar a tomarte una cucharada de miel. A mí nunca me ha servido de nada pero, según jura mi compañera de piso, es lo mejor que hay para la resaca.
—No es eso —replicó Gordo Charlie—. Le he dicho que eras mi prima. Para que no pensara que eres mi... que hemos estado... ya sabes... me encuentra en mi apartamento con una desconocida y... ya me entiendes.
—¿Tu prima? Bueno, no te preocupes. Lo más probable es que se olvide enseguida de que me ha visto y, si no, dile que me he marchado del país sin despedirme siquiera. Total, no vamos a volver a vernos.
—¿De verdad? ¿Me lo prometes?
—No hace falta que te alegres tanto.
Se oyó un claxon.
—Debe de ser mi taxi. Levántate y despídete de mí como es debido.
Gordo Charlie se levantó.
—No tienes de qué preocuparte —dijo Daisy. Y le abrazó.
—Creo que mi vida se acaba aquí —respondió Gordo Charlie.
—No, hombre, no.
—Estoy sentenciado.
—Gracias —dijo ella. Se inclinó y le dio un beso en los labios, un beso más largo y más sensual de lo que correspondía a la forma en que la acababa de presentar. Luego, Daisy le sonrió, bajó las escaleras con paso decidido y se marchó.
—Todo esto —dijo en alto Gordo Charlie cuando la puerta se hubo cerrado— no está sucediendo de verdad.
Aún sentía el sabor de los labios de Daisy: zumo de naranja y frambuesa. Aquello sí que era un beso. Un beso de verdad. Había una atracción sexual detrás de aquel beso que nunca antes había experimentado, en toda su vida, ni siquiera con los besos de...
—Rosie —pronunció su nombre en alto.
Abrió su móvil y la llamó.
—Has llamado a Rosie —contestó la voz de la propia Rosie—. O no puedo atenderte ahora, o me he dejado el teléfono otra vez. Este es mi buzón de voz. Intenta localizarme en casa o déjame un mensaje.
Gordo Charlie cerró el móvil. Luego, se puso un chaquetón encima del chándal y, parpadeando dolorosamente a causa de la brillante luz, salió a la calle.
Rosie Noah estaba preocupada, cosa que la preocupaba aún más. La culpa, como sucedía a menudo en la vida de Rosie, aunque ella no siempre quisiera admitirlo, era de la madre de Rosie.
Rosie se había acostumbrado a convivir con el hecho de que su madre detestaba la idea de que fuera a casarse con Gordo Charlie Nancy. Ella interpretaba la oposición de su madre como una señal divina de que, seguramente, había tomado la decisión más acertada. Incluso a pesar de que, personalmente, tenía sus dudas.
Le quería, por supuesto. Era un hombre formal, juicioso, confiaba en él...
Aquel inesperado cambio en la actitud de su madre con respecto a su boda la tenía preocupada, y ese repentino interés en participar en la organización del evento la tenía profundamente trastornada.
Había llamado a Gordo Charlie la noche anterior para hablarle de ello, pero no contestaba ni en casa ni en el móvil. Rosie pensó que quizá se había acostado temprano.
Por eso quería comer con él.
La Agencia Grahame Coats estaba en el último piso de un edificio Victoriano en Aldwych, y había que subir cinco tramos de escaleras para llegar hasta allí. El edificio tenía ascensor, claro, una auténtica pieza de museo; había sido instalado cien años antes a instancias de Rupert Binky Butterworth, un famoso representante teatral en aquella época. Era un ascensor minúsculo, lento, que traqueteaba igual que una vieja diligencia, y cuyo peculiar diseño y funcionamiento sólo podías llegar a comprender cuando te enterabas de que Binky Butterworth tenía un tamaño, una forma y una habilidad para acoplarse en los espacios reducidos similares a los de una corpulenta cría de hipopótamo, y había diseñado aquel ascensor para que cupieran, muy justos, Binky Butterworth y otra persona más, alguien mucho más delgado: una corista, por ejemplo, o un
boy
—Binky no hacía distinciones—. Todo lo que Binky necesitaba para ser feliz era algún artista en busca de representante que tuviera que subir con él en el ascensor aquellos cinco pisos, bien arrimaditos los dos, lentamente, con un buen traqueteo para animar la cosa. Binky debía de llegar tan acalorado después del viajecito, que seguramente tendría que echarse un rato, dejando que la corista o el
boy
de turno descansaran las piernas en la sala de espera, temerosos de que el rostro congestionado y la acelerada respiración de Binky fueran los primeros síntomas de una apoplejía, como lo llamaban por aquel entonces.
La primera vez subían con Binky Butterworth, pero después del trago que eso suponía, preferían subir siempre a pie.
Grahame Coats, que veinte años antes le había comprado lo que quedaba de la Agencia de Binky Butterworth a la bisnieta del propio Binky, afirmaba que el ascensor formaba parte de su legado histórico.
Rosie salió, cerró de golpe la reja, luego la puerta, y se dirigió a la recepción. Le dijo a la recepcionista que quería ver a Charles Nancy. Se sentó en un sofá, bajo unas fotografías en las que Grahame Coats aparecía acompañado de algunos de sus representados. Reconoció a Morris Livingstone, el cómico, algunos grupos musicales infantiles hoy olvidados, y unos cuantos deportistas famosos que, en sus últimos años, se habían convertido en «figuras». La mayoría pertenecía a esa clase de famosos que se divierte cometiendo todo tipo de excesos y no para hasta ver su nombre en la lista de espera para un transplante de hígado.
Un hombre apareció en la recepción. No se parecía en absoluto a Gordo Charlie. Tenía un aspecto más siniestro, y sonreía como si lo encontrara todo increíblemente divertido —demasiado divertido, de un modo algo perverso.
—Soy Gordo Charlie —dijo el hombre.
Rosie se acercó a Gordo Charlie y le dio un piquito en la mejilla. El hombre dijo:
—¿Nos conocemos? —Una pregunta un tanto extraña, y luego continuó—. Pues claro que te conozco. Eres Rosie. Y cada día que pasa estás más guapa. —Y la besó en los labios.
No fue más que un leve roce, pero el corazón de Rosie se aceleró como el de Binky Butterworth después de un viajecito especialmente movido en el ascensor con una de sus coristas.
—Comer —dijo Rosie con voz aflautada—. Pasaba. Pensé que quizá podríamos... charlar.
—Sí —replicó el hombre al que Rosie creía ahora Gordo Charlie—. Comer.
Rodeó cálidamente los hombros de Rosie con su brazo.
—¿Habías pensado en algún restaurante en particular?
—Oh —respondió ella—. Es igual. Donde tú quieras.
Era su olor, pensó. ¿Por qué no se había dado cuenta hasta ese momento de lo mucho que le gustaba su olor?
—Bueno, ya se nos ocurrirá algo —dijo él—. ¿Bajamos por las escaleras?
—Si no te importa —replicó ella—, creo que prefiero coger el ascensor.
Rosie volvió a cerrar la puerta interior y bajaron los cinco pisos despacio, con aquel traqueteo, pegados el uno al otro.
Rosie no recordaba la última vez que se había sentido así de feliz.
Al salir a la calle el móvil de Rosie la avisó de que tenía una llamada perdida. No hizo ni caso.
Entraron en el primer restaurante que encontraron. Un mes antes había sido un sofisticado restaurante japonés, con una cinta transportadora por la que circulaban diferentes platos de pescado crudo cuyo precio variaba según el color del plato. El restaurante había quebrado y había sido reemplazado inmediatamente por un húngaro que conservó la cinta transportadora como una sofisticada aportación a la gastronomía húngara, lo que hacía que el
goulash
, las bolas de paprika y la crema agria se quedaran fríos en pocos minutos mientras circulaban majestuosamente por todo el restaurante.
Rosie pensó que tampoco éste duraría mucho.
—¿Dónde estuviste anoche? —le preguntó.
—Por ahí —dijo—. Salí con mi hermano.
—Eres hijo único —replicó ella.
—Qué va. Ahora resulta que somos dos.
—¿En serio? ¿Otra extraña herencia de tu padre?
—Cariño —dijo el hombre que ella creía Gordo Charlie—, todavía no sabes ni la mitad.
—En fin —dijo Rosie—. Supongo que asistirá a la boda.
—Creo que no se la perdería por nada del mundo. —Cogió la mano de Rosie entre las suyas y a ella casi se le cayó la cuchara que sostenía con la otra mano—. ¿Qué planes tienes para el resto de la tarde?