Los Hijos de Anansi (15 page)

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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Fantástico

BOOK: Los Hijos de Anansi
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Anansi se quedó allí enterrado todo el día pero, al caer la noche, salió de debajo de la tierra y se fue directo al bancal de guisantes. Cogió los más grandes, más dulces y más maduros y volvió junto a la tumba para cocerlos en el agua del puchero. Comió hasta que tuvo la barriga llena y tensa como un tambor.

Luego, antes de que amaneciera, volvió a meterse en la fosa y se quedó dormido. Dormía cuando su mujer y sus hijos descubrieron que los guisantes habían desaparecido, durmió mientras volvían a llenar el puchero de agua salada, y siguió durmiendo mientras ellos le lloraban.

Cada noche, Anansi salía de su tumba, bailando y felicitándose por haber sido tan astuto, y cada noche llenaba el puchero de guisantes con los que a continuación se llenaba la barriga. Comía hasta que ya no podía más.

Pasaron los días, y su mujer y sus hijos se fueron quedando cada vez más flacos, porque Anansi se comía cada noche todos los guisantes que iban madurando y, de este modo, su familia se quedaba sin nada que comer.

La mujer de Anansi miraba los platos vacíos y les preguntaba a sus hijos: «¿Qué haría vuestro padre?».

Los hijos le dieron vueltas y más vueltas a la cabeza tratando de recordar uno por uno todos los cuentos que su padre les había contado. Luego, se fueron a los pozos y compraron alquitrán por valor de seis peniques, cantidad suficiente para llenar cuatro cubos grandes, y los llevaron al bancal. Allí, entre las matas de guisantes, se pusieron a hacer un muñeco de alquitrán con su cara, sus ojos, sus brazos, sus dedos y su torso —todo— de alquitrán. El muñeco era perfecto, tan negro y arrogante como el propio Anansi.

Aquella noche, el viejo Anansi —que estaba ahora más gordo de lo que lo había estado en toda su vida— salió de debajo de la tierra, rollizo y feliz, con la barriga como un pandero, y se dirigió pesadamente al bancal de guisantes.

—¿Y tú quién eres? —le preguntó al muñeco de alquitrán— Este bancal es mío. Más vale que te largues, o te vas a enterar de lo que es bueno.

Pero el muñeco no dijo nada ni movió un solo músculo.

—Soy el tipo más fuerte y poderoso que hayas conocido en tu vida —le advirtió Anansi—. Soy más fiero que el León, más veloz que el Guepardo, más fuerte que el Elefante y más temible que el Tigre. —Hinchó pecho con gesto orgulloso pensando en su poderío, en su fuerza y en su ferocidad, y se olvidó de que no era más que una pequeña araña—. Tiembla —añadió—. Tiembla y echa a correr.

Pero el muñeco no tembló ni echó a correr. En honor a la verdad, debo decir que se quedó allí plantado.

Así que Anansi le dio un puñetazo.

El puño de Anansi se quedó pegado al alquitrán.

—Suéltame la mano —le dijo al muñeco—. Suéltala o tendré que darte un puñetazo en la cara.

Pero el muñeco seguía sin decir esta boca es mía y sin mover el más mínimo músculo, de modo que Anansi le dio otro fuerte puñetazo en plena cara.

—Muy bien —dijo Anansi—. Una broma es una broma. Puedes agarrarme las dos manos, si quieres, pero tengo otras cuatro más, y dos piernas bien firmes; no vas a poder sujetarlas todas a la vez, así que suéltame y seré clemente contigo.

Pero el muñeco no soltó las manos de Anansi, y seguía sin decir ni pío, así que Anansi le golpeó con todas sus manos y, a continuación, se lió con él a patadas, primero con una pierna y luego con la otra.

—Vale —dijo Anansi—. Si no me sueltas, tendré que morderte.

Al hacerlo, toda la boca se le llenó de alquitrán, que además le manchó la nariz y el resto de la cara.

Y así fue como lo encontraron su mujer y sus hijos a la mañana siguiente, cuando bajaron hasta el bancal de guisantes que había junto al viejo árbol del pan: pegado al muñeco de alquitrán y más muerto que muerto.

No se sorprendieron al encontrarlo de esa guisa.

En aquellos tiempos, era habitual encontrarse a Anansi de aquella manera.

Capítulo Sexto

En el que Gordo Charlie no consigue volver a su casa ni en taxi

Daisy se despertó al oír la alarma. Se estiró en la cama como un gatito. Oía el agua de la ducha, lo que significaba que su compañera de piso estaba levantada ya. Se puso un albornoz de color rosa y salió al pasillo.

—¿Te apetecen unas gachas para desayunar? —gritó a la puerta del baño.

—No especialmente. Pero, si vas a hacerlas, las comeré.

—Tú sí que sabes cómo hacer que una chica se sienta útil —dijo Daisy, y fue a la cocina a poner las gachas al fuego.

Volvió a su habitación, se vistió con la ropa que usaba para ir a trabajar y, a continuación, se echó un vistazo en el espejo. Gesticuló y se hizo un moño con el pelo bien tirante.

Su compañera de piso, Carol —una chica de rostro enjuto nacida en Preston—, asomó la cabeza por la puerta. Se estaba frotando vigorosamente el cabello con una toalla.

—El baño es todo tuyo. ¿Cómo van esas gachas?

—Seguramente habrá que removerlas.

—Por cierto, ¿dónde estuviste anoche? Dijiste que salías a tomar unas copas para celebrar el cumpleaños de Sybilla y no has dormido en casa.

—¿Y a ti qué te importa? —Daisy fue a la cocina y removió un poco las gachas. Añadió una pizca de sal y las removió de nuevo. Repartió las gachas en dos cuencos y las dejó sobre la encimera.

—¡Carol! Las gachas se enfrían.

Carol se sentó y se quedó con la mirada perdida en sus gachas. No había terminado de vestirse.

—Esto no es lo que yo llamo un buen desayuno. Un buen desayuno son huevos fritos con salchichas, morcilla y unas rodajas de tomate a la plancha.

—Pues prepáralo tú —replicó Daisy—, yo me apunto.

Carol se echó una cucharadita de azúcar y se quedó mirando sus gachas. A continuación, añadió otra cucharadita más.

—No, qué coño te vas a apuntar. Siempre dices eso, pero luego empiezas con el rollo del colesterol y del daño que le hacen los fritos a tus riñones. —Se comió las gachas como si tuviera miedo de que la mordieran. Daisy le pasó una taza de té—. Tú y tus riñones. Mira, eso estaría bien, para variar. ¿Alguna vez has comido riñones, Daisy?

—Una vez —respondió Daisy—, y si tengo que ser sincera, creo que un filete de hígado pasado por la sartén y aliñado con pis tendría exactamente el mismo sabor. Carol le lanzó una mirada de reproche.

—Te podías haber ahorrado ese comentario —dijo.

—Cómete las gachas.

Terminaron de desayunar. Metieron los cuencos en el lavavajillas y, como no estaba del todo lleno, no lo pusieron en marcha. Luego, se marcharon al trabajo. Carol, vestida ahora de uniforme, se puso al volante.

Al llegar, Daisy fue a su mesa, que estaba en una sala llena de mesas vacías.

Según se estaba sentando, sonó el teléfono.

—¿Daisy? Llegas tarde.

Miró su reloj.

—No —replicó—, llego puntual. ¿Puedo hacer alguna otra cosa por usted esta mañana?

—Sí, señorita. Quiero que llames a un tal Coats. Es un amigo del Súper. Un socio del Crystal Palace. Esta mañana ya me ha mandado dos mensajes para recordármelo. ¿Quién demonios le ha enseñado al Súper a enviar mensajes de texto?

Daisy tomó nota y marcó el número de teléfono. Su voz adoptó un tono profesional y eficiente:

—Agente detective Day, ¿en qué puedo ayudarle?

—Ah —respondió una voz masculina—. Bueno, anoche hablé con el superintendente jefe, un hombre encantador, somos viejos amigos. Un buen tipo. Él me sugirió que hablara con alguien de su oficina. Quiero poner una denuncia. Bueno, en realidad no estoy seguro de si se ha cometido un delito. Probablemente haya una explicación razonable para todo esto. He detectado ciertas irregularidades y, bueno, para ser sincero con usted, le he dado un par de semanas de vacaciones a mi contable para poder averiguar si él tiene algo que ver con ciertas, hum, irregularidades financieras.

—Supongo que será mejor que anote los detalles —dijo Daisy—. ¿Su nombre completo, señor? ¿Y el de su contable?

—Me llamo Grahame Coats —respondió el hombre que estaba al otro lado del hilo—, de la Agencia Grahame Coats. Mi contable se llama Nancy, Charles Nancy.

Daisy apuntó ambos nombres. Ninguno de los dos le resultó familiar.

Gordo Charlie tenía en mente discutir aquel asunto con Araña tan pronto como volviera a casa. Lo había ensayado todo mentalmente una y otra vez, y siempre ganaba la discusión, de manera limpia y definitiva.

Sin embargo, Araña no pasó por casa esa noche, y Gordo Charlie acabó por quedarse dormido frente al televisor, mientras veía sin mucho interés uno de esos concursos rijosos para insomnes salidos, que debía de llamarse algo así como
¡Enséñanos el culo!

Se despertó en el sofá, cuando Araña abrió las cortinas.

—Precioso día —dijo Araña.

—¡Tú! —dijo Gordo Charlie—. Estuviste besando a Rosie. No intentes negarlo.

—Tuve que hacerlo —respondió Araña.

—¿Qué quieres decir con eso de que tuviste que hacerlo? No había ninguna necesidad.

—Ella creía que eras tú.

—Pero tú sabías que no eras yo. No deberías haberla besado.

—Pero si me hubiera negado, ella habría pensado que eras tú el que no quería besarla.

—Pero no era yo.

—Ella no lo sabía. Yo sólo pretendía ayudar.

—Ayudar —replicó Gordo Charlie, desde el sofá— no incluye, por lo general, besar a mi novia. Podrías haberle dicho que te dolían las muelas.

—Eso —respondió Araña con aire virtuoso— habría sido mentir.

—¡Pero si ya le estabas mintiendo! ¡Te estabas haciendo pasar por mí!

—Bueno, en cualquier caso, habría agravado la mentira —le explicó Araña—. Y sólo mentí porque no estabas en condiciones de ir a trabajar. No, no habría podido mentir más. Me habría sentido fatal.

—Yo sí que me sentí fatal. Tuve que ver cómo la besabas.

—Ah —dijo Araña—, pero ella creía que te estaba besando a ti.

—¡Deja ya de decir eso!

—Deberías sentirte halagado —dijo Araña—. ¿Te apetece comer?

—Comer es lo último que me apetece ahora. ¿Qué hora es?

—La hora de comer —respondió Araña—. Y otra vez llegas tarde a trabajar. Me alegro de no haberte cubierto las espaldas esta vez, viendo cómo me lo agradeces.

—No pasa nada —dijo Gordo Charlie—, me han dado dos semanas de vacaciones. Y un incentivo.

Araña levantó una ceja.

—Mira —dijo Gordo Charlie; había llegado el momento de pasar al segundo asalto—, no es que intente deshacerme de ti ni nada parecido, pero me gustaría saber cuándo tienes pensado marcharte.

Araña respondió:

—Pues la verdad es que, cuando vine, no pensaba quedarme más que un día. Quizá dos. El tiempo suficiente para conocer a mi hermano pequeño y volver enseguida a ocuparme de mis asuntos. Soy un hombre muy ocupado.

—Así que te marchas hoy.

—Ése era el plan —respondió Araña—, pero luego te conocí. No me puedo creer que hayamos dejado pasar más de media vida sin vernos, hermano.

—Yo sí.

—La sangre —dijo Araña— es más espesa que el agua.

—El agua no es espesa —objetó Gordo Charlie.

—Pues más espesa que el jarabe, entonces. O que el magma. Mira, lo que intento decir es que conocerte ha sido... ha sido un privilegio, eso. Nunca hemos formado parte de la vida del otro, pero eso ya es el pasado. Cambiemos el futuro, desde este mismo momento, ya. Dejemos atrás el pasado y creemos nuevos lazos... lazos fraternales.

—Estás loco por Rosie —dijo Gordo Charlie.

—Completamente —admitió Araña—. ¿Qué piensas hacer al respecto?

—¿Que qué pienso hacer? Vaya, hombre, es mi novia.

—De eso no te preocupes. Ella piensa que soy tú.

—¿Quieres dejar ya de decir eso?

Araña extendió ambas manos con expresión inocente, pero echó a perder el efecto al pasarse la lengua por los labios.

—Y bien —dijo Gordo Charlie—, ¿qué piensas hacer ahora? ¿Casarte con ella haciéndote pasar por mí?

—¿Casarme? —Araña hizo una pausa y se quedó pensativo—. Qué idea tan... espantosa.

—Pues ya ves, yo lo estoy deseando.

—Araña no se casa. No soy de los que se casan.

—Así que mi Rosie no es lo suficientemente buena para ti, ¿es eso lo que me quieres decir?

Araña no contestó. Se marchó de la habitación.

Gordo Charlie sintió que, de algún modo, le había metido un gol. Se levantó del sofá, recogió los envases que el día anterior habían contenido pollo
chow mein
y bolitas de cerdo rebozado y los tiró a la basura. Se fue a su habitación y se quitó la ropa con la que había dormido con la intención de ponerse ropa limpia, pero se encontró con que no tenía, porque había olvidado hacer la colada. Así que cepilló enérgicamente las prendas que acababa de quitarse —acabando de este modo con los múltiples rastros de
chow mein
que habían ido a parar allí— y volvió a ponérselas.

Se dirigió a la cocina.

Araña estaba sentado a la mesa, comiéndose un bistec tan grande como para dar de comer a dos personas.

—¿De dónde has sacado eso? —preguntó Gordo Charlie, a pesar de que sabía exactamente de dónde había salido.

—Te pregunté antes si querías comer —respondió Araña con voz amable.

—¿De dónde has sacado ese bistec?

—Estaba en la nevera.

—Eso —le increpó Gordo Charlie con el dedo estirado, como un fiscal que intenta conseguir una condena—, eso es un bistec que había comprado para la cena de esta noche. Para la cena de esta noche con Rosie. ¡La cena que yo le voy a preparar! Y tú vas y te sientas ahí como, como un tío que se come un bistec, y, y te lo estás comiendo, y...

—No pasa nada —dijo Araña.

—¿Qué quieres decir con eso de que no pasa nada?

—Pues —dijo Araña— que ya he llamado esta mañana a Rosie y le he dicho que la voy a invitar a cenar por ahí. Así que de todos modos, no te va a hacer ninguna falta el bistec.

Gordo Charlie abrió la boca. Y volvió a cerrarla.

—Quiero que te largues —dijo.

—Es bueno aspirar a lo que está fuera de tu alcance, de lo contrario, ¿qué sentido tendría el Cielo? —replicó Araña en tono jovial entre bocado y bocado.

—¿Qué coño significa eso?

—Significa que no me voy a ninguna parte. Estoy muy bien aquí. —Cortó otro pedazo de bistec y se lo metió en la boca.

—Lárgate —insistió Gordo Charlie y, justo en ese momento, sonó el teléfono. Gordo Charlie suspiró, salió al pasillo y lo cogió—. Diga.

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