Cuando volvió al dormitorio, Vodka con naranja ya no estaba allí, cosa que alivió a Gordo Charlie, que había empezado a albergar la esperanza de que no fuera más que un espejismo inducido por el alcohol, como los elefantes rosas o la pesadilla de que había subido a cantar a un escenario la noche anterior.
No fue capaz de encontrar la bata, así que se puso un chándal para bajar a la cocina, que estaba al otro lado del rellano.
Sonó el móvil, y lo buscó en su chaqueta, que estaba tirada en el suelo, junto a la cama. Por fin, dio con él y lo abrió. Contestó con un gruñido, tratando de que su voz no resultara identificable, por si era alguien de la Agencia Grahame Coats intentando averiguar dónde andaba.
—Soy yo —era la voz de Araña—. Todo está en orden.
—¿Les dijiste que había muerto?
—Mucho mejor. Me hice pasar por ti.
—Pero —Gordo Charlie trataba de pensar con claridad—, pero tú no eres yo.
—Eh, ya lo sé. Pero les dije que lo era.
—Ni siquiera te pareces a mí.
—Querido hermano, no lo pongas difícil, trato de ayudar. Ya me he ocupado de todo. Epa... tengo que irme. El gran jefe quiere hablar conmigo.
—¿Grahame Coats? Mira, Araña...
Pero Araña ya había colgado el teléfono, y el display se había quedado en blanco.
La bata de Gordo Charlie entró por la puerta. Había una chica dentro de ella. La bata le sentaba bastante mejor que a él. Llevaba una bandeja que contenía un vaso de agua con un Alka–Seltzer en plena efervescencia y una taza.
—Bébete estas dos cosas —le dijo—. Primero lo que hay en la taza. De un trago.
—¿Qué es?
—Yema de huevo, salsa Worcester, Tabasco, sal, un pelín de vodka y otras cosillas por el estilo. Una de dos: o te mata, o te quita la resaca —le dijo en un tono que no admitía discusión—. Bebe.
Gordo Charlie obedeció.
—¡Joder! —dijo.
—Sí —admitió ella—, pero sigues vivo.
Él no estaba tan seguro pero, de todos modos, se bebió el Alka–Seltzer. De repente, le vino algo a la cabeza.
—Esto... —dijo Gordo Charlie—. Esto... Una cosa. Anoche. Nosotros... bueno...
Ella no parecía entender lo que intentaba decirle.
—Nosotros,
¿
qué?
—Ya sabes, ¿lo hicimos?
—¿Me estás diciendo que no te acuerdas? —Su rostro se desmoronó—. Dijiste que había sido el mejor polvo que habías echado en tu vida. Que era como si nunca antes le hubieras hecho el amor a una mujer. Fuiste en parte un dios, en parte un animal y en parte una máquina incansable...
Gordo Charlie no sabía adónde mirar. Ella soltó una risita.
—Es coña —dijo—. Ayudé a tu hermano a traerte a casa, te lavamos un poco y, después, ya sabes...
—No —replicó él—, no lo sé.
—Vale —dijo—, estabas muerto de frío, y tu cama es muy grande. No sé muy bien dónde ha dormido tu hermano. Debe de tener una constitución de hierro. Se levantó al amanecer, todo fresco y sonriente.
—Se fue a trabajar —le explicó Gordo Charlie—, se ha hecho pasar por mí.
—¿Y no han notado la diferencia? Quiero decir, no sois precisamente gemelos.
—Pues por lo visto, no —dijo, negando con la cabeza. Luego, la miró. Le estaba sacando la lengua, una lengua pequeña y rosada.
—¿Cómo te llamas?
—¿También has olvidado eso? Yo sí recuerdo tu nombre. Eres Gordo Charlie.
—Charles —la corrigió—. Charles, a secas.
—Yo me llamo Daisy —dijo, y extendió su mano—. Encantada de conocerte.
Se estrecharon la mano con aire solemne.
—Ahora me siento un poco mejor —dijo Gordo Charlie.
—Ya te lo dije —replicó ella—: o te mata o te cura.
Araña se lo estaba pasando en grande en la oficina. No solía trabajar en oficinas. No solía trabajar. Todo era nuevo para él, todo era maravilloso y extraño, desde el minúsculo ascensor en el que subió a la quinta planta hasta las laberínticas oficinas de la Agencia Grahame Coats. Se quedó mirando, completamente fascinado, la vitrina del vestíbulo en la que había expuestos unos cuantos premios llenos de polvo. Se paseó por las oficinas y cuando alguien le preguntaba quién era respondía: «Soy Gordo Charlie Nancy». Lo decía con su voz de dios, que hacía que cualquier cosa que dijera pareciera verdad.
Descubrió la sala común y se preparó varias tazas de té. Luego, se las llevó a la mesa de Gordo Charlie y las distribuyó artísticamente sobre ella. Se puso a jugar con el ordenador. Le pidió la contraseña. «Soy Gordo Charlie Nancy», le dijo al ordenador, pero aun así había sitios a los que no le dejaba acceder, de modo que dijo: «Soy Grahame Coats», y el ordenador le dio acceso ilimitado.
Estuvo curioseando hasta que se aburrió.
Se entretuvo entonces con los documentos que había en la bandeja de entrada de Gordo Charlie. Luego se puso a enredar con los de la bandeja de asuntos pendientes.
Entonces pensó que seguramente Gordo Charlie ya se habría levantado, así que le llamó a casa para decirle que todo iba bien; justo cuando pensaba que empezaba a hacer avances con él, Grahame Coats se asomó por la puerta, se pasó los dedos por sus labios de armiño y le hizo señas para que se acercara.
—Tengo que irme —le dijo Araña a su hermano—, el gran jefe quiere hablar conmigo —y colgó el teléfono.
—Otra vez haciendo llamadas privadas en horas de oficina, Nancy —afirmó Grahame Coats.
—
Per–fectuputamadre
—admitió Araña.
—
¿
Y era a mí a quien te referías con lo de «gran jefe»? —inquirió Grahame Coats. Atravesaron juntos el rellano y se dirigieron a su despacho.
—Es usted el más grande —dijo Araña— y el más jefe.
Grahame Coats parecía desconcertado; sospechaba que se estaba burlando de él, pero no estaba seguro, y aquello le inquietaba.
—En fin, siénteseme, siénteseme usted —dijo.
Araña se le sentó.
Grahame Coats tenía por costumbre renovar su plantilla constantemente. Había gente que llegaba y se marchaba enseguida. Otros llegaban y se quedaban hasta el preciso momento en el que la ley establecía que el empleado tenía derecho a un contrato indefinido con todas las garantías. Gordo Charlie llevaba allí más tiempo que ningún otro empleado: un año y once meses. Faltaba tan sólo un mes para que el subsidio de paro y la magistratura de trabajo volvieran a formar parte de su vida.
Grahame Coats tenía preparado un discurso que soltaba siempre a sus empleados antes de despedirlos. Se sentía muy orgulloso de él.
—Donde una puerta se cierra —comenzó—, otra se abre. Así que, como siempre digo: si la vida te da limones, haz limonada.
—Y al mal tiempo —apuntó Araña—, buena cara.
—Ah, sí. Sí. Muy cierto. Bien. A nuestro paso por este valle de lágrimas, debemos detenernos un momento y tomar conciencia de que...
—No hay mal que por bien no venga.
—¿Qué? Oh. —A Grahame Coats le estaba costando no perder el hilo de su discurso—. La felicidad es como una mariposa.
—O un pájaro azul.
—Eso es. ¿Me deja usted acabar?
—Por supuesto. Soy todo oídos —contestó alegremente Araña.
—Y la felicidad de cuantos trabajan en la Agencia Grahame Coats es para mí tan importante como la mía propia.
—No sabe usted —replicó Araña— cuánto me alegro de oír eso.
—Sí —dijo Grahame Coats.
—Bueno, será mejor que vuelva al trabajo. Pero lo he pasado de maravilla. Si le apetece que repitamos en otra ocasión, no tiene más que decirlo. Ya sabe dónde encontrarme.
—La Felicidad —continuó Grahame Coats. La voz empezaba a salirle un tanto estrangulada—. Eso es. Y yo me pregunto, Nancy, Charles, ¿es esto...? ¿Es usted feliz trabajando con nosotros? ¿No está usted conmigo en que podría ser mucho más feliz trabajando en otro sitio?
—Yo no me lo pregunto —respondió Araña—. ¿Quiere usted saber lo que yo me pregunto?
Grahame Coats se quedó callado. Nunca antes le había pasado una cosa así. Normalmente, al llegar a este punto, el destinatario del discurso se desmoronaba y se quedaba noqueado. Algunos incluso lloraban. Pero a Grahame Coats no le importaba que lloraran.
—Lo que yo me pregunto —continuó Araña— es para qué sirven esas cuentas que tiene en las Islas Caimán. Lo digo porque da la impresión de que, algunas veces, el dinero que debería ir a parar a las cuentas de nuestros clientes se desvía y acaba en esas otras cuentas. Es un sistema un tanto curioso de administración financiera, desviar los fondos a una cuenta personal. Hasta ahora no lo había visto nunca. Esperaba que usted pudiera explicármelo con más detalle.
Grahame Coats estaba lívido; su rostro tenía un tono parecido al que en los catálogos de pintura se describe como «cal» o «magnolia».
—¿Cómo ha logrado usted acceder a esas cuentas? —le preguntó.
—Ordenadores —respondió Araña—. ¿No le sacan de quicio? A mí sí, no hay manera.
Grahame Coats se quedó pensativo un buen rato. Siempre había imaginado que sus finanzas eran tan intrincadas que, incluso si los muchachos del fisco llegaban a sospechar que se estaba llevando a cabo algún tipo de fraude, les sería muy difícil explicar exactamente en qué consistía ante un tribunal. O eso era lo que le gustaba pensar.
—No es ilegal poseer cuentas en el extranjero —afirmó, tratando de parecer tranquilo.
—¿Ilegal? —dijo Araña—. Espero sinceramente que no. Quiero decir que si llegara a enterarme de que alguien está cometiendo un delito, me vería obligado a dar parte a las autoridades competentes.
Grahame Coats cogió su pluma, pero volvió a dejarla sobre la mesa.
—Ah —replicó—, bien. Me encanta charlar, conversar amistosamente, pasar el rato con usted, Charles, pero creo que ambos tenemos aún mucho trabajo por hacer hoy. Después de todo, el tiempo vuela. No hay que dormirse en los laureles.
—Trabajar para medrar —comentó Araña.
Gordo Charlie empezaba a sentirse de nuevo un ser humano. Se le había pasado el dolor; poco a poco, las náuseas habían ido desapareciendo también. Aunque aún no estaba muy convencido de que el mundo fuera un lugar precisamente maravilloso y alegre, al menos había abandonado ya el noveno círculo del infierno de la resaca, lo cual era un gran alivio.
Daisy había tomado posesión de su cuarto de baño. Había oído el agua correr y a Daisy haciendo sus abluciones.
Llamó con los nudillos.
—Estoy aquí —contestó Daisy—. Estoy en el baño.
—Ya lo sé —replicó Gordo Charlie—. Mejor dicho, no lo sabía, pero lo suponía.
—¿Sí?—preguntó Daisy.
—Sólo me preguntaba... —dijo Gordo Charlie—, me preguntaba, ¿por qué volviste aquí anoche?
—Bueno —respondió ella—, tu estado era más bien lamentable. Y me dio la impresión de que tu hermano iba a necesitar algo de ayuda. Hoy tengo la mañana libre, así que...
Voilà!
—
Voilà
—repitió Gordo Charlie. Por un lado, la chica sentía lástima de él. Por otro, le gustaba mucho Araña. Sí. Apenas conocía a su hermano de un día y ya tenía la sensación de que no le esperaban grandes sorpresas en aquella nueva relación. Araña era el que ligaba y él un triste segundón.
Daisy dijo:
—Tienes una voz preciosa.
—¿Qué?
—Viniste cantando en el taxi, cuando volvíamos a casa.
Unforgettable.
Qué bonito.
Había conseguido apartar de su mente el recuerdo del karaoke, lo había relegado a una de esas zonas oscuras donde uno guarda los recuerdos que prefiere no recordar. Aquella mención volvió a sacarlo a la luz, ojalá ella no hubiera dicho nada.
—Estuviste genial —dijo Daisy—. ¿Por qué no me lo cantas otra vez?
Gordo Charlie se puso a buscar desesperadamente alguna excusa pero, de repente, le salvó el timbre de la puerta.
—Voy a abrir —dijo.
Bajó por las escaleras y salió a abrir la puerta. Las cosas iban de mal en peor. La madre de Rosie le echó una mirada de esas que cortan la leche. No dijo nada. Llevaba en la mano un sobre blanco.
—Hola, señora Noah —saludó Gordo Charlie—. Qué agradable verla por aquí. Esto...
Ella alzó la barbilla mientras sujetaba el sobre en el aire.
—Oh —dijo—, estás aquí. Bueno. ¿Vas a invitarme a entrar?
«Eso es —pensó Gordo Charlie—. Los de su raza necesitan invitación para entrar en casa ajena. Dile que no y así tendrá que marcharse.»
—Por supuesto, señora Noah. Pase usted, por favor. —«Vaya, vaya, de modo que así es como lo hacen los vampiros»—. ¿Le apetece una taza de té?
—No me hagas la rosca —dijo ella—, no me vas a ablandar.
—Bueno... Entendido.
Subieron por la estrecha escalera hasta la cocina. La madre de Rosie echó un vistazo a su alrededor y puso cara de que aquello no estaba a la altura de sus exigencias en materia de higiene, ya que incluía cierta variedad de productos comestibles.
—¿Café? ¿Agua? —«No digas manzanas de cera»—. ¿Una manzana de cera? —«Mierda.»
—Me ha contado Rosie que tu padre falleció hace unos días —dijo.
—Sí, así es.
—Cuando falleció el padre de Rosie,
Cooks and Cookery
publicó un obituario de cuatro páginas. Le atribuían en exclusiva el mérito de haber introducido en Inglaterra la cocina de fusión caribeña.
—Oh —replicó.
—Tampoco me dejó mal situada, precisamente. Tenía un buen seguro de vida, y además era copropietario de dos restaurantes de mucho éxito. Soy una mujer bastante adinerada. Cuando yo me muera, Rosie lo heredará todo.
—Cuando estemos casados —respondió Gordo Charlie—, yo cuidaré de ella. No se preocupe.
—No digo que vayas detrás de Rosie sólo por mi dinero —dijo la señora Noah en un tono que dejaba muy claro que eso era exactamente lo que pensaba.
A Gordo Charlie empezaba a dolerle otra vez la cabeza.
—Señora Noah, ¿hay algo que pueda hacer por usted?
—He estado hablando con Rosie, y hemos decidido que debía empezar a ayudaros con los preparativos de la boda —dijo con afectación—. Necesito una lista de tus invitados. Las personas a las que tú quieras invitar: nombre y apellidos, dirección,
e—mail
y número de teléfono. He preparado un formulario, sólo tienes que rellenarlo. Pensé que, ya que tenía que pasar por Maxwell Gardens, podía ahorrarme el franqueo y traértelo en persona. No esperaba encontrarte en casa. —Le alargó el sobre blanco—. Habrá un total de noventa invitados. Puedes invitar a ocho miembros de tu familia y a seis amigos. Los amigos y cuatro de tus familiares se sentarán en la mesa H. El resto de tus invitados estarán en la mesa C. Tu padre se habría sentado con nosotros en la mesa de honor pero, puesto que ha fallecido, le hemos cedido su plaza a una tía de Rosie, la tía Winifred. ¿Has decidido ya quién va a ser tu padrino?