De adolescente, Daisy era una chica diligente, alegre y despierta que hizo muy felices a sus padres cuando decidió ingresar en la Universidad de Londres a fin de estudiar derecho e informática. Su padre soñaba con que algún día Daisy llegara a ser doctora en derecho; su madre albergaba esperanzas de verla vestir la toga en los tribunales, incluso, de que llegara a juez y utilizara la ley para acabar con la hegemonía de las multinacionales de una vez por todas. Y, entonces, Daisy destrozó todos sus sueños presentándose a los exámenes de ingreso de la academia e incorporándose a la Policía. La Policía la recibió con los brazos abiertos: por un lado, habían salido nuevas directivas sobre la necesidad de dotar al cuerpo de una mayor diversidad; por otro, los delitos informáticos y el fraude basado en la manipulación informática estaban en auge. Necesitaban a Daisy. En honor a la verdad, necesitaban un ejército entero de Daisies.
A estas alturas, cuatro años más tarde, se podría decir que su carrera en la policía no estaba ni por asomo a la altura de sus expectativas. No tenía nada que ver con el hecho de que la policía fuera, como no se cansaban de repetirle sus padres, un monolito institucionalmente racista y machista que estuviera destruyendo su individualidad para convertirla en otro androide uniformado y sin alma. No, lo que le resultaba frustrante era tener que dedicarse a convencer a otros
pasmas
de que ella también era una
pasma.
Había llegado a la conclusión de que, para la mayoría de ellos, el objetivo del trabajo policial era proteger al inglesito medio de esa peligrosa chusma que constituían quienes ocupaban los estratos más bajos de la sociedad, y que estaban siempre al acecho para robarles sus preciados móviles. La visión de Daisy era muy distinta. Daisy sabía que un simple adolescente con un ordenador en Alemania podía, sin moverse de su habitación, poner en circulación un virus y provocar el cierre de un hospital, causando así un daño muy superior al que se puede causar con una bomba. Daisy sostenía que los tipos más peligrosos hoy en día son gente que sabe perfectamente cómo funciona una página web y que domina los sistemas de encriptación y el funcionamiento de los sistemas pre–pago de los teléfonos móviles. De lo que no estaba tan segura era de que los buenos estuvieran igualmente preparados.
Bebió un sorbo de café de un vaso de plástico e hizo una mueca; en el tiempo que llevaba revisando datos pantalla tras pantalla, el café se le había quedado frío.
Había revisado ya toda la información que le había pasado Grahame Coats. En efecto, a simple vista parecía que había motivos fundados para sospechar que allí había algo raro —aunque sólo fuera un cheque por valor de dos mil libras que el propio Charles Nancy había extendido a su favor la semana anterior.
Pero.
Pero había algo que le olía mal.
Se dirigió al pasillo y llamó a la puerta del despacho del superintendente.
—¡Adelante!
Camberwell solía fumar en pipa mientras trabajaba en su despacho; era una costumbre a la que había sido fiel durante treinta años, hasta que se prohibió fumar en todo el edificio. Ahora se consolaba con un trozo de plastilina que estrujaba y moldeaba y volvía a estrujar continuamente. Mientras había podido fumar tranquilamente en su pipa, había sido un hombre apacible, bonachón y, en lo tocante a la relación con sus subordinados, un hombre ejemplar. Desde que se vio obligado a cambiar su pipa por aquel pegote de plastilina, era un hombre irritable y con muy malas pulgas. Si le pillabas en un día bueno, se mostraba simplemente quisquilloso.
—¿Sí?
—El caso de la Agencia Grahame Coats.
—¿Hum?
—No lo veo muy claro.
—¿No lo ve claro? ¿Qué demonios significa eso de que no lo ve claro?
—Pues, creo que debería retirarme del caso.
El superintendente no pareció sorprenderse. La miraba fijamente. Por debajo de la mesa, a escondidas, estaba moldeando con su plastilina azul una pipa de espuma de mar.
—¿Por?
—Conozco personalmente al sospechoso.
—¿Y? ¿Se ha ido usted de vacaciones con él? ¿Es usted la madrina de sus hijos? ¿Qué?
—No. Nos hemos visto en una sola ocasión. Pasé la noche en su casa.
—¿Me está usted diciendo que usted y él hicieron cosas feas?
Suspiró profundamente; aquel suspiro expresaba, a partes iguales, hastío, mala leche y el deseo de tener en sus manos una buena pipa bien cargada.
—No, señor. No se trata de eso. Sólo me quedé a dormir.
—¿Y ésa es toda la relación personal que tiene usted con él?
—Sí, señor.
Camberwell estrujó la pipa reduciéndola de nuevo a un informe trozo de plastilina.
—¿Por qué me hace perder el tiempo con sus tonterías?
—Lo siento, señor.
—Haga lo que tenga que hacer y no me moleste más.
Maeve Livingstone subió sola en el ascensor hasta el quinto piso, y aquel lento ascenso le proporcionó tiempo más que suficiente para ensayar mentalmente lo que le diría a Grahame Coats cuando llegara a la agencia.
Llevaba un maletín plano de color marrón que había pertenecido a Morris: un accesorio inconfundiblemente masculino. Bajo el abrigo gris, llevaba una blusa blanca y una falda vaquera. Tenía las piernas muy largas, su piel era extraordinariamente pálida y su cabello, sin demasiadas ayudas químicas, seguía siendo casi tan rubio como hacía veinte años, cuando se casó con Morris Livingstone.
Maeve había querido mucho a Morris. Cuando él murió, ella no eliminó su nombre de la agenda del móvil, ni siquiera después de haber dado de baja el número de Morris y de haber devuelto su móvil. Su sobrino le había hecho una foto a Morris que era la que aparecía en el registro del móvil, y no quería perderla. Ojalá pudiera llamar a Morris y pedirle consejo.
Había dado su nombre abajo, en el portero automático, para que le abrieran el portal y, cuando llegó arriba, Grahame Coats estaba allí para recibirla personalmente.
—Vaya, vaya, cuánto bueno por aquí. Mi querida señora Livingstone, ¿cómo está usted? —le saludó.
—Tengo que hablar contigo en privado, Grahame —dijo Maeve—. Ahora mismo.
Grahame Coats sonrió satisfecho; daba la casualidad de que muchas de sus fantasías comenzaban con Maeve diciendo unas palabras muy similares, a continuación de lo cual, ella empezaba a decirle cosas como: «Te deseo, Grahame, tienes que poseerme aquí mismo» y «Oh, Grahame, he sido una chica muy, muy, muy mala y necesito que alguien me dé unos buenos azotes» y, alguna que otra vez, aunque raramente: «Grahame, eres demasiado hombre para una sola mujer, así que permíteme que te presente a mi hermana gemela, que ha venido completamente desnuda: Maeve II».
Se dirigieron a su despacho.
Maeve, traicionando vagamente las fantasías de Grahame Coats, no dijo nada de poseerla allí mismo. Ni siquiera se quitó el abrigo. En lugar de eso, abrió su maletín y sacó un legajo que depositó sobre su escritorio.
—Grahame, siguiendo el consejo del director de mi sucursal, he mandado hacer una auditoría cotejando tus cifras y los extractos bancarios correspondientes a los últimos diez años, desde antes de que Morris falleciera. Puedes echar un vistazo, si quieres. Las cifras no cuadran. Ni por casualidad. Pensé que sería mejor venir a hablar contigo antes de llamar a la policía. Por respeto a la memoria de mi marido, sentí que debía hacerlo.
—Claro, claro —dijo Grahame Coats, suave como una serpiente pringada de mantequilla—. Lo comprendo, sí.
—¿Y bien? —inquirió Maeve Livingstone, alzando una de sus perfectas cejas.
La expresión que había en la cara de Maeve no era precisamente tranquilizadora. A Grahame Coats le gustaba más en sus fantasías.
—Me temo que uno de nuestros empleados ha resultado ser un sinvergüenza, es alguien que lleva ya tiempo trabajando en la Agencia Grahame Coats, Maeve. En realidad, yo mismo he acudido ya a la policía. Les llamé la semana pasada, cuando me di cuenta de que algo estaba pasando. El largo brazo de la ley lo está investigando ya. Dado que muchos de nuestros clientes (tú, entre otros) son personas ilustres, la policía está llevando el caso con toda la discreción posible, ¿quién podría culparles? —Ella no parecía haber bajado la guardia tal como él hubiera querido. Cambió de táctica—. Creen que podrán recuperar la mayor parte del dinero, si no todo.
Maeve asintió. Grahame Coats se relajó, pero sólo un poco.
—¿Puedo preguntar quién es ese empleado?
—Charles Nancy. Debo decir que confiaba plenamente en él. Me quedé atónito al descubrirlo.
—Oh. Es un hombre muy amable.
—Pura fachada —sentenció Grahame Coats—, las apariencias engañan.
Ella sonrió, tenía una sonrisa preciosa.
—A mí no me engañas, Grahame. Esto es algo que lleva sucediendo desde hace mucho. Desde mucho antes de que Charles Nancy empezara a trabajar aquí. Probablemente desde mucho antes de que yo me casara con Morris. Morris confiaba ciegamente en ti, y tú fuiste capaz de robarle. Y ahora intentas cargarle el muerto a uno de tus empleados (o de tus cómplices). Bien, pues no te creo. Esto no va a quedar así.
—No —dijo Grahame Coats con aire compungido—. Lo siento.
Maeve recogió sus documentos.
—Sólo por curiosidad —dijo—, ¿cuánto calculas que nos has robado a Morris y a mí en todos estos años? Yo diría que la cifra debe de rondar los tres millones de libras.
—Ah. —Grahame Coats había dejado de sonreír. Desde luego, la cifra era mucho más alta, pero lo admitió—, me parece que tus cálculos son correctos.
Se miraron fijamente a los ojos, Grahame Coats estaba calculando desesperadamente la cifra adecuada. Necesitaba comprar un poco más de tiempo. Eso era lo que necesitaba.
—¿Y si...? —dijo—. ¿Y si te lo devolviera todo, absolutamente todo, en metálico, ahora mismo? Con intereses. Digamos un cincuenta por ciento de la mencionada cifra.
—¿Me estás ofreciendo cuatro millones y medio de libras? ¿En efectivo?
Grahame Coats le sonrió exactamente del mismo modo que una cobra a punto de atacar tiende a no hacer.
—Como lo oyes. Si acudes a la policía, yo lo negaré todo y contrataré a los mejores abogados. En el peor de los casos, tras un larguísimo proceso judicial, en el que yo me veré obligado a ensuciar el buen nombre de Morris tanto como me sea posible, me sentenciarán a no más de diez o doce años de cárcel. Con buen comportamiento, y pienso ser un prisionero modélico, podría salir en cinco. Dado que nuestro sistema carcelario está actualmente francamente desbordado, seguramente cumpliría condena en régimen abierto, cosa que no me supondría mayores trastornos. Por otro lado, te garantizo que si acudes a la policía jamás volverás a ver un solo penique del dinero de Morris. La otra opción es que mantengas la boca cerrada, cojas el dinero que te pertenece y mucho más, y a cambio, yo dispondré del tiempo necesario para... para hacer lo que debo hacer. Tú ya me entiendes.
Maeve se lo pensó un momento.
—Me encantaría ver cómo te pudres en la cárcel —dijo. Luego, suspiró y asintió—. De acuerdo, aceptaré el dinero. No quiero volver a verte ni saber nada de ti. En el futuro, yo misma gestionaré los royalties de Morris.
—
Perfectupuesto.
La caja fuerte está aquí mismo —le dijo.
La pared del fondo estaba ocupada por una librería llena de volúmenes encuadernados en piel: Dickens, Thackeray, Trollope y Austen. Ninguno parecía haber sido leído. Movió un libro y la estantería se desplazó dejando al descubierto una puerta camuflada en la pared.
Maeve se preguntó si tendría combinación, pero no, sólo había una cerradura, en la que Grahame Coats introdujo una enorme llave de bronce. La puerta se abrió de par en par.
Grahame Coats alargó un brazo y pulsó el interruptor de la luz. Era una habitación estrecha en cuyas paredes alguien no muy hábil había colocado unas baldas. Al fondo había un pequeño archivador a prueba de incendios.
—Puedes cogerlo en efectivo, en joyas, o mitad y mitad —le explicó sin rodeos—. Te aconsejo esta última opción. Aquí dentro hay un montón de joyas antiguas. Muy fáciles de transportar.
Abrió varias cajas fuertes y le fue mostrando lo que contenían. Había anillos, cadenas y medallones que relucían como el sol.
Maeve se quedó boquiabierta.
—Echa un vistazo —le dijo Grahame Coats, y ella se acercó y pasó por delante de él. Era una auténtica cueva del tesoro.
Cogió un medallón con su correspondiente cadena y lo contempló extasiada.
—Es una maravilla —exclamó—, esto debe de valer...
Se interrumpió al ver en la dorada superficie del medallón que algo se estaba moviendo a su espalda. Se volvió, evitando así que el martillo la golpeara de pleno en la nuca, tal como pretendía Grahame Coats, y logrando apartar la cara justo a tiempo.
—¡Maldito cabrón! —exclamó, y le dio una patada. Maeve tenía buenas piernas y sabía cómo usarlas, pero estaba demasiado cerca de su atacante.
Maeve acertó a darle en plena espinilla y alargó el brazo para quitarle el arma de las manos. Grahame Coats la golpeó con el martillo que ella intentaba arrebatarle; esta vez acertó, y Maeve se tambaleó. Su mirada parecía desenfocada. Él la golpeó de nuevo en mitad de la coronilla, y otra vez, y otra, y otra más, hasta que Maeve se desplomó.
Grahame Coats deseó tener una pistola. Una pistola era un arma eficaz, limpia. Con un silenciador, como en las películas. La verdad es que, si se le hubiera llegado a pasar por la cabeza que era posible que tuviera que matar a alguien en su despacho, habría estado bastante mejor preparado. Incluso, podría haber dejado a mano una pequeña cantidad de veneno. Eso sí que habría sido una buena idea. No habría hecho falta armar todo este numerito.
En la cabeza del martillo había restos de sangre y cabellos rubios. Lo dejó a un lado poniendo cara de asco y, a continuación, rodeó el cadáver de la mujer para recoger las cajas de seguridad que contenían las joyas. Las volcó sobre su escritorio y volvió a dejarlas en la cámara acorazada, de donde sacó un maletín repleto de dinero —en billetes de cien dólares y de quinientos euros— y un saquito de terciopelo negro prácticamente lleno de diamantes sin engarzar. Sacó también algunos documentos del archivador. Por último, pero —como él mismo habría señalado— no por ello menos importante, sacó de la cámara acorazada el neceser en el que había guardado las dos billeteras y los dos pasaportes.