«Me parece que no —dijo Anansi—. Puede que no haya suficiente para los dos. No te ofendas.»
Y la Mujer Pájaro le dijo: «Mira, Anansi, ya sé que no siempre hemos sido buenos amigos. Pero te propongo una cosa: tú compartes tu secreto conmigo y yo te prometo que ningún pájaro volverá a comerse jamás a ninguna araña. Seremos amigos hasta el fin de los tiempos».
Anansi se rascó la barbilla y negó con la cabeza. «Es un secreto muy grande y muy importante que te devuelve la juventud y te llena de energía y estimula la libido y te quita todos los dolores de una vez para siempre.»
La Mujer Pájaro se atusó las plumas y volvió al ataque: «Oh, Anansi, seguro que ya te has dado cuenta de que siempre me has parecido un hombre enormemente atractivo. ¿Por qué no te vienes a retozar conmigo entre los matorrales que hay junto al camino? Seguro que puedo hacerte olvidar todos esos recelos que te impiden revelarme tu secreto».
Así que se fueron detrás de los matorrales que estaban junto al camino y empezaron a besuquearse y a reírse y a ponerse tontos y, luego, cuando Anansi ya había conseguido lo que quería de la Mujer Pájaro, ella le dijo: «Y ahora, ¿qué hay de ese secreto que guardas tan celosamente, Anansi?».
Y Anansi le contestó: «Bueno, la verdad es que no pensaba compartirlo con nadie, pero te lo voy a contar. Es un baño de hierbas, está en ese agujero que hay en el suelo. Mira, echaré dentro estas hojas y estas raíces. Ya está. Todo el que se bañe aquí vivirá eternamente y no volverá a sentir dolor. Yo ya me he bañado y ahora soy tan fogoso como un cabritillo. Pero creo que no voy a dejar que nadie más se bañe aquí».
La Mujer Pájaro miró la burbujeante agua y de un salto se metió en el puchero.
«Está muy caliente, Anansi», dijo.
«Tiene que estar caliente para que las hierbas hagan efecto», le contestó Anansi. Y, entonces, cogió la tapa y la colocó sobre el puchero. La tapa pesaba mucho, y Anansi colocó una piedra encima de ella para que pesara todavía más.
¡Pum! ¡Pam! ¡Pom!
La Mujer Pájaro golpeaba la tapa con todas sus fuerzas.
«Si te dejo salir ahora —gritó Anansi—, se perderán los efectos beneficiosos del baño. Relájate y siente la salud que empieza a correr por tus venas.»
Pero la Mujer Pájaro o no le oía o no le creyó, porque siguió golpeando y empujando la tapa todavía un rato. Luego, paró.
Aquella noche, Anansi y su familia cenaron una exquisita sopa de Pájaro y Pájaro hervido. Tardaron muchos días en volver a tener hambre.
Desde aquel día, los pájaros comen arañas siempre que se presenta la ocasión, y un pájaro y una araña no podrán hacerse amigos jamás.
En otra versión de este cuento, Anansi acaba también dentro del puchero. Todos los cuentos son de Anansi, pero no por eso sale siempre bien parado en ellos.
En el que una cafetera demuestra ser un objeto muy útil
«Si alguien estaba haciendo uso de su poder para echar a Araña de allí, Araña no se había enterado siquiera. Por el contrario, Araña se lo estaba pasando de maravilla suplantando a Gordo Charlie. Se lo estaba pasando tan bien, que empezaba a preguntarse por qué no lo había hecho antes. Aquello era más divertido que un barril lleno de monos.
[7]
Lo que más le gustaba a Araña de suplantar a Gordo Charlie era Rosie.
Hasta ahora, Araña pensaba que todas las mujeres eran más o menos iguales. Siempre les daba un nombre falso y una dirección en la que sólo podrían localizarle durante unos días, no más de una semana y, por supuesto, el número de teléfono era el de un móvil. Las mujeres eran divertidas y muy decorativas, el mejor accesorio para un hombre, pero siempre había suficientes para ir cambiando; como aquellos platos de
goulash
en la cinta transportadora, cuando uno se acaba no tienes más que coger otro y añadirle un poco de tu crema agria.
Pero Rosie...
Rosie era diferente.
No hubiera sabido decir qué tenía ella de diferente. Había intentado discernir qué cualidad la hacía diferente de las demás, pero no logró identificarla. En, cierta medida, tenía que ver con cómo se sentía él cuando estaba con ella: como si, a través de los ojos de Rosie, se viera como un hombre mucho mejor. Eso explicaba en parte por qué ella le parecía diferente.
A Araña le gustaba saber que Rosie sabía dónde encontrarle. Le hacía sentirse cómodo. Le encantaban aquellas curvas tan acogedoras, y ese empeño que ponía en ir haciendo el bien sin mirar a quién, y su sonrisa. Lo cierto es que no había nada que no le gustara de Rosie, sólo le fastidiaba el no poder estar a todas horas con ella y, por supuesto, también había otro detalle que estaba empezando a fastidiarle de verdad: la madre de Rosie. Aquella noche, Gordo Charlie estaba en un aeropuerto a miles de kilómetros de distancia a punto de conseguir que le colaran en primera clase, mientras que Araña estaba en el apartamento de la madre de Rosie, en Wimpole Street, descubriendo lo horrible que podía llegar a ser aquella mujer.
—¿Quién es éste? —preguntó, suspicaz, nada más abrirles la puerta.
—Soy Gordo Charlie Nancy —dijo Araña.
—¿Por qué dice eso? —preguntó la madre de Rosie—. ¿Quién es?
—Soy Gordo Charlie Nancy, su futuro yerno, y le caigo pero que muy bien —dijo Araña con gran convicción.
La madre de Rosie se tambaleó, pestañeó y se quedó mirándole fijamente.
—Puede que seas Gordo Charlie —dijo, no muy convencida—, pero no me caes bien.
—Pues debería caerle bien —dijo Araña—. Soy un tipo encantador. La gente convoca asambleas para hablar de lo encantador que soy. Tengo varios premios y una medalla que me concedieron en un pequeño país sudamericano como tributo a mi encanto personal y, en general, a lo increíblemente maravilloso que soy. Pero, lógicamente, no los llevo encima. Guardo esas medallas en el cajón de los calcetines.
La madre de Rosie hizo un gesto de desdén. No tenía idea de qué demonios estaba pasando, pero fuera lo que fuese, no le gustaba nada. Hasta ahora había tenido la impresión de que le tenía cogida la medida a Gordo Charlie. Posiblemente, admitió para sí, no había manejado bien aquella situación en el primer momento; seguramente, Rosie no se habría comprometido con Gordo Charlie tan alegremente si su madre no hubiera manifestado la opinión que le merecía de manera tan explícita. La madre de Rosie le había dicho a su hija que aquel hombre era un perdedor, pues era capaz de olfatear el miedo igual que un tiburón puede olfatear la sangre a varios kilómetros. Pero no había conseguido persuadir a Rosie para que le dejara y, ahora, su estrategia consistía en asumir la dirección de los preparativos de la boda, hacer que Gordo Charlie se sintiera lo más incómodo posible y regodearse repasando la estadística nacional de divorcios con una amplia sonrisa de satisfacción.
Algo muy extraño estaba sucediendo ahora, y no le gustaba un pelo. Gordo Charlie había dejado de ser el tipo vulnerable de siempre. Aquella nueva criatura de ingenio tan agudo la tenía desconcertada.
A Araña, por su parte, la madre de Rosie le estaba haciendo trabajar.
La mayoría de la gente no se fija en sus semejantes. La madre de Rosie sí. No se le escapaba un detalle. En ese momento, bebía agua caliente a sorbitos en una taza de porcelana de color marfil. La mujer era consciente de que acababa de perder una escaramuza, aunque no habría sido capaz de explicar dónde había fallado ni de qué iba la batalla. Así que decidió pasar al siguiente asalto.
—Charles, querido —dijo—, háblame de tu prima Daisy. Creo que he dejado un poco de lado a tu familia a la hora de participar en la boda. ¿Te gustaría que desempeñara algún papel destacado en el cortejo nupcial?
—¿Quién?
—Daisy —repitió dulcemente la madre de Rosie—, la jovencita que tuve ocasión de conocer el otro día, en tu casa. Aquella que andaba por allí en ropa interior. Si es que era tu prima, claro está.
—¡Madre! Si Charlie dice que era su prima...
—Deja que hable él, Rosie —interrumpió su madre, y dio otro sorbito a su taza de agua caliente.
—Claro —dijo Araña—, Daisy.
Rebobinó hasta situarse en la noche en que su hermano y él habían compartido vino, mujeres y canciones: se había llevado a casa a la chica más guapa y divertida, después de convencerla de que la idea había partido de ella, y luego había necesitado su ayuda para subir al inconsciente y corpulento Gordo Charlie por las escaleras. Habiendo disfrutado ya de las atenciones de varias de las mujeres que les acompañaban aquella noche, se había llevado a aquella chica tan menuda y simpática con ellos de igual modo que uno se echa al bolsillo una chocolatina de menta después de una cena pero, una vez en casa y después de haber aseado y acostado a Gordo Charlie, se dio cuenta de que ya no tenía hambre. Aquélla.
—Mi adorable prima Daisy —y continuó sin pausa alguna—. Seguro que le encantaría participar en la boda, si no tuviera que viajar en esas fechas. Se pasa el día viajando de aquí para allá, es funcionaría del Foreign Office, se encarga de llevar documentos confidenciales a las embajadas británicas en el extranjero. Un día está en Londres y al día siguiente en Murmansk, entregando algún importante informe altamente confidencial.
—¿No tienes su dirección? ¿O su número de teléfono?
—Podemos ir a buscarla, usted y yo juntos —repuso Araña—, siguiendo su rastro por todo el mundo. Ahora la ves, ahora no la ves.
—En ese caso —replicó la madre de Rosie en un tono que bien podía ser el mismo que utilizaba Alejandro Magno cuando ordenaba saquear una de esas pequeñas aldeas persas—, debes invitarla la próxima vez que venga a pasar unos días por aquí. Me pareció una chica muy mona y encantadora, y estoy segura de que a Rosie le encantará conocerla.
—Sí —respondió Araña—, en efecto. Tengo que invitarla.
∗ ∗ ∗
Todas y cada una de las personas que han habitado, habitan o habitarán en este planeta tienen su propia canción. No es una canción escrita por otra persona. Es una canción con su propia melodía y su propia letra. Son pocos los que llegan a cantar su propia canción. La mayoría tememos que nuestra voz no le haga justicia, o que nuestras palabras sean demasiado tontas, o demasiado honestas, o demasiado raras. Así que la gente acaba viviendo las canciones de los demás en lugar de cantar la suya propia.
Examinemos, por ejemplo, el caso de Daisy. Su canción, que había estado olvidada en algún oscuro rincón de su mente la mayor parte de su vida, tenía un ritmo vivo y decidido, y la letra hablaba de proteger al más débil, y el estribillo empezaba así:
«¡Hombres malvados, cuidado conmigo!»
, por lo que parecía un poco tonta para cantarla de viva voz. Aunque a veces la tarareaba para sí, en la ducha, mientras se enjabonaba.
Y esto es, más o menos, todo lo que debéis saber de Daisy. El resto no son más que simples detalles.
El padre de Daisy había nacido en Hong Kong. Su madre en Etiopía, en el seno de una adinerada familia que se dedicaba a la exportación de alfombras: tenían una casa en Addis Abeba y otra cerca de Nazaret. Los padres de Daisy se conocieron en Cambridge; él estudiaba informática en una época en la que no parecía una carrera con mucho futuro, y ella devoraba manuales de química molecular y de derecho internacional. Ambos eran estudiantes muy aplicados, de natural tímido y muy inquietos. Los dos echaban de menos sus respectivos hogares, aunque por motivos muy diferentes; en cualquier caso, los dos jugaban al ajedrez, y fue precisamente en el club de ajedrez, un miércoles por la tarde, donde tuvo lugar su primer encuentro. Puesto que los dos eran principiantes, les animaron a que jugaran juntos y, en su primera partida, la madre de Daisy no tuvo ninguna dificultad para ganar al padre de Daisy.
Al padre de Daisy le escoció la derrota lo suficiente como para pedirle tímidamente que jugaran la revancha el miércoles siguiente y, de este modo, durante los dos años siguientes, continuaron quedando cada miércoles para jugar al ajedrez (excepto en vacaciones y los días de fiesta).
Su vida social se iba haciendo más activa a medida que empezaban a adquirir un mayor dominio del inglés y aprendían a relacionarse con cierta soltura. Juntos, participaron en una cadena humana convocada para protestar por la llegada de camiones cargados de misiles. Juntos, aunque formando parte de un numeroso grupo de gente, se fueron a Barcelona para protestar contra el imparable ascenso del capitalismo a nivel internacional y oponerse radicalmente a la hegemonía de las multinacionales. Aquélla fue también la primera vez que les lanzaron botes de humo y el señor Day se hizo un esguince en la muñeca cuando la policía española arremetió contra los manifestantes.
Algún tiempo más tarde, uno de aquellos miércoles a principios de su tercer año en Cambridge, el padre de Daisy ganó a la madre de Daisy. La victoria le hizo tan feliz, se sentía tan seguro de sí después de aquella hazaña, que le propuso matrimonio; y la madre de Daisy, que en el fondo había temido que el día que él ganara una de aquellas partidas perdería todo interés en ella, le dio el sí sin pensárselo dos veces.
Se establecieron en Inglaterra y optaron por la vida académica, y tuvieron una hija, a la que pusieron de nombre Daisy porque en aquella época tenían un tándem, una bicicleta de dos plazas (que, para posterior regocijo de la propia Daisy, funcionaba perfectamente). Trabajaron en diferentes universidades inglesas: él como profesor de telecomunicaciones y ella escribiendo, por un lado, libros que nadie leía sobre la hegemonía de las multinacionales, y, por otro, libros que la gente sí leía sobre estrategia e historia del ajedrez, con lo que, el año que las ventas se le daban bien, ganaba más dinero que su marido, que tenía un sueldo más bien modesto. Su compromiso político fue disminuyendo a medida que se hicieron mayores, y al llegar a la madurez, se habían convertido en un matrimonio feliz sin más intereses fuera del que sentían el uno por el otro, el ajedrez, Daisy y la reconstrucción y saneamiento de anticuados sistemas operativos.
Ninguno de los dos entendía a Daisy, ni tan siquiera un poquito.
Se culpaban de no haber sabido atajar a tiempo aquella fascinación que la chica sentía por las fuerzas de policía, de no haberlo hecho en cuanto empezó a manifestarse; más o menos al mismo tiempo que aprendió a pronunciar sus primeras palabras. Daisy señalaba los coches de policía con la misma ilusión con que otras niñas señalaban un poni. Cuando cumplió siete años, tuvieron que celebrar una fiesta de disfraces para que pudiera estrenar su disfraz de mujer policía, y en las fotos que sus padres tienen guardadas en el desván, se la ve exultante de alegría delante de su tarta de cumpleaños, con sus siete velas encendidas.