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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Fantástico

Los Hijos de Anansi (21 page)

BOOK: Los Hijos de Anansi
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La señora Noles había ido a la cocina a buscar una ensaladera de cristal que colocó ahora en el centro de la mesa. Abrió una botella de jerez y vertió en la ensaladera un generoso chorro.

—Ahora —indicó la señora Dunwiddy—, la Hierba del Diablo, la raíz de San Juan el Conquistador y la Sangre de las Mentiras de Amor.

La señora Bustamonte rebuscó en su bolsa y sacó un tarrito de cristal.

—He traído hierbas provenzales —explicó—; pensé que servirían igual.

—¡Hierbas provenzales! —exclamó la señora Dunwiddy—. ¡Hierbas provenzales!

—¿No sirven? —preguntó la señora Bustamonte—. Es lo que yo uso cuando en la receta dice una pizca de perejil, una pizca de orégano... No puedo andar comprando toda clase de hierbas. Con las hierbas provenzales voy que chuto; total, yo no noto la más mínima diferencia.

La señora Dunwiddy suspiró.

—Anda, échalas ahí —dijo.

La señora Bustamonte echó medio tarro de hierbas de Provenza en la ensaladera de cristal. Las hojas secas se quedaron flotando en el jerez.

—Y ahora —dijo la señora Dunwiddy—, las cuatro tierras. Espero —dijo, eligiendo cuidadosamente sus palabras— que no me salgáis con que tampoco habéis podido conseguir las cuatro tierras y tengamos que apañarnos con grava, una medusa disecada, un imán de nevera y una pastilla de jabón.

—Yo tengo las cuatro tierras —dijo la señora Higgler. Cogió su bolsa de papel de estraza y sacó cuatro bolsas de plástico, cada una de las cuales contenía arena o arcilla de diferentes colores. Fue vaciando cada bolsa en una esquina de la mesa.

—Me alegra comprobar que al menos una de vosotras está a lo que está —dijo la señora Dunwiddy.

La señora Noles encendió las velas, comentando de paso lo bien que prendían los pingüinos y lo monos que eran.

La señora Bustamonte sirvió cuatro copas del jerez que había quedado en la botella.

—¿Para mí no hay jerez? —preguntó Gordo Charlie, aunque no le apetecía. La verdad es que no le gustaba el jerez.

—No —respondió, tajante, la señora Dunwiddy—, tú no bebes. Tienes que estar bien lúcido.

Cogió su bolso y sacó un pequeño pastillero dorado.

La señora Higgler apagó las luces.

Ahora los cinco estaban sentados en torno a la mesa, a la luz de las velas.

—¿Y ahora qué? —preguntó Gordo Charlie—. ¿Nos cogemos de las manos y convocamos a los vivos?

—Nada de eso —susurró la señora Dunwiddy—. Y haz el favor de no volver a abrir la boca.

—Perdón —se excusó Gordo Charlie, e inmediatamente se arrepintió de haberse disculpado.

—Escucha —le dijo la señora Dunwiddy—, te vamos a mandar a un lugar en el que podrán ayudarte. Pero, cuidado, no les des nada ni les hagas ninguna promesa. ¿Queda claro? Si tienes que darle algo a alguien, asegúrate de recibir a cambio algo del mismo valor. ¿Estamos?

Gordo Charlie estuvo a punto de responder con un «sí», pero se mordió la lengua a tiempo y, en lugar de ello, asintió con la cabeza.

—Así me gusta —dijo la señora Dunwiddy y, a continuación, se puso a bisbisear con su voz de centenaria, temblorosa y quebradiza.

La señora Noles murmuraba, pero su salmodia resultaba más melódica, y su voz era también más aguda y potente.

La señora Bustamonte no murmuraba, más bien silbaba de forma intermitente, con un sonido sibilante similar al de una serpiente, que empezaba en el mismo tono que el murmullo y luego subía y bajaba alternativamente.

La señora Higgler se unió al coro. No murmuraba ni silbaba: su voz era como un zumbido, muy parecido al de una mosca en el cristal de una ventana. Apoyaba la lengua en los dientes y la hacía vibrar. Parecía como si tuviera la boca llena de enloquecidas abejas que zumbaran al chocar contra sus dientes intentando escapar.

Gordo Charlie se preguntaba si debía unirse también al cántico, pero no tenía ni idea de qué ruido sería el adecuado, así que intentó concentrarse y no dejar que aquel extraño cántico le distrajese.

La señora Higgler echó una pizca de tierra roja en la ensaladera. La señora Bustamonte, a su vez, añadió una pizca de tierra amarilla. La señora Noles hizo lo propio con una pizca de tierra marrón, mientras la señora Dunwiddy se inclinaba hacia delante, en un movimiento lento y dificultoso, y echaba un pegote de barro negro.

La señora Dunwiddy bebió un sorbo de jerez. Luego, con sus dedos sarmentosos y torpes, sacó algo del pastillero y lo dejó caer sobre la llama de la vela. Por un segundo, un aroma de limón inundó el comedor, pero fue inmediatamente reemplazado por un simple olor a quemado.

La señora Noles empezó a tamborilear con los dedos sobre la mesa. Seguía murmurando. Las vacilantes llamas de las velas proyectaban ahora sobre las paredes una danza de inmensas sombras. La señora Higgler siguió a la señora Noles, pero las yemas de sus dedos marcaron un ritmo distinto: más rápido, más fuerte. De la mezcla de ambos, surgió un nuevo ritmo.

En la cabeza de Gordo Charlie todos aquellos sonidos —murmullos, silbidos, zumbidos y tamborileos— se entremezclaban y provocaban un efecto extraño. Empezaba a sentirse levemente mareado. Todo aquello resultaba muy peregrino. Nada tenía demasiado sentido. En los sonidos que producían las cuatro mujeres empezó a oír ruidos selváticos o el crepitar de un fuego inmenso. Sus dedos se relajaron y adquirieron una elasticidad como de goma, y tenía la impresión de que una distancia inconmensurable le separaba ahora de sus propios pies.

Entonces, tuvo la sensación de que estaba en algún lugar por encima de ellas, por encima de todo, y de que allá abajo había cinco personas sentadas alrededor de una mesa. Una mujer de las que estaban sentadas a la mesa se movió y echó algo en la ensaladera que había en el centro y provocó una llamarada tan brillante que dejó momentáneamente ciego a Gordo Charlie. Cerró los ojos, pero fue aún peor. Incluso con los ojos cerrados, la luz era tan intensa que resultaba dolorosa.

Se frotó los ojos. Miró a su alrededor.

A su espalda, se erguía una altísima pared de escarpadas rocas: era una montaña. Justo delante de él, la roca hacía un corte, dando lugar a un interminable despeñadero. Se acercó al borde y, con recelo, echó un vistazo hacia abajo. Vio unas manchas blancas que le parecieron ovejas hasta que se dio cuenta de que en realidad eran nubes —nubes enormes, blancas, esponjosas—, y estaban a muchos, muchísimos kilómetros de él. Y bajo las nubes, nada: sólo un cielo azul. Pensó que si seguía mirando, podría distinguir la oscuridad del espacio exterior, y más allá de la oscuridad, el gélido brillo de las estrellas.

Dio un paso atrás para apartarse del borde.

A continuación, se dio la vuelta y echó a andar en dirección a las montañas. Eran tan altas que, desde donde él estaba, ni siquiera divisaba sus cumbres; tan altas, que llegó a convencerse de que se estaban derrumbando sobre él, de que un monumental desprendimiento de rocas acabaría arrastrándolo y sepultándolo para siempre. Se obligó a bajar la vista y a mantener los ojos fijos en el terreno que pisaba, y al hacerlo vio que, casi al nivel del suelo, había unos agujeros que parecían dar entrada a una serie de cuevas naturales.

La franja de terreno que pisaba, entre la pared de roca y el despeñadero, debía de tener una anchura de unos cuatrocientos metros escasos: un camino de tierra plagado de piedras, con algunos matorrales aquí y allá y, muy de vez en cuando, algún que otro árbol. El sendero parecía ascender por la ladera de la montaña hasta perderse, mucho más arriba, entre la bruma.

«Alguien me observa», pensó Gordo Charlie.

—¿Hola? —gritó, y alzó de nuevo la vista—. ¿Hola? ¿Hay alguien ahí?

Un hombre salió de la cueva más cercana. Su piel era mucho más oscura que la de Gordo Charlie —más, incluso, que la de Araña—, pero sus largos cabellos eran de un rubio no muy claro, y enmarcaban su rostro como la melena de un león. Llevaba una andrajosa piel de león alrededor de la cintura con su correspondiente cola en la parte de atrás. De pronto, la cola se movió para espantar una mosca que se había posado sobre el hombro del desconocido.

El tipo guiñó sus dorados ojos.

—¿Quién eres tú? —rugió—. ¿Y quién te ha autorizado a llegar hasta aquí?

—Soy Gordo Charlie Nancy —respondió él—. Anansi, la Araña, era mi padre.

El hombre asintió con su imponente cabeza.

—¿Y por qué has venido hasta aquí, Compé hijo de Anansi?

Aparentemente, allí no había nadie más, pero Gordo Charlie tenía la sensación de que había más gente escuchándoles, más voces que callaban, más oídos que escuchaban con atención. Gordo Charlie habló en voz muy alta, para que quienquiera que pudiera estar escuchando oyera con claridad sus palabras:

—Mi hermano está destrozándome la vida. No tengo poder sobre él para hacer que se marche.

—¿Así que has venido en busca de ayuda? —inquirió el León.

—Sí.

—Y ese hermano tuyo, ¿es como tú? ¿También él es de la sangre de Anansi?

—No es en absoluto como yo —respondió Gordo Charlie—, él es uno de los vuestros.

Un movimiento fluido y dorado; el hombre–león acababa de saltar —grácil, con parsimonia— desde la entrada de la cueva, salvando casi cincuenta metros de rocas en apenas un segundo. Ahora estaba al lado de Gordo Charlie. Movía su cola de león con aire impaciente.

Se cruzó de brazos y miró a Gordo Charlie:

—¿Por qué no te ocupas tú mismo de eso?

Gordo Charlie tenía la boca seca. También notaba cierta aspereza en la garganta. La criatura que tenía delante, de una altura superior a la de cualquier ser humano, no olía tampoco como un ser humano. Sobre el labio superior asomaban dos colmillos.

—No puedo —replicó Gordo Charlie con voz de pito.

Por la abertura de otra cueva, un poco más allá, se asomó un gigantesco hombre. Tenía la piel oscura pero más bien grisácea y rugosa, formando pliegues; sus piernas eran rectas y enormes, como columnas.

—Si te has peleado con tu hermano —dijo—, debes recurrir a tu padre y dejar que sea él quien juzgue lo que ha de hacerse. Ambos acataréis la decisión del cabeza de familia. Ésa es la ley.

Dicho esto, volvió a su cueva y emitió un sonido que parecía salir de la parte posterior de su nariz y de su garganta —algo similar al sonido de una trompeta—, y Gordo Charlie comprendió que el que acababa de hablar era el Elefante.

Gordo Charlie tragó saliva.

—Mi padre ha muerto —dijo, y su voz sonó clara; más limpia y potente de lo que esperaba. Sus palabras rebotaron contra la pared de roca, y el eco se la devolvió multiplicada por cien desde otras tantas cuevas. «Muerto muerto muerto muerto muerto», dijo el eco—, por eso he venido hasta aquí.

—No siento gran estima por Anansi —dijo el León—. En una ocasión, hace ya mucho tiempo, me ató a un leño e hizo que una mula me arrastrara por el suelo hasta el trono de Mawu, el que todo creó.

El León rugió al recordar aquel episodio, y Gordo Charlie deseó no estar allí.

—Sigue tu camino —le dijo el León—. Quizá encuentres a alguien que quiera ayudarte, pero no cuentes conmigo.

Y el Elefante dijo:

—Ni conmigo. Tu padre me la jugó y se comió la grasa de mi barriga. Me dijo que me estaba haciendo unos zapatos y en lugar de eso me guisó. No dejó de reírse mientras me comía. Yo nunca olvido.

Gordo Charlie siguió su camino.

En la siguiente cueva encontró a un hombre vestido con un flamante traje verde y un gorro de punta adornado con la piel de una serpiente. Llevaba unas botas de piel de serpiente y un cinturón también a juego. Cuando Gordo Charlie pasó por delante de él, emitió un sonido sibilante.

—Sigue tu camino, hijo de Anansi —le dijo la Serpiente, cuya voz era como un cascabel lleno de arena—. Tu maldita familia sólo trae problemas. No pienso mezclarme en vuestras trifulcas.

La mujer que había en la siguiente cueva era muy hermosa: sus ojos eran dos negras gotas de petróleo y tenía unos bigotes blanquísimos, como los de un felino. Tenía dos filas de mamas a lo largo del pecho.

—Yo conocí a tu padre —le dijo— hace ya mucho tiempo. Huy. —Movió la cabeza de un lado al otro al rememorar aquello, y Gordo Charlie se sintió como si hubiera leído la correspondencia privada de otro. La mujer le tiró un beso, pero negó con la cabeza cuando él hizo intención de acercarse.

Siguió caminando. Un árbol muerto le salió al paso, sus grises ramas parecían un montón de huesos viejos. Las sombras se iban haciendo cada vez más largas a medida que el sol descendía lentamente en aquel cielo infinito, más allá del lugar en que el abismo se hundía en los confines del mundo; el sol era un monstruoso globo de color naranja dorado y, más abajo, las blancas nubes empezaban a adquirir suaves matices de oro y púrpura.

«Bajaron los asirios como al redil el lobo —pensó Gordo Charlie recordando aquel verso que debía de llevar largos años olvidado en su memoria—. Y brillaban sus cohortes con el oro y la púrpura.» Intentó recordar lo que era una «cohorte», pero no pudo. Debía de ser un carro o algo parecido, decidió.

Algo se movió, algo que estaba junto a su codo y, entonces, se dio cuenta de que eso que había visto bajo el árbol, y había confundido con una piedra, era en realidad un hombre. Su piel era del color de la arena y tenía la espalda llena de manchas, como un leopardo. Sus cabellos eran negros y largos. Le sonrió, dejando a la vista unos dientes que a Gordo Charlie le recordaron a los de un gato enorme. Sólo sonrió un momento, y no fue una sonrisa cálida, ni amistosa, ni tampoco irónica.

—Soy el Tigre —le dijo—. Tu padre me maltrató y me insultó de cien maneras diferentes. El Tigre no lo olvida.

—Lo siento —dijo Gordo Charlie.

—Te acompañaré un rato —dijo el Tigre—. ¿Y dices que Anansi ha muerto?

—Sí.

—Vaya. Vaya, vaya. Fueron tantas las veces que me hizo quedar como un idiota... Hubo un tiempo en el que todas las cosas me pertenecían; las leyendas, las estrellas... todo. Él me las fue robando una por una. Quizá ahora que él ha muerto, la gente dejará de contar sus malditas leyendas. Y dejarán de reírse a mi costa de una vez por todas.

—Seguro que sí —dijo Gordo Charlie—. Yo nunca me he reído de ti.

Un destello hizo brillar los ojos del Tigre, que eran como dos esmeraldas.

—La sangre es la sangre —dijo—. Y todo aquel que desciende de la sangre de Anansi es Anansi.

—Yo no soy mi padre —protestó Gordo Charlie.

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