El Tigre mostró sus dientes. Eran dientes muy afilados.
—No vayas por ahí haciendo reír a la gente —le explicó el Tigre—. Ahí fuera, el mundo es grande y serio; no hay motivos para reír. Bajo ningún concepto. Debes enseñar a los niños a tener miedo, debes enseñarles a temblar. A ser crueles. A ser el peligro que acecha en la oscuridad. A ocultarse en las sombras y luego saltar, o dejarse caer sobre cualquiera que se cruce en su camino y matarle. Matarle siempre. ¿Sabes cuál es el verdadero sentido de la vida?
—Esto... —dijo Gordo Charlie—. ¿Amarnos los unos a los otros?
—El sentido de la vida es sentir en la lengua el calor de la sangre de tu presa, la carne que se te queda entre los dientes, el cadáver de tu enemigo yaciendo al sol a la espera de que los carroñeros terminen el trabajo. Eso es la vida. Yo soy el Tigre, y siempre he sido más fuerte que Anansi, más grande, más peligroso, más poderoso, más cruel, más sabio...
Gordo Charlie no quería estar en su propio pellejo en ese momento, hablando con el Tigre. El problema no era que el Tigre estuviera loco; el problema era que creía sinceramente en lo que afirmaba, y todo cuanto afirmaba era invariablemente desagradable. Además, a Gordo Charlie el Tigre le recordaba mucho a alguien y, aunque no conseguía recordar a quién, estaba seguro de que la persona en cuestión tampoco le agradaba.
—¿Me ayudarás a deshacerme de mi hermano?
El Tigre se puso a toser, como si se hubiera atragantado con una pluma —o con un mirlo entero, quizá.
—¿Quieres que te traiga un poco de agua? —le preguntó Gordo Charlie.
El Tigre le miró con aire suspicaz.
—La última vez que Anansi se ofreció a traerme agua, acabé intentando tragarme la luna reflejada en un lago y me ahogué.
—Yo sólo pretendía ayudar.
—Eso mismo dijo él. —El Tigre se inclinó sobre Gordo Charlie y le miró fijamente a los ojos. De cerca, no parecía ni remotamente humano: su nariz era plana, sus ojos no estaban situados del mismo modo y olía como la jaula de un zoo. Su voz era áspera y fiera como un rugido—. Te voy a decir cómo puedes ayudarme, hijo de Anansi. Tú y todos los de tu misma sangre. Aléjate de mí. ¿Lo has entendido? Si quieres conservar la carne sobre tus huesos...
El Tigre se pasó la lengua por los labios, una lengua tan roja como la carne recién desgarrada y más larga que la de cualquier ser humano que haya pisado jamás la faz de la tierra.
Gordo Charlie se alejó de él caminando hacia atrás, pues no le cabía la menor duda de que, en el mismo momento en que le diera la espalda, el Tigre le clavaría sus afilados dientes. Ya no veía en aquella criatura ni el más mínimo rasgo que pareciera humano; además, era tan grande como un tigre. En él se encarnaban ahora todos los felinos que habían acabado convertidos en devoradores de hombres, todos los tigres que habían roto un cuello humano con la misma facilidad que un gato doméstico mata a un ratón. Siguió alejándose sin perder de vista al Tigre que, poco después, volvió a agazaparse bajo su árbol, se quedó tendido sobre la roca y, camuflándose de nuevo entre las sombras, se volvió invisible. Sólo el impaciente movimiento de su cola delataba su posición.
—No te preocupes por él —le dijo una mujer, desde la boca de otra cueva—. Acércate.
Gordo Charlie era incapaz de decidir si aquella mujer era atractiva o monstruosamente fea, pero se fue hacia ella.
—Va por ahí dándose aires de animal feroz y poderoso, pero tiene miedo hasta de su sombra. Y tiene miedo de la sombra de tu padre. Ya no tiene fuerza en las mandíbulas.
Su cara tenía un aire perruno. No, no era perruno...
—Pero yo —continuó la mujer—, yo sí que puedo romper huesos con la boca. Ahí es donde está la parte más sabrosa. En el interior de los huesos están los mejores bocados, y yo soy la única que lo sabe.
—Estoy buscando a alguien que me ayude a deshacerme de mi hermano.
La mujer echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada; su risa era una especie de rebuzno feroz, un sonido potente, largo y terrorífico. Entonces, Gordo Charlie supo quién era.
—Aquí no vas a encontrar a nadie que esté dispuesto a ayudarte —le dijo—. Todos salieron mal parados al enfrentarse a tu padre. El Tigre siente un odio acérrimo por ti y por todos los de tu sangre, pero ni siquiera él se atrevería a hacerte daño mientras tu padre ande suelto por el mundo. Escucha: sigue caminando por el sendero. Personalmente, no creo que vayas a encontrar a nadie que quiera ayudarte, y te diré que poseo una piedra profética que está situada justo detrás de uno de mis ojos. Sigue caminando por el sendero hasta que encuentres una cueva vacía. Entonces, entra en esa cueva y habla con cualquiera que te encuentres en el interior. ¿Me has entendido?
—Sí, creo que sí.
La mujer se rio. Su risa no era precisamente agradable.
—¿Quieres quedarte un rato conmigo antes de seguir? Puedo enseñarte muchas cosas. Ya sabes lo que dicen... No hay animal más dañino, ni más infame, ni más obsceno, que la Hiena.
Gordo Charlie negó con la cabeza y siguió caminando, pasando por delante de las cuevas que jalonan el camino que asciende por la rocosa ladera de las montañas del fin del mundo. Al pasar delante de cada cueva, se asomaba a ver si encontraba alguna que estuviera vacía. Había gente de formas y tamaños muy diversos; los había diminutos y también muy altos, hombres y mujeres. A su paso, aquellos seres salían de entre las sombras y luego volvían a ocultarse, y al moverse, Gordo Charlie pudo ver que algunos de ellos tenían ijares, otros tenían escamas, o cuernos o garras.
A veces, se asustaban cuando él pasaba por delante, y corrían a esconderse en el interior de su cueva. Otras veces, le salían al paso y se le quedaban mirando en actitud agresiva o con aire curioso.
De repente, desde una de las cuevas que había un poco más arriba, algo llegó rodando por los aires y fue a aterrizar al lado de Gordo Charlie.
—Hola —le saludó aquello mientras intentaba recobrar el aliento.
—Hola —le saludó a su vez Gordo Charlie.
La nueva criatura era inquieta y peluda. Sus brazos y piernas parecían estar mal colocadas. Gordo Charlie trató de adivinar quién podía ser. Las criaturas que había visto hasta ese momento eran mitad hombre mitad animal, ambas naturalezas se combinaban sin contradecirse y sin que resultara extraño —su naturaleza animal y su naturaleza humana se mezclaban como las rayas de una cebra y juntas daban lugar a otra cosa distinta—. Aquella criatura, sin embargo, parecía humana y al mismo tiempo casi humana, y resultaba tan extraña que a Gordo Charlie le producía dentera. Pero entonces cayó.
—¿Mono? —dijo—. ¿Eres el Mono?
—¿No tendrás un melocotón? —le preguntó el Mono—. ¿O un mango? ¿O, a lo mejor, un higo?
—Pues me temo que no —respondió Gordo Charlie.
—Dame algo de comer —le dijo el Mono— y yo seré tu amigo.
La señora Dunwiddy ya le había avisado. «No le des nada a nadie —recordó—. No hagas promesas.»
—Me temo que no tengo nada que darte.
—¿Quién eres tú? —le preguntó el mono—. ¿Qué cosa eres? Pareces la mitad de algo. ¿Eres de aquí o de allá?
—Anansi era mi padre —respondió Gordo Charlie—. Estoy buscando a alguien que pueda ayudarme con mi hermano, alguien que haga que se marche.
—Anansi podría enfurecerse —dijo el Mono—. Pésima idea. Anansi se enfurece y ya no apareces más en ningún cuento.
—Anansi está muerto —le dijo Gordo Charlie.
—Muerto allí–dijo el Mono—, puede. ¿Muerto aquí? Eso son plátanos de otro racimo, muy diferente.
—¿Quieres decir que podría estar aquí? —Gordo Charlie alzó la vista con más temor aún: la idea de que, en alguna de aquellas cuevas, pudiera llegar a ver a su padre meciéndose plácidamente en una mecedora, con su sombrero verde, bebiendo una lata de cerveza negra y ahogando un bostezo tras una mano enfundada en un guante amarillo limón, le resultaba de lo más inquietante.
—¿Quién? ¿Qué cosa?
—¿Crees que él está aquí?
—¿Quién?
—Mi padre.
—¿Tu padre?
—Anansi.
Aterrorizado, el Mono se encaramó a una roca y aplastó su cuerpo contra ella mirando a todas partes, como si temiera que de un momento a otro se fuera a desatar un tornado.
—¿Anansi? ¿Está aquí?
—Eso es lo que yo pregunto —dijo Gordo Charlie.
El Mono dio una voltereta y se quedó colgando de sus pies, mirando fijamente a los ojos de Gordo Charlie con la cabeza al revés.
—Yo vuelvo al mundo de vez en cuando —afirmó—. Ellos dicen, Mono, sabio Mono, ven, ven. Ven a comerte estos melocotones que te hemos traído. Y nueces. Y manduca. Y estos higos.
—¿Está aquí mi padre? —repitió Gordo Charlie, armándose de paciencia.
—El no tiene cueva —dijo el Mono—. Si la tuviera me habría enterado. Eso creo. A lo mejor tiene una cueva y yo lo he olvidado. Si me das un melocotón, me acordaré mejor.
—No tengo nada —le dijo Gordo Charlie.
—¿No tienes melocotones?
—Nada, no tengo nada.
El Mono volvió a encaramarse a la roca y desapareció.
Gordo Charlie siguió caminando por el pedregoso sendero. El sol estaba más bajo, casi a la altura del sendero, ardía en brillantes llamas de intenso color naranja. Su luz ancestral iluminaba la entrada de las cuevas y permitía ver las que estaban ocupadas. Aquél debía de ser el Rinoceronte, con su piel grisácea, mirando hacia fuera con ojos miopes; allí, con la piel del mismo color que un leño podrido embarrancado en aguas poco profundas, estaba también el Cocodrilo, con sus negros ojos, que parecían de cristal.
Gordo Charlie oyó un ruido a su espalda, era como el sonido de una piedra al chocar contra otra piedra, y se dio la vuelta como un resorte. El Mono le estaba mirando fijamente, sus nudillos rozaban la tierra del sendero.
—No tengo fruta, en serio —le dijo Gordo Charlie—. Si la tuviera, te daría algo.
El Mono dijo:
—Sentí lástima de ti. Es mejor que vuelvas a tu casa. Es una idea mala mala mala mala mala. ¿Sí?
—No —replicó Gordo Charlie.
—Ah —suspiró el Mono—, vale. Vale vale vale vale.
Se quedó quieto y luego, de repente, se puso frenético: saltó por encima de Gordo Charlie y se detuvo delante de otra cueva que estaba un poco más allá.
—No entres ahí tú —gritó—. Sitio malo. —Y señaló la entrada de la cueva.
—¿Por qué no? —preguntó Gordo Charlie—. ¿Quién hay ahí?
—Hay nadie ahí —dijo el Mono con aire satisfecho—. Por eso no es la que buscas tú, ¿verdad?
—Al contrario —respondió Gordo Charlie—, es exactamente lo que busco.
El Mono se puso a dar saltos y gritos, pero Gordo Charlie siguió subiendo hasta llegar a la cueva deshabitada. El sol estaba completamente rojo y seguía descendiendo por el abismo del fin del mundo.
Caminando por el sendero que asciende por la ladera de las montañas del principio del mundo (sólo son las montañas del fin del mundo cuando uno viene del otro lado), tenía la impresión de que la realidad presentaba un lado insólito, como retorcido. Estas montañas, junto con sus cuevas, están hechas de la misma materia que los cuentos primitivos (aquello ocurrió en un tiempo remoto, mucho antes de la aparición de la raza humana, claro está; ¿de dónde habéis sacado esa idea de que fueron los hombres los primeros en contar cuentos?). Al salirse del camino para entrar en la cueva, Gordo Charlie tuvo la impresión de estar adentrándose en una realidad completamente ajena a la suya. La cueva era muy profunda; en el suelo había manchas blancas que parecían excrementos de pájaro. También había algunas plumas aquí y allá, y el cadáver de un pájaro tirado en el suelo, como un viejo plumero que alguien hubiera abandonado allí.
Al fondo de la cueva, la más absoluta oscuridad.
Gordo Charlie gritó:
—¿Hola?
Sólo el eco le respondió: «Hola hola hola hola». Siguió avanzando. La oscuridad que reinaba en el interior de la cueva resultaba ahora casi palpable, como si tuviera una fina venda negra sobre los ojos. Caminaba despacio, paso a paso, con los brazos extendidos.
Algo se movió.
—¿Hola?
Sus ojos empezaban a acostumbrarse a la oscuridad, de modo que empezaba a distinguir alguna que otra forma. «No es nada. Sólo plumas, eso es todo.» Dio un paso más y una ráfaga de aire levantó las plumas que había en el suelo de la cueva.
Algo revoloteó muy cerca de él y pasó a través de él; algo que parecía el batir de las alas de una paloma.
Un remolino. Notó que un poco de arena le saltaba a la cara y se le metía en los ojos. Guiñó los ojos y retrocedió al notar un viento que parecía levantarse justo delante de él, armando una tormenta de polvo y plumas. Luego, el viento desapareció de forma igualmente repentina, y en el lugar en el que se había formado aquel remolino de plumas apareció una figura humana que le hacía señas con una mano.
Hubiera querido retroceder, pero aquel ser había alargado la mano y lo tenía cogido por una manga. Lo agarraba con suavidad y tiraba hacia él...
Dio un paso hacia el interior de la cueva...
... y de repente se encontró al aire libre, en medio de una llanura cobriza y sin árboles, bajo un cielo del color de la leche cuando está cortada.
Los ojos varían de una criatura a otra. Los ojos de los seres humanos (a diferencia de los que poseen, por ejemplo, los gatos, o los pulpos) sólo pueden percibir una única versión de la realidad. Gordo Charlie veía ahora una cosa con sus ojos y, al mismo tiempo, en su mente, veía otra distinta. Y en el espacio que quedaba entre ambas, acechaba la locura. Sentía que un incontrolable pánico empezaba a crecer dentro de él. Tomó aire y aguantó la respiración mientras el corazón latía desbocado dentro de su pecho. Se obligó a hacer caso de lo que le mostraban sus ojos y no de lo que veía en su mente.
De este modo, comprendió que estaba viendo un pájaro, un pájaro de aterradora mirada, con el plumaje raído, más grande que un águila, más alto que un avestruz; su mortífero pico estaba diseñado para desgarrar la carne de su presa, como el de las rapaces; el plumaje de color gris pizarra estaba cubierto de una brillante película de grasa que producía un efecto irisado, un oscuro arco iris de violetas y verdes. Gordo Charlie comprendió todo esto tan sólo por un segundo y únicamente en alguna remota zona de su mente. Lo que veían sus ojos era una mujer de cabellos tan negros como el ala de un cuervo en el mismo lugar que ocupaba en su mente la imagen del pájaro. No era joven, ni tampoco vieja, y su rostro parecía haber sido tallado en obsidiana allá por la noche de los tiempos, cuando el mundo era joven.