Los Hijos de Anansi (23 page)

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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Fantástico

BOOK: Los Hijos de Anansi
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La mujer le observaba, inmóvil. Las nubes enturbiaban aquel extraño cielo del color de la leche cuando se vuelve agria.

—Soy Charlie —dijo Gordo Charlie—. Charlie Nancy. Algunos, bueno, la mayoría de la gente me llama Gordo Charlie. Puedes llamarme así, si quieres.

No hubo respuesta.

—Anansi era mi padre.

Nada. No movió un solo músculo, ni siquiera respiraba.

—Quiero que me ayudes a hacer que mi hermano desaparezca de mi vida.

La mujer inclinó a un lado la cabeza al oír esto último. Aquello bastó para hacerle saber que escuchaba y que estaba viva.

—No puedo hacerlo yo solo. Tiene poderes mágicos o lo que sea. Hablé con una araña y, de repente, mi hermano se presentó en mi casa. Ahora no consigo deshacerme de él.

La mujer habló por fin, y su voz era áspera y profunda, como la de un cuervo.

—¿Y qué es lo que quieres de mí?

—¿Que me ayudes? —aventuró.

La mujer se quedó pensativa.

Posteriormente, Gordo Charlie intentaría recordar cómo iba vestida, pero no sería capaz. Unas veces creía recordar que era un manto de plumas; otras, le parecía que eran más bien jirones de algo, o quizá, una gabardina muy raída como la que llevaba el día que se la encontró en Piccadilly, un tiempo después, cuando todo empezó a ir verdaderamente mal. En todo caso, no estaba desnuda: de eso estaba casi seguro del todo. Si hubiera estado desnuda, lo recordaría, ¿no?

—Ayudarte —repitió.

—Ayudarme a deshacerme de él.

La mujer asintió.

—Quieres que te ayude a deshacerte de la sangre de Anansi.

—Sólo quiero que mi hermano se largue y me deje en paz de una vez por todas. No quiero hacerle daño ni nada de eso.

—A cambio, debes prometer que podré quedarme con el hijo de Anansi.

Gordo Charlie permanecía de pie en medio de la cobriza llanura —que, en cierto modo, estaba en algún lugar de aquella cueva en el interior de las montañas del fin del mundo que, a su vez, de algún modo, estaban en el comedor de la señora Dunwiddy—, tratando de entender qué era exactamente lo que aquella mujer le pedía.

—No puedo darle nada a nadie. Ni tampoco puedo hacer ninguna promesa.

—¿Quieres que él se marche o no? Decídete. Mi tiempo es precioso. —Se cruzó de brazos y le miró con sus terroríficos ojos—. No temo a Anansi.

Gordo Charlie recordó las palabras de la señora Dunwiddy.

—Esto... —dijo—. No debo hacer promesas. Y tengo que pedir a cambio algo de valor equivalente. Quiero decir, que debe ser un intercambio justo.

La Mujer Pájaro parecía contrariada, pero asintió.

—En ese caso, debo darte a cambio algo de igual valor. Te doy mi palabra. —Puso su mano sobre la de Gordo Charlie, como si le estuviera dando algo, y luego se la estrechó—. Y ahora, habla.

—Te entregaré la sangre de Anansi —dijo Gordo Charlie.

—Es un trato —dijo una voz y, tras esas palabras, ella se hizo añicos, literalmente.

En el lugar en el que hasta hace un momento había habido una mujer, había ahora una bandada de pájaros que volaban en todas las direcciones, como si un disparo los hubiera asustado. De pronto, todo el cielo se llenó de pájaros; Gordo Charlie no había visto nunca tal cantidad de pájaros: pájaros pardos y negros, volando en círculos o de un lado a otro, formando una nube tan grande como el propio mundo.

—Ahora, ¿harás que se marche? —gritó Gordo Charlie, dirigiendo su voz al lechoso cielo, cada vez más oscuro.

Los pájaros se deslizaron por el cielo, desplazándose tan sólo un poco y sin dejar de volar, pero de repente, Gordo Charlie vio que habían formado un rostro en mitad del cielo. Era un rostro gigantesco.

El rostro habló con las voces de aquellos miles y miles y miles de pájaros; pronunció su nombre moviendo aquellos inmensos labios hechos de pájaros.

Luego, los pájaros salieron en desbandada y el rostro se disolvió en medio del caos más absoluto mientras las aves corregían su rumbo y volaban en dirección a Gordo Charlie. Él se cubrió la cara con las manos para protegerse.

Sintió un repentino e intenso dolor en el cuello. Por un segundo, pensó que uno de aquellos pájaros debía de haberle rajado la mejilla asestándole un picotazo o clavándole las garras. Pero enseguida supo lo que había pasado en realidad.

—¡Deje de pegarme! —dijo—. Ya basta. ¡No hace falta que me pegue!

Sobre la mesa, los pingüinos casi se habían consumido ya; no tenían cabeza, ni hombros, y la mecha seguía ardiendo sobre la informe masa de cera negra y amarilla que había sido la barriga del pingüino, a sus pies se había formado un charco de cera negruzca. En torno a la mesa, tres mujeres le observaban.

La señora Noles le tiró a la cara un vaso de agua.

—Eso tampoco hacía ninguna falta —dijo—. Estoy aquí, ¿no?

La señora Dunwiddy entró en la habitación con aire triunfal. Traía en las manos un frasquito de vidrio marrón.

—Las sales —explicó—. Sabía que tenía un frasco guardado en alguna parte. Lo compré en 1967 y no en el sesenta y ocho. Puede que estén caducadas. —Dirigió sus penetrantes ojillos hacia Gordo Charlie y frunció el ceño—. Ya está despierto. ¿Quién le ha despertado?

—Había dejado de respirar —dijo la señora Bustamonte—, así que le di un bofetón.

—Y yo le eché agua —dijo la señora Noles—, para que acabara de volver en sí.

—No necesito sales —dijo Gordo Charlie—. Ya estoy empapado y dolorido.

Pero la señora Dunwiddy ya había destapado el frasco con sus dedos sarmentosos y se lo había puesto bajo la nariz. Gordo Charlie tomó aire cuando intentaba apartar la cabeza e inhaló sin querer el vapor de amoniaco. Sus ojos se llenaron de lágrimas y se sintió como si acabara de recibir un puñetazo en la nariz. Las lágrimas rodaban por sus mejillas.

—Eso es —dijo la señora Dunwiddy—. ¿Te sientes mejor ahora?

—¿Qué hora es? —preguntó Gordo Charlie.

—Son casi las cinco de la mañana —respondió la señora Higgler. Se echó al coleto un buen trago de café—. Empezábamos a estar preocupadas. Será mejor que nos cuentes lo que ha pasado.

Gordo Charlie intentó hacer memoria. No era que aquello se hubiera evaporado, como pasa con los sueños, más bien era como si aquella experiencia le hubiera ocurrido a otra persona, alguien que no era él, y tuviera que establecer contacto con aquella otra persona por medio de una suerte de ejercicio telepático sin precedentes. En su cabeza todo estaba manga por hombro, el recuerdo en technicolor de aquella tierra de Oz se iba fundiendo progresivamente y adaptándose a los tonos sepias de la realidad cotidiana.

—Había cuevas. Yo iba pidiendo ayuda. También había montones de animales. Animales que también eran humanos. Ninguno de ellos quería ayudarme. Todos le tenían miedo a mi padre. Pero al final una dijo que me ayudaría.

—¿Una? —preguntó la señora Bustamonte.

—Había hombres y mujeres —explicó Gordo Charlie—. La que se ofreció a ayudarme era una mujer.

—¿Sabes quién era? ¿El Cocodrilo? ¿La Hiena? ¿La Rata?

Él se encogió de hombros.

—Quizá me acordaría si no me hubieran pegado y no me hubieran arrojado agua a la cara, y no me hubieran puesto nada bajo la nariz. Después de eso, no es fácil conservar la memoria.

—¿Recuerdas lo que te dije antes de emprender el viaje? ¿Que no le dieras nada a nadie, a menos que te ofrecieran algo a cambio?

—Sí —respondió; en cierto modo, se sentía orgulloso de no haber caído en una trampa de esa clase—, sí. Había un mono que me pedía cosas todo el rato, y le dije que no. Oigan, me parece que necesito una copa.

La señora Bustamonte cogió de la mesa una copa de no se sabe qué.

—Ya imaginamos que necesitarías un trago. Colamos el jerez que había en la ensaladera. Puede que quede algún resto de hierba, pero no será más que una brizna.

Gordo Charlie tenía los puños apretados sobre sus piernas. Abrió la mano derecha para coger la copa que la anciana le ofrecía. Entonces se quedó quieto, con la mirada perdida.

—¿Qué? —preguntó la señora Dunwiddy—. ¿Qué te pasa?

En la palma de la mano tenía una cosa negra, estaba hecha un gurruño y empapada de sudor, pero Gordo Charlie sabía lo que era: una pluma. Entonces, se acordó. Lo recordaba todo perfectamente.

—Era la Mujer Pájaro —dijo.

Empezaba a amanecer cuando Gordo Charlie se subió a la camioneta burdeos de la señora Higgler y ocupó el asiento del copiloto.

—¿Tienes sueño? —le preguntó.

—No mucho, la verdad. Pero me siento raro.

—¿Adonde te llevo? ¿A mi casa? ¿A casa de tu padre? ¿A un motel?

—No sé.

La señora Higgler arrancó el coche y lo sacó de allí.

—¿Adónde vamos? —preguntó Gordo Charlie.

Ella no contestó. Sorbió un trago de café de su mega–taza y dijo:

—Puede que lo que hemos hecho esta noche salga bien, pero también puede que no. A veces es mejor que los asuntos de familia se resuelvan en familia. Tú y tu hermano os parecéis demasiado. Supongo que por eso os peleáis.

—Imagino que la expresión «os parecéis demasiado» es una licencia idiomática que en realidad' significa «os parecéis como un huevo a una castaña».

—No te pongas británico conmigo. Sé perfectamente lo que me digo. Tú y él estáis cortados por el mismo patrón. Recuerdo que tu padre me decía: «Callyanne, mis dos chicos son tontos del...», ya sabes, pero da igual cómo lo expresara, a lo que voy es a que se refería a los dos —de repente, algo se le vino a la cabeza—. Oye, cuando estuviste en ese sitio en el que viven los dioses, ¿viste a tu padre?

—Creo que no. Si lo hubiera visto, me acordaría.

La señora Higgler asintió y siguió conduciendo en silencio.

Aparcó y se bajaron del coche.

Hacía frío en Florida al amanecer. El Parque Cementerio parecía sacado de una película: estaba cubierto por una leve bruma que daba la sensación de que los detalles se percibían con mayor nitidez. La señora Higgler abrió la puerta de la verja y entraron en el cementerio.

La tumba de su padre estaba ahora cubierta de césped y en la cabecera había una placa con un florero metálico incorporado en el que alguien había dejado una rosa de seda amarilla.

—Señor, ten piedad del pecador que aquí yace —rezó fervorosamente la señora Higgler—. Amén, amén, amén.

Alguien les observaba: las dos grullas de cabeza roja que habían llamado la atención del Gordo Charlie en su primera visita les observaban sin dejar de mover la cabeza, como si fueran dos aristócratas de visita en una prisión.


¡Fus, fus!
—dijo la señora Higgler. Pero no le hicieron ni caso.

Una de ellas enterró la cabeza entre la hierba y, cuando volvió a sacarla, tenía una lagartija colgando del pico. La grulla estiró el cuello, sacudió la cabeza y se la tragó sin contemplaciones.

Empezaba a despertar el coro del amanecer: zanates, turpiales y ruiseñores anunciaban con sus cantos el comienzo de un nuevo día desde los árboles que había al otro lado de la verja.

—Creo que es hora de volver a casa —dijo Gordo Charlie—. Con un poco de suerte, a lo mejor me encuentro con que ella se ha ocupado ya de echarle. Entonces, todo volverá a la normalidad. No me será difícil aclarar las cosas con Rosie.

Un moderado optimismo empezaba a aflorar en su ánimo. Aquél iba a ser un buen día.

Según los cuentos más antiguos, Anansi, al igual que tú y que yo, vive en su casa. Es codicioso, por supuesto que sí, y también lascivo, tramposo, y un consumado embustero. Pero también tiene buen corazón, y buena suerte y, a veces es, incluso, sincero. Unas veces es bueno, otras veces es malo. Malvado, jamás. Las más de las veces, uno está de parte de Anansi. Y esto es así porque Anansi es el dueño de todos los cuentos. Fue Mawu quien, en el amanecer de los tiempos, le regaló todos los cuentos. Primero se los quitó al Tigre y, luego, se los regaló a Anansi que, desde ese momento, va tejiendo poco a poco una preciosa red con todos ellos.

Según todos los cuentos, Anansi es una araña, pero también un hombre. No es difícil tener en la cabeza dos ideas al mismo tiempo. Hasta un niño puede hacerlo.

Las abuelas y las tías que viven en las costas del África occidental fueron las primeras en contar a sus nietos y sobrinos los cuentos de Anansi; desde allí se extendieron por todo el Caribe hasta llegar a todos los rincones del mundo. Con aquellos cuentos se escribieron después cientos de miles de libros infantiles y, de este modo, el viejo Anansi dio la vuelta al mundo con sus divertidas jugarretas. El problema es que las abuelas, las tías y los señores que escriben libros para niños suelen omitir cosas, porque no todos los cuentos son apropiados para los niños.

Este es uno de esos cuentos que no encontraréis en ningún libro de cuentos infantiles. Yo lo he titulado así:

«Anansi y la Mujer Pájaro»

A Anansi no le caía bien la Mujer Pájaro, porque cuando ésta tenía hambre comía muchas cosas, entre ellas, arañas. Y siempre tenía hambre.

Hubo un tiempo en el que fueron amigos, pero ya no lo eran.

Un día, Anansi salió a dar un paseo y vio un agujero en el suelo que le dio una idea. Puso unas ramitas secas en el fondo del agujero y les prendió fuego, y sobre ese fuego puso un puchero en el que fue echando raíces y hierbas. Entonces, se puso a correr y a bailar alrededor del puchero mientras gritaba: «Me encuentro bien, me encuentro taaaan bien... ¡Ya no me duele nada y no me he sentido tan bien en toda mi vida!».

Armaba tal escándalo que la Mujer Pájaro lo oyó y bajó volando para ver a cuento de qué se había armado todo ese follón. Y le preguntó: «¿Qué es eso que cantas? ¿Por qué te comportas como un lunático, Anansi?».

Anansi siguió cantando: «Tenía tortícolis y me dolía mucho, pero ya no me duele. Me crujían los huesos, pero ahora soy tan flexible como un junco, y tan suave como la Serpiente a la mañana siguiente de haber mudado la piel. Soy increíblemente feliz y ya siempre estaré en forma, porque conozco un secreto que todos los demás ignoran».

«¿Qué secreto?», le preguntó la Mujer Pájaro.

«Mi secreto —le respondió Anansi—. Ahora todos me ofrecerán sus más preciados tesoros a cambio de que les cuente mi secreto. ¡Yupi! ¡Yipiii! ¡Estoy de maravilla!»

La Mujer Pájaro dio unos saltitos para acercarse un poco más y ladeó la cabeza. Entonces fue y le preguntó: «¿Me contarás tu secreto?».

Anansi miró a la Mujer Pájaro con aire suspicaz y se colocó delante del puchero, que hervía a borbotones.

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