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Authors: Jesús Mate

Tags: #Intriga, #Terror, #Policíaco

Los números de las sensaciones (13 page)

BOOK: Los números de las sensaciones
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—Los que os hacíais pasar por pacientes, ¿cómo conseguisteis burlar el método de los números de las sensaciones?

—Bueno, yo me libré pues mi papel no era de paciente. Pero los demás tuvieron que recibir una serie de clases intensivas al respecto. En aquel momento no sabíamos qué sentido tenía todo aquello. Pero como les he contado antes, Santo explicó a Peter que había analizado todo el estudio que hizo su hermano, y que por ello pudo hacer que el matrimonio Lux no consiguiera encontrar nada anormal.

—¿Qué me dice de los tres pacientes muertos? Eran enfermos reales, ¿verdad?

—Estos eran los puntos críticos del plan. Lo de ellos no era actuación, y no se les podía pedir que hicieran nada. Aún así no dieron casi ningún problema.

—¿No se preguntó por qué los necesitaba Santo?

—De eso no puedo hablar. Al firmar el contrato me comprometí en no hacer preguntas sobre lo que ocurría. También murió aquel empleado de vigilancia, pero de eso no sé nada. Ahí no le puedo ayudar.

Julián le notó cansado. Aunque hubiese sido un boxeador, Joe tenía bastantes años encima. No le quiso hacer pasar más tiempo allí, así que le hizo la última pregunta.

—Albano, ¿cómo crees que podemos encontrar a Santo? Sabes que disponemos de menos de un día para hacerlo.

Joe suspiró hondo.

—Yo lo buscaría en su restaurante. Fue allí donde empezó a ganar su dinero y su prestigio. Otro sitio no se me ocurre.

—Gracias Albano. Ahora te llevaremos a una celda distinta a la de tus tres compañeros. Sabes que con lo que has hecho irás a la cárcel, pero si todo sale bien, por tu edad y la ayuda que nos ha dado, tu condena será mucho menor que la de los demás.

Julián le ofreció la mano, y se dieron un fuerte apretón.

—Tengan cuidado. El señor Santo tiene bastante poder en este país. Usted mismo lo ha comprobado. Por eso los otros tres creen que no les va a pasar nada, pero yo no. Pero no se olviden que en esta ocasión son ustedes los que están en desventaja.

—Gracias por el consejo —dijo Julián, de corazón. En el fondo, Joe (o Albano), era un buen tipo.

—Confío en ustedes. Los buenos siempre ganan a los malos.

Sin perder más tiempo cogieron un todoterreno y se pusieron en camino al Valle de los Colosos. Anna conducía, mientras Julián planeaba lo que iban a hacer, siempre con ayuda de su amiga.

—Bien, Anna, esto no es una película de espías en la que nos podemos infiltrar en la base de datos del hotel-restaurante.

—Comprendo —dijo Anna seria.

—Sí —asintió Julián sin poder esconder una sonrisa—, pero eso no nos impide hacernos pasar por clientes.

—Pero, ¿iremos disfrazados?

—Por nuestra seguridad, sí. Tendremos que repetir con el disfraz que llevamos al centro psiquiátrico.

—¿Vamos a hacer otra vez de matrimonio?

—Esta vez no. Más que nada porque nos separaremos.

—¿Cómo? —Exclamó haciendo que el todoterreno bailase por la carretera—. No me puedes dejar sola.

—No te preocupes. Estoy seguro que separados encontraremos antes a Santo. Además estaremos comunicados.

Julián enseñó a Anna dos pequeñas piezas.

—¿No decías que no era una película de espías?

—Ya, pero un micrófono y un auricular lo tiene hasta el más modesto detective.

Vieron pasar un cartel que indicaba que el valle se encontraba a treinta y cinco kilómetros. A la velocidad que iban llegarían en menos de quince minutos.

—¿Cuál es el plan? —Preguntó Anna.

—Como sé que no estás familiarizada con el oficio de la investigación, lo único que tendrás que hacer será estar sentada en el hall del hotel, y si ves algo o a alguien de los que buscamos me avisas.

—Está bien —aceptó no muy convencida—, ¿y tú qué harás?

—Yo entraré en el restaurante, y preguntaré por el dueño. Quizás antes me familiarice con el recinto, pero cuanto antes empiece a buscar antes le encontraré.

—De acuerdo, ¿pero estaremos permanentemente en contacto, verdad?

—Sí, por supuesto. Ahora te enseño cómo funcionan los transmisores. Además llevarás encima este aparato.

Le enseñó una especie de pistola, pero más ancha en la base y punta. Además no tenía gatillo por ningún lado.

—¿Qué es?

—Es una lanzadora de proyectiles —le respondió.

—Explícate, por favor.

—Mira, ¿ves este botón? Tú lo pulsas, y saldrá disparado un proyectil. Quien lo reciba sentirá un fuerte dolor que lo dejará paralizado.

—¿Es legal? —Se preocupó Anna.

—Para defensa personal, sí. Tiene cinco proyectiles, así que úsalos sólo si te ves en peligro.

Un nuevo cartel indicaba la proximidad del valle, pero le acompañaba debajo un anuncio. El hotel-restaurante Valle de los Colosos se ofertaba como el mejor en muchos kilómetros. Para llegar a él debían tomar la salida CT-26, a unos cinco kilómetros.

—Cuando lleguemos a la salida —indicó Julián—, aparca donde puedas para disfrazarnos y organizarnos mejor.

Rescate

O
scuridad y más oscuridad. Hacía ya meses que la odiaba. No podía ver, y se sentía continuamente indefenso. Pero lo peor es que Peter ya se había familiarizado a esa desesperante oscuridad que lo llenaba todo. Sus ojos eran incapaces de acostumbrarse, pues era una oscuridad cerrada. Aún así, ya sabía moverse casi con agilidad por la habitación donde estaba prisionero. Su cama estaba en la esquina del fondo, a la izquierda; el lavabo justo en la otra esquina, tan cerca de la cama que no se tenía ni que levantar; el retrete a apenas un metro a la derecha del lavabo. Y poco más (salvo si considerar la puerta que lo separaba de la libertad se entendía como objeto). Las primeras semanas empezó haciendo ejercicio en el poco espacio libre que quedaba para ejercitar los músculos, pero ya no. Estaba cansado.

Era incapaz de calcular cuánto tiempo llevaba allí. Aunque le encerraron dejándole su reloj de pulsera, de nada le servía. Había gastado la pila hacía mucho, encendiendo la pequeña luz que casi no alumbraba para ver la hora pero que le consolaba el comprobar que seguía viendo algo con sus ojos, aunque sólo fuese ese débil destello. Pero ya ni eso. Para Peter no había mañana ni tarde, siempre noche. Siempre oscuro.

Raro era el momento en que no estuviese durmiendo. Durmiendo sin dormir, pues ya no tenía sueño. Si soñaba lo hacía despierto, y sus sueños se centraban en salir de allí y volver a ver a Anna. Su esposa. ¿Qué estaría haciendo ahora? Tenía su cara grabada en el cerebro, pero sus rasgos se iban perdiendo poco a poco, y cuando pensaba en ella le parecía una extraña. Eso le dolía y lloraba por ello. ¿Le estaría pasando lo mismo a Anna? ¿Se habría olvidado de él?

No quería pensar en su secuestrador. Tampoco en la conversación que tuvieron. Pero por lo visto consiguió lo que quería. Él estaba encerrado, y seguramente le darían por muerto. Nadie le buscaría. Nadie. Recordaba que Santo le dijo que tendría para pensar seis años y que luego se volvería loco. Seis años eran demasiado. Ya empezaba a desvariar, a hablar sólo. Pero antes de perder la cabeza se suicidaría. No sabía como, pero lo haría. Lo cierto es que todos los días se lo proponía, pero nunca lo llevaba a cabo. Siempre lo dejaba para el día siguiente…, y ese día llegaba. Y el otro. Y el siguiente. Y allí seguía, tumbado en la cama soñando despierto.

Su única compañía era la persona que cada cierto tiempo le llevaba comida. Él no la veía, pues fuera de su celda también estaba a oscuras, pero hablaba con ella cuando abría la reja. Se acercaba a la puerta, se tiraba al suelo y, aunque la reja se cerraba enseguida, él hablaba durante largo rato hasta que se cansaba. Quizás esa persona fuese Santo, pero quizás no. Le daba igual, pues esperaba aquel momento con deseo. Y no era por la comida, que ni siquiera era capaz de adivinar qué es lo que le daban, sino por la simple compañía que le hacía. Además había dejado de comer. Cuando terminaba de hablar, cogía la bandeja y tiraba la comida por el retrete. Salvo que tuviera hambre, que cada vez sucedía con menos frecuencia, era lo que hacía. Y cada vez estaba más cansado, más delgado y le costaba más moverse. ¿Estaría enfermo?

Seguramente estaba enfermo, pero lo que sí estaba era sucio. No le habían dado ropa limpia nunca. Suponía que llevaba justo lo mismo que su último día en el centro, exceptuando aquella bata celeste. Como en todo, al principio se aseaba en el lavabo como lo harían sus antepasados, pero ya le daba igual. Iba a morir allí, ¿qué le importaba a la muerte que llegase limpio o sucio a su casa? La muerte. Al día siguiente sin falta se suicidaría.

Dejaron el coche en el aparcamiento, y antes de salir observaron con detalle el lugar. Estaba bastante concurrido, lo que era favorable en cierto sentido, y desfavorable en otro. Podrían pasar desapercibidos fácilmente, pero también les costaría encontrar a los que estaban buscando. Una de cal y otra de arena.

Se bajaron del coche, y un potente sol les hizo sudar bajo los rellenos de los disfraces. Anna se dirigió a la entrada del hotel y Julián comenzó a pasear por los terrenos. Hotel y restaurante estaban pegados. En conjunto era un gran caserío campestre, de colores caoba y amarillo en distintas tonalidades. En la dirección que mirases siempre encontrabas un árbol cargado de frutos, sin contar que estaban rodeados de un agreste bosque de pinos. Todo tipo de animalillos correteaban por doquier, perseguidos por niños pequeños vestidos con ropa de gala, y éstos a la vez perseguidos por sus padres no menos arreglados. Julián pensó que se estaría celebrando algún convite de boda. Rió para adentro pensando que a lo mejor hasta comía gratis ese día.

Bajo la sombra de un almendro, Julián vio como Anna entraba por la puerta del hotel. En ella, una simpática azafata le daba la bienvenida bajo un bonito toldo que indicaba las cinco estrellas que había obtenido el hotel.

—¿Qué tal, Anna? —Preguntó mientras apretaba el botón del comunicador, disimulado en un botón de su camisa.

—Ya estoy dentro —respondió—. Hay bastante gente aquí también.

—¿Ves a Santo o a alguno de sus compinches?

—Ahora mismo no. Me voy a sentar en los sillones del recibidor. Si los veo te aviso.

—Está bien. Ahora entraré en el restaurante.

Soltó el botón y vio que un señor canoso y delgado, con un puro sin encender en la mano, se le acercaba. Venía muy serio, pero enseguida apareció una sonrisa.

—¡Hola! —Saludó.

—Muy buenas —intentó disimular Julián, a la vez que se preparaba para cualquier ofensiva. ¿Les habrían descubierto?

—Oye, ¿vienes de parte de la novia o del novio?

Era eso: una boda. Y le había pillado el típico pesado. Se tenía que deshacer de él como fuera.

—De la novia —probó suerte.

—¿De Miriam? ¡Anda! ¿De qué la conoces? Yo soy su tío.

—¿He dicho novia? Quería decir del novio.

—¿Sí? Bueno, ¿de qué conoces a Ian? También soy su tío. Es que son primos segundos. Pero claro, tú ya lo sabrías.

¿Por qué le estaba pasando aquello? Se tenía que inventar cualquier excusa.

—Sí, de Ian. Somos amigos de la infancia.

—¿Del pueblo? Yo soy del pueblo. ¿De quién eres hijo tú? No me recuerdas a nadie. Y no es por nada, pero eres un poco mayor para que fueses amigo de mi sobrino.

No se acordaba que estaba disfrazado, y que aparentaba más edad.

—Eh..., era amigo de los padres, pero nos mudamos al poco tiempo de conocernos. Ha sido un detalle que se hayan acordado.

—Claro —dijo no muy convencido por la respuesta.

—Sí. Si me perdona, voy al baño.

—De acuerdo. Me quedo aquí esperándote, majo. Si te acuerdas tráeme una bebida.

Sin contestarle, Julián se dirigió a la entrada del restaurante. Estaba en la misma cara del edificio que la entrada al hotel, pero unos nueve metros a la derecha, separados por dos grandes ventanales. Se asomó por uno de ellos, y pudo ver el gran banquete que se estaba celebrando dentro.

—Anna —dijo pulsando de nuevo el botón de la camisa—, voy a entrar. ¿Has visto algo?

—Todavía no.

Subió los tres peldaños de la escalera y abrió la puerta del restaurante. Un agradable fresco proporcionado por los aires acondicionados contrastaba con el calor de fuera. No entendió por qué aquel viejo salió al ardiente patio hasta que respiró el ambiente del interior. El aire estaba cargado del humo de los puros, que de tan denso como era, provocaba verdaderas humaredas. Multitud de hombres sentados en multitud de corros alrededor de multitud de mesas, fumaban y bebían junto a sus mujeres. La sala era enorme. En uno de los laterales, una orquesta tocaba algo que, con el ruido que formaban toda aquella cantidad de personas, apenas era apreciable.

Esquivó a varios invitados que se habrían tomado una copa de más, hasta que vio a un camarero sirviendo aún más bebidas. Se dirigió hasta allí y cogió un vaso.

—Perdona —se dirigió al camarero que apenas tenía diecisiete años, y que se le notaba bastante apurado y cansado.

—¿Qué quiere?

—¿Podría hablar con algún superior suyo?

—¿Para qué? Bueno..., el jefe de cocina está en la puerta del fondo.

—De acuerdo, ¿y el dueño del restaurante?

—Y yo qué sé. A mi me han contratado para esta boda nada más. —El camarero empezó a caminar entre la gente dejándole atrás, pero al ver que Julián le seguía se volvió a parar.— ¿Por qué no le pregunta al jefe de cocina? Es aquel tipo con bigote.

—Gracias.

—Viejo amargado —farfulló el camarero para él, pero Julián lo oyó. El servicio cada vez estaba peor.

Con gran esfuerzo, mientras hincaba el codo en las espaldas de los caballeros para que le dejaran pasar y mientras le pisaban las señoras con aquellos zapatos de puntas interminables, llegó al jefe de cocina. Éste sudaba como si en una sauna estuviese, y olía a sudor avinagrado que se superponía incluso al olor a puro.

—Hola, muy buenas —saludó educadamente Julián.

—¿Sí? —Dijo en tono grosero. La cortesía en aquel lugar estaba poco valorada.

—Quería hablar con el dueño del lugar.

—Sí, soy yo.

—¿Usted?

—Sí, ¿qué le ocurre? Dígame.

Esperaba que Anna no estuviese pasando por lo mismo.

—Yo quería hablar con el dueño de todo el complejo.

—¿Pero qué le ocurre? —El jefe de cocina cada vez sudaba más—. ¿No le he dicho que soy yo? ¿Es que no habla mi idioma?

—Bueno, yo tenía entendido que el dueño era un tal Santo.

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