Mar de fuego (17 page)

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Authors: Chufo Lloréns

BOOK: Mar de fuego
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Aquel gélido lunes de diciembre, Ahmed se dirigió al Mercadal desesperanzado. Pero, apenas hubo cruzado el límite, vio a Margarida sonriente, recostada en la columna de la primera arcada frente a su puesto, y su corazón comenzó a galopar desbocado. Se abrió paso corriendo entre el gentío que abarrotaba la feria y, al hacerlo, tropezó con un muchacho que trasegaba un cántaro: ambos cayeron al embarrado suelo, la alcarraza se partió en mil pedazos y él, en tanto recogía su gorrilla, se adelantó ante los reniegos del otro y le alcanzó un maravedí que llevaba en su escarcela al tiempo que le pedía excusas por su torpeza. Margarida, espectadora privilegiada del lance, reía con descaro. Llegó hasta la muchacha con el rostro desencajado y la mirada anhelante.

—Me da el pálpito de que tienes nuevas para mí.

—¿Es ésa la forma de presentarte ante una doncella?

—Perdona, pero es tal mi ansia que he sido descortés —sonrió Ahmed—. Que Dios te guarde.

—A buenas horas —le reconvino ella, en broma—. Anda, sígueme al interior, que aquí todo el mundo está al tanto de las vicisitudes del vecino y los dedos se hacen huéspedes. Además, hace un frío de espanto.

Tras estas palabras se dirigió al portal de su tienda moviendo airosa las caderas en tanto que un Ahmed ansioso la seguía sacudiéndose torpemente el barro de sus calzones. La madre de Margarida interpeló a la muchacha:

—¿Dónde vas, atolondrada, dejando el puesto del mercado sin vigilancia? ¿No sabes que los amigos de lo ajeno están a la que salta por aprovechar el primer descuido de la gente?

—Es sólo un momento, madre. Además, para este desempeño ya está el almotacén y los alguaciles. —Y añadió, con voz seria—: Este joven es un criado de la casa de Barbany y viene con una encomienda.

Al mencionar el nombre del patrón del muchacho el rostro de la mujer cambió de registro y se tornó amable y risueño.

—Perdona, mozo, pero esta buena pieza pierde el sentido en cuanto se le acerca un chico guapo… y tú lo eres, sin duda. —Luego, dirigiéndose a su hija y tras dejar el cubo en el suelo, añadió—: Voy fuera, avía lo que tengas que hacer y regresa pronto. Y en cuanto a ti, que sepas que los que vienen de casa de Martí Barbany siempre son bien recibidos aquí.

La mujer se dirigió al exterior y Margarida, con un gracioso guiño de complicidad, desapareció en la trastienda apartando una cortinilla de tiras de esparto que ocultaba un tabuco donde debían de guardar los trastos del negocio.

La espera le pareció interminable, pero el caso es que al poco apareció la moza blandiendo alegremente en su diestra un pequeño rollo de vitela.

—Toma, pero antes me debes un beso… que yo transmitiré a Zahira.

Ahmed, a la par que tomaba el papiro, depositó un ósculo en la tersa mejilla que, mimosa y cerrando los párpados, le ofrecía la muchacha.

Salió a la plaza y se encaminó al mesón de la herrería donde el personal se aglomeraba en torno a un mostrador donde el dueño despachaba vasos de vino y raciones de cecina al por mayor. Ahmed, apenas entrado en el local, se dirigió al fondo, donde la luz entraba por un ventanuco, y desplegando el rollo se dispuso a leer.

Ahmed, me ha sido imposible avisarte antes. El primer lunes de enero iré a la ciudad y a la hora del Ángelus podré verte. Mi ama va a despachar unos asuntos suyos aprovechando que el amo la envía a buscar hierbas aromáticas y, como me consta que mi presencia le incomoda, me dará, como es su costumbre, un tiempo libre que aprovecharé para reunirme contigo. Te aguardaré a esa hora junto a la hornacina de la Virgen que está a la entrada de la iglesia de los Sants Just i Pastor.

Recibe un afectuoso recuerdo de tu Zahira.

Ahmed profirió un largo suspiro; luego releyó una y otra vez el recado, lo volvió a enrollar y colándolo bajo su juboncillo a la altura del corazón, salió a las arcadas del Mercadal, metiéndose entre el gentío convencido de que caminaba a una cuarta del suelo. Ya no sentía el frío.

El ansiado lunes amaneció la ciudad cubierta por un blanco sudario de nieve que hacía que las cosas parecieran nuevas y distintas. Ahmed, que no había pegado ojo en toda la noche y que había caído rendido en la madrugada, despertó bruscamente alarmado por los gritos que Marta y su hermana Amina proferían enloquecidas desde el jardín de detrás, exaltadas y jubilosas ante el sorprendente espectáculo. Se incorporó en su catre intuyendo que algo extraordinario pasaba y se asomó a la pequeña ventana de su estancia, abrió el postigo y la lenta y vaporosa caída de los pequeños copos le aclaró la duda. Sonrió en su interior sabiendo que la nieve era portadora de buenos augurios. Las chiquillas lo adivinaron desde el jardín y le hablaron jubilosas.

—¡Baja, Ahmed, esto es maravilloso! Baja, que haremos una batalla de bolas de nieve.

—Esperad, que os voy a correr a bolazos…

—Eso lo veremos, bribón.

En cuanto la retaban, Marta no se lo pensaba dos veces antes de aceptar el envite, pese a las reconvenciones del ama que decía que aquello era cosa de muchachos.

Ahmed cerró el postigo, se acercó al aguamanil soportado por un trípode de madera y tras llenar la jofaina con el agua de la jarra de cinc con el escanciador en forma de pico de pato que se hallaba entre sus patas realizó las abluciones diarias y se dispuso a engalanarse de acuerdo con la importancia de la jornada. Antes de hacerlo, se llegó a la mesilla del costado del catre y leyó por enésima vez la misiva que le había entregado Margarida el lunes anterior, bajo los arcos de los soportales del Mercadal, y como cada una de las veces que lo había hecho, un nudo se apretó en su garganta.

Ahmed se vistió con sus calzas nuevas, se ajustó las mejores medias que tenía y por encima de la camisa se colocó el jubón de pana que el amo le había regalado la Navidad pasada; calzó sus pies con botas tobilleras de grueso cuero apropiadas para las circunstancias del día y tras ponerse la zamarra de piel de cordero y colocarse su gorrilla ladeada, se dispuso a bajar al jardín.

Las risas de las niñas y la luz fueron aumentando a la vez que llegaba a la entrada de la galería. Al asomarse, el espectáculo le causó una honda impresión. La claridad era cegadora y los carámbanos de hielo que se habían formado en las gárgolas de la pequeña capilla del fondo del jardín parecían cuchillos de plata que brillaban en la mañana.

—¿Dónde están las jactanciosas que me han amenazado en la distancia?

Las niñas, que se habían ocultado tras el murete del estanque helado, se alzaron súbitamente con las manos a la espalda, ocultando en ellas sendas bolas de apretada nieve. Ahmed hizo ver que no se enteraba y se acercó para darles la oportunidad de sorprenderle. Apenas estuvo a la distancia apropiada, ambas lanzaron con gran jolgorio su munición sobre el muchacho en tanto le conminaban a rendirse so pena de enterrarlo en nieve. Ahmed, acuclillándose primero y luego arrodillándose y tapándose el rostro entre las manos, simuló un ataque de pánico.

—¡Por favor, perdón!

Ambas se aproximaron para rematar su obra y con la diestra alzada Marta le conminó:

—¡Ríndete o eres hombre muerto!

Entre los dedos de las manos que cubrían su cara, Ahmed calculó la distancia. Cuando supo que estaban a su alcance se alzó como un resorte y tomándolas por la cintura se revolcó con ellas, entre risas y gritos, sobre el blanco sudario.

En aquel momento apareció la severa imagen de doña Caterina aupada sobre sus almadreñas, en el quicio de la puerta del jardín. La mujer, remangándose las sayas y el pellote para no mojarlo y gritando, se aproximó al revoltijo y tomando a Marta por el brazo la obligó a alzarse mientras increpaba a Ahmed.

—¡No puedo creer que andes en semejantes lides con criaturas! Y vos, Marta, debéis saber que éstos no son esparcimientos apropiados para damas. En cuanto a ti, Amina, ya eres mayorcita para estos juegos… Ya hablaré con tu madre.

—Ha sido culpa mía, ama; no volverá a ocurrir —dijo Ahmed mientras se sacudía la nieve de las calzas.

—Desde luego que no volverá a ocurrir, de eso me ocupo yo. —Y tomando a Marta de la mano y seguida por una Amina cariacontecida, se retiró hacia el interior de la casa.

Aquel día Ahmed estaba dispuesto a perdonar cualquier ofensa, tal era su estado de felicidad. Cuando el ama se hubo retirado, se caló la gorra, se dirigió a la cancela de hierro del jardín y abriéndola ganó la calle.

El camino hasta la iglesia de los Sants Just i Pastor le pareció nuevo y maravilloso. El hielo junto a la base de los árboles formaba un encaje de puntillas y la nieve crujía a su paso. Las gentes parecían de mejor humor ante el insólito acontecimiento y todos los niños de la ciudad parecían haber coincidido en la plaza de Sant Miquel jugando a guerras de nieve. Ahmed la atravesó y se dirigió por debajo del antiguo
cardus
de los romanos hacia la iglesia de Sant Jaume; tras pasarla y superar un pequeño repecho se halló frente a la iglesia de los Sants Just i Pastor. Al abrir, los goznes de la cancela gimieron lastimosamente y Ahmed, gorra en mano, se introdujo en el templo. Al principio la oscuridad le impidió divisar el paisaje interior, pero enseguida sus ojos se fueron acostumbrando a la penumbra. En la nave central se hallaban cuatro viejas orando y en el presbiterio un hombre hablaba con uno de los eclesiásticos; a la luz que iluminaba el altar mayor pudo divisar el perfil amado de Zahira que, habiendo llegado antes, le aguardaba. Ahmed, casi de puntillas, se llegó hasta donde estaba la muchacha bajo la hornacina de la Virgen y, tras santiguarse desmañadamente, se colocó a su lado. Como en cada una de las ocasiones anteriores el corazón comenzó a latirle cual potro desbocado. Luego su mano buscó insistentemente la de la muchacha.

—¿Cómo estás, amada? El tiempo se me hace insoportable aguardando tus nuevas.

La muchacha, sin volver su rostro hacia él y medio oculta bajo la capa que ocultaba sus ropajes árabes, respondió.

—Bien hallado Ahmed, mi corazón sufre más que el tuyo sin duda, pero me es muy dificultoso enviarte mensajes y todavía más verte… No olvides que tú eres libre y gobiernas tu vida en tanto que yo dependo de los caprichos de muchas personas.

—Perdona mi pronto, pero la espera se me hace insoportable y cada día parece más largo que el anterior: nada hago a derechas y si no pago las consecuencias de mis descuidos se debe a la benevolencia de mi amo.

—Mejor dirás de tu patrón; ignoras el sentido de la palabra amo —musitó Zahira, con voz triste.

—Bien que lo sé, no olvides que fui comprado de niño y conozco la condición de tantos y tantos que viven en la esclavitud. Reconozco que tuve la fortuna de hallar un gran amo que nos manumitió a mí y a los míos… Pero no quiero desperdiciar ni uno de los escasos momentos en que gozo de la dicha de verte en vanas explicaciones que a nada conducen.

La muchacha se volvió hacia él y al hacerlo el embozo que cubría su rostro se retiró un tanto y Ahmed pudo entrever el brillo de sus hermosos ojos.

—Así es como quiero recordarte esta noche —murmuró él, acariciándola con la mirada—. Háblame, por caridad, que cada palabra es un tesoro que guardo en mi corazón.

Zahira meneó la cabeza y soltó un suspiro de pesar.

—Ahmed, las cosas se están poniendo harto difíciles. Casi nunca salgo sola y me es muy comprometido, no ya verte sino incluso dejar un recado a Margarida para que te lo entregue. Temo lastimarte dándote vanas esperanzas pues todo seguirá igual o peor… Mi dueño es voluble y caprichoso, lo cual lo hace imprevisible; dependo de su humor y del de la dueña. Si me pillan haciendo algo indebido, me libraré del azote porque no querrán llenar mi espalda de cardenales por miedo a tener que malvenderme, pero no dudes de que el castigo será terrible.

—Zahira, desde el primer día que hablé contigo estoy ahorrando todo cuanto gano para poder comprarte —le aseguró él—. Trabajo, además de en la casa, en las atarazanas de mi amo calafateando barcos y tengo ya reunidos treinta mancusos, veintitrés sueldos y once dineros exactamente. ¿Cuánto crees que tu amo pedirá por ti?

Zahira esbozó una sonrisa llena de melancolía.

—Eres un soñador, Ahmed, y tal vez eso fuera lo que me enamoró, pero tu esfuerzo es baladí. Si aceptara venderme, mi amo pediría mucho más por mí. Cierta vez le oí comentar que esperaría a que cumpliera los diecinueve años para escuchar ofertas.

—Nada vale lo que no se intenta, he de saber, ¡por mis muertos!, lo que tu dueño quiere por ti. Y si me he de empeñar con mi amo de por vida, lo haré sin dudarlo. Si no te libero de tus cadenas, me tendré por un fatuo o, lo que es peor, por un ser sin corazón que te ha hecho concebir vanas esperanzas.

—Agradezco tu buena intención —dijo ella con dulzura—. Quiero que sepas que tu amor me ha ayudado a vivir hasta el día de hoy, pero es hora ya de que bajemos a la tierra desde la nube en la que nos instalamos hace unos meses. No quiero convertirme en un obstáculo en tu camino. —Zahira no pudo mirarle a los ojos y bajó la cabeza antes de murmurar—: Es mejor que olvidemos este sueño.

Ahmed habló, en tono contenido y sin embargo firme.

—Zahira, eres y serás la única mujer de mi vida. Si no me ayudas a poner los medios, obraré yo solo. Buscaré el día y la hora, y te juro que sabré llegar hasta tu dueño.

—No insistas, Ahmed. Jamás te olvidaré, pero ha llegado la hora del adiós.

Zahira miró a un lado y a otro, y tras asegurarse de que nadie la observaba, tomó entre sus manos el rostro de Ahmed y depositó un beso en sus labios. Luego caló la capucha de su capa ocultando su rostro y partió dejando al muchacho sumido en un mar de zozobras y desazones.

20

La mancebía de Mainar

La entrevista se llevó a cabo en la casa del
raval
de la Vilanova dels Arcs que había sido propiedad de Martí. Para aquel solemne día del año que recién comenzaba, Mainar había citado al caballero Marçal de Sant Jaume, su todavía desconocido protector, y a su socio y enlace Simó lo Renegat. La venta se había llevado a cabo meses atrás en el domicilio del notario mayor Guillem de Valderribes, cerca del antiguo templo romano, y en presencia de cuatro testigos que fueron por parte de Mainar el propio Simó en su condición de converso, y, por parte del vendedor Martí Barbany, el capitán griego Basilis Manipoulos, que ya era vecino reconocido de Barcelona; los otros dos fueron amanuenses del propio notario mayor. El pago del inmueble lo realizó Mainar, por mor de vestir la farsa, la mitad en circulante en onzas de oro y en mancusos sargentianos y la otra mitad mediante un pagaré a un año librado por la banca genovesa y avalado por Eleazar Bensahadon, segundo preboste de los cambistas del
Call
de Barcelona.

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