Authors: Chufo Lloréns
—No es eso lo que enseña nuestra religión —repuso el viejo—. Lo poco que tengamos lo compartiremos.
Apenas se habían sentado los dos hombres cuando ya la mujer les alcanzaba sendos cuencos de espesa sopa en la que flotaban algunas bolas de carne; en el de Ahmed había también una cuchara.
Ahmed sintió curiosidad por ver cómo se desenvolvía el viejo. Y aguardó expectante.
María cogió de encima de la chimenea otra cuchara que parecía igual que la suya pero que no lo era.
El mango era hueco; la mujer regresó junto a su suegro e insertó aquella cuchara en el pincho de su muñón izquierdo. Éste, mostrando una rara habilidad fruto de la costumbre, comenzó a sorber la sopa del cuenco, llevándose a la boca el artilugio.
Luego, en sendas escudillas les sirvió una manzana ya pelada y cortada y el hombre, esta vez con el pincho, se la fue llevando a la boca.
Terminada la frugal cena, cómodamente aposentados y ante dos pequeños cuencos de loza que contenían un licor denso y ambarino hecho con frutas silvestres maceradas, el viejo quiso saber con pelos y señales lo acaecido en el figón. Ahmed, distorsionando la verdad en su justa medida y otorgando a María el papel de sivienta tal como ésta le había indicado, puso al corriente al viejo de los sucesos de aquella noche.
—Os doy mil mercedes. Ya veis la precaria situación en la que nos hallamos; mi nuera es el único sostén de esta casa y de ocurrirle una desgracia, no sé yo en qué hubiera parado esta familia. Yo ya soy viejo, pero mi nietecito tiene derecho a una oportunidad que yo sin duda no le habría podido dar. —Al decir lo último el hombre alzó ambos brazos mostrando sus amputadas extremidades—. Le he dicho una y mil veces a mi nuera que debería buscar otro trabajo, pero se excusa diciendo que de esta manera puede ocuparse de nosotros durante el día y que le bastan pocas horas de descanso. Además le pagan bastante bien.
Ahmed vio en la mirada de la mujer una muda súplica y, aun sintiéndose mal, colaboró con sus palabras en el engaño.
—Los tiempos son difíciles para todos, el trabajo no se halla precisamente donde más nos complace vivir.
—De cualquier manera, sabed que en este rincón de la tierra contaréis para siempre con una familia agradecida. Una buena mujer, un niño y un viejo inútil.
Luego cambió de conversación, cosa que Ahmed agradeció, pues en aquella tesitura se sentía bastante incómodo.
—Y decidme, ¿de dónde sois y qué se os ha perdido en estas latitudes?
Ahmed no mintió.
—Mi compañero y yo venimos pescando desde Crotona buscando buenos bancos de peces y la fortuna nos ha traído hasta esta costa.
—Yo también me dedicaba a la pesca, un buen oficio; por estos lares, hay quien vivía honradamente y muy bien sacando los frutos que ofrece el mar, pero tristemente otros se dedican a vivir del trabajo ajeno robando y expoliando a los primeros. Si únicamente fuera esto, bendeciría a la providencia, pero, no contentos, raptan a los mejores y más jóvenes y dejan tras de sí una estela de lisiados que cercenan la oportunidad de mejorar a los que quedan, obligándoles a cuidar de ellos. Éste fue mi caso.
Entonces el hombre relató con pelos y señales el drama sufrido por su familia y acabó diciendo:
—Y ya veis: yo perdí un hijo, mi nuera un marido y mi pobre nietecito un padre. ¡Maldito sea por siempre Naguib y toda su parentela!
Los sentidos de Ahmed al oír aquel nombre se pusieron alerta.
—¿Éste es el causante de vuestra desgracia?
—De la mía y de muchos otros, ese monstruo es el culpable de muchas de las desgracias que asolan el Adriático.
La agitación que produjo la noticia en Ahmed no pasó inadvertida al viejo ni tampoco a su nuera.
María detuvo sus quehaceres y el viejo indagó.
—¿Habíais oído hablar de él por ventura?
—Por desventura diréis mejor. Sus fechorías abarcan el Mediterráneo, el Jónico y por lo que me decís, el Adriático. Si alguien me pudiera dar una pista de sus movimientos, tal vez podría colaborar en libraros de esa pesadilla.
El viejo lo miró un instante con la suspicacia brillando en el fondo de sus ojos.
—Vos no sois pescador.
Ahmed intuyó que debía jugar sus cartas.
—Yo no he dicho tal cosa.
—Vuestra acción de esta noche os ha abierto las puertas de mi casa. No defraudéis mi confianza, os ruego que me habléis claro.
—Está bien. ¿Habéis oído hablar de Martí Barbany?
—¿Quién no ha oído hablar de él?
—Pues él es mi patrón y ese bandido le ha hurtado un barco y ha raptado a su tripulación. No debería haberos revelado este secreto, pero el corazón y las circunstancias que me habéis relatado me dicen que estamos del mismo lado.
—No lo dudéis, y contad con mi apoyo en todo aquello que contribuya a borrarlo de la faz de la tierra.
—¿Tenéis idea de dónde se refugia y cuál es su rutina?
El viejo se volvió hacia la muchacha.
—Yo no pero tal vez… María, ve a buscar a Tonò.
La mujer se deshizo del mandil que le cubría las sayas, se colocó sobre los hombros un deteriorado mantón y partió a cumplir el mandado.
El viejo se dirigió a Ahmed.
—Vais a conocer a un hombre que estuvo en uno de sus barcos de galeote y pudo escapar.
Ahmed no podía creer la increíble circunstancia que le brindaba la fortuna.
Tras andar buscando una pista del pirata en todos los figones de la costa, súbitamente, sin sospecharlo y como consecuencia de una acción fortuita, la nueva había acudido a su encuentro.
—¿Me decís que hay alguien que pueda informarme del paradero de esta hiena?
—Hay alguien que lo conoce bien y que por lo menos lo odia igual o más que yo. A vuestro amo le ha robado un barco y una tripulación, a mí me robó la vida y a Tonò Crosetti los mejores años de su juventud y a su mujer. —Luego, tras una breve pausa, añadió—: ¿Estáis solo en este negocio?
Ahmed se había despojado de la careta y hablaba a calzón quitado.
—Conmigo está uno de los capitanes de mi patrón que, por cierto, me agradaría que conocierais.
—Si no tenéis premura en partir, me gustaría compartir con los dos una amplia charla sobre el tema. Sabed que todo lo que yo pueda hacer para el castigo de este malvado, aliviará mi odio.
El sonido de unos breves pasos acompañados de otros más espaciados anunció el regreso de María con su acompañante.
En tanto Ahmed dirigía su mirada a la cancela el corazón le galopaba en el pecho. La puerta se abrió y tras la muchacha apareció el rostro barbudo de un hombre alto, moreno y fibroso que frisaría la cuarentena. El individuo saludó al viejo en tanto dirigía sus desconfiados ojos al desconocido.
—Buenas noches, Kostas, ¿me has mandado buscar?
—Siéntate, Tonò, creo que lo que vas a escuchar te puede interesar y mucho.
El recién llegado fue al rincón, se acercó al banco y, tras despojarse de su capa, se instaló junto a los dos hombres.
María se ocupó de rellenar los vasos de los tres.
El suegro de María puso al desconocido al corriente de los sucesos de aquella noche.
Al finalizar el hombre se volvió hacia Ahmed.
—Hermoso gesto el vuestro, ¡vive Dios! Si mis conocimientos os pueden servir de algo, si vuestro patrón Martí Barbany, cuyo poder es conocido en todos los mares, puede vengarme y mi ayuda sirve para impedir que la bestia siga cometiendo tropelías, ¡por mi madre que podéis contar conmigo!
—María —ordenó el viejo—, pon leña en la chimenea, que adivino que la noche va a ser larga.
En tanto la moza obedecía la orden de su suegro y luego tomando al niño en brazos se retiraba a descansar a la habitación contigua, el viejo prosiguió.
—Cuenta tu historia, Crosetti, a fin de que nuestro amigo sepa por dónde puede venir nuestra ayuda.
El llamado Crosetti, luego de dar un lengüetazo a su bebida, comenzó su discurso.
—Veréis, mi nombre es Tonò Crosetti. Siendo huérfano de padre y madre me eduqué con una tía pero mi escuela fue la dársena del puerto de Nápoles. Como las penas eran muchas para aliviar nuestra miseria, me dediqué a un oficio que requiere buenos pulmones y cierta habilidad. Comencé a aplicar mis capacidades a nadar debajo del agua a requerimiento de pescadores y marinos que, habiendo enganchado sus hierros en las rocas del fondo, reclamaban mis servicios para liberarlas. Era más económico darme una propina que perder un hierro caro de reponer, y en la bahía de Nápoles, donde estaba mi negocio, tal circunstancia se daba con cierta frecuencia pues sus fondos están llenos de restos de naufragios.
Ahmed seguía atento el relato del hombre.
—Mi capacidad para estar bajo el agua aguantando el aire en los pulmones fue aumentando hasta que decidí usarla para otros menesteres que me ayudaran a aumentar mi peculio. Comencé a hacer inmersiones para extraer del fondo pecios de los antiguos romanos (la bahía está llena de ellos) que después vendía en el mercado a buen precio. Mi tía falleció y yo quedé solo. Tenía a la sazón diecisiete años. Fue pasando el tiempo y mi negocio era floreciente al punto que a los veintidós años me casé con mi novia de toda la vida, hija de pescadores y para mí la mejor muchacha de la costa. Todo fue bien hasta que una noche se nos vino encima el infierno. Llegaron a la costa como demonios, forrada la pala de sus remos con trapos para que el chapoteo del agua no llamara la atención de nadie, mataron a los centinelas, se llevaron a las mujeres jóvenes para venderlas como esclavas, a los hombres nos redujeron a la condición de galeotes y, siguiendo su costumbre, dejaron tras de sí una legión de lisiados.
Ahmed no se perdía ni una coma del relato, adivinando que tras él vería la luz.
El otro prosiguió:
—Estuve remando en su barco un lustro. Navegué por todos los mares conocidos sembrando el terror a nuestro paso. Conocí sus costumbres, sus fondeaderos y su forma de actuar, dónde están y quiénes son sus aliados, dónde vende su mercancía y dónde repara su barco.
A Ahmed le brillaban los ojos.
El otro, tras una pausa para beber un sorbo de licor y despejarse el gaznate, prosiguió:
—El oficio del remo es durísimo y únicamente resisten los más fuertes. Cuando era preciso hacer agua nos soltaban la cadena a dos de los galeotes, generalmente a los mejor dotados, y tras bajar al mar la chalupa, vigilados por dos hombres armados hasta los dientes, íbamos con odres a tierra, a fondeaderos conocidos y en lugares agrestes y seguros. En cuanto me vi en la boga reconocí el lugar. Era un islote rocoso, perdido en la costa albanesa, donde un manantial de agua clara suministraba el ansiado líquido a un par de poblados de pescadores próximos. Mi cabeza comenzó a bullir, y como la vida me era indiferente, me dispuse a jugármela a un solo envite. Lo peor era morir ahogado y hasta eso era preferible a vivir de aquella manera. Cuando nos hubimos separado del barco esperé la oportunidad. La costa distaba unas mil brazas y en el camino se hallaba un grupo de rocas que formaban un complicado laberinto. Súbitamente y cuando menos lo esperaban nuestros custodios, pues uno iba a proa mirando a lo lejos y el otro estaba distraído, solté el remo y tomando todo el aire que cabía en mis pulmones, me lancé al agua y buceé como no lo había hecho jamás. Uno de mis guardianes, debido al balanceo, cayó al mar y arrastrado por el peso de sus hierros, pese a bracear como un desesperado, se iba al fondo sin remedio. El perfil borroso del pequeño archipiélago rocoso se dibujó ante mis ojos. Nadé bajo el agua como un desesperado, di la vuelta al grupo de rocas y, cuando ya reventaban mis pulmones, saqué la cabeza para tomar aire y oculto tras una de ellas, me atreví a mirar. La fortuna volvió a sonreírme: aprovechando que el pirata estaba mirando la superficie del agua como un desesperado buscando mi cabeza que tarde o temprano tendría que emerger, mi compañero le sacudió un palazo con el remo de tal calibre que hubiera sido capaz de abatir a un buey. Aguardé unos instantes hasta que vi cómo el costado de la embarcación se teñía de rojo. Entonces me encaramé en la roca y comencé chillar como un desesperado y a agitar los brazos. Geraldo, que así se llamaba el hombre, asombrado por la distancia que había recorrido bajo el agua, me vio y comenzó a bogar hacia mí.
»El resto es historia. El caso es que, tras dos días de navegación, llegamos a la costa y allí nos las arreglamos para sobrevivir. Luego las circunstancias me trajeron hasta aquí, y desde ese día he alimentado la esperanza de ver morir al captor de mi mujer.
Un silencio hondo y sostenido coronó el relato del hombre. Luego Ahmed preguntó:
—¿Sois capaz de recordar cuantas cosas nos ayuden a encontrar a ese malnacido?
—Sé hasta la hora que acostumbra a defecar y su manera de rascarse las liendres. He tenido años para rememorar hasta el último detalle, conozco sus costumbres, sé dónde se refugia y lo que suele hacer con los prisioneros. Mi memoria ha guardado todos y cada uno de sus hábitos.
El pensamiento de Ahmed volaba.
—¿Podría veros mañana con mi patrón? He de proponeros algo.
—Si ello conduce a eliminar de la faz de la tierra a ese hijo de mil rameras, contad que iré al fin del mundo.
Los gallos comenzaban a cantar cuando Ahmed con el paso acelerado y mirando a un lado y a otro, se dirigía a la posada. Su mente iba cual potro desbocado, la noche había sido rica en lances y apenas podía poner orden en sus pensamientos. Lo que había comenzado como una buena acción se había transformado en la información vital que con tanto ahínco habían ido buscando desde Mesina el capitán Manipoulos y él, y sentía la urgencia de llegar a la posada para explicarle todo al griego y tomar las decisiones pertinentes.
La puerta del figón estaba abierta; un hombre, que no era el que les había recibido, dormitaba en un banco; al oír el rumor de sus pasos alzó la cabeza y observándolo con ojos legañosos, inquirió sobre su condición.
—Vuestro compañero ha subido hace rato.
Ahmed, sin más comentario, ascendió rápidamente por la escalerilla y se plantó ante la puerta del cuarto. Apenas había rozado con sus dedos la madera, cuando sintió los pasos de Basilis en el interior.
La cancela se abrió; el griego apareció con la diestra oculta a su espalda.
—Bien llegado, Ahmed, me tenías inquieto pese a que me he alegrado por tu tardanza, porque es señal de que la noche te ha sido propicia.
—No imagináis hasta qué punto.