Authors: Chufo Lloréns
—¿Qué está pasando aquí?
¡Guardadme en el convento!
Marta y Amina estaban temblando. A los gritos de doña Brígida, todas las damas asomaron la cabeza por las puertas de sus respectivas cámaras. La vieja dama, dando tres fuertes palmadas, les ordenó entrar de nuevo; luego se dirigió a ellas y las interrogó. Amina y ella se explicaron atropelladamente y respondieron a las preguntas de la celadora, que escuchó el relato con el entrecejo fruncido.
La mujer, que al principio las miraba escéptica, al observar el desorden de la cámara, las frazadas de la cama en el suelo y la jarra del aguamanil derramada, comenzó a dar crédito a su explicación.
—Y decís que no le habéis visto el rostro.
—Así es, señora, me atacó mientras dormía. Iba embozado.
Marta dijo todo esto con el arrebol subido en sus mejillas sin atreverse a aclarar el auténtico motivo de la agresión.
Amina, que todavía estaba bajo el impacto del suceso, se atrevió a intervenir.
—Con el debido respeto, doña Brígida, el intruso pretendió abusar de mi ama. Y de haber dormido sola, lo hubiera conseguido.
La mujer dudaba.
—¿Qué es lo que estáis diciendo?
Amina se había envalentonado.
—Lo que habéis oído, señora. Alguien intentó deshonrar a mi ama.
La vieja dama estaba acalorada.
—Jamás sucedió algo así en palacio y jamás nadie se atrevió a entrar en las dependencias de las camareras de la condesa.
Marta, tras meditarlo bien, observó:
—Ese alguien o es un insensato o está seguro de que todo le está permitido en palacio.
Doña Brígida entendió la ambigüedad y se abstuvo de profundizar.
—No entiendo cómo ha podido suceder; yo misma, ayer noche, eché la balda.
—Alguien la tuvo que quitar, doña Brígida —apuntó Amina.
—Ahora mismo voy a avisar al oficial de guardia, para que ponga un centinela en la puerta. Procurad descansar y al menor ruido, gritad. Mañana daré parte a quien corresponda de este extraño suceso.
Amina se atrevió a hablar de nuevo.
—Quien haya sido lleva la marca de mis uñas en el cuello.
La dueña meditó unos instantes.
—Mañana por la mañana daré cuenta a la condesa; ella sabrá lo que debe hacer.
Luego, dirigiéndose a Marta, añadió:
—No dudéis que este extrañísimo y amargo incidente habrá de esclarecerse; sin embargo debéis ser discreta, esas cosas no conviene airearlas. Ahora procurad dormir.
Al siguiente lunes por la tarde, el padre Llobet vino como de costumbre a impartir la clase de latín clásico a Marta, y el fino y avezado instinto del clérigo notó algo extraño en el silencio de su pupila.
—Tengo la sensación de que me estás ocultando algo, Marta. ¿De qué se trata?
Marta intentó soslayar la explicación.
—No es nada, padre. El texto de
La guerra de las Galias
era muy difícil, en el párrafo había más de tres ablativos absolutos y me ha costado mucho.
El arcediano la miró socarrón.
—Soy ya muy viejo, Marta, y te conozco desde el día que viniste al mundo, si no me quieres contar lo que pasa, no me lo cuentes, pero sobre todo no intentes engañarme menospreciando mi intelecto.
Marta le miró haciendo esfuerzos por no romper a llorar.
—¿Tan grave es el suceso? —preguntó el sacerdote, súbitamente nervioso.
Sin poder contenerse, la muchacha explicó punto por punto todo lo acaecido la noche de marras. El rostro del arcediano iba ensombreciéndose a medida que Marta desgranaba el terrible relato. Cuando acabó, la acogió entre sus brazos y Marta rompió a llorar. El padre Llobet la consoló, dejando que la muchacha diera rienda suelta a su tensión. Unos instantes después, Marta recobró la compostura y volvió a su silla.
—Echo tanto de menos a mi padre en estos momentos… Pero decidme, ¿qué pensáis, padrino?
—Muchas cosas deduzco; en primer lugar alguien debió de retirar la balda de la entrada del pasillo; por lo que me explicas, doña Brígida la cierra todas las noches. En segundo lugar, quien se atrevió a tamaño dislate es alguien que está seguro en palacio y fuera de toda censura… y esa descripción no puede aplicarse a muchos. Y por último, según lo que me explicas, lleva en el cuello la huella de las uñas de Amina. Eso sería relativamente fácil de comprobar.
Marta miró a su padrino a los ojos. En el fondo de su corazón, la joven estaba segura de que sabía quién era el responsable de aquel cobarde ataque.
—Y si es quien vos y yo pensamos, ¿qué puedo hacer? Tengo mucho miedo.
El arcediano la observó con ternura.
—Deberemos andar con cuidado. Esa persona, a la que no nombraremos jamás, se sabe protegida. Y es una de las cuestiones que escapan a cualquier argumento que pueda tratar con la condesa.
»Doña Brígida lo sabe y a buen seguro las damas han comentado el hecho entre ellas. Por lo tanto es impensable que no llegue a oídos de la condesa; si ella te pregunta, cuéntaselo; si no lo hace, mantente en silencio: ya sabemos que está cubriendo a alguien. De todas maneras, si llegara el caso, inclusive lo hablaría con el conde. Ve con los ojos muy abiertos; yo daré las suficientes señales para que la seguridad de las damas sea reforzada. Te garantizo que cada noche habrá un centinela.
—No me dejéis jamás sola, padrino —suplicó Marta—. No quisiera quedarme en palacio cuando los condes tengan que viajar y mi padre esté fuera cuidando sus negocios. Antes preferiría entrar de postulante en Sant Pere de les Puelles… Sin vos y sin mi padre me siento perdida.
El padre Llobet sonrió para animar a la muchacha.
—Creo que en palacio tienes a un buen amigo…
Marta le miró, sorprendida.
—Marta, querida, hay pocas cosas que pasen inadvertidas a mi edad…
—Pero no puedo contárselo, padre. Me moriría de vergüenza, y, además… ¿qué podría hacer él?
El arcediano miró a la joven con semblante muy serio.
—Tienes razón, Marta… Es mejor que no digas nada a nadie. Pero siempre es bueno tener un buen amigo y ese joven lo es.
Luego Eudald se levantó y se dirigió a la puerta.
—La condesa también te quiere bien, y cuando lo sepa, que seguro que ya lo sabe, obrará en consecuencia y pondrá los medios para que esto no vuelva a ocurrir. —Luego, tras un profundo suspiro añadió—: Aunque no castigue al culpable.
Marta asintió con un gesto de la cabeza.
—Ahora tengo que irme, hija mía, pero no dudes en llamarme si vuelves a sentirte en peligro, que aunque no sea día de clase acudiré a tu llamada dejando cualquier cosa que tuviere que hacer.
Marta se puso en pie para despedir a su padrino e intentó hacerle creer que sus palabras le ofrecían consuelo.
—Id con Dios, padre, y sabed que vuestras palabras me han reconfortado.
—Queda con Él, Marta, y déjame que mueva mis hilos cerca de la condesa; según responda, actuaré, pero ten por seguro que no te he de dejar en este trance.
Tras estas palabras, el arcediano partió.
La muchacha quedó sola en la estancia y sin quererlo comenzó a rememorar su último encuentro con Bertran tras el horrible incidente. Después de las acusaciones de Adelais intentaban ser más cautos, pero el muchacho, que tan bien la conocía, el día anterior, aprovechando su hora favorita que era cuando cada cual iba a sus tareas tras la misa, la aguardó en la escalinata de piedra que conducía al jardín de la rosaleda, que estaba en el paso de la jaula de los halcones de caza. Nada más verla se puso en pie. Ella no pudo dejar de admirar su talante gentil y la elegancia natural de su porte.
—Creí que no venías.
Marta se recogió las sayas y se sentó, como tantas otras veces, en uno de los escalones de piedra y Bertran hizo lo propio.
—¿Qué es lo que te ocurre? No me digas que nada porque no te voy a creer.
Marta se puso en guardia dispuesta a guardar su secreto, ya que su intuición le decía que, de no hacerlo así, sólo provocaría más y peores problemas.
—¿Adelais ha vuelto a herirte con uno de sus malintencionados comentarios?
Marta meneó la cabeza.
—Bertran, por favor… No insistas… Hay cosas que una dama no puede contar.
El joven la miró, preocupado, pero al ver que Marta no añadía nada, hizo ademán de irse.
—Bien, si no confías en mí…
La muchacha le detuvo tirándole del jubón.
—Siéntate.
Bertran obedeció y se percató de que una lágrima pugnaba por asomar a los ojos de Marta.
—Bertran, por favor… Algún día te lo contaré todo, pero en estos momentos sólo quiero que estés a mi lado.
Él clavó sus ojos en el angustiado semblante de la joven, y a pesar de que ansiaba obtener respuestas, se abstuvo de insistir.
—Cuéntame algo —musitó Marta. Necesitaba distraerse o sabía que acabaría confesándole la verdad a Bertran—. Háblame de tu infancia en Cardona.
El joven así lo hizo, y le narró varias travesuras de su infancia. Era un buen orador, y sus relatos hicieron sonreír a Marta. Por fin, un rato después, ambos quedaron en silencio.
—Muchas gracias, Bertran —le dijo Marta entonces—. Hoy has sido el mejor amigo que podría tener.
Después miró a uno y otro lado, y volviéndose hacia él, depositó rápidamente un beso en sus labios, sutil como el vuelo de una mariposa.
La bofetada
Almodis había llamado a su presencia a Berenguer. Compareció éste con una casaquilla con el cuello alzado, cosa que no pasó inadvertida, por lo inusual, a su madre.
Ésta, antes de abordar el asunto, ordenó a sus damas de compañía, Lionor y Brígida y a su bufón, Delfín, que abandonaran la estancia. Cuando se hallaron a solas, la condesa, en un tono desabrido que Berenguer conocía bien, le habló seria y circunspecta.
—Venid aquí y sentaos a mi vera.
Al decir esto señaló una banqueta que se hallaba a sus pies.
Berenguer, esquivo y con la mirada huidiza, obedeció a su madre.
Una tensión indeterminada se instaló en la estancia.
Berenguer intentó romperla.
—Señora, tenía que estar ahora en la sala de armas, pero al saber vuestro requerimiento he acudido al instante.
—Os conozco bien, Berenguer. No me vengáis ahora con lisonjas de falso mercader. Sabéis perfectamente el porqué de mi llamada.
El joven, con cara de no haber roto un plato jamás, replicó:
—Ignoro totalmente el motivo de esta cita aunque no me extrañaría que fuera para mí inconveniente. Me consta que entre vuestras damas y vuestro bufón no soy muy querido.
La condesa saltó:
—¡No añadáis el cinismo a vuestra acción! ¡Lo que más me puede ofender es que mi propio hijo me trate de necia!
Berenguer no cedió y se mantuvo obstinado en su tesitura.
—No sé con qué historia os habrán venido. Sin embargo, señora, os rogaría que la comprobarais… Ya empiezo a estar harto de tener que defenderme de maledicencias que se ceban en mí sin motivo alguno.
La condesa alargó la mano y de un tirón retiró el cuello alzado de la casaquilla de su hijo.
Un rasguño profundo de tres huellas cárdenas salió a la luz.
La voz de Berenguer surgió airada a la vez que con su diestra intentaba ocultar la prueba.
—¿Qué estáis haciendo, señora?
—Como vos mismo me habéis pedido, me aseguro de comprobar la historia. ¿Cómo os habéis hecho eso?
Ahora Berenguer dudó un instante.
—Jugando con uno de mis mastines de caza.
La mano de la condesa rasgó el aire y un sonoro bofetón estalló en la mejilla de Berenguer.
—¡Además de embustero, estúpido! ¿Creéis, por un casual, que el más tosco de mis súbditos se tragaría esta historia? Ya podéis comenzar a decirme la verdad: cómo y de qué manera lograsteis entrar en el pasillo de mis damas y cometisteis la indignidad de pretender abusar de una de ellas.
Berenguer todavía intentó defenderse.
—¿Por qué, madre, todo lo malo que ocurre en palacio me ha de ser atribuido?
Almodis estalló.
—¿Queréis acaso que os haga prender y azotar como si fuerais el último villano? Si es eso lo que deseáis, sólo tenéis que decirlo.
Las coartadas de Berenguer se venían abajo; y, astuto como era, decidió que la mejor defensa era un buen ataque.
—Está bien, madre: os lo voy a contar porque me consta que precisamente vos sabéis bien cuántas locuras obliga a hacer el amor.
Almodis se puso en guardia.
—¿Qué insinuáis?
—No insinúo, madre. Todo el mundo conoce vuestra historia de amor con mi padre, de la cual me alegro infinitamente ya que de no haberse producido, yo no habría nacido.
La condesa se atribuló unos instantes y con voz no tan firme, indagó.
—¿Qué queréis decir?
Berenguer sonrió, mientras miraba a su madre con unos ojos que pedían complicidad.
—Que es público y notorio que abandonasteis a vuestro marido en Tolosa para fugaros con quien es hoy mi padre; que por todo ello fuisteis excomulgada, y que tanto mi hermano como yo nacimos del pecado.
Almodis sintió que una daga perforaba sus entrañas.
Berenguer supo que había abierto una brecha en sus defensas.
—Veréis, madre, estoy seguro de que comprendéis la obsesión que me devora. Vivo un sin vivir, me levanto y me acuesto pensando en la misma persona. Es ello lo que me empujó a hacer tal desatino.
—Y esa obsesión sin duda tiene un nombre: Marta Barbany —repuso Almodis.
—Exactamente, madre. Y sus continuos rechazos me impelieron a cometer la locura que intenté la otra noche.
Almodis recordó por un momento su primer encuentro con el que ahora era su esposo: un acercamiento furtivo, a escondidas de su entonces consorte, Ponce de Tolosa.
—¡Berenguer, Berenguer! ¿Qué puede hacer una madre con un hijo como vos? He pasado por alto vuestras aventuras y devaneos, nada he querido saber de vuestras visitas a mujeres de ínfima calidad… ¡Pero ahora me encuentro con que mi hijo, en mi casa, intenta perpetrar un desafuero contra una de mis damas como si se tratara de una de las rameras que frecuenta! Y sin tener en cuenta su edad ni su condición de protegida mía…
—¡Jamás sentí dentro de mí, madre, el fuego que siento ahora! Ruego vuestra ayuda, madre… Está en mi naturaleza, debéis entenderme… no es mi culpa parecerme a vos, que al fin de vos nací.
Y con un teatral gesto, Berenguer se abalanzó a los pies de su madre y, tomándole la diestra, comenzó a cubrirla de besos.