Mar de fuego (46 page)

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Authors: Chufo Lloréns

BOOK: Mar de fuego
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—¿Cuál es su nombre, madre, y a qué casa pertenece?

—A la casa condal de Barcelona; su nombre es Ramón Berenguer.

—Pero madre… —dijo Mafalda, casi sollozante—, ¿por qué ha de ser así? ¿Tan pronto…?

—Yo tenía catorce años cuando me casé con tu padre, al que por cierto no conocí hasta el día de los esponsales, y he sido una esposa feliz. Eres nuestra única hija, y esta alianza conviene a nuestra casa. Cuando tenías ocho años pasamos mucha zozobra y desazón: la armada del emperador de Constantinopla bloqueó nuestras costas, impidiéndonos el comercio con los demás reinos del Mediterráneo. La armada catalana es muy poderosa, y siendo el conde tu esposo no permitirá que nadie amenace el reino de su esposa. ¿Me vas comprendiendo?

—Pero madre… ¿qué tiene que ver todo eso con el amor? —protestó Mafalda.

—Esto no es importante, Mafalda, hija mía. Hay algo que no debes olvidar: un hijo varón deberá defender el escudo de su casa con la fuerza de su espada, una hembra lo hará con el vigor de su feminidad y la fecundidad de su vientre.

Mafalda había oído esa frase muchas veces, pero por primera vez comprendía su significado.

—¿Cómo es, madre? —preguntó con voz temblorosa—. ¿Es muy mayor?

Sikelgaite de Salerno sonrió. Su hija seguía siendo una niña, se dijo, y se sintió invadida por una oleada de ternura. Le apretó con fuerza la mano y se levantó de su sitial.

—Voy a hacer algo que no debo, pues tu padre quiere poner a prueba tu obediencia, pero soy mujer y madre, y te comprendo.

La dama se dirigió a un canterano esquinero y de su cajoncito superior extrajo algo que Mafalda no pudo ver, regresando a continuación junto a su hija.

—Mira.

Entonces, oprimiendo el resorte abrió el camafeo que le había entregado su marido.

La muchacha lo tomó en sus manos y lo observó con atención.

El perfecto perfil del rostro de Cap d'Estopes apareció ante ella.

Mafalda alzó los ojos hasta su madre.

—Es muy apuesto, señora —balbuceó la niña, gratamente sorprendida.

—Tienes esa suerte.

—¿Es rubio o moreno? Porque la imagen es de marfil.

—Es rubio como el trigo en verano, y además parece normando —dijo la duquesa de Salerno, y, sin poder reprimirse, acogió en sus brazos a esa hija amada que empezaba su difícil camino en el mundo de los adultos.

54

La falúa

Al regreso de Palermo y de nuevo a bordo, Martí expuso a Manipoulos todo lo que sucedió en la corte de Roberto Guiscardo, desde la presentación de sus credenciales a la recepción dada en su honor por el Normando. Luego le relató las razones que habrían de dificultar el encuentro con Naguib y la exhaustiva explicación que le dio el almirante Tulio Fieramosca.

El astuto griego escuchaba el relato sin apenas parpadear, y al finalizar Martí su explicación, comentó:

—Creo que las acreditaciones y documentos que se os han facilitado deberán ser utilizados como último recurso, pero que lo que hagamos por nuestra cuenta habrá de ser mucho más sigiloso que el mostrar nuestras cartas a cualquier autoridad, ya que eso llegará fácilmente a oídos del pirata.

—Entonces, ¿qué es lo que proponéis?

—En vuestra ausencia he ido perfilando un plan que si bien puede no salir, en forma alguna hará peligrar nuestra misión.

—Continuad.

—No únicamente lo he pensado sino que he comenzado a elaborarlo.

—Decidme, Basilis, no estoy para acertijos.

—Acompañadme.

El griego se puso en pie y condujo a Martí hacia la aleta de estribor del bajel. Allí se inclinó sobre el guardamancebos de madera que circunvalaba la nao e indicó a su amigo que mirara hacia abajo.

Martí se asomó y pudo observar amarrada al navío una falúa de pesca equipada con vela latina y pertrechada con dos pares de remos, de las que abundaban por aquellas costas perfectamente aparejada y lista para la navegación.

—¿Y eso?

—La compré hace dos días a un pescador chipriota —explicó Manipoulos—, es una barca pequeña pero muy resistente, típica de estas costas. La conozco bien, yo comencé mis singladuras en una igual que esta, y lo más importante, llegue al puerto que llegue y atraque en la playa que atraque, no llamará la atención de nadie.

—Proseguid, Basilis, os escucho con el mayor interés.

—Lo tengo muy pensado. En tanto llega de Barcelona el fuego griego, voy a partir en la falúa como uno de tantos pescadores que se ganan la vida en la mar e iré a las costas del país de Calabria, pues se me hace difícil imaginar a Naguib en las cercanías de Sicilia.

—¿En qué fundáis vuestra sospecha? —indagó Martí.

—Veréis, Martí, mi viejo pellejo ha andado toda la vida en la mar y conoce bien a esos perros. Jamás se meten en una gatera que no tenga varias puertas. Vos permaneceréis aquí y no dudéis que él lo sabrá; si quiere entrar en tratos con vos buscará los medios oportunos para ello, y os planteará la fecha y forma del encuentro para hablar del rescate; por eso quiero averiguar cuanto nos pueda ayudar a preparar nuestro encuentro, que indefectiblemente sucederá, más pronto o más tarde. No quiero verme encerrado con el
Santa Marta
en una trampa sin salida y que además de perder al
Laia
, perdamos este barco, o incluso la vida.

—Os sigo, pero no capto vuestra intención en su totalidad.

—Partiré hacia la punta de la península, donde también se extienden los dominios de Roberto Guiscardo, llevando desde luego en mi zurrón las cartas para las autoridades de la zona; sin embargo no las utilizaré si no me son imperiosamente necesarias. Quiero visitar todas las tabernas de la ribera y mucho me he de equivocar si, empleando el oro que nunca falla, no consigo información venciendo resistencias y quebrando voluntades.

—¿Y dónde pensáis que hallaréis lo que buscáis? —inquirió Martí.

—El pirata, si no me equivoco, querrá tener a su alcance dos costas para proteger su huida, y no han de ser precisamente las que se hallan entre Calabria y Sicilia, sino más bien las orientales en el Adriático, pues si bien una de ellas pertenece al Normando es fácil que entre las islas e islotes del otro lado se sienta más seguro y protegido por los enemigos de los normandos.

—¿Entonces?

—Quiero visitar las tabernas de Otranto, Tricase y Santa María de Leuca. Si allí no encuentro lo que busco, ¡por mi madre que dejaré de llamarme Basilis Manipoulos!

Martí, tras meditar unos instantes, respondió al griego:

—Bien me parece vuestro plan, pero no considero procedente que vayáis solo en este viaje. Además de los peligros de tierra tendréis los de la mar, y una falúa como la que habéis comprado se gobierna mejor con dos que con uno; de manera que aguardaréis a que tengamos noticias de Barcelona con la arribada del capitán Felet y de Ahmed, y si se ha logrado nuestro propósito, determinaremos el plan. Como comprenderéis, si nos traen el fuego griego obraremos de una manera, en caso contrario, lo haremos de otra. De cualquier modo, no quiero que partáis solo.

—Me parece medida prudente aunque innecesaria —rezongó el griego.

55

Un juego inocente

Desde la discusión que habían mantenido días atrás, Marta evitaba ver a Bertran, quien a ratos, cuando la veía dirigirse al invernadero, la seguía con la mirada. El joven había vuelto a sumirse en el silencio hosco que había acompañado a sus primeros días en palacio. Sin embargo, aquella mañana, tras la sesión de entrenamiento con el senescal, Ramón Berenguer le comunicó que el martes siguiente partirían hacia los alrededores del castillo de Arampuña, acompañando al ilustre prometido de su hermana, Guillermo Ramón de Cerdaña, a una batida de caza, y que quería que Bertran se ocupara de los halcones. Éste fingió indiferencia ante la noticia, pero Ramón habría jurado que en sus ojos brillaba la ilusión. No se equivocaba: Bertran llevaba semanas encerrado en palacio, y su sangre joven necesitaba espacios más amplios.

Salió Bertran de palacio encantado con la nueva y deseoso de compartirla con quien hasta entonces había sido su única amiga en palacio. Por enésima vez en aquellos últimos días, lamentó la confrontación que había mantenido con Marta que le condenaba ahora a una triste soledad. Así pues, en lugar de ir al invernadero, donde sabía que la encontraría a esas horas, se dirigió a las jaulas de los halcones.

Desde el invernadero, Marta le vio caminar con un cesto en la mano y dirigirse a las jaulas. Al igual que Bertran, también ella se sentía deseosa de hacer las paces. Al fin y al cabo, no era él quien la había ofendido, sino Adelais. Por ello, con paso lento y displicente, se encaminó hacia él, sin saber muy bien cómo abordar el tema y zanjar el asunto. En cuanto lo tuvo cerca, no obstante, un hedor repugnante la obligó a detenerse.

—¿Qué es lo que lleváis en esa cesta que ofende mi nariz? —preguntó Marta.

El joven apartó el trapo que cubría los restos de los conejos y se los mostró a la muchacha.

—Es la pitanza de los halcones.

—¡Por Dios bendito, que asquerosidad! Si huele a podrido…

—Les encanta la carne medio pasada.

—Medio pasada decís, está completamente putrefacta.

Bertran colocó el lienzo nuevamente sobre el cesto y añadió:

—Ignoráis que las aves se cuelgan del cuello, en la bodega con una guita y que cuando se pudre el cordel y se caen, es cuando están en su punto.

—Las aves tal vez, no los conejos —replicó Marta. Iba a proseguir con el tema cuando se percató de que, si bien había ido hacia él con la intención de hacer las paces, si seguía por ese camino iban a enzarzarse en una nueva discusión. Así que, en lugar de decir nada más, le sonrió.

Él le devolvió la sonrisa y dejó la cesta en el suelo.

—Tienes razón —dijo riéndose—. El hedor es terrible. Salgamos.

—Bertran… —le dijo ella, en cuanto hubieron salido de las jaulas—. El otro día…

—Me porté como un mentecato —terminó él—. ¿Podrás perdonarme?

Marta esbozó una sonrisa maliciosa.

—En eso no vamos a discutir… Está bien que un joven noble sepa pedir disculpas.

—¿No te das por vencida? —dijo Bertran, fingiendo estar enojado.

—¡Nunca!

—¡Eres incorregible! —replicó él, aún sonriente—. Alguien debería darte una lección…

Marta miró a ambos lados.

—Hazlo tú… si puedes. Dame tres credos de ventaja para esconderme y si consigues encontrarme seré yo la que te pida disculpas, ¿de acuerdo? —Y antes de que el joven pudiera reaccionar, salió corriendo dejando a Bertran estupefacto.

Marta dudó unos instantes; si se ocultaba en la bodega tendría que pasar por las cocinas, así que cambió de idea y se dirigió rauda a la escalera posterior que daba a lo que llamaban el «huertecillo de la monja» y ya sin dudarlo se dirigió a la leñera, que estaba al fondo de dicho huerto y era una construcción alargada de ladrillo cocido y teja árabe que alojaba las diversas clases de troncos que alimentaban las chimeneas de palacio. Cuando ya iba a entrar sintió que se le aflojaba la cinta y el cabello se le desparramaba por la espalda. Abrió la puerta y se introdujo en el interior; y durante un momento le cegó la oscuridad. Luego sus ojos se acomodaron a la luz y fue distinguiendo las cosas. La leña estaba clasificada por tamaños, la más gruesa al final y tras ella un pequeño tabuco donde dormía el criado encargado de guardar todo aquello. Hacia allí encaminó sus pasos, entró sin dudar y se ocultó allí dentro.

Bertran, en cuanto hubo concluido los tres credos, partió tras ella. Examinó someramente las estancias de palacio que no estaban ocupadas, pues habiendo voces en el interior seguro que la muchacha no se había ocultado allí; se asomó al jardín e instintivamente se dirigió al cuarto del jardinero; allí estaba el cestillo donde Marta guardaba sus aperos de jardinería y cuando se disponía a partir, un objeto llamó su atención y a partir de él, una idea iluminó su mente. Junto a las tijeras, los guantes y el pequeño rastrillo asomaba la punta de una de las cintas del pelo de Marta. Bertran sonrió para sus adentros; tomó la cinta y encaminó sus pasos hacia las perreras donde se alojaban los mastines de caza del conde; podencos, galgos, perros de agua, mastines para la caza del jabalí, que cuando olfatearon su proximidad lo recibieron con una barahúnda de ladridos. Muchos días Bertran había acompañado al criado dedicado a darles su pitanza y los canes le conocían. Desde el primer día había escogido un perro y el perro le había escogido a él. Era un hermoso ejemplar de la camada habida por una perra excelente regalo del conde de Besalú, cruce de lebrel y podenco. Bandoler era su nombre. Bertran abrió con cuidado la puerta de la perrera y se introdujo en su interior. Los canes se arremolinaron a su lado restregándose contra sus piernas creyendo que les traía la pitanza. Bandoler ganó la posición y le saludó, alzándose sobre sus patas traseras, con lametones y breves ladridos; Bertran lo tomó por la collera y, a duras penas apartando al resto, lo sacó al exterior.

Luego de acariciarlo y palmearlo extrajo del bolsillo de su pantalón la cinta de Marta y la acercó al hocico del can. Éste la olfateó con fruición y supo al punto que terminaba el juego y comenzaba el trabajo; súbitamente enderezó el rabo y empezó a dar círculos concéntricos buscando la huella; cuando Bertran intuyó que la había hallado sujetó la traílla al collar, dejando la cuerda larga. El animal hacía y deshacía caminos hasta que encontró la huella de la muchacha, entonces comenzó a tirar como un poseso. Atravesaron el jardín y por la parte posterior entraron en el «huertecillo de la monja». El perro cada vez tiraba más y más fuerte y su caminar era más seguro. Al llegar a la puerta de la leñera se puso a ladrar, y Bertran no pudo reprimir una sonrisa. Abrió la cancela y se introdujo en el interior. La luz exterior apenas iluminaba el depósito de leña. El perro tras olisquear el aire se dirigió raudo al chiribitil del fondo, y de súbito empezó a apartar con sus poderosas patas la leña acumulada. Tras ella comenzó a aparecer la cabecita de Marta, que se puso en pie furiosa y desgreñada.

—Eres un tonto y un tramposo… ¡No pienso disculparme de nada!

—Ni yo lo pretendo…

Bertran se acercó y colocó sus manos en la cintura de la muchacha.

—No tienes que disculparte de nada… Seguramente seré yo quien tenga que hacerlo dentro de unos instantes.

Y al terminar la frase posó los labios en los de Marta. Fue un beso dulce y fugaz. Marta sintió que le temblaban las rodillas y que algo desconocido y hermoso nacía en el fondo de su corazón.

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