Mar de fuego (48 page)

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Authors: Chufo Lloréns

BOOK: Mar de fuego
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Felices y excitados, entre la barahúnda de caballos y perros, aguardaron el tiempo convenido hasta que el toque intercambiado de cuernos anunció que todos los componentes de la partida estaban a punto. Entonces el conde dio la señal de comienzo de la cacería.

A lomos de Blanc, Bertran iba tras el caballo de Cap d'Estopes, gozando del momento y listo para atender cualquiera de las peticiones del vástago condal. Llevaba el carcaj de flechas a su espalda, y en el tope de cuero, junto a su estribo diestro, el astil del venablo por si era ésta el arma requerida. El viento le venía al rostro y un sinfín de pequeñas ramas le azotaban la cara. Los cascos del ruano hollaban la húmeda hojarasca y el efluvio de olores del bosque atacaba su olfato. El instante era sublime. Súbitamente, la voz de uno de los voceadores anunció:

—¡Jabalí a la siniestra!

Efectivamente, un braco regalo del duque de Aquitania al conde de Barcelona, de pelaje oscuro y fuertes mandíbulas, había levantado el rastro. Un gran macho con un par de colmillos que sobrepasarían de largo el palmo saltó de la espesura. Los trailleros soltaron a la jauría del mismo lado y los podencos, galgos y el braco fueron tras la huella. Los caballeros forzaron a sus cabalgaduras y cada uno preparó sus armas sobrepasando a los servidores; el cuerno anunció que la presa estaba señalada.

Los perros se llegaron a la altura del gran macho y dos de los más osados se pusieron a la par al alcance de sus afiladas cuchillas. La cabeza del cerdo salvaje dibujó un corto viaje a uno y otro lado y los dos canes, entre aullidos de dolor, fueron lanzados al aire como ramas secas. De repente, se oyó un silbido y de uno de los lados llegó una flecha que se clavó en el lomo de la bestia sin que ésta pareciera notarlo. El animal siguió su enloquecida carrera acosado por los perros y la espesura tembló ante el paso de hombres, canes y caballos.

Frente al grupo se alzaba un talud y la partida acusó el fuerte ascenso del terreno. La voz de Cap d'Estopes sonó franca en el oído de Bertran.

—¡Dadme una cabezuda!

Bertran interpretó al instante la demanda del hijo del conde. Del carcaj extrajo una flecha de astil largo y de punta muy pesada, adecuada para atravesar duros pellejos o alcanzar, lanzándola en parábola, una gran distancia. Al galope contenido se la entregó a Cap d'Estopes, y éste, sin reducir el tranco de su alazán, la colocó en el arco, se lo echó a la cara, tensó la tripa y aguardó a que el cerdo coronara el talud. Después, ofreciendo una muestra de su extraordinaria destreza, soltó la flecha por encima de la cabeza de su cabalgadura. Partió el dardo silbando en el aire hacia el embroque del animal y con un sonido sordo y profundo, semejante al repique de una baqueta sobre la piel de un atabal, se clavó junto al codillo de la bestia. Ésta se sintió herida de muerte y en su agonía se enrocó en la pared del repecho, aunque, antes de caer, tuvo fuerzas para destripar a tres perros que se alejaron entre aullidos lastimeros. Luego fueron llegando los jinetes y la gente de a pie, y al ver la certeza del flechazo y lo dificultoso de la circunstancia, prorrumpieron en gozosos aplausos y vítores. En la celebración estaban cuando del otro linde surgió la figura de Berenguer, que velozmente saltó a tierra y colocando su pie izquierdo sobre el cuerpo del jabalí, reclamó la pieza como si él fuera quien la hubiera abatido. Un silencio profundo acogió sus palabras al punto que hasta se escuchaba el crujir del cuero de las guarniciones de las cabalgaduras. Ramón descabalgó y se acercó a su hermano.

—Lo siento, Berenguer, pero la pieza es mía.

—¡Se me da un adarme que lo sientas o no! La flecha que lo ha matado ha sido la mía. ¡La tuya apenas le ha acariciado el lomo!

—No, hermano, estás confundido: la que le ha atravesado apenas la piel es la tuya. ¿No ves que ha venido desde tu linde?

En aquel momento hasta el aire del bosque parecía haberse contenido.

—¡No estoy dispuesto a que te lleves la gloria que a mí corresponde! ¡Esta pieza será sin duda la de más peso de la cacería! —proclamó con orgullo Berenguer.

—Lo lamento, hermano, pero en esta ocasión no estoy dispuesto a ceder —repuso Ramón. Su semblante, normalmente plácido, mostraba indignación—. Eres un caprichoso y voy estando hasta el copete de tus impertinencias.

Berenguer, pálido y fuera de sí, echó mano a la empuñadura de su cuchillo de caza.

En aquel momento el conde Ramón Berenguer llegó hasta la escena, acompañado por el conde de la Cerdaña, y viendo el acaloramiento de los gemelos en presencia de su invitado, decidió intervenir.

—¿Qué es lo que ocurre aquí?

El senescal Gualbert Amat intervino para poner paz.

—Nada, señor, cosas de las cacerías. La sangre joven se altera pronto. Discusiones sobre qué flecha ha sido la que ha matado a la pieza.

De la segunda fila de caballeros sonó una voz juvenil y sin embargo firme.

—La flecha que ha matado al cerdo es la de mi señor.

El círculo de cazadores se abrió y el joven vástago del vizconde de Cardona quedó al frente del anciano conde de Barcelona.

—¿Puedes sostener lo que afirmas tan rotundamente, Bertran?

—Sí, señor.

—Adelántate, ven hasta aquí.

El círculo de cazadores se abrió del todo y Bertran avanzó hasta situarse frente al conde de Barcelona.

—Explícate, te escucho. Pero ten en cuenta que si no eres capaz de justificar esa afirmación, serás castigado.

Bertran descabalgó y se adelantó hasta el jabalí. Luego, agachándose y tomando la cola del astil de la flecha, la partió con las dos manos, y con ella se acercó hasta el caballo del conde, ante la expectación de todos.

—Éste es el dardo que ha matado al animal, el otro apenas le ha hecho cosquillas.

—¡Ésta es mi flecha, padre! —exclamó Berenguer.

—Lo siento, señor, pero os confundís; como soy el que monta las plumas de las colas de los astiles de vuestro hermano y me encargo de nivelar las cabezas, cada vez que acabo una de ellas pongo mis iniciales. Ved aquí, señor, la B y la C. Bertran de Cardona. Es algo que me enseñó mi maestro, allá en Cardona.

Al decir esto, alargó el trozo de dardo al conde, que lo examinó despacio.

—Aquí se acabó el pleito —concluyó el conde, con voz tajante—. La flecha es de Ramón. Lo lamento, Berenguer, te has confundido… Y no deseo ir más allá, pues de hacerlo sospecharía que has lanzado un dardo desde una banda que no te correspondía.

La tensión era máxima y Berenguer sintió en sus carnes la humillación que la reprimenda pública de su padre representaba. Miró a uno y a otro lado, y luego, sin mediar palabra, apartó violentamente a uno de los criados que se hallaban en su camino, montó en su caballo y dándole un tremendo fustazo y clavándole las espuelas en los ijares, partió al galope.

El senescal Gualbert Amat comentó:

—Lamentable situación, señor.

—Dejadlo, ya estoy acostumbrado a los exabruptos de mi hijo y a sus intemperancias. Pero prosigamos, señores… Que este incidente no nos vaya a estropear la jornada.

Todos volvieron a montar sus cabalgaduras; los rastreadores iniciaron su trabajo, se recompusieron las jaurías y el bosque volvió a llenarse de los habituales ruidos de una montería.

A la hora de yantar todos los grupos fueron llegando a la casa de Begas comentando los pormenores de la jornada de caza.

Los encargados de la pitanza habían colocado en largas mesas las viandas propias del día. Embutidos de tripa, cecina, jamón, diversas clases de quesos secos y curados y finalmente las inmensas cazuelas de cocido; sobre montones de leña encendida varios espetones con sendos corderos giraban lentamente. Las jarras de vino y el hipocrás estaban en una mesa aparte. Los caballeros se surtieron, utilizando para el menester sus dagas de caza; cuando hubieron terminado, comieron los criados y servidores.

Después de una pausa en la que los caballeros comentaron las incidencias del día, se volaron los halcones. El favorito de Bertran quedó en segundo lugar, y ya al atardecer, tras aquella intensa jornada, los componentes de la partida fueron regresando a Barcelona en grupos.

Bertran iba tras el caballo de Cap d'Estopes, meditabundo y cariacontecido. Estaba indignado consigo mismo y se sentía traidor a su casa y a su estirpe En el incidente había llamado públicamente «señor» a Ramón, y una voz interior lo acusaba de renegado y fementido. La voz de Ramón, que lo reclamaba a su lado, lo sacó de sus cavilaciones.

Dio una breve espuela a Blanc y se situó a la altura del caballo de Cap d'Estopes. Éste, sonriente, le habló de igual a igual, como se habla a un camarada.

—Hoy además de servir a la verdad y de hacerme un favor encomiable, habéis demostrado públicamente vuestra hombría de bien y vuestro temple; y creedme que no es fácil enfrentarse a esta corte de aduladores que rodea a mi padre. Me lo he preguntado a lo largo de la tarde en varias ocasiones; en vuestro lugar y desde la calidad de rehén de mi padre de la que gozáis, no sé yo si hubiera tenido el cuajo suficiente para enfrentarme a mi hermano, cuyo carácter es de sobra conocido.

Bertran se oyó decir:

—Solamente he cumplido con mi obligación.

—Lo cual no es fácil en muchas circunstancias.

Luego hubo una pausa en la que únicamente se oía el ruido de los cascos de los caballos en el polvo del camino.

—Hoy se me ha ocurrido algo que os quiero consultar —dijo Ramón.

—¿De qué se trata, se…? —Esta vez Bertran se mordió la lengua antes de decirlo.

—Cuando hayáis acabado vuestra formación de armas, me gustaría que fuerais mi alférez. Idlo pensando.

Poco faltó para que el muchacho cayera del caballo.

A la cola del último grupo y aparte de todos los demás cabalgaban juntos el primogénito y Berenguer.

—Como habréis podido observar, mis palabras de esta mañana no únicamente han sido proféticas, sino que lo sucedido ha superado cualquier augurio —decía Pedro Ramón, aprovechando la circunstancia.

—Os juro, Pedro, que jamás se me olvidará la jornada de hoy. Y que ese mentecato entrometido pagará algún día la ofensa.

—Guardad vuestros rencores para gentes de más fuste, vuestro agraviador de hoy es un imberbe. No perdáis el tiempo en tareas menores…

—Pero los niños crecen, Pedro —repuso Berenguer—, y he apuntado en el debe su acción. Ésta me la guardo y os juro que le he de golpear donde más le pueda herir.

La partida llegó a Barcelona en la madrugada. La ciudad era un ascua ardiente. Los alguaciles, avisados desde palacio, habían encendido todos los fanales y las calles hervían aguardando la llegada del conde y de sus invitados. Justo cuando el grupo entraba por la puerta del
Call
, las campanas de la catedral iniciaron su metálico diálogo.

58

Reunión de pastores

Por orden del heredero, Marçal de Sant Jaume había convocado en su casa de Sant Cugat del Rec, a Bernabé Mainar y a Simó, el subastador del mercado de esclavos. Los dos primeros aguardaban en el salón moruno la llegada de Pedro Ramón ante sendas jarras de limonada. El anfitrión, siguiendo su inveterada costumbre, vestía al estilo sarraceno; Simó, sentado al margen, esperaba con nerviosismo la llegada del primogénito, algo envidioso de la posición de respeto que se le ofrecía a Mainar, quien, como él, tampoco era de noble cuna.

Una vez los criados se hubieron retirado, Mainar, que no mostraba el menor síntoma de inquietud tras el día de su generosa aportación, abrió el diálogo:

—¿Tenéis idea del motivo de la convocatoria?

—En absoluto, únicamente sé que cuando el heredero me envía aviso desde palacio para que os convoque, debo hacerlo sin demora.

Desde su rincón, Simó se atrevió a decir:

—Desde luego, señor, no cabe otra; y si me lo permitís y sin el menor ánimo de ofender, me parece impertinente pretender indagar sobre las intenciones del heredero.

Mainar, imperturbable, replicó:

—No sé vos, pero yo pregunto todo cuanto me interesa, soy un hombre libre, amén de apátrida, y no reconozco otro señor que el dinero del que me paga. Y por ahora he hecho yo más por el primogénito que él por mí.

—No me parecéis el mismo que llamó a mi puerta cuando os conocí —comentó Marçal.

—Señor de Sant Jaume, los hombres pueden cambiar cuando lo hacen sus circunstancias. Me parece que mis hechos me avalan. He proveído yo a la caja del heredero bastante más que todos sus partidarios juntos, si mis noticias son fidedignas.

En éstas estaban cuando los pasos del mayordomo precediendo al ilustre visitante sonaron sobre el maderamen del pasillo. El hombre se asomó a la puerta y apenas había comenzado a anunciar al recién llegado cuando éste lo apartó a un lado y se introdujo en el salón.

Los tres hombres se pusieron, al unísono, en pie.

El rostro de Pedro Ramón no auguraba una sesión plácida.

El de Sant Jaume intentó iniciar un saludo.

—Sed bienvenido a esta vuestra casa…

El heredero, sin responder a la cortesía, ocupó el sitial preferente e indicó con el gesto que ocuparan sus asientos.

—Dejaos de homenajes, Marçal, hemos de tratar muchos asuntos y no nos sobra tiempo.

Los tres volvieron a ocupar su lugar y el anfitrión comenzó la sesión.

—Como veréis, he obedecido en el acto vuestra indicación, señor.

—Es claro, Marçal, no soy ciego.

El anfitrión y Simó cruzaron una rápida mirada; ambos se dieron cuenta a la vez de que Pedro Ramón venía en un son inquietante. Por el contrario Mainar estaba tranquilo. Como aquel que sabe a qué ha venido y lo que pretende.

—Comencemos desde el principio. Dime, Simó, ¿cómo va tu cometido de comenzar a soliviantar a las gentes en ferias y mercados y recaudar dineros para mis fines?

El gordo subastador empezó a sudar visiblemente azorado.

—Señor, no es tarea fácil. Ya sabéis que la gente es reacia a soltar los cordones de la bolsa y…

—¡Imbécil! No es una lección sobre el comportamiento del vulgo lo que te demando sino una puntual explicación de cómo están las cosas.

Simó comenzó a aventarse ampulosamente con su pequeño abanico de plumas y su papada empezó a temblar cual la del pavo al que persigue el matarife cuchillo en mano.

—Señor —medió el de Sant Jaume, apiadándose por una vez del pobre Simó—, los comerciantes de cierto nivel y todos aquellos a los que les van bien las cosas tal como están y no quieren altibajos en el condado, recordando los tiempos turbulentos de vuestra bisabuela Ermesenda, están con vos y las aportaciones van cayendo; pero, si he de deciros la verdad, aunque nadie se pronuncia ostensiblemente, se puede palpar en el ambiente que el pueblo llano ama profundamente a Cap d'Estopes y que no vería con excesivo desagrado un cambio en la sucesión.

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