Authors: Chufo Lloréns
Ambos hombres se acomodaron y Marçal de Sant Jaume invitó al tuerto a explicarse.
Éste, sabiéndose importante, se arregló los calzones, se pasó la mano por el cabello y tras acomodarse el parche del ojo, comenzó a hablar:
—Curiosos son, señor, los vericuetos por los que el destino hace caminar las vidas de las gentes, para que súbitamente, algo que se ha buscado con obstinación y ahínco llegue hasta alguien que no ha dedicado sus afanes a tal finalidad, defraudando a muchos que han dejado sus vidas por dar con ello.
—Así son las cosas —comentó Marçal, extrañado ante aquel largo preámbulo—. ¿Cuántos tesoros no se han hallado sin buscarlos cuando gentes que hicieron de tal empresa el motivo de su existencia llegaron al fin de sus días sin lograrlo?
—Pues tal es mi circunstancia —afirmó el tuerto con contundencia.
—¿Insinuáis tal vez que habéis hallado un tesoro? Porque de vos ya nada puede sorprenderme…
—Tal vez en puridad no. Lo que sí puede ser es que haya llegado hasta mí el medio para hacernos con algo que puede cambiar el rumbo de la humanidad.
El de Sant Jaume se instaló en el borde de su sillón.
—Siempre conseguís intrigarme. Os escucho.
Mainar clavó su escrutadora pupila en el semblante de su interlocutor.
—¿Habéis oído hablar del «fuego griego»?
—¿Quién no ha oído hablar de tal fábula? Pero ¿a qué viene eso ahora?
—A que tal vez no fuera una fábula.
—Aclaradme la cuestión y recordadme su utilidad.
—Es muy sencillo; sobre él se han escrito mil legajos y su misterio se había perdido en el arcano de los tiempos. Griegos, romanos, egipcios, bizantinos… en fin, una lista inacabable de pueblos habrían matado por él. Y ahora, cuando ya se barruntaba que era un mito de la antigüedad, llega a mí por un conducto insospechado y su importancia es tal, mi querido Marçal, que únicamente os diré una cosa: si un gobernante se hiciera con él, se convertiría en el más poderoso de la tierra, al punto que las demás naciones se verían obligadas a serle tributarias.
El de Sant Jaume no salía de su asombro.
—Explicaos mejor, Mainar… ¿Cuál es su efecto, exactamente? Y, decidme, ¿cómo ha llegado hasta vos?
—Ahora os aclaro lo primero; en cuanto a lo segundo, os diré la manera pero permitidme que me reserve el nombre y la condición del mensajero. Como comprenderéis, debo proteger a mis informadores.
El caballero de Sant Jaume se sintió algo molesto por esa falta de confianza, pero cedió.
—Está bien, lo comprendo. ¡Explicaos de una vez!
—Si lanzáis el artificio sobre un castillo o sobre un campamento y éstos comienzan a arder, es inútil intentar apagarlos; ya podéis abocar sobre el incendio arena o agua a raudales, la cosa prendida arderá sin parar. Pero ahora viene lo más prodigioso. El fuego sigue ardiendo incluso debajo del agua.
El de Sant Jaume lo miró con la incredulidad dibujada en su rostro.
—Dos cuestiones se me vienen a la cabeza; en primer lugar no me digáis quién, pero decidme cómo ha llegado hasta vos esa información y después, ¿lo habéis comprobado en persona?
—A lo primero os responderé, un buen cliente de uno de nuestros nidos de amor que me sabe interesado en estas cosas, por una extraña coincidencia tuvo ocasión de seguir en la noche a dos jinetes y presenciar el milagro sobre el terreno, y sabiendo de mi generosidad y estando encaprichado de una de nuestras pupilas, ha intentado ganarse mi voluntad dándome cuenta del extraño suceso. Y a lo segundo, que al día siguiente me desplacé hasta el lugar donde se me dijo se había producido el milagro y pude comprobar que era cierto; en el sitio exacto, en la laguna de la Murtra, hallé el tronco incinerado al que él se había referido. Estaba totalmente carbonizado y sin embargo apenas flotaba en el agua de empapada que estaba la madera.
El de Sant Jaume se mostró decepcionado.
—Me extraña poco que con el fin de obtener a una mujer os hayan colado semejante patraña. Como comprenderéis, está al alcance de cualquiera quemar un tronco y lanzarlo al agua.
—Estáis infravalorando mi inteligencia. ¿Acaso creéis que con mi experiencia sobre calibrar exactamente la valía de cada persona resulta fácil embaucarme? ¡Cuán equivocado estáis! El mensajero que me trajo la noticia creía haber presenciado un milagro; ni conocía ni sabía lo que era el fuego griego ni lo que había representado en la antigüedad.
Marçal de Sant Jaume volvió a interesarse.
—Y ¿por qué siguió a esos hombres?
—En una ocasión tuve la oportunidad de decirle que estaba muy interesado en la persona de Martí Barbany y en las gentes de su casa. A uno de los jinetes lo conocía por haber tratado con él. Por eso, al cruzarse en su camino, los siguió.
—¿Y de dónde venían y adónde se dirigieron después?
—Eso lo ignora. Se topó con ellos en medio de la noche y del camino; al reconocer a uno de ellos, los siguió hasta la laguna, luego cuando se fueron se quedó a comprobar si lo que habían visto sus ojos era cierto, y al regreso, no pudo seguirlos.
Marçal de Sant Jaume meditó un momento.
—Me parece una historia absolutamente increíble, pero ya os he visto hacer otras maravillas. Si me dijerais que sois capaz de andar sobre las aguas, también lo creería, al punto de que estoy dispuesto a seguiros en este envite. Si fuéramos capaces de ofrecer tal maravilla al heredero, seríamos los hombres más poderosos del condado y su gratitud sería infinita. Y ahora… ¿qué se os ocurre hacer? —inquirió Marçal.
—El asunto está claro, pero me harán falta medios.
—Explicaos.
—Deberemos hacer seguir a nuestro hombre hasta que nos lleve al lugar donde han fabricado tal prodigio o, mejor, hasta que nos revele el secreto de la fórmula. Cuando estemos ciertos y se haya cumplido nuestra finalidad, yo me ocupo de quitarlo de en medio.
—Sed más concreto, Mainar. ¿Qué necesitáis?
—Me harán falta hombres dispuestos día y noche y sobre todo discretos, dotados de un caballo, que sepan disimularse entre las gentes en la ciudad y si salen a campo abierto, que sepan asimismo seguir una huella sin delatarse. Que lleguen a conocer sus rutinas para, llegado el momento, echarle el guante. Entonces cuando lo tengamos en nuestro poder, necesitaremos un lugar discreto donde encerrarlo a fin de poder arrancarle su secreto.
—Contad con ello —decidió al punto el caballero de Sant Jaume—. Decidme cuántos hombres os hacen falta y yo os proveeré de ellos, al igual que del lugar discreto donde esconderlo.
Felet, Rashid y Ahmed
Los tres hombres reunidos bajo los soportales de la terraza del tercer piso de la casa de Martí Barbany charlaban ante sendas bebidas servidas con discreción por el primer mayordomo. En aquel instante el que llevaba la voz cantante era el capitán Rafael Munt.
—Entonces, ¿estáis seguros de que el prodigio ha funcionado?
Rashid respondió:
—Hasta que no lo comprobamos tuve mis dudas. Debía confiar en el recuerdo de cómo lo hice en Kerbala la primera vez con mi hermano. En aquella ocasión, dar con las proporciones convenientes para la mezcla nos costó tres intentos y la verdad es que cuando Ahmed me condujo a la laguna de la Murtra, no las tenía todas conmigo. Pero Alá bendijo nuestra labor y ante mi incredulidad, dimos con la solución a la primera.
—Ante su incredulidad y mi asombro, capitán —intervino Ahmed—. El tronco ardió como paja seca, pero como os ha dicho el señor Rashid, continuó haciéndolo también bajo el agua.
El capitán Munt quedó pensativo unos instantes y luego preguntó:
—¿Qué cantidad habéis fabricado?
Ahmed y Rashid cruzaron sus miradas.
—La suficiente para hundir tres barcos —dijo Rashid.
—¿Su transporte es peligroso? —indagó Felet.
—No, si se toman las debidas precauciones.
—¿Y cuáles son?
—Las ollas de barro deberán ser precintadas con cera de abejas y lacre fundido; luego guardadas en cajas de madera gruesa, cinc o estaño y convenientemente afianzadas en el interior del sollado con ramas verdes para evitar cualquier choque entre ellas y, finalmente, dichas cajas deberán situarse en la parte central de la bodega de la nao que las conduzcan, donde el oleaje las afecte lo menos posible.
—Bien, Rashid, entonces pongamos en marcha el plan previsto. Vos quedaréis con Gaufred y con Andreu Codina al frente de la casa y yo partiré con Ahmed hacia Mesina en el
Sant Tomeu
. Es una saetía rápida, baja de bordo, con dos filas de remos, mucho trapo y poca mota, aunque suficiente para el caso que nos ocupa. Sin embargo, anda como un maldito; si el viento nos es favorable estaremos allí en quince días. ¿Cuándo creéis que podréis tener preparado el fardo?
—Si nos ponemos a ello con ahínco, el próximo jueves.
—¿Tenéis a buen recaudo el producto?
Ahmed respondió esta vez.
—Está en la cueva y la puerta asegurada con dos cerrojos; de cualquier manera, si alguien consiguiera entrar se encontraría únicamente con treinta grandes botas de vino alzadas sobre sus caballetes.
—Ahmed fue muy hábil —elogió Rashid—. Se le ocurrió cuando nos devanábamos los sesos discurriendo dónde ocultar la pasta amarilla obtenida. Abrimos la bota dieciséis por la parte posterior, la cerramos hacia la mitad ajustando una pieza redonda de otra bota y pusimos nuestro preparado en la parte posterior y la anterior quedó igual que antes.
—¡Ingeniosa solución! —reconoció Felet—. Decidme, ¿qué más hay que hacer para preparar el viaje?
Esta vez fue Ahmed el que tomó la palabra:
—Los herreros o los carpinteros de nuestras atarazanas deberán preparar las cajas para estibar las ollas.
—De eso me ocupo yo —avanzó el capitán Munt—. En cuanto las tenga en mi poder, os las entregaré para que coloquéis en ellas el invento; el próximo sábado, tú y yo, Ahmed, partiremos para Mesina.
Y tras estas palabras los tres hombres dieron por concluida la reunión. Aquella noche Ahmed regresó a la gruta, estuvo trajinando en ella largo rato y partió después con una abultada alforja hacia el molino de Magòria.
El día señalado, con el carromato cargado y con los sentidos alerta, la expedición partió por el camino que circunvalaba Montjuïc por la parte opuesta a Barcelona, hacia la playa que se abría a los pies de la montaña y en la que las naves descargaban sus mercancías.
Sobrepasaron el cementerio judío y Felet, que iba al frente del grupo, notó por el pisar de su cabalgadura que entraban en terreno arenoso.
—Ahmed, arrea a las mulas, no vaya a ser que con el peso de las cajas, el carro quede clavado en el arenal.
El joven, en tanto Rashid se sujetaba a la pequeña barandilla, se puso en pie y moviendo diestramente la muñeca, hizo que la serpiente de cuero del rebenque chasqueara sobre las orejas de los animales. Las acémilas apretaron las grupas, y las colleras, cinchas y baticolas de cuero rechinaron con el esfuerzo de las bestias, a la vez que los ejes del carro gemían lastimeramente. Finalmente llegaron a la playa. Allí el trasiego era constante. Cada cual iba a lo suyo. Las barcas de los pescadores descargaban su cosecha en las cestas de los compradores que posteriormente la llevarían al mercado. Otros recogían sus redes y aparejos o remolcaban sus barcas hasta la playa.
Allí aguardaba la chalupa del
Sant Tomeu
; el carromato llegó a su altura y las mulas se detuvieron agitadas por el esfuerzo.
—Capitán, ¿es ésta toda la carga? —preguntó a Felet el patrón de la chalupa.
—Efectivamente, ésta es. Pero debéis tratarla con mucho tiento, tal vez es la mercancía más delicada que habéis manejado. Colocadla bajo el banco central; si cayera al mar la pérdida sería irreparable.
—Desde este momento y hasta la partida, no me voy a despegar de vuestra invención —dijo Felet dirigiéndose a Rashid—. Ahmed, en cuanto todo esté listo en casa, recoge tus cosas e incorpórate a bordo. Deberemos partir antes de que cambie la luna.
—Así lo haré, capitán.
—Y vos, Rashid, quedad con Dios, y rezad para que todo salga bien. Disfrutad de vuestro bien ganado reposo en Barcelona y gozad de sus maravillas. Quedáis a buen recaudo. Gaufred, el jefe de la guardia, es hombre de toda garantía y Andreu Codina el mayordomo os hará sentir como el rey del orbe.
Tras estas palabras, ambos hombres se abrazaron, luego el capitán ocupó su lugar en la chalupa y a la lenta boga de los remeros la embarcación, siguiendo el riel de la luna, se fue alejando hacia el
Sant Tomeu
, en tanto Rashid se quedaba en la playa agitando el brazo en señal de despedida.
Malos augurios
Delfín andaba desazonado. Recorría las estancias de palacio en un ir y venir incesante sin saber a dónde ni por qué lo hacía. El día antes había tenido una tensa conversación con la condesa.
Almodis, desesperada al ver que su marido no se decidía a desheredar al primogénito, había decidido emplear todas sus armas. Su plan, por lo arriesgado, rozaba el abismo. Le faltaba un soplo para convencer a su marido de la conveniencia de cambiar su testamento, para lo que necesitaba una prueba que pusiera en evidencia lo imprevisible del carácter del heredero, cuya credibilidad fuera avalada por testigos incontestables.
Se trataba de provocar a Pedro Ramón en público, ante damas, palaciegos y diversas gentes de la confianza del conde, para exacerbar su natural violento, hasta que intentara atacarla. Tal actitud inclinaría a favor suyo la todavía vacilante opinión de su esposo.
Delfín tenía un pálpito: aquello podía provocar una tempestad y acabar en tragedia.
Así que el día anterior y delante de su ama se había enfrentado a doña Lionor. El enano repasaba una y otra vez el diálogo habido, el lugar y las circunstancias.
La tarde era espesa. Un letargo denso se abatía sobre palacio. La gente que no tenía empleo o guardia se había recogido en sus cámaras. Los tres estaban solos en la salita privada de la condesa.
—No entiendes el alcance de mi plan —decía la condesa.
—No soy tan lerdo, ama —repuso el bufón, de mal humor—. Lo que ocurre es que sopeso las circunstancias y pienso en el peligro que entraña.
—No hay peligro, Delfín —intervino doña Lionor—. Ya se te ha dicho, por activa y por pasiva, que se llevará a cabo ante testigos de categoría y de hombres de armas, amén de todas sus damas y del padre Llobet, que habrá sido citado con anterioridad.