Mar de fuego (49 page)

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Authors: Chufo Lloréns

BOOK: Mar de fuego
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Pedro Ramón se acarició el mentón un instante.

—Gracias, Marçal, me gustan las cosas claras. Y decidme, ¿de dónde provienen la mayor parte de los ingresos?

—Sin duda de los negocios que regenta nuestro hombre. —Al decir esto, señaló ostensiblemente a Mainar.

—Sois, por lo visto, mi benefactor.

—Hago lo que puedo, como siempre —repuso tranquilamente Mainar, a quien no parecía afectar el mal humor del heredero.

—A fe mía que sois un fiel servidor que a su debido tiempo será cumplidamente recompensado.

—Eso espero de vuestra generosidad —concluyó Mainar sin recato ni apuro con una leva inclinación de cabeza, ante el asombro de Simó y el semblante cariacontecido del de Sant Jaume.

—Y decidme, ¿cómo habéis organizado la colecta entre los fieles?

—Al igual que lo hace nuestra Santa Madre Iglesia, al modo que lo hacen los eclesiásticos.

—¿Y cuál es?

—Pidiendo sin decoro —respondió Mainar, ahogando una carcajada.

—No os comprendo… Si no os explicáis mejor.

—He cargado un impuesto, digamos que voluntario para los fines de la casa condal y, viniendo a lo que vienen, a nadie se le ocurre pedir explicaciones. Desde luego que la petición se hace antes de ocuparse: cuando vienen salidos como verracos, perdonadme la licencia, y no tienen reparo en abrir la bolsa.

Marçal y el subastador estaban asombrados ante el atrevimiento de Mainar.

—Alimentad mi curiosidad, ¿dónde es más proclive el personal a aportar su donación?

—Al contrario de lo que sería normal, en Montjuïc donde acude la gente de menos posibles se recoge más que en la Vilanova dels Arcs.

El de Sant Jaume intervino.

—Siempre ha sido así: es más fácil que dé el que nada tiene, que el que guarda y atesora.

—Y bien, Simó, dime cuánto se ha recogido hasta el día de hoy.

El gordo, blanco como la cera, respondió:

—No llevo las cuentas, señor, todo lo que se recoge se entrega, tal como se me ordenó, al señor de Sant Jaume.

Éste, al sentirse aludido, aclaró:

—Señor, sin contabilizar las ferias de Vic ni la de Perelada, debemos de ir, más o menos, por los dos mil mancusos.

—Está bien, Simó; quizá deberías tomar ejemplo del amigo Mainar e idear algo. Tal vez un porcentaje en la compra de esclavos.

El gordo se atrevió a argumentar:

—Señor, tal iniciativa escapa a mis atribuciones: el hecho de gravar el producto deberá ser sancionado por la firma del alcalde o mejor del interventor de mercados, que en su tiempo fue vuestro principal valedor, el malogrado Bernat Montcusí.

—Está bien: intentaré hacerlo desde palacio. Y ahora si no tienes nada más que decirme, abandona la reunión; lo que aquí se va a tratar no es de tu incumbencia.

El gordo subastador no se hizo repetir la orden; se puso en pie, tan rápidamente como le permitieron sus carnes, y tras un desmañado saludo se retiró de espaldas, poniendo buen cuidado de no tropezar con la espesa alfombra que cubría la totalidad del suelo.

Los tres hombres se quedaron solos. Tanto el de Sant Jaume como Mainar miraron al primogénito intrigados por el tema que se anunciaba tan secreto.

—Antes quiero poneros en antecedentes sobre el motivo de esta reunión y la razón de que quizá hoy mi talante no sea el de costumbre —empezó a decir Pedro Ramón—. Ahora que se ha ido esa escoria, cuyos temblores y sudoraciones de animalillo me ponen enfermo, puedo hablar con mayor franqueza.

Pedro Ramón se dedicó durante un largo rato a detallar con pelos y señales lo acaecido durante la cacería.

—Ahora ya no me cabe duda —concluyó—: las intrigas de esta ramera han hecho mella en mi padre, que no se priva en público y ante su futuro yerno, el conde de Cerdaña, de marcar claramente sus preferencias.

El silencio se instaló durante un tiempo en la estancia y duró lo que tardó el de Sant Jaume en llenar de nuevo las copas. En cuanto lo hubo hecho, se atrevió a opinar.

—Señor, en esa circunstancia vuestro padre mostró claramente sus preferencias… Sin embargo creo que al que dejó en peor lugar fue a su otro hijo, vuestro medio hermano Berenguer.

—¡A mí me correspondía ir en el grupo principal! —exclamó el primogénito—. Para él no fue desdoro; el que debería haber sido honrado acompañando a mi padre era yo. Berenguer se metió en un mal paso con el asunto de la flecha, pero el testimonio del muchacho de Cardona fue imbatible.

La voz de Mainar se hizo sentir.

—Y ese jovencito de Cardona ¿quién es?

—Entró en palacio como rehén de su padre, el vizconde de Cardona, que es deudo del mío, pero la protección de mi otro hermanastro y su natural talante adulador han hecho que mi padre le trate como un huésped distinguido.

—Y entonces, ¿por qué no regresa a su casa?

—Existen dos motivos que justifican su estancia en la corte; el primero, Ramón lo ha elegido como escudero y algo me dice que con el tiempo lo hará su alférez, y el segundo, si los rumores que corren entre las damas son ciertos, sé que anda en amoríos con una jovencísima damita de mi madre, Marta Barbany, que le tiene sorbido el seso.

Mainar alzó las cejas e indagó:

—¿No es hija tal vez de Martí Barbany, el que motivó la muerte de mi padre y al que compré la casa de la Vilanova dels Arcs?

—Del mismo —aclaró Marçal.

Mainar se dirigió al primogénito del conde.

—Está bien, señor, proseguid, hasta ahora nos habéis relatado la historia de unos hechos, pero nada nos decís del motivo de esta reunión ni de lo que pretendéis de mí. Y hablo por mi persona únicamente.

—Voy a deciros mi idea y vos me diréis si es factible.

—Os escucho —dijo Mainar.

—En nuestra primera reunión, cuando nos explicasteis vuestra auténtica condición y vuestra asombrosa historia, os pregunté si seríais capaz de ejercer vuestras habilidades con una persona de rango y por tanto muy protegida.

—Y yo os respondí que todo es factible con el tiempo suficiente y los medios y la autorización oportunos.

—Marçal, cerrad las puertas —ordenó Pedro Ramón.

El de Sant Jaume se alzó y llegándose a la cancela atrancó las dos hojas.

—Escuchadme atentamente. Ahora no es que tema sino que tengo la certeza. Esa bruja se va ganando la voluntad de mi padre y va a lograr que yo sea desposeído de mis derechos, con la ley o sin ella, cambiando lo necesario para justificar su tropelía.

Los dos hombres seguían sin parpadear las palabras de Pedro Ramón.

—Y ahora os pregunto sin ambages, Mainar: ¿seríais capaz de desembarazarme de esa maldita arpía?

Bernabé Mainar meditó unos instantes.

—La muerte de vuestra madrastra no os asegura el trono —expuso Mainar en tono firme—. Es más, si tan comido le tiene el seso a vuestro padre, ¿quién os puede asegurar que, al deceso de su esposa y en su homenaje, no nombre heredero a Cap d'Estopes?

Mainar hizo una pausa para que esa reflexión penetrara en la mente del primogénito. Su malévola mente veía claro cuál debía ser el objetivo del primogénito: sólo en caso de que Ramón muriera, se aseguraba éste el trono; eso sí, la muerte de Ramón tenía que parecer un accidente, y llevarse a cabo sin despertar la menor sospecha sobre el primogénito. Por unos instantes estuvo a punto de proponer esa idea a Pedro Ramón, pero la presencia de Marçal de Sant Jaume se lo impidió. Aunque su fidelidad a la figura del primogénito era notoria, la experiencia había enseñado a Mainar a ser extremadamente cauto.

Pedro Ramón asintió, estupefacto ante el razonamiento impecable de su interlocutor.

—Sois un hombre muy inteligente, Mainar —dijo el heredero—. Aunque debo deciros que a veces el odio me ciega…

—El odio es mal consejero, señor —dijo Mainar con voz suave—. Ante una mujer como vuestra madrastra lo mejor es actuar con frialdad.

Pero, a pesar de que el primogénito asintió de nuevo, en sus ojos no se había apagado la llama del rencor.

59

La gruta

Tras el entierro de su padre, Ahmed se dio cuenta de que el trabajo era la única poción capaz de apartar de su mente los negros nubarrones que le embargaban. El estado de su madre le impedía regresar al molino: Naima andaba como alma en pena por los rincones que habitara su marido, y en ocasiones, Ahmed le hablaba sin que la mujer pareciera oírle. En cuanto a él, pese a los servidores, guardias y gentes que allí habitaban, añoraba las conversaciones con su hermana y las porfías con Marta a la que ahora, sin saber por qué, en su evocación, llamaba ama.

Su ruta diaria iba y venía desde la casa a la gruta de Montjuïc. Únicamente cuando su tarea se lo permitía, se acercaba a ver a Manel.

Una única compensación le brindó aquella circunstancia. Rashid al-Malik resultó ser una fuente inagotable de sabiduría. Al principio se creyó incapaz para el trabajo que le habían encomendado, pero luego se dio cuenta de que el hombre era tan sabio como bondadoso y que ante sus vacilaciones mostraba una paciencia infinita. Había días que entraban en la gruta al clarear el alba y salía en su compañía a la anochecida.

Rashid al-Malik era metódico y preciso hasta la exageración. Cada mañana al llegar se ponían dos largos mandiles y encendían los candiles. Rashid comenzaba a demandarle los tarros, redomas, alambiques y demás menesteres que contenían la serie de productos que habría de mezclar y los artilugios que le eran precisos. De ellos, con un medidor, tomaba la cantidad requerida y exacta y colocándola en un mortero comenzaba a picarla o macerarla según conviniera; luego, en un alambique y sobre el hornillo, iba destilando sobre la mezcla distintos líquidos. Al mediodía detenían la tarea para, sentados en el banco de piedra, consumir el refrigerio que habían traído de las cocinas de Mariona.

Lo que parecía imposible llegó una tarde, tres meses después de haber iniciado las pruebas. Rashid se giró hacia él y con voz emocionada y solemne, dijo:

—Ahmed, si no me he equivocado en las proporciones, esto ya está.

El producto era una mezcla parda y gelatinosa que temblaba al contacto de cualquier utensilio como un flan de los que hacía Mariona en los fogones de la cocina de la casa de la plaza de Sant Miquel.

—Y ahora, maestro, ¿qué debemos hacer?

—En primer lugar meter una porción en una de las pequeñas ollas de barro y sellarla con cera de abejas y lacre. Y luego probarlo, hijo mío —respondió al-Malik.

—¿Cuándo y dónde?

—La primera noche que no haya ni un punto de luna. En cuanto al lugar… necesitaríamos la proximidad de unas aguas tranquilas —dijo Rashid.

—La luna está menguante, y dentro de tres días llegará a su mínimo.

—Pues ésa será la noche; nos reuniremos aquí, tomaremos la olla y un madero e iremos adonde tú digas para comprobar si todo ha salido bien. ¿Has previsto algún lugar?

—Desde que me explicasteis para qué servía el invento, he andado pensando en ello.

—¿Dónde pues?

—Hay un pequeño riachuelo en los lindes de Gavá: en un remanso, la corriente hace como una laguna, lo llaman la Murtra. Creo que el lugar es óptimo.

—Pues no hablemos más: ese día será la gran prueba.

A partir de aquel instante Ahmed no pudo dormir. Daba vueltas en su cama toda la noche hasta que el primer rayo de sol le sorprendía sudoroso y revuelto entre sus frazadas.

El gran momento llegó. Dos jinetes en sendas caballerías y llevando sujeta por el ronzal una mula provista de alforjas partieron de la casa de la plaza de Sant Miquel y se dirigieron, pasando por la puerta del
Call
, hacia la gruta de Montjuïc. Llegaron cuando ya había caído la noche. Descabalgaron, y tras dejar las caballerías sujetas a la barra dispuesta en la entrada para tal menester, Ahmed con la gruesa llave abrió el cierre del travesaño de roble que encajado en dos piezas de hierro atrancaba la puerta y tras introducirse en la gruta y encender un hachón con el pedernal y la yesca que llevaba siempre consigo, ambos se dispusieron, con mucho tiento, a cargar la pequeña olla y un madero apropiado para la prueba. Colocaron sus tesoros en la alforja de la mula, que pateó inquieta ante la inesperada carga, y partieron.

—Dejadme ir delante, Rashid, yo conozco el camino.

Éste asintió con la cabeza y, colocando el pie en el estribo, montó su caballería y se dispuso a seguir al muchacho. Ahmed montó a su vez y sujetando el ronzal de la mula en el arnés de su montura se adentró en la noche.

El extraño cortejo se fue apartando de Barcelona. Las luces de las fogatas se fueron alejando y cada vez se hicieron menos frecuentes. Bordearon Montjuïc por el interior; durante el trayecto encontraron grupos de personas y algún que otro jinete que regresaban a la ciudad. Uno de ellos, montado en un pollino, detuvo su paso y permaneció unos instantes mirándolos, sin que ellos se percataran. Luego, dejando la calzada principal se internaron por una trocha que se adentraba peligrosamente en un lodazal pantanoso, una traidora marisma entre la costa y el interior. Luego de un tiempo alcanzaron un tupido pinar; la noche era cerrada y por no perderse, Rashid conducía su caballo pegado a la cola de la mula. Un rumor de agua llegó desde lejos que al aproximarse se hizo más y más intenso; pronto alcanzaron la ribera de un arroyo: Ahmed lo fue remontando hasta llegar a un recodo donde se formaba un remanso cual si fuera una laguna cerrada. Una vez allí, y tras una señal del muchacho, descabalgaron y procedieron a desembarazar a la mula de su gravosa carga. El croar de las ranas y el agudo chirriar de los grillos conformaban su único coro de acompañamiento. Rashid al-Malik miró a uno y a otro lado; el pinar era tupido y les protegía de casi todas las miradas curiosas.

Magí, montado en un borrico que pertenecía a su madre, regresaba de su aventura nocturna. Por enésima vez el padre Llobet le había autorizado a pernoctar fuera del convento. Eufórico, iba todavía algo trastocado y una bruma alegre y espumosa, fruto de la inhalación del humo de aquel delicioso brasero, nublaba su mente y embargaba su espíritu. La vida era maravillosa y si sabía cumplir las indicaciones que el amable mecenas le había impartido, podría gozar de las delicias de Nur muchas otras veces. Súbitamente, al doblar la fuente de la cantera de mármol donde los lapidarios acostumbraban a hacer un alto para quitarse el polvo que casi les cegaba tras un día de labor, avistó a dos jinetes que tirando de una mula iban en dirección contraria a la suya. Como el sendero era angosto, chascando la lengua y tirando de la brida de su jumento, se hizo a un lado, pues el volumen de la mula que venía en sentido contrario, aumentado por las alforjas, era considerable. Los jinetes iban en silencio, y sin embargo Magí, al cruzarse con el primero y verle el rostro de soslayo, recordó al joven al que iba dirigido el mensaje del padre Llobet y que moraba en la casa de Martí Barbany. Su mente se despejó rápidamente. Pese a que no había hurtado su mirada al paso de los jinetes, pensó que era muy difícil que le hubiera reconocido sin el pardo hábito y cubierta su cabeza con aquel gorro.

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