Authors: Chufo Lloréns
El otro, fuera por cumplir o porque la actitud del hombrecillo le sorprendió, se decidió.
—Pasa, es la puerta del fondo.
—Yo quiero ver al veguer.
—Tú verás por el momento a mi superior, y si tu relato es lo suficientemente verosímil te verá quien corresponda.
Sin más, el centinela se fue a la puerta y Bernadot comenzó a caminar pasillo adelante. De la primera puerta a la izquierda salía ruido de tabas y grandes risotadas. Al pasar vio a varios hombres ante una mesa sobre la que lanzaban los pequeños huesecillos a la vez que se reían ruidosamente del que, dedujo por su talante, era el perdedor. Al llegar al fondo dio con sus nudillos en la puerta; del interior salió una voz.
—Pasa.
Empujó la hoja y asomó la cabeza.
—¿Dais vuestro permiso?
—Entra, siéntate y explica tu historia rápido. He escuchado muchas y por cierto ninguna creíble; llegas en mala hora, estoy cansado y tengo ganas de irme a casa; te advierto que ya hay varios en el calabozo de abajo y mañana los van a disciplinar como corresponde, con que ¡ojo con lo que inventas!
Bernadot se introdujo en el pequeño cubículo y se sentó frente al oficial.
—Lo que os voy a relatar es la pura verdad y, si no me engaño, creo que el hombre que ayudé a trasladar es el que están buscando.
El otro alzó los ojos de la vitela que tenía sobre la mesa y le miró fijamente.
—Venga, desembucha y no te dejes nada. Yo juzgaré si tu relato es digno de llegar hasta el veguer o no vale la pena.
El hombre venía preparado. A él, que se dedicaba a transportar personas y cosas, le habían contratado para trasladar a un sujeto, que le dijeron que era peligroso. Vestía tal como habían descrito los pregoneros y no había llegado en muy buen estado.
—¿Entraste en esa masía?
—Yo cumplí únicamente con el encargo. Ayudé a descargarlo y lo deje en la puerta; un tipo al que no me gustaría encontrar en una trocha en medio del bosque en una noche oscura se hizo cargo de él.
El cabo meditó unos instantes.
—Mira por dónde, es lo más creíble que me han contado en todo el día. Espera aquí, voy a pasar tu historia al veguer; si tienes suerte saldrás de aquí rico, pero si no… acabarás con la espalda surcada de costurones.
La hueste
Al cabo de dos días los hombres de la hueste llegaron a Arbucias. Al frente de ellos iba el senescal Gualbert Amat en persona. El plan era concreto: desde el momento que el veguer le notificó que se tenía noticia fidedigna de que el llamado Rashid al-Malik estaba retenido en una masía fortaleza propiedad de un antiguo cortesano llamado Marçal de Sant Jaume, protagonista de una antigua y curiosa historia en Barcelona, su misión no fue otra que rescatarlo. Para lo cual partió al frente de cincuenta hombres.
En cuanto el grupo armado llegó a su destino, lo primero que hizo el senescal fue rodearlo totalmente.
Llegados a la gruesa puerta, uno de sus lugartenientes se apeó de su cabalgadura y la golpeó con fuerza; el sonido retumbó dentro de la fortificada masía. Sin tardanza, un hombre, al ver el poderoso grupo armado, se precipitó a soltar el cerrojo y abrir.
Desde su poderoso garañón, el senescal habló.
—¿Pertenece esta casa al caballero Marçal de Sant Jaume?
El criado gigantesco, que no era otro que Sisebuto, había abierto, perfectamente aleccionado y siguiendo el plan que había urdido Bernabé Mainar, respondió al punto.
—Pertenecía, señor, antes de la gran desgracia.
—¿A qué os referís?
—El propietario de esta masía murió hace dos días junto con su huésped.
El senescal comenzaba a perder la paciencia.
—¿Quién guarda la casa?
—Mi amo, Pere Fornells.
—Dile que acuda. —Luego, volviéndose a la tropa, ordenó—: Sargento, que sus hombres rodeen el jardín.
En tanto la gente se desplegaba, el hombre partió como una exhalación hacia el interior de la masía compareciendo al punto acompañado sin duda por otro de mayor rango.
—¿Quién sois?
—Hasta hace poco, el guarda de esta casa a las órdenes de mi extinto señor, Marçal de Sant Jaume.
—¿Por qué decís hasta hace poco?
—Porque mi amo ha fallecido e ignoro lo que me deparará el futuro.
Gualbert Amat, en tanto que uno de sus hombres sujetaba su caballo por la brida, puso pie a tierra.
—Sargento, treinta hombres dentro de la casa y cuatro de los de mi séquito conmigo. Llevadme adentro.
Todo se cumplió según lo ordenado y al cabo de poco se hallaba el senescal sentado en el gran salón del primer piso con dos hombres en la puerta, otros dos con él en el interior y Pere Fornells en pie frente a él.
—Vamos a ver si me explicáis este enigma. Esta masía, si mis noticias son verdaderas, pertenece al señor de Sant Jaume.
—Ya os lo he indicado antes. Así era hasta antes de ayer, para ser exactos, hasta que ocurrió la gran desgracia.
—Luego me explicaréis qué desgracia ha sido ésa, pero primeramente quiero saber si está aquí retenido un extranjero por más señales, islamita, llamado Rashid al-Malik.
—El señor al-Malik fue un huésped distinguido en esta casa, y tristemente la desgracia a la que me he referido también le afectó a él.
Gualbert Amat alzó la voz.
—¡Si no queréis que os lleve encadenado a Barcelona con todo el servicio de esta casa, hablad claro y pronto!
Hasta el último de los servidores de la masía estaba instruido y bien remunerado. Mainar había sido espléndido. Por otra parte, eran muy pocos los que habían tratado al prisionero y hasta el último día había tenido su aposento en la masía. Para todos los criados, lo que se cocía en la gruta, era un misterio. Por ese lado, Fornells nada temía.
—Maese Rashid vino a esta casa hace unas semanas contratado por el señor de Sant Jaume; vivió alojado en el torreón del norte, por cierto a cuerpo de rey, y trabajaba para mi señor creo que a cambio de un gran estipendio, fabricando algo que él sólo conocía.
—¿Y cuál fue la desgracia a la que aludís?
—Hace dos días, cuando estaba a punto de finalizar la tarea, llamó a mi señor para que viera la coronación de sus esfuerzos. El producto era altamente peligroso, al punto que no quiso hacerlo aquí dentro y trabajaba en una gruta al fondo del huerto. Al mediodía un incendio se desató en la gruta y allí acudimos todos. El espectáculo era terrible; por lo visto se le prendió fuego a la ropa y mi señor al pretender salvarlo también ardió. Los dos cuerpos quedaron tan ligados que ha habido que enterrarlos juntos.
El senescal observaba al alcaide con desconfianza.
—Como comprenderéis, todo lo que digáis se va a comprobar. Id con cuidado: si os pillo en un solo renuncio os vais a cansar de ver la luna a través de la reja de una mazmorra. Y ahora decidme, ¿cuándo, dónde y por qué conoció vuestro señor al huésped del señor Barbany?
—Eso lo ignoro, señor.
—¡Me estáis mintiendo! —gritó el senescal—. ¿Acaso creéis que no sé que ese invitado, como vos le llamáis, llegó a esta casa contra su voluntad y con una grave herida en la cabeza?
Fornells se defendió.
—Que llegó herido me consta; a mí se me explicó que había tenido un mal encuentro cuando acudía a la cita, pero contra su voluntad no vino; si queréis os puedo mostrar su habitación, todavía con sus pertenencias. Aquí fue considerado y tratado como un huésped principal.
El senescal se puso en pie.
—No sólo me vais a enseñar su habitación, sino que me vais a mostrar la gruta donde decís que trabajaba y asimismo quiero ver su cadáver.
—No os lo aconsejo, señor. El aspecto de los dos cuerpos soldados es lo más terrible que han visto mis ojos.
—Guardaos vuestros consejos para cuando os los demande. Y ahora acompañadme.
Seguidos por los cuatro armados que lo habían escoltado hasta el salón, salió Gualbert Amat precedido por el alcaide, para inspeccionar tanto la gruta del fondo del jardín como la tumba recién cavada.
Pere Fornells separó la maleza que ocultaba la entrada. La puerta estaba abierta y chamuscada por su interior. Gualbert, volviéndose hacia su tropa, ordenó:
—¡Que alguien me traiga un candil!
Raudamente uno de sus hombres se aprestó a buscar el mandado, regresando al punto con un grueso hachón de cera amarillenta encendido.
El senescal lo tomó en su diestra y se asomó al hueco de la puerta. Gualbert no olvidaría en mucho tiempo el olor que manaba del interior. El guardián, que se había provisto de un pañuelo que le cubría nariz y boca, se adelantó hasta él y señalando un lugar en el suelo en el que se veían restos de grasa humana y ropa quemada, dijo escuetamente:
—Fue aquí.
Gualbert dudaba. O aquel hombre decía la verdad o era un consumado actor y un perfecto farsante; misión suya sería aclararlo. Cabía la posibilidad de que el anciano, en ausencia de su patrón, tal vez aburrido por la monotonía de los días, hubiera conocido a Marçal de Sant Jaume y, vencido por la codicia y a espaldas de Martí Barbany, hubiera pactado hacer su invención para él. El tal Bernadot había explicado que el sujeto vino aherrojado y con una brecha en la cabeza, aunque no afirmó que él hubiera visto cómo se la hacían y por otra parte, para un pobre hombre, la tentación podría haberle impulsado a inventar esa parte de la historia.
—Conducidme hasta la tumba que habéis preparado.
—Está arriba, en el montículo, junto al antiguo cementerio.
—¿Por qué no los habéis enterrado en él?
Fornells improvisó rápidamente.
—Estaban pegados, señor, y el señor al-Malik era islamita… No se le podía enterrar en sagrado.
—Está bien, llevadme donde sea.
—Harán falta picos y azadas.
—Id a por ellos, dos de mis hombres os acompañarán. No se os ocurra intentar alguna tontería.
—No tengo por qué, señor, yo únicamente he cumplido órdenes y no he hecho nada contra la ley.
Partió el hombre acompañado del armado y regresó al cabo de poco con los pertrechos exigidos.
—Allí es, señor, seguidme.
Se dirigió el hombre hacia un altozano apartado que lindaba con el antiguo cementerio del lugar. En llegando, Gualbert Amat distinguió de inmediato un montículo de tierra, recientemente removido, en cuyo extremo superior se había colocado una rudimentaria cruz.
El senescal ordenó, escueto y autoritario, dirigiéndose a la vez a sus hombres y al llamado Fornells:
—¡Cavad!
Se pusieron a ello tres que, tomando picos y azadones, siguieron las indicaciones del guardián. Al cabo de un tiempo comenzó a aparecer un revoltijo de ropas quemadas y huesos calcinados, todavía con carne adherida en el costillar. Cuando surgieron los cráneos juntos como en una macabra danza funeraria, el senescal ordenó detener la operación y se aproximó al borde de la fosa, examinándolo todo detenidamente. Luego se volvió a Fornells.
—¿Por qué a éste le falta el dedo anular de la mano izquierda?
El aludido hizo como si observara aquella anomalía por vez primera.
—Lo ignoro, señor. Cuando todo sucedió yo no estaba presente.
—Esto queda incautado hasta nueva orden. Nadie podrá tocar nada. Dejaré aquí un retén al mando de un hombre de mi confianza y vos me acompañaréis a Barcelona. El juez dilucidará lo que haya que hacer con vuestra persona si cree o no vuestra versión. Tal vez un careo con el carretero, que os contradice, aclare las cosas.
Unos días antes
La trágica muerte de Marçal de Sant Jaume había precipitado los acontecimientos.
Bernabé Mainar se encerró en la sala del primer piso de la fortificada masía con Pere Fornells y previendo el futuro, tomó decisiones. La hueste barcelonesa, tarde o temprano, llegaría a Arbucias; entendió el tuerto que no en balde corrían por los mercados y ferias de Barcelona aquellos chismes en boca de todos los correveidiles de la plaza. Si, como imaginaba, venían buscando a Rashid al-Malik, todos los servidores de la casa, que por otra parte nada más sabían, debían sostener que el sarraceno había llegado allí por propia voluntad y había vivido a cuerpo de rey, por haberlo convenido así con el caballero de Sant Jaume. En aquellos momentos Mainar ignoraba si alguien más estaba al tanto o no del misterio del fuego griego, pero conociendo el sigilo con que se había llevado el asunto pensaba que tal circunstancia era improbable, a excepción, por supuesto, de Barbany.
Él en tanto, a galope tendido y por si el cerco se cerraba, tomando dos cabalgaduras se dirigió a Barcelona a matacaballos con una única idea en la cabeza. Atajó por Molinos del Solar y cabalgó por recónditas trochas hasta salir a la vía Francisca. En menos de una jornada se halló ante la casa de Sant Cugat del Rec. Cuando iba a golpear la puerta, Samir, el mayordomo, salió a su encuentro. En el rostro y en el aspecto del viajero, el liberto intuyó que algo malo había acontecido.
—¿Qué ha ocurrido, señor? ¿Dónde está mi amo?
Mainar no estaba para miramientos.
—Ya no tienes amo, Samir.
El color abandonó el rostro del liberto.
—Por caridad, señor, decidme qué ha ocurrido.
Mainar, en tanto accedía al interior y se desprendía de sus guantes, fue relatando al sirviente el triste final de su amo.
—Y si se os pregunta algo, sostendréis que en vuestra presencia y en esta casa se cerró el trato entre ese individuo y vuestro señor.
El otro se asustó.
—No lo conocí. Si me preguntan ni sabré siquiera describirlo.
—No te preocupes, Samir, yo te lo detallaré exactamente, y te diré también cuándo pudo ser. Ahora no perdamos tiempo, ábreme el pabellón de caza y aguarda afuera, debo cumplir las últimas voluntades de mi socio, tu señor.
El criado lo observó con un punto de desconfianza.
El tuerto reafirmó su autoridad.
—¿Recuerdas la reunión que hubo en esta casa el desgraciado día del incidente de la esclava?
—Desde luego, señor.
—Pues he de revisar uno de los documentos de aquella noche y que favorecen al heredero Pedro Ramón, más aún en las circunstancias en las que se halla. Espero que lo entiendas.
El liberto ya no dudó. Desapareció un instante de la vista de Mainar y compareció de nuevo llevando un aro de llaves.
—Cuando gustéis, señor.
Partieron ambos hacia el pabellón de caza. El criado, introduciendo una de las llaves, pugnó unos instantes con la cerradura. Bernabé Mainar entró en la estancia y cerró tras de sí. Sin dudarlo un instante se llegó hasta la cabeza del ciervo y manejando el mecanismo hizo que ésta se abriera. El tuerto se hizo rápidamente con los dos saquitos que reposaban en su interior, los ocultó a continuación bajo su jubón, volvió a colocar la testa en su lugar y se dirigió de nuevo a la puerta.