Authors: Chufo Lloréns
Un hecho singular vino a redimirla de la congoja absoluta que invadía su ánimo. Una tarde, estando en la cocina pelando patatas, se le acercó un criado de los que podían salir de la mansión y visitar el mundo exterior, Pacià era su nombre.
—Te llamas Zahira, ¿no es verdad?
Ella asintió con la cabeza.
—Alguien de afuera me ha dado mensaje para ti.
La muchacha, casi sin atreverse, alzó los ojos. Ante su mirada interrogante, el otro prosiguió.
—El nombre de la persona que te envía el mensaje es Ahmed. Me dice que Manel fue el que le dio el tuyo y espera tu respuesta a través de mí.
Zahira quedó sin habla.
—¿Me estás oyendo?
—Claro.
—Me has de dar una clave, para que él sepa que no le miento y yo le transmitiré, palabra por palabra, lo que me digas. Ahora me tengo que ir; dentro de un rato pasaré por aquí, piénsalo. —Sin otra cosa decir, Pacià tomó un gran saco de avellanas, se lo cargó al hombro y partió al punto.
Zahira miró a un lado y a otro para cerciorarse de que nadie la había visto, luego, comenzó a pensar rápidamente el mensaje que quería enviar a Ahmed. Su mente era un torbellino, seguramente jamás volvería a tener una ocasión semejante y su cabeza trazó un plan a toda prisa. Pacià ya regresaba por el fondo del pasillo; llegó hasta donde ella estaba e hizo como si cambiara de sitio alguna mercancía.
—¿Lo has pensado?
Con voz trémula y muy baja, Zahira se explayó.
—Dile que se olvide de mí, que jamás saldré de este lugar, que sea muy feliz y que lo más hermoso que me ha sucedido en la vida ha sido conocerle.
El hombre se mostraba nervioso.
—La clave, venga: la clave… Dime una palabra que demuestre que has sido tú la que me ha dado recado.
Zahira meditó rápidamente y luego, volviendo el rostro hacia el hombre, musitó:
—Margarida. Ésa será la clave.
El hombre, sin decir palabra, partió a su avío, repitiendo por lo bajo «Margarida, Margarida». Cuando ya estaba en la puerta oyó la voz de la muchacha:
—¿Cuándo sabré algo?
—Yo te buscaré caso de que haya respuesta.
La primera vez que Zahira paseó su mirada por el local y observó la distribución de las mesas, los rincones, el gran banco del fondo y finalmente el tablado semicircular rodeado de candiles, adivinó la actividad que allí se desarrollaba todas las noches. Era, a tamaño reducido, algo semejante a la subasta de esclavos, adornada sin embargo con bailes y canciones. Una semana después de su llegada le entregaron una bata de sarga, un delantal blanco y una cofia y le indicaron que debería ayudar a uno de los mozos del comedor a servir a los clientes. Por las charlas que había mantenido en la cocina con una de las muchachas, dedujo que su intuición no la había engañado sobre la actividad que allí se llevaba a cabo, pero su imaginación se había quedado corta. Al entrar en la sala siguiendo al mozo, el humo que proporcionaban cuatro pebeteros quemando hierbas aromáticas nubló su vista; luego, cuando sus ojos se fueron acostumbrando a aquella semipenumbra y su mente se fue aislando del barullo de la gente, pudo observar a qué se destinaba el salón y por qué desfilaban sobre aquel escenario muchachas casi púberes a las que un sayón despojaba de sus ropajes entre las risas y apuestas de los presentes. Las mesas estaban llenas; una cantidad de hombres que por su vestimenta intuyó de cierta condición, se repartían por la extensa sala. Comerciantes, vecinos de Barcelona, gentilhombres, cambistas, poseedores de puestos en el mercado, bebían vino, reían y comentaban la mejor o peor calidad de las víctimas que continuamente se mostraban en el escenario. Tres músicos que tañían un rabel morisco, una fídula de ocho y un arpa acompañados por dos muchachos negros que marcaban el ritmo percutiendo con los gruesos dedos la tirante piel de cabra de unos pequeños timbales, ambientaban la velada y acompañaban la exhibición de alguna que otra muchacha que, con el rabillo de los ojos tiznado de carboncillo, el cabello suelto sujeto con peinetas y los pómulos de las mejillas resaltados con magenta, además de mostrarse, danzaba alzando los brazos y moviéndose de un modo rítmico y sincopado, como si el tronco estuviera descoyuntado del resto. Zahira, con la mirada baja, seguía al mozo que le habían asignado.
El reencuentro
A la hora que acostumbraba a salir el carretero con los desechos y porquería de la casa, Ahmed aguardaba bajo la sombra de un tilo a que se abrieran las puertas y surgiera el mensajero. La espera se le hizo eterna, pero cuando las campanas de Sant Pere de les Puelles convocaron al rezo de la tarde a las monjitas, el ansiado carromato apareció en la puerta.
La prudencia le retuvo un tiempo, disimulado tras el tronco del árbol, pero cuando ya el carricoche estuvo en medio del polvoriento camino, Ahmed, tras comprobar que el guardia que vigilaba aquel lado de la muralla iniciaba la ronda hacia el lado contrario, no se pudo contener y salió a su encuentro.
—Venga, sube, escóndete entre los sacos y aguarda a que yo te avise.
Ahmed no lo dudó: de un ágil brinco se encaramó en la vacilante plataforma y se ocultó entre aquella pestilente montaña de sacos. Cuando el carro dobló la esquina de la calle, la voz del carretero sonó amortiguada por el traqueteo de los cascos de los jumentos.
—Ya puedes incorporarte. No te quites la capucha y siéntate a mi lado. El hedor me anuncia y las gentes más bien se apartan a mi paso. Además, están acostumbrados a ver a dos personas en el pescante.
Ahmed siguió las instrucciones del otro y apenas instalado en su nuevo puesto, demandó noticias.
—Vayamos paso a paso —alegó Pacià—. Te doy la contraseña y me entregas mi parte. Entonces, cuando hayas cumplido el trato, te daré el mensaje.
—De acuerdo —convino Ahmed, impaciente—. Dime.
—«Margarida» es la clave.
Al oír el nombre de la muchacha del Mercadal, Ahmed echó mano a la faltriquera y, sacando los dineros, pagó lo acordado sin decir una palabra. Las manos del muchacho temblaban como azogue.
—Por favor, habla ya.
El otro fue desgranando punto por punto el mensaje que Zahira le había transmitido. Ahmed se lo hizo repetir dos veces. Cuando tuvo la certeza de que aquéllas eran las palabras de su amada, interpeló al carretero:
—Has visto que soy buen pagador. —Intentaba controlar la voz, para que la angustia que sentía no se advirtiera en sus palabras—. Pues bien, si logras que pueda entrevistarme con Zahira brevemente, te haré ganar cinco veces lo que ganas en un mes.
El hombre desatendió las riendas un instante y giró el rostro hacia él. En su mirada se reflejó al unísono la avaricia y el miedo.
—Eso sería muy peligroso.
Ahmed vio abrirse ante él un resquicio de luz.
—¿Pero posible?
—Tal vez, ¿cuánto tiempo sería?
—El tiempo de un rosario.
—Demasiado es, dejémoslo en tres misterios.
—De acuerdo, que sea ése el tiempo —aceptó Ahmed, desesperado—. ¿Cuándo y cómo podría ser?
—No tan deprisa —rezongó Pacià—. Déjame rumiar.
En ésas estaban cuando llegaron a la riera del Cagalell.
—Éste es el término de mi trayecto. Échame una mano mientras pienso si me conviene el trato, y la manera de llevarlo a cabo.
Ahmed saltó del carro, y tomando por dos de las puntas el primero de los pestilentes sacos ayudó al hombre a descargar la hedionda mercancía. Éste hizo lo propio en silencio. Luego habló:
—Si las condiciones del pago son las mismas y puedes estar, más o menos, a la misma hora que hoy, el lunes próximo, en el mismo sitio, tal vez podamos llegar a un acuerdo.
—Si lo consigues, te estaré agradecido de por vida.
—¡No vayas tan deprisa! ¿Cómo va a ser el asunto del pago?
—Como comprenderás, no llevo esa suma conmigo.
El otro pareció cavilar unos instantes.
—Está bien. Si cuando abra la puerta para llevarte al lugar donde creo que podréis reuniros, no me entregas lo acordado, nuestro trato quedará sin efecto y cerraré la puerta en tus narices. ¿Estás de acuerdo?
—Si cuando abras no estoy allí con lo prometido es que habré muerto —prometió Ahmed.
Al siguiente lunes y a la hora acordada, Ahmed esperaba impaciente la apertura de la doble puerta. En vez de ésta, la que se abrió fue una portezuela lateral, más a la derecha, por la que únicamente podía pasar un hombre. La figura de Pacià apareció en el marco y apenas divisó a Ahmed, le hizo una señal con la mano para que aguardara y se dirigió hacia él.
—¿Has traído lo mío?
Ahmed echó mano a la bolsa y extrajo unos dineros.
—Ignoro cuál es tu sueldo, pero supongo que con esta cantidad lo cubro con creces.
El otro comprobó el importe y, con avaricioso destello asomando a sus ojos, comentó:
—En verdad, esto es ser generoso.
Luego, tras dirigir una breve mirada al centinela del primer puesto de vigilancia, indicó:
—Sígueme.
Ahmed fue tras él sin dudarlo un instante. Atravesaron la portezuela por la que había salido el hombre, quien tras atrancarla con dos vueltas de llave, comenzó a caminar hacia una caseta que se hallaba al fondo del huerto, seguido por Ahmed. Llegados allí, el hombre habló.
—Ahí la tienes. Recuerda el tiempo: tres misterios.
Ahmed echó mano de nuevo a la faltriquera, tomó al albur un puñado de monedas y se las entregó a su bienhechor.
—Que sea un rosario, te lo suplico.
El tono del joven y su manifiesta generosidad conmovieron al otro.
—Me estoy jugando algo más que el puesto —dijo, dubitativo—, pero sea: un rosario.
El hombre empujó el vano con la diestra e indicó a Ahmed que pasara. Éste lo hizo, y en cuanto hubo entrado oyó el chirrido de los goznes y supo que Pacià estaba cerrando la puerta. Al principio la oscuridad le impidió ver las cosas; luego sus ojos se fueron acostumbrando y supo que había entrado en un pequeño pajar: abajo había montañas de sacos y arriba, en un altillo al que se accedía mediante una escalera vertical, montones de balas de paja almacenadas. Ahmed no se atrevía ni a respirar. Al cabo de un poco observó que la claridad del lugar provenía de una lucerna que había en el techo y de un pequeño ventanuco que se hallaba en lo alto del altillo. Súbitamente su corazón comenzó a galopar. De entre las balas apareció el rostro amado de Zahira. Ahmed trepó como un gato montés por la escalerilla y casi sin darse cuenta ambos jóvenes se hallaron unidos en un abrazo desesperado. Pasado ese instante mágico se sentaron en el suelo sobre la paja y comenzaron a hablar atropelladamente en tanto él le apartaba las briznas del cabello.
—Tengo que sacarte de aquí como sea, Zahira.
—No sabes lo que estás diciendo —musitó la muchacha—. Escapar de aquí es imposible.
—Nada es imposible si se tiene valor para ello.
—No hay nada que hacer, Ahmed. Varios lo han intentado, y más pronto o más tarde, todos han acabado muertos. Esto es peor que una cárcel.
—Entonces, Zahira, prefiero morir que no haberlo intentado.
—Pero yo no quiero que mueras —dijo Zahira con voz muy dulce—. Sólo la esperanza de que tengas una vida feliz me ayudará a resistir esto.
—Ten fe, yo daré con los medios oportunos —prometió Ahmed, tomando la mano de Zahira entre las suyas—. Igual que he comprado la voluntad de un hombre para poder verte, podré sobornar a quien corresponda, aunque tenga que entregarle todos los ahorros de mi vida. —La voz del joven se quebró—. Si con eso puedo sacarte de aquí, habrá valido la pena.
—No podrás —insistió la muchacha, intentando contener las lágrimas—. Y si intentamos huir, el castigo será terrible… Conozco a una muchacha a quien, por intentar escapar, le sacaron los ojos.
—Mi patrón tiene barcos, naves que recorren los mares y llegan a lejanos países. En algún sitio hallaré un lugar para nosotros —rebatió Ahmed, que no podía darse por vencido.
—No, Ahmed, nos cogerán… Y cuando eso suceda no habrá compasión ni para mí ni para ti.
—Entonces, Zahira, ¿por qué has aceptado verme?
La muchacha clavó su intensa mirada en el rostro de Ahmed.
—Esta casa, amor mío, es una mancebía, un lupanar asqueroso donde cada noche se comercia con la carne. Ahora hago de criada, pero sé, y me consta, que mi final será entregarme a quien mejor pague mi virginidad. A todo me resigno menos a eso. Nadie podrá nunca mandar dentro de mi cabeza y quiero tener el recuerdo de que tú has sido el primero. Por eso quería verte. Quiero ser tuya ahora, Ahmed.
El muchacho se quedó sin habla.
—Zahira, yo…
—No digas nada —musitó la joven con dulzura—. Tenemos poco tiempo…
Y tras estas palabras la muchacha comenzó a soltarse los cordoncillos que ceñían el escote de su corpiño.
Un rato después el rayo de luz que entraba por el ventanuco iluminó los cuerpos desnudos de los dos amantes en el momento único del abrazo infinito.
La visita a la mancebía
Pedro Ramón y Berenguer habían abandonado el palacio por una puerta trasera. Iban sin guardia, como dos vecinos cualesquiera, cubiertos con sus capas y ocultos sus rostros por sendos sombreros cuyas alas caían sobre sus ojos.
Berenguer se dirigió a su hermanastro.
—El camino no es precisamente corto, ¿pensáis hacerlo a pie?
—En la puerta del
Call
encontraremos una litera cubierta. Como comprenderéis, no convenía salir de palacio en un carruaje. Hemos de ser sobremanera discretos, teniendo en cuenta adónde vamos y quiénes somos.
—De cualquier manera —repuso el joven Berenguer—, una vez allí, sin duda nos reconocerán.
—Evidentemente —convino su hermanastro—, pero nadie se dirigirá a nosotros si no lo deseamos.
Avanzaron intentando evitar la tenue claridad que las mechas encendidas de los faroles, instalados en la ciudad en tiempos de la visita de Abenamar, proyectaban sobre el empedrado de la calle. Pronto llegaron a la puerta del Castellnou, y allí, como había anticipado Pedro Ramón, hallaron una litera cubierta, que los esperaba. Pedro Ramón se dirigió a ella; descansaba sobre calzos de madera. Abriendo la portezuela, indicó a Berenguer que se acomodara en su interior. Éste así lo hizo y desde dentro escuchó la voz de su hermanastro que, antes de subir, ordenaba al jefe de la cuadrilla que se dirigiera al
raval
de la Vilanova dels Arcs. Los pasajeros, tras las cortinillas de cuero embreado, notaron cómo los porteadores tomaban las varas de la silla y ésta comenzaba su bamboleante caminar. El jefe de cuadrilla intentaba sincronizar con sus gritos el paso de los ocho hombres que cargaban el armatoste.