Mar de fuego (59 page)

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Authors: Chufo Lloréns

BOOK: Mar de fuego
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Ahmed, tras cerrar la puerta a su espalda, observó que el griego tenía en su diestra la daga desenfundada.

—Os creía durmiendo. ¿Ocurre algo en especial para que me recibáis así?

—Nada. Únicamente que alguien ha estado hurgando en nuestras cosas. Cuando he llegado, el pelo ya no estaba en su sitio. En estos casos es mejor prevenir que curar. En el tiempo que te aguardaba he estado pensando varias cosas.

—Y más que pensaréis cuando os revele todo lo que me ha ocurrido.

—Ya lo imagino, un hombre joven y una bella mujer tienen mucho que decirse durante una noche.

—Os equivocáis. Yo no soy hombre que aproveche un favor; lo que tengo que deciros es mucho más trascendental.

Basilis, que había devuelto la daga a su vaina, lo observó detenidamente y en tanto se dirigía a su catre y tras acomodarse, indagó:

—Cuéntame, soy todo oídos.

Ahmed, tras despojarse de su ropón, se ubicó frente al griego y despaciosamente, como gozando del momento, le espetó:

—En una noche he conocido más cosas de este malnacido que andamos buscando, que en todos los días desde que salimos de Mesina.

Los ojos de Manipoulos se agrandaron.

—Cuéntamelo todo.

Entonces el muchacho le explicó su aventura nocturna punto por punto.

El griego no daba crédito a lo que llegaba a su cerebro. Las preguntas se sucedían una tras otra. Los cómo, quién, de qué manera y dónde estallaban en el aire como fuegos de artificio.

—Y Crosetti me ha dicho que está dispuesto a todo para acabar con esa pesadilla del Mediterráneo —concluyó su relato.

—¿Crees que regresaría con nosotros a Mesina?

—Sin duda, y en ello no busca su beneficio sino calmar su sed de venganza.

Tras una larga pausa en la que el entrecejo fruncido del griego denotaba la presión a la que sometía su cerebro, habló de nuevo.

—Cuando haya conocido a Tonò Crosetti y si él se aviene a nuestros planes dentro de unas horas iremos a la cofradía de pescadores; allí conseguiremos que nos indiquen quién nos puede vender una barca más grande. Entregaremos a cambio la nuestra y añadiremos lo que nos pidan; quiero que si alguien nos busca o da razón de nosotros, pueda equivocarse, amén que la mar en este tiempo es ingrata y nos vendrá bien una eslora más grande, buscaremos una embarcación con más velamen y con capacidad para cinco o seis personas; cuando la tengamos, regresaremos empleando mucho menos tiempo del que hemos demorado hasta aquí. Ahora ya sabemos todo lo que nos conviene y el tiempo es oro. Buen trabajo, Ahmed, si todo llega a buen fin, a ti se te deberá gran parte del éxito.

72

Mendigando

En cuanto tuvo ocasión, Gueralda fue a ver a su padre. Estaba el hombre en uno de los tinglados de carga instalado en la playa de Montjuïc, removiendo unos rollos de cuerda y cambiando de lugar unos tablones de madera.

La mujer lo observó desde lejos y llegó a la conclusión de que aquel hombre era casi un desconocido para ella. Tras un momento de vacilación se adelantó hacia él. Al principio el hombre siguió a lo suyo; luego, cuando ya casi estuvo encima, alzó los ojos y se dio cuenta de que era su hija: dejó en el suelo la madera que tenía entre las manos y sacudiéndose el polvo de la bata, se dirigió a ella.

—¿Qué te trae por aquí, hija? ¿No hay trabajo hoy en la casa?

—Tenía que verle, padre; he pedido permiso a doña Caterina y me lo ha dado.

El hombre la miró con desconfianza.

—¿No podías esperar a que yo fuera?

—La cosa tiene su urgencia y si he de aguardar a que venga usted, a lo mejor me dan maitines.

—Ven, mejor será que hablemos en mi buhardilla.

El hombre se adelantó y seguido de la muchacha se dirigió al fondo del almacén. Llegados al chiribitil y tras cerrar la puerta, se sentó el hombre en la silla y le indicó a su hija que lo hiciera en el catre.

—Bien, te escucho, ¿qué es tan urgente que no puede aguardar a que un padre que trabaja todo el día vaya a ver a su hija?

La mujer no vaciló.

—Me voy a casar, padre, tengo veintinueve años y no soy ya una mocita.

El hombre la miró sorprendido.

—¿Qué me estás diciendo? ¿Con quién te vas a casar? ¿Conozco yo acaso al novio?

—No, padre, pero da lo mismo. No vengo a pedir su bendición. He trabajado como una burra desde que murió madre, primero en casa de los Cabrera y luego aquí. Usted jamás se ocupó de mí y lo único que he conseguido es que me desgraciaran la cara.

—Son cosas que pasan, y bien que lo siento —dijo el hombre, con cara de circunstancias.

—No es suficiente con sentirlo, lo que hay que hacer es remediarlo.

—Si vienes a notificarme que te casas y ni tan siquiera quieres mi bendición, ¿qué me hablas de remediar lo irremediable? ¿Y qué me va a mí en todo ello? Bien se ocupó de ti el patrón, ¿qué otra cosa se puede hacer?

—Se puede hacer que el remedio recaiga en quien sufrió el mal.

El hombre entendió lo que había venido a buscar su hija.

—¿Me exiges acaso los dineros que nos dio don Martí?

—Que me dio, padre, fue a mí a quien dieron la pedrada.

—Y soy yo quien debe asegurar tu futuro. Precisamente esa desgracia fue la que me hizo temer que quedarías soltera y por eso puse los dineros a buen recaudo.

—Pues mire usted, padre, que no hace falta. He encontrado un buen hombre y pienso casarme. El dinero es mío.

En los ojillos del hombre amaneció un ascua de avaricia.

—¿Qué sé yo quién es? —rezongó—. ¿Quién se arrimaría a ti con esa cara? Debo cuidar de tu futuro. Los dineros los tendrás a su debido tiempo.

—El debido tiempo es ahora —insistió Gueralda—. Tengo ya casi treinta años, soy vieja.

—Nadie sabe el tiempo que habitará en este mundo… Si ahora te hace falta, ni te cuento la falta que te puede hacer cuando yo ya no esté.

—Será por lo que usted me ha cuidado. ¡Es mi dinero y lo quiero ahora! —exigió la mujer.

El hombre se acarició la barba con la diestra como si meditara.

—¿Son éstas maneras de hablar a tu padre?

—Ése es un título que se adquiere; no creo yo que pensara usted en mí cuando se estaba pegando un verde con mi madre y sin querer me concibió.

El hombre pareció meditar unos instantes.

—Aunque quisiera y me pareciera bien tu hombre, no te lo podría dar.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Gueralda, atónita.

—Que cumpliendo con mi deber de padre, y aunque tú me niegues el título, he procurado que ese dinero rinda beneficios. Sabes que los cristianos tienen prohibida la usura. He recurrido a un prestamista judío, Aser ben Yehudá, que tiene su mesa en el barrio de los cambistas.

—Me parece bien y he de reconocer que me ha sorprendido. Mañana le acompañaré a rescatarlo —se apresuró a decir ella.

—Eso no es posible, Gueralda. Me brinda un buen interés y lo tengo pignorado durante cinco años. Caso de sacarlo antes de la fecha me penalizaría con un veinte por ciento.

—¿Me quiere decir que he de esperar a que ya nadie me requiera para poder disponer de lo que es mío?

—Así es, hija mía… ¿Quién iba a pensar que ibas a necesitar ese dinero para casarte? Amén que yo pienso que el hombre que quiere a una mujer no lo hace por su dote, y si es así, ese hombre no me interesa.

Gueralda se levantó indignada.

—¡A usted puede no interesarle, pero a mí sí!

—Lo siento, hija mía, así son las cosas. Por el momento habrás de esperar. —Y mirándola con frialdad añadió—: Ah, y piensa que ese dinero será tuyo en el supuesto que a mí nada me falte. Como comprenderás, no voy a darte ese dinero para que se lo entregues al primer bellaco y que eso me cueste pasar penurias en mi vejez.

Gueralda estaba descompuesta. Se atusó el cabello que le ocultaba su media torcida cara y con una voz preñada de odio, espetó al hombre:

—¡Es usted un miserable! ¡Ojalá que esos dineros sirvan para pagar los clavos que cierren su ataúd!

Y recogiendo el vuelo de sus sayas, la mujer dio media vuelta y partió.

73

La badila

Por la ventana abierta del salón de Almodis entraba el aire extrañamente amenazador de aquel húmedo 16 de octubre de 1071. La tierra se había saciado con el chaparrón de agua caído por sorpresa la noche anterior y emitía una neblina atravesada por el sordo rumor de una multitud de insectos que presagiaban un día preñado de malos augurios.

Almodis, rodeada de su gente, gozaba en la espera del momento en que iba a poner en evidencia ante todos los suyos el carácter intemperante de su hijastro.

En la elevada tarima, unos músicos desgranaban una antigua melodía que le recordaba veladas de su juventud, allá en la Marca, en el castillo de sus padres. Sus damas principales, Brígida y Lionor, y la anciana doña Hilda que había sido el ama de sus gemelos, la acompañaban en la labor de terminar el inmenso tapiz que pensaba regalar a su marido para su cumpleaños. Sus jóvenes camareras, Araceli de Besora, Anna de Quarsà y Eulàlia Muntanyola, se solazaban componiendo un gigantesco rompecabezas que había hecho el tallista mayor de palacio y que representaba la Pia Almoina. A un lado, jugando al ajedrez, estaban Estefania Desvalls y Marta Barbany.

Dos finas arrugas que denotaban una profunda preocupación se dibujaron en la frente de la condesa pensando en esta última. Debía grandes favores al padre de aquella damisela, a quien había cobrado un gran cariño, y sin embargo su estancia en palacio le había causado un problema que laceraba su conciencia desde la desagradable entrevista que mantuvo con su hijo Berenguer. Esperaba que éste hubiera entendido el mensaje. Quería creer que su hijo no era tan ruin, que había obrado llevado por la pasión, pero, en el fondo de su corazón, sabía que había maldad en Berenguer, algo que quizá ya era irremediable…

En un rincón, enfurruñado como de costumbre, sentado en un escabel y mirando distraídamente por la ventana, se hallaba Delfín. Junto a la puerta y hablando con el mayordomo del día se hallaba el jefe de su escolta personal Gilbert d'Estruc, al que casi debía el condado. Él fue quien organizó su huida de Tolosa y el que la defendió el malhadado día del ataque de los bandidos de la costa que patrocinaba el conde Hugo de Ampurias, rival implacable de su suegra Ermesenda de Carcasona. Al observar las hebras de plata que veteaban su cabellera, fue consciente del tiempo transcurrido y pensó que ella, pese a los tintes y afeites, debía de tener el mismo aspecto. Por un instante se sintió vieja pero al punto se rehízo, se estiró el corpiño, se abullonó las mangas con un ligero toque de su abanico y recostándose sobre el respaldo del sitial, decidió no volver a pensar en ello y si fuera preciso, en la primera ocasión que no le gustara su aspecto, ordenaría retirar los bruñidos espejos que ornaban el palacio, y que otrora tanto le habían complacido.

En aquel instante Delfín se mostró a sus ojos y su semblante le produjo una rara impresión. Conocía bien a aquel hombrecillo y pocas veces había visto tanta angustia dibujada en su rostro.

Sin aguardar su venia, el bufón se sentó en el último peldaño de los tres que conducían hasta el sitial y la interpeló con un inusual tono desabrido.

—¿Pensáis seguir adelante con vuestro plan?

Almodis, que tan bien le conocía, contemporizó.

—Delfín, amigo mío, te estás haciendo viejo. Siempre fuiste timorato y aprensivo, pero ahora tu prudencia raya en la cobardía. Ya hemos debatido el tema muchas veces; se ha doblado la guardia y el jefe de mi escolta está presente. ¿Qué quieres que me ocurra?

—Únicamente deciros, Almodis, que hace muchos años que no he tenido un pálpito como el que tengo. Os lo dije el primer día que nos expusisteis vuestro propósito y hoy lo reitero.

La condesa, pese a extrañar el hecho de que el enano se hubiera dirigido a ella por su nombre, repuso:

—Ya oíste la opinión de mis damas.

Delfín se engalló.

—¿Desde cuándo hacéis más caso de estas cluecas, que sólo saben de trapos y de afeites, que de mis augurios, tantas veces probados?

—No te preocupes; ni hoy ni nunca va a pasar nada; conozco bien al personaje, es felón y taimado, pero la fuerza se le va por la boca; se maneja bien entre gentes de poco ánimo, pero ante mí se arruga fácilmente. Lo que hoy pretendo exactamente es que se exceda y cometa el dislate de amenazarme en público.

Delfín no cejaba.

—Pero, señora, decidme, ¿qué ganáis en el empeño?

—Te lo repetiré de nuevo. Ponerlo en evidencia ante toda mi corte y que los aquí presentes sean testigos de su falta de respeto, insensatez y la violencia de su carácter. Quiero que mi esposo el conde vea con claridad su ineptitud para regir en el futuro el condado de Barcelona; todo aquel que no controle su ira no es apto para esa tarea.

—Creo que en esta ocasión estáis cometiendo un gran error; la ley es la ley, señora, y él es el primogénito.

—¿Estás conmigo o contra mí, Delfín?

—No podéis poner en duda mi fidelidad pero insisto, la ley es la ley.

—Pues habrá que cambiarla —sentenció Almodis—. Ya lo he dicho mil veces, las leyes deben adecuarse a los hombres y no los hombres a las leyes. Y ahora déjame en paz, colócate en tu lugar y sé testigo de lo que va a ocurrir. Lo he convocado a la hora del Ángelus y espero que entre lo suficientemente airado para que muestre públicamente su condición.

—Tristemente para mí, voy a ser testigo de lo que va a ocurrir y contad, señora, que ese carácter al que aludís hará que esta función acabe en desgracia. No digáis que no os avisé.

Almodis se encorajinó.

—¡Vete a tu rincón con tus salmodias de vieja, enano estúpido! Cuando requiera un consejo tuyo, ya te lo demandaré.

—Si no os importa, prefiero retirarme, no quiero ser testigo de este descalabro.

Cuando Delfín airado se dirigía a la puerta, ésta se abrió violentamente: los gritos del exterior hicieron que todos los presentes detuvieran las tareas que estaban realizando. Delfín se hizo a un lado, la música se interrumpió al tiempo que las miradas convergían en la entrada. Allí plantado con los brazos en jarras, el jubón desajustado y su tahalí vacío, estaba el heredero Pedro Ramón con la mirada iracunda y la expresión colérica. Dio dos pasos al frente y se plantó en medio de la estancia.

—¿Hasta dónde deberé aguantar vuestros impertinentes desplantes, señora?

Almodis, en un tono forzadamente reposado, dando a entender a los presentes que su paciencia era infinita, respondió:

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