Mar de fuego (26 page)

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Authors: Chufo Lloréns

BOOK: Mar de fuego
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—Espero poder cumplir mi sueño esta noche —dijo Berenguer, con la voz ronca por la emoción.

—Calma, Berenguer, vais muy deprisa.

—Si me aventuro a salir de palacio a deshora y a hurtadillas, a riesgo de disgustar a mi madre, es por lo que me prometisteis.

—Todo llegará a su debido tiempo. Esta noche tendréis ocasión de escoger de entre lo más granado del condado —le prometió Pedro Ramón—. Cuando lo hayáis hecho, la afortunada será preparada concienzudamente para que la gocéis.

—¿No están para eso las esclavas que allí se muestran?

—Evidentemente, pero quiero que la que deleite a mi hermano sea de primerísima calidad. Y que, además, esté sin estrenar. Y eso, como comprenderéis, habrá que pactarlo.

La litera, tras detenerse una única vez para que los porteadores recuperaran el resuello, fue siguiendo por el camino que serpenteaba junto a la muralla hasta llegar a la Vilanova dels Arcs. La entrada del caserón estaba vigilada por cuatro criados negros. Una vez los porteadores dejaron descansando la litera sobre sus calzos, ambos hombres descendieron y se encaminaron a la entrada. En cuanto la hubieron traspasado, un par de esclavas muy jóvenes, vestidas a la usanza mora, se hicieron cargo de sus capas y gorros. El rostro de Rania, que se hallaba tras el mostrador, se demudó al reconocer a los visitantes.

—Si sus mercedes son tan gentiles de aguardar unos instantes, llamaré al patrón, que atenderá a sus excelencias.

—No es preciso —la atajó Pedro Ramón—. Únicamente necesito uno de los reservados del primer piso.

—De cualquier manera, debo avisar al patrón.

Y tomando una campanilla que descansaba sobre el mostrador, con un gesto breve y rápido, la hizo sonar.

Pasados unos instantes apareció en el marco de la portezuela que daba a su estancia Bernabé Mainar, que tenía por costumbre aguardar en su gabinete y salir de vez en cuando a dar una vuelta por la estancia principal para comprobar que todo marchaba según lo previsto. El inusual y argentino tintineo de la campanilla le hizo comparecer rápidamente y una breve mirada de su único ojo le advirtió de la importancia de aquel momento. Era la primera vez que dos miembros de tal alcurnia iban a su establecimiento. En otras dos ocasiones Pedro Ramón lo había hecho en compañía de Marçal de Sant Jaume y no había tenido oportunidad de abordarlo.

Con una exagerada inclinación de cabeza saludó a los ilustres huéspedes.

—Excelencias, han tomado posesión de su casa, soy vuestro más rendido servidor.

—¿Quién eres?

—Bernabé Mainar, señor, el propietario y patrón de este negocio. A vuestra disposición para lo que gustéis mandar.

Pedro Ramón reflexionó unos instantes: conocía por referencias al personaje y los pingües beneficios que le proporcionaba dicho negocio. Sin embargo, pese a que el caballero Marçal de Sant Jaume le había puesto sobre aviso, jamás hubiera imaginado que su aspecto fuera aquél. Entonces decidió hacerle una concesión.

—Sé quién eres y te agradezco los desvelos que te has tomado por mi persona.

—Me abrumáis, excelencia. Y, decidme, ¿a qué debo el inmenso honor de recibiros?

—En esta ocasión quisiera mostrar a mi hermano —al decir esto señaló con el gesto a Berenguer—, desde algún lugar discreto, claro está, las peculiaridades de este negocio. En una palabra, deseamos ver sin ser vistos. Él es aún muy joven y quiero que empiece a observar lo que es la vida y ver si encuentra lo que busca.

—Habéis venido al lugar oportuno. Podréis gozar de la velada sin que nadie os incomode.

Tras estas palabras hizo llamar a Maimón y ordenó que mandara preparar a un sirviente el reservado grande del primer piso.

Rania, siguiendo las normas de la casa, salió de detrás del mostrador y se adelantó para tomar los dos espadines que llevaban al cinto los ilustres visitantes. La voz de Mainar la detuvo:

—En esta ocasión no es necesario, Rania. Nuestros huéspedes estarán solos en el mejor reservado de la casa. —Y, volviéndose hacia los hermanos, les invitó a seguirle—. Si sus excelencias tienen la bondad.

Con el gesto señaló la escalera que ascendía al primer piso, precediéndoles.

Llegados allí, Mainar los condujo hasta el fondo del pasillo y sacando de su faltriquera una llave abrió una labrada puerta rotulada con el número seis. Ante la asombrada mirada de Berenguer se ofreció una estancia, caldeada por los crepitantes leños de una gran chimenea, perfectamente amueblada con dos amplios divanes, un aguamanil, y lo que más le sorprendió, dos cómodos y almohadillados taburetes que aparentemente miraban a la pared del fondo.

Por vez primera el joven abrió la boca.

—¿Y eso? —preguntó, al tiempo que señalaba ambos escabeles.

Mainar se adelantó, retiró una balda y abrió la portezuela de un ventanuco que, oculto por una celosía, daba frente al tablado de la estancia inferior.

—Esto es para que veáis sin ser visto.

Luego se dirigió al rincón del fondo y mostró una larga cuerda forrada de pasamanería terminada en un borlón.

—Cuando hayáis escogido a la muchacha que sea de vuestro agrado, únicamente tenéis que tirar de la cuerda y al punto os será ofrecida. Y ahora, para que el tiempo os transcurra lo más amablemente posible, vendrá un mozo para serviros las bebidas que gustéis.

—Déjanos solos, Mainar. Primeramente gozaremos del espectáculo; luego, cuando nos apetezca, pediremos la bebida.

—Siempre a vuestro servicio, señor.

Tras estas palabras Bernabé Mainar se retiró, cerrando la puerta tras de sí, sintiendo en su interior que aquella velada podría ser muy importante para él.

Apenas quedaron solos los hermanos, Pedro Ramón habló:

—¿Qué os parece, Berenguer? ¿Os gusta el lugar?

—Si el contenido está acorde con el continente, me parece insuperable.

—Os puedo garantizar que lo superará —dijo Pedro Ramón, sonriente.

Ambos se acomodaron en los escabeles y abriendo sus respectivos ventanucos, se dispusieron a observar.

Ante los asombrados ojos de Berenguer apareció el salón inferior en el momento que la noche estaba en su máximo apogeo. El barullo estaba amortiguado por la tupida celosía, pero pese a ello el ruido era notable. Los músicos tocaban distintas tonadas. El público, excitado, voceaba viendo la carne blanca o morena a la par que un efebo de facciones lampiñas se ocupaba de ir descubriendo los lugares más recónditos de la anatomía de aquellos cuerpos. En aquel instante y siguiendo el ritmo de los tambores, apareció una muchacha de piel oscura, vestida únicamente con unos bombachos y un collar dorado que brincaba sobre sus senos. Al cabo de un tiempo que al joven Berenguer se le hizo cortísimo fueron pasando ante sus asombrados ojos jóvenes esclavas que subían a la tablazón vestidas y se retiraban, ante la demanda de alguna de las mesas del salón, con las ropas en la mano.

—¿Qué me decís, Berenguer? ¿Os gusta el pasatiempo?

—Jamás pensé que esto pudiera existir —aseguró Berenguer, con la voz tomada por la excitación.

—¿Queréis que haga subir a alguna mocita?

—Preferiría beber algo, hermano. Tengo la boca seca.

Pedro Ramón se alzó de su escabel y dirigiéndose al rincón se dispuso a tirar del borlón.

En algún lugar lejano de la mansión sonó una campanilla y Maimón envió al reservado del primer piso al mancebo cuya asistente era Zahira.

El criado tocó con los nudillos en la puerta y aguardó a que una voz desde el interior autorizara su entrada.

—¡Adelante!

El mozo se introdujo en el salón seguido de Zahira, que bandeja en mano le seguía a media vara de distancia.

La muchacha quedó inmóvil en la penumbra y un escalofrío recorrió su espina dorsal al sentir sobre ella la enfebrecida mirada del más joven de los dos hombres.

Berenguer arrimó su boca a la oreja de Pedro Ramón y comenzó a susurrar.

Cuando éste captó el mensaje que su hermano le enviaba, tras observar detenidamente a la muchacha, ordenó:

—Que ella traiga dos vasos de buen vino; y tú, dile a tu patrón que acuda.

Se retiró la pareja y Zahira intuyó que algo grave estaba a punto de ocurrirle.

Transcurrido un corto espacio de tiempo, Bernabé Mainar hacía su aparición.

—¿Me habéis hecho llamar, señor?

—Mi hermano ya ha escogido.

—Me place poder complaceros. Y decidme, ¿quién es la elegida?

—Ninguna de las mostradas. Mi hermano se ha encaprichado de la sirvienta que dentro de un poco nos va a traer las bebidas.

Mainar se masajeó el rostro con la diestra.

—Hace pocas semanas que llegó, señor, y para bien servir al mejor de los caballeros, deberá ser adiestrada. Tened en cuenta que todavía es virgen.

Ahora fue Berenguer el que intervino.

—Todavía me place más. Saber que voy a ser el primero me estimula.

—Pero, señor… —vaciló Mainar—, quizá no sepa complaceros y tal vez no quedéis satisfecho.

En ese instante, tras golpear la puerta, apareció Zahira portando en una bandeja una jarra de vino y dos cubiletes de estaño. Cuando la muchacha se hubo retirado, los tres hombres cruzaron una mirada cómplice.

—Creo, señor, que tengo otras jóvenes mejor dotadas para daros placer; ésta tiene los senos pequeños y además todavía no ha aprendido a moverse —insistió Mainar.

La voz de Berenguer sonó airada.

—¡Ésta y no otra es la que quiero!

Pedro Ramón, que conocía el pronto de su hermanastro, intervino rápidamente.

—Sea, si es ésa la que os place. —Luego, dirigiéndose a Mainar, apostilló—: Los jóvenes cotizan más la belleza que la experiencia. Y a fe mía que la muchacha es hermosa.

—Además, hermano, aunque no me importe en demasía, quiero estar solo —dijo Berenguer.

—Como deseéis. Y no olvidéis que ésta ha de ser una gran noche. —Y dirigiéndose a Mainar, añadió—: Además me gustará cambiar unas palabras contigo. He hablado con el caballero Marçal de Sant Jaume y creo que tenemos una conversación pendiente. El momento me parece oportuno.

Mainar vio el cielo abierto. Aquel inaccesible personaje se le ofrecía en bandeja: sin duda el anuncio de los dos mil mancusos había hecho el efecto esperado y no estaba dispuesto a perder su oportunidad.

—Ahora mismo, señor, doy las órdenes pertinentes para que preparen a la muchacha y tendré el inmenso honor de recibiros en mi humilde gabinete.

Zahira estaba horrorizada, de la cumbre del cielo el día anterior iba a descender, si Dios no lo remediaba, a la sima de los infiernos. La luz que Ahmed había abierto en su corazón estaba a punto de apagarse. De la esperanza de volver a verlo alguna otra vez y de poder alcanzar el ensueño de la felicidad en el pequeño cuartucho del huerto, su instinto le decía que había pasado violentamente al otro extremo y que iba a ser entregada a aquel presuntuoso joven de combadas piernas, que por el tratamiento que había percibido por parte de Mainar, debía de ser alguien importante. Apenas salida de la estancia, Rania la requirió para que la siguiera, cumpliendo las órdenes directas que le había dado su amo.

La voz de la gobernanta la devolvió al mundo de los vivos.

—Será mejor que me obedezcas sin rechistar; de lo contrario te obligarán a ello y será peor para todos. Al principio es duro, luego te acostumbras y si eres buena en el trabajo, te reclaman muchos clientes y si no creas problemas, tal vez logres escapar de la rutina diaria y hasta puedes llegar a desempeñar otras tareas. Fíjate en mí. Y ahora deja la bandeja en el suelo y no se te ocurra hacer alguna tontería. De todos modos, para liberarte de cualquier tentación, el Negre nos acompañará. —El Negre era un inmenso bereber que ayudaba a Maimón a solventar cualquier incidente que se produjera en el local. A la llamada de Rania, éste acudió al instante portando, ceñida a la cintura, la cachiporra que usaba en casos extremos.

Dentro de su inmensa angustia, la cabeza de Zahira analizaba la situación y preveía el futuro. No sabía lo que iba a ocurrir pero, mientras subía al primer piso precedida por Rania y seguida por el bereber, intuía lo peor. La gobernanta se detuvo ante la tercera puerta y abriéndola se dispuso a entrar. Era la primera vez que Zahira visitaba aquella pieza, aunque ya otras esclavas le habían explicado lo que allí se hacía. En la pared del fondo se hallaba instalado un gran espejo de cobre pulido; en su base, un ancho anaquel lleno de potes y pequeños frascos y frente a él, tres altos escabeles; en el centro de la estancia había una gran bañera alargada de madera maciza y en un rincón, dos percheros atestados de prendas. En la pared de la derecha había una gran chimenea que además de caldear la estancia, calentaba dos inmensas ollas de hierro, llenas de agua, que colgaban sobre los leños encendidos. La aguardaban tres esclavas ya maduras que se ocupaban de lavar, maquillar, perfumar y vestir a las muchachas que salían al salón cada noche a fin de prepararlas de modo y manera que el disfrute de los clientes fuera mayor.

La voz de Rania, dirigiéndose a las tres, sonó autoritaria.

—A ver si os lucís. Esta muchacha deberá brillar esta noche como la reina de Saba. Bañadla, ungidla, peinadla, y vestidla después con transparencias cual si fuera una hurí del paraíso. Cuando hayáis terminado, hacedme avisar. —Luego ordenó—: Tú, Negre, quédate aquí y cuida de que todo transcurra en buen son, y vigila a la muchacha, no vaya a hacer alguna tontería. Aprovecha el momento y date una ración de vista. Pocas veces tendrás oportunidad de ver las prietas carnes de una moza como ésta —añadió Rania con una sonrisa. Tras estas palabras la enjuta gobernanta se retiró, dejando en la boca del Negre una torcida sonrisa.

Sin darle tiempo a pensar, dos de las mujeres se abalanzaron sobre Zahira y la despojaron de sus prendas; después la obligaron a introducirse en la bañera y a sentarse en ella. La más alta comenzó a volcar en su interior los dos cubos de agua que se calentaban en el fuego de la chimenea hasta que el líquido elemento le llegó hasta las encogidas rodillas. Luego las tres comenzaron a fregotearla hasta casi arrancarle la piel; después, ya puesta en pie dentro del recipiente, y tras secarla con espesos lienzos, se dedicaron a ungir su cuerpo con los aceites perfumados extraídos de dos frascos de vidrio. Tras cubrir sus hombros con una sábana, la hicieron sentar en un escabel frente al espejo de cobre y maquillaron sus ojos con rabillos negros, brillos y reflejos; peinaron sus cabellos, adornándolos con aderezos de perlas y turquesas, y finalmente la vistieron al modo otomano, con una especie de bombachos que cubrían sus piernas, un corpiño transparente, oportunamente tamizado con incrustaciones de pedrería que dejaba entrever sus senos ocultando sus pezones y un chalequillo de raso azul y plata. Durante todo el tiempo, sintió los ojos del Negre clavados en su piel y supo, desde aquel momento, que no iba a ser capaz de aguantar lo que el futuro estaba a punto de depararle.

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