Authors: Chufo Lloréns
Cuando el padre Llobet, aún revestido de ceremonial, se llegaba hasta los restos humeantes una sombra se deslizó desde la hornacina al suelo y desapareció en la noche sin hacer el menor ruido.
El regreso de Bertran
Dos noches después, un jinete recorría al galope el camino que separaba Cardona de la ciudad de Barcelona. A caballo, el joven Bertran tenía un único objetivo: alejarse de las tierras que le habían visto nacer e ir en busca de su amada. Durante varios meses, Bertran había ido cediendo a las peticiones de su padre, seguro de que terminaría convenciéndolo de que tanto él como Marta merecían su bendición. Los días se habían convertido en semanas y éstas en meses, se lamentaba el joven. A su favor tenía que jamás, ni una sola de esas noches, había dejado de pensar en la mujer que le esperaba detrás de los muros del monasterio. Sin embargo, debía reconocer que su padre había sido muy hábil, retrasando conversaciones y presentándole a otras damas, aplazando su partida y excusándose en lo mucho que su buena madre disfrutaba teniéndolo en casa… La gota que había colmado el vaso de su paciencia, sin embargo, fue enterarse de que una misiva destinada a él, en la que Delfín le informaba de la muerte de Martí Barbany, había sido interceptada por el vizconde de Cardona para que no llegara a manos de su hijo. Bertran había montado en cólera. El enfrentamiento con su padre aún retumbaba en sus oídos mientras galopaba hacia Barcelona. Bertran había partido sin su bendición y sin su herencia, pero nada le importaba ya… Sólo quería abrazar a Marta en esos duros momentos y asegurarle que su decisión, irrevocable, estaba tomada.
Agotó al caballo y, sin darle tregua, fue directamente a Sant Pere de les Puelles, donde aún reinaba el alboroto ocasionado por el trágico y misterioso incidente ocurrido unas noches antes. Bertran, sin saber qué hacer, comprobó nervioso las idas y venidas de la gente del monasterio y del alguacil, y por fin logró ver a alguien conocido: el padre Llobet.
—¡Bertran! —exclamó el arcediano—. ¿Qué hacéis aquí?
—Tengo que hablar con Marta, vuestra reverencia… debéis autorizarme a verla.
El sacerdote le observó con severidad.
—Creí que habíais decidido permanecer en Cardona o tal vez habíais cambiado de parecer —dijo duramente, aunque su expresión se suavizó al ver el semblante entristecido del joven—. Han sucedido muchas cosas en estos últimos tiempos.
—Dejadme que os lo explique, a vos y a Marta… —dijo Bertran.
El arcediano asintió.
—Ella decidirá por sí misma, Bertran… Pero antes, hay cosas que debéis saber. Que quizá deberíais haber sabido hace tiempo —dijo, pesaroso—. Seguidme; con todo este gentío, la abadesa no se extrañará.
Eudald Llobet llevó a Bertran a su gabinete, donde le informó de la tragedia unas noches atrás y de todo cuanto había sucedido a la joven en esos últimos días. Le explicó el acoso de Berenguer, ya en los tiempos en que Marta vivía en palacio, y su último y rastrero intento de poseerla dentro de los sagrados muros del monasterio. Y al oír lo de la enfermedad de Marta, el rostro del joven demudó y en sus ojos amaneció un brillo singular que amenazaba una tormenta de imprevisibles consecuencias.
—¿Cómo está Marta? Decidme, vuestra reverencia, ¿está bien?
—Vos mismo podréis verla, Bertran.
—Quiero hablar con ella y asegurarme de que está viva: tras tanta desgracia, casi ni puedo creeros a vos. Mis ojos la han de ver y mis manos palparla. Luego no sé si lo que está germinando en mi mente es posible, pero aunque me cueste la vida voy a desafiar a ese malnacido. Quiero que la verdad prevalezca ante todos y caiga sobre el felón la deshonra, el descrédito y el oprobio.
Se miraron en silencio. Luego habló el arcediano, dirigiéndose con afecto al valeroso joven.
—Todo es complicado, Bertran… Pero id primero a hablar con Marta y hacedlo solo. Yo sé bien cuándo la presencia de un viejo está de más. Estoy seguro de que vuestra visita será el mejor bálsamo para su recuperación.
El encuentro
Al sonar la hora del Ángelus estaba Bertran en la sala de espera del monasterio aguardando a que finalizaran los rezos. Las noticias del padre Llobet habían encrespado su ánimo hasta el extremo de que su animadversión hacia Berenguer se había tornado en algo muy semejante a un odio incontrolado que debería dominar para no caer en precipitaciones que le impidieran llevar a cabo su plan, que no era otro que reivindicar el honor de su amada y castigar al culpable de tanta felonía por encima de la tremenda dificultad que representaba su título y el apellido ilustre de éste.
Los pasos ligeros de la abadesa se anunciaron por el pasillo y al cabo de un instante la figura de la monja asomaba por la puerta de la sala.
Bertran se puso en pie y observó en la distancia.
La mujer avanzó hacia él con las manos metidas en las bocamangas de su hábito y por lo que revelaba el óvalo de su rostro, lo único que de ella se mostraba, coligió que tendría unos cincuenta años: sus ojos grises circunvalados por una miríada de pequeñas arrugas brillaban en un semblante de sonrisa franca. La voz era cantarina y no reflejaba su edad.
—Es un placer conoceros, don Bertran de Cardona. Os puedo asegurar que si tenéis la mitad de las virtudes que pregona de vos el arcediano, nuestro confesor, debéis de ser un dechado de caballeros.
Bertran se inclinó deferente en tanto la monja le avanzaba la cruz que llevaba en el cíngulo.
—Me honráis en demasía, madre abadesa, soy únicamente el alférez y último vasallo de mi señor, Ramón Berenguer.
La monja se sentó en el sitial de la superiora y lo hizo el joven en un sillón de madera tallada de corte monacal que había pertenecido a la sillería de la colegiata del monasterio de Sant Pere de Roda.
Bertran no se pudo contener.
—Perdonad, señora, pero las ansias de ver a Marta son insoportables. ¿Cómo se encuentra?
—Nuestra postulante se encuentra bien, pero el trance por el que ha pasado ha sido muy duro.
—¿Me daréis permiso para verla? Necesito comprobar su estado con mis propios ojos. Y el padre Llobet no ha querido saltarse vuestra autoridad.
—No es costumbre en este monasterio acoger visitas de varones… Sin embargo, el padre Llobet ha insistido en ello y yo misma creo que veros puede ser beneficioso para la recuperación de Marta. Acompañadme, por favor.
De camino, la madre abadesa siguió hablando:
—Hemos hecho correr la voz de que está muy grave y de que lo suyo es contagioso en grado sumo… De esa manera queríamos evitar que los tristes sucesos, de los cuales ya habéis tenido noticia, se repitieran en tanto decidíamos si la escondíamos en otro monasterio. Claro que ahora vos habéis regresado… —añadió sor Adela de Monsargues.
Cruzaron el claustro a través de una portezuela, pasaron al huerto y llegaron a una verja que cercaba un recoleto patio con un pozo en su centro protegido por la sombra de un gran árbol.
—Allí la tenéis. —Y al decir esto, la madre abadesa, señalándola, se retiró.
De súbito, bajo las enceradas hojas del magnolio, la divisó sentada en un banco, bellísima, con el perfil de una virgen bizantina, la tez transparente como las alas de una libélula. Llevaba su cabello recogido bajo una cofia blanca de la que se escapaban rebeldes algunas guedejas.
—¡Marta! —susurró Bertran.
La muchacha levantó la cabeza y al ponerse en pie, la labor que tenía en el regazo cayó sobre la hierba.
—Bertran… has vuelto.
El joven fue hacia ella. Marta se refugió entre sus brazos con los ojos arrasados de lágrimas, el tiempo de sus vidas se detuvo y durante un instante sobraron las palabras. Ella había imaginado este reencuentro cientos de veces, había pensado en lo que le diría después de tanto tiempo, pero lo cierto fue que al tenerlo delante, al sentir su abrazo, los años de separación se disolvieron en un solo instante.
—Sabía que vendrías, Bertran —musitó Marta.
—Debo pedirte mil perdones… Te juro que ahora nada ni nadie podrá separarnos.
—¿Y tu padre? —susurró Marta, sin atreverse a mirarle a los ojos.
—Da igual lo que piense mi padre… Quise tener su bendición y he dedicado este tiempo a conseguirla. Pero ha sido en vano… La única bendición que me importa es la tuya.
Marta suspiró.
—¿Por qué es todo tan difícil, Bertran?
Él la sujetó con fuerza, como si temiera que fuera a escaparse de sus brazos y emprender el vuelo.
—Porque nos amamos, Marta. Y disfrutar de un amor como el nuestro, tan maravilloso, requiere pagar un precio que hemos satisfecho con creces durante estos años de separación. Te lo pregunté un día y ahora lo repito, en esta santa morada: ¿quieres ser mi esposa?
—Nada podría hacerme más feliz, Bertran, que pasar el resto de mis días a tu lado.
Él la miró a los ojos, aún surcados de unas profundas ojeras.
—Has sufrido tanto, Marta… Pero te aseguro que tus padecimientos han terminado. Ahora estoy contigo, y aquí estaré para siempre.
Marta sonrió, las lágrimas manaban incontenibles de sus ojos.
—Y hay algo más: te juro que quien te ha hecho sufrir pagará por ello.
—¿Qué quieres decir?
—Retaré a Berenguer ante toda la corte de manera que no pueda negarse si no quiere quedar como un bellaco. —La muchacha trató de responder pero Bertrán acalló sus protestas con una mirada—. No intervengas en esto, Marta, mi decisión es irrevocable, ningún caballero permitiría dejar pasar tal afrenta hacia su dama. Quien tal hiciera, no merecería tenerla a su lado.
La provocación
Aquella noche el palacio condal lucía sus mejores galas. El conde Ramón Berenguer celebraba con sus íntimos el próximo comienzo de su semestre como soberano del condado, que tendría lugar en cuanto, esa noche, comenzara el nuevo año.
El comedor, capaz de albergar a cuarenta comensales, se había montado con una mesa en forma de herradura para que los criados pudieran servir las viandas y los vinos por delante y para que, al finalizar, todos pudieran ver las diversiones preparadas. Sus hermanas Sancha e Inés estaban con sus respectivos consortes, el conde Guillermo Ramón de Cerdaña y Guigues d'Albon; el clero estaba representado por el obispo Odó de Montcada y la judicatura por los tres jueces mayores. La
Curia Comitis
por los cabezas de las familias nobles presididos por el notario del condado, y la ciudad por su veguer Olderich de Pellicer. En un ala de la mesa estaban las damas de la corte.
Todos los comensales ocupaban ya sus respectivos lugares según ordenaba el protocolo. A instancias del conde, el obispo había bendecido la mesa y se disponían a iniciar el ágape cuando el primer maestresala se adelantó hacia la presidencia y dijo unas palabras al oído del conde. Éste dirigió la mirada hacia un lugar a su derecha que estaba vacante e indicó al criado que, pese a ello, comenzara a servir el banquete. Comenzó el desfile de sirvientes; en primer lugar los criados, que portando grandes soperas y provistos de cucharones iban sirviendo un espeso y caliente caldo en cuencos de loza vidriada situados a la derecha de cada uno de los comensales, luego unos pajes pasaban una serie de bandejas provistas de pechugas de ave trinchada, higadillos sazonados con especias, huevo cocido y un largo etcétera de condimentos que sazonaban el caldo en tanto los coperos llenaban las copas de caldos traídos de allende los Pirineos.
Bertran estaba en el penúltimo lugar del extremo diestro de la herradura cuando la puerta se abrió violentamente y apareció en su quicio el conde Berenguer Ramón con la túnica desajustada, la mirada perdida y la huella de un reguero de vino tinto deslizándose por la comisura de sus labios. Su rostro reflejaba la frustración de saber que Mainar había fracasado en el intento, y por ende, sus propias ambiciones de beneficiarse de la fortuna de los Barbany habían quedado reducidas a cenizas.
Un silencio que auguraba tormenta se instaló entre los comensales. Berenguer lanzó una displicente mirada sobre los invitados de su hermano, avanzó hacia el centro de la herradura y con voz balbuciente y estropajosa, alzando su copa, enunció su brindis.
—Levanto mi copa a la salud de todos aquellos fieles servidores que tan rápidamente saben cambiar de amo.
Ramón, que ya en otras ocasiones había intentado salvar situaciones comprometidas propiciadas por su gemelo, por el bien y la paz del condado, intervino.
—Se os ha estado aguardando, hermano, ahí está vuestro lugar en un puesto de honor; todos los aquí presentes sirven al condado desde lugares de gran responsabilidad sin tener en cuenta si estamos al frente del mismo vos o yo. De no ser así, nuestros estados vivirían en el caos. Hacedme la merced de sentaros a cenar e intentad no interrumpir la velada que con tan buenos augurios ha comenzado.
Berenguer miró a los comensales uno a uno, arrogante y desdeñoso, hasta llegar al final de la herradura donde sus ojos se clavaron en Bertran. Luego, tras lanzar al joven de Cardona una mirada de desprecio, siguió andando hacia la mesa de las damas mientras decía:
—Sois poco escrupuloso, hermano. Yo no me siento a la misma mesa de rehenes de nuestro padre que debieran ocupar un lugar en las cuadras o mejor una de las mazmorras de palacio.
Y al decir esto último, tropezó y escanció el resto del vino de su copa en el escote de Araceli de Besora.
Cuando el conde se dispuso a intervenir y el segundo senescal, padre de la dama, echaba mano a la daga, Bertran ya estaba en pie.
—Si vos os sentáis, el que se levantará de la mesa soy yo. Jamás un componente de la familia de los Cardona ha compartido mesa con un ultrajador de doncellas que se atreve a ofender a una dama ante los presentes como anteriormente intentó mancillar la inviolabilidad de un monasterio con alevosa cobardía.
Berenguer, a pesar de su estado, captó el mensaje y abalanzándose sobre Bertran intentó cruzarle la cara con el guante que llevaba al cinto. El joven le sujetó firmemente el brazo.
—No es lugar ni ocasión, señor. Los caballeros arreglan sus desacuerdos de otra manera. Si lo sois, aceptad el reto y batíos conmigo en combate singular.
Berenguer pareció recobrar súbitamente su lucidez.
—Sois muy valiente de boca, alférez, sabiendo que nadie bajo el sol puede jamás retar al conde de Barcelona si no es uno de sus iguales.
—Tal vez vuestro estado os haga olvidar que soy el primogénito del vizconde de Cardona —repuso Bertran—, y la calidad de mi linaje me permite hacerlo. —Y añadió, en tono sarcástico—: y además tiene fácil solución. ¡Si no es bajo el sol, que sea a la luz de la luna! ¿O es que vuestro valor sólo se pone de manifiesto cuando se trata de atacar a jóvenes indefensas?