Mar de fuego (45 page)

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Authors: Chufo Lloréns

BOOK: Mar de fuego
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Aquella mañana tenía una cita que presentía importante con su medio hermano Pedro Ramón.

Ambos se habían sentado junto a uno de los ventanales del pabellón de caza en dos sillones de tijera cuyo asiento y respaldo se habían confeccionado con piel de venado, bajo las figuras disecadas de una cabeza de oso pirenaico, un águila real y dos urogallos.

—Creo que deberíamos habernos reunido hace ya muchas jornadas —abrió el fuego de la intriga Pedro Ramón.

—No será porque yo rehúya vuestra compañía.

—No es eso; sin embargo me reconoceréis que paráis poco en palacio.

Berenguer se engalló en la creencia de que el otro estaba juzgando su disipada vida.

—¿Desde cuándo sois mi guardián? ¿Acaso debo daros cuenta de mis salidas y entradas? Si tanta premura teníais por verme, podíais explicar la cuestión que os ocupa al senescal. Él me hubiera remitido el asunto, sabe siempre dónde hallarme.

Pedro Ramón, conociendo el vivo genio de su hermanastro y teniendo en cuenta que había convocado la reunión para conciliar intereses, pasó por alto la invectiva.

—Nada más lejos de mi intención que ofenderos. Únicamente me he querido referir a la dificultad de encontraros libre de obligaciones porque el asunto que me ha traído aquí me interesa tanto a mí como a vos, y quería tratarlo personalmente.

—Bien, pues aquí me tenéis. No desperdiciéis vuestro valioso tiempo en vanas digresiones e id al grano.

Pedro Ramón se incorporó algo, aproximando su cabeza a la de su interlocutor indicando con el gesto que el tema requería discreción y sobre todo, mucho tacto.

—Atendedme bien, Berenguer, lo que debo comunicaros tiene en sí mucha importancia y grandes implicaciones para nuestras vidas.

—Saltaos el preámbulo, mi tiempo también corre.

—Bien, imagino que sois consciente de que la herencia legal de los condados de Barcelona y Gerona y Osona que amparan todas las leyes hasta ahora publicadas recae, sin duda, en la persona del mayor de los hijos por derecho de primogenitura.

—Jamás me habréis oído contradecirlo —protestó Berenguer.

—Y ese hijo soy yo.

—¿Y bien?

—Creo, y lo afirmo sin reservas, que vuestra madre está intrigando para que las cosas sean de otra manera.

—Proseguid —dijo Berenguer.

—¿Qué opinaríais si, a la muerte de nuestro padre, la máxima autoridad de todos los condados recayese en vuestro hermano gemelo?

Berenguer frunció el entrecejo. Cualquier cota de poder que alcanzara Cap d'Estopes era en detrimento propio, y si bien no tenía celos de su hermanastro, la envidia le corroía cuando se trataba de su gemelo.

Pedro Ramón insistió.

—¿Se os alcanza entrever cuál sería vuestro destino si eso sucediera? ¿Cuántas y cuáles serían las limitaciones de vuestra vida bajo la férula intransigente de vuestro hermano? Seríais un vulgar súbdito, por mucho que se quisiera adornar tal condición.

—¿Estáis seguro de vuestra afirmación?

—Tengo ojos y oídos cerca de vuestra madre, y es sabido que vuestro hermano es su predilecto.

Berenguer quedó pensativo unos instantes.

—Eso se debe a que yo no cumplo con los desvelos de mi madre y sigo sin tomar esposa —dijo por fin—. En cuanto me decida, las cosas cambiarán.

—Sabéis que no es así. Vuestro hermano tampoco ha tomado esposa, y sin embargo las preferencias de vuestra madre son claras.

—¿Qué proponéis?

—Por el momento unir nuestras fuerzas y aunar voluntades para domeñar el futuro, que os auguro mucho más halagüeño si me ayudáis a que se haga justicia.

—¿Cómo de halagüeño?

Una sonrisa lobuna curvó los labios de Pedro Ramón al captar que su hermanastro comenzaba a tragar el anzuelo.

—Veréis, como sabéis, nuestro padre ha adquirido los condados de Carcasona y Races con el fin de… —empezó a decir Pedro Ramón.

—Es la primera noticia que llega a mí sobre tal asunto.

—Esto os demostrará la poca consideración que le merece vuestra persona, me consta que vuestro hermano ha sido informado y muy bien por cierto, de esta decisión. Bien, pues como os digo, ambos territorios han sido adquiridos para apartar a mi persona de la primogenitura del condado.

—Puede ser una suposición gratuita y contraria a lo que insinuáis.

—Aclaradme lo que queréis decir —repuso Pedro Ramón.

—Que la compra de dichos condados bien puede ser para proteger mi herencia y la de mi hermano, ya que a vos os corresponderá sin duda Barcelona —explicó Berenguer, satisfecho de su conclusión.

—Cuán equivocado estáis: son las migajas que pretenden dar al heredero, ya que será vuestro gemelo el que reciba la herencia que a mí corresponde por ley.

—Supongamos que es así, ¿qué es lo que proponéis? —preguntó Berenguer.

—Es muy simple, contar con vos para apartar a Ramón del trono de Barcelona y de Gerona. A cambio, yo os entregaré los recién adquiridos condados. Tened en cuenta que las rentas son cuantiosas, la caza abundante, y no me refiero únicamente a la de los bosques, sus mujeres tienen fama legendaria y allende los Pirineos son, además de bellísimas, dadas al amor y extremadamente sensibles a los placeres. Las fiestas de palacio en Barcelona son apenas pálidos juegos pueblerinos al lado de los festejos que se organizan en los castillos del septentrión. Amén de ello seremos aliados en cuantas aventuras emprenda a mayor honra y gloria de nuestra estirpe, en los límites de la Marca.

—Y a cambio vos poseeríais los condados de Barcelona, Gerona y Osona —puntualizó Berenguer.

—Es de estricta justicia, además es mejor ser cabeza de ratón que cola de león, máxime sabiendo y valorando vuestras aficiones.

—¿Y mi hermano? —inquirió Berenguer, esbozando una aviesa sonrisa.

—Cuando de mí dependa, tendrá que conformarse con lo que mi benignidad tenga a bien concederle, aunque no descarto que nuestro padre le deje algo, no más que a vos, y yo sabré mejorar vuestra parte. Seréis siempre mucho más que él, si es que aceptáis ser mi aliado.

Los ojillos de Berenguer chispeaban, su ambición quedaba colmada al saber que su futuro iba a ser más brillante que el de su hermano.

—Contad conmigo para lo que sea menester —dijo al instante.

—Sabia decisión; cuando las espigas de trigo forman gavilla componen un haz mucho más resistente.

Tras este cruce de intenciones la siniestra pareja abandonó la estancia.

53

Mafalda de Apulia

Mafalda de Apulia había cumplido once años, y hasta el momento sólo las escasas inquietudes propias de la infancia habían nublado su feliz y tranquila vida. A pesar de su corta edad, su belleza, su noble porte y su prestancia eran notables: su armoniosa figura, su blanca piel y su dorado cabello, heredados de su padre Roberto Guiscardo, duque de Apulia y Calabria, revelaban sus raíces nórdicas. Su personalidad se acusaba todavía más por sus orígenes, su amada Normandía y el orgullo de pertenecer a una casta de navegantes y conquistadores que había estremecido al mundo desde siempre. Su madre, la duquesa Sikelgaite de Salerno, con la tácita aquiescencia de su padre, la había autorizado a asistir, desde uno de los palcos del salón de los tapices, a la recepción en honor del ilustre huésped.

—Fíjate bien, hija mía, en la presencia de nuestro invitado —le había dicho su madre.

Dados sus pocos años, Mafalda no llegó a colegir la importancia de lo que la duquesa le decía: se acomodó en compañía de sus hermanos Ruggiero y Guido en el disimulado antepalco del primer piso y, desde aquella privilegiada posición, medio oculta por el cortinaje, se dispuso a gozar de la velada que suponía la primera vez que le permitían, aunque fuera a escondidas, participar de la fiesta.

El salón era un ascua de oro. Las damas y los caballeros mostraban sus mejores galas. Mafalda, pese al impedimento que representaba la doble corona de palmatorias que ornaban la lámpara que lucía a la altura del primer piso, observaba con curiosidad y admiración tanta galanura: toda la corte se hallaba presente en Palermo, las llamas de las candelas se reproducían hasta el infinito, reflejadas en escudos, copas, espejos y armaduras. En el centro del salón se alzaban los tronos de sus padres, y a la derecha de su madre, en un escalón inferior y en un sitial tapizado con un damasco de estrechas franjas rojas y amarillas, se encontraba el ilustre huésped. Los ojos de Mafalda vieron a un caballero de nobles facciones, de unos treinta y cinco o cuarenta años, de mirada penetrante, nariz aguileña, boca ancha y lo más destacado, un hoyuelo que casi hendía su barbilla. De su persona emanaba una sensación de fortaleza que debía reconfortar el ánimo de los que se llamaran sus amigos o aliados. Apenas pudo entender las palabras de cortesía que intercambiaron su padre y el visitante, prendada como estaba de las luces y el lujo. Su hermano Ruggiero la observaba con sorna.

Al terminar la recepción, su aya la recogió y la acompañó a sus estancias. Su madre, cosa insólita, apareció en su cámara antes de que el sueño la venciera.

—¿Qué te ha parecido nuestro invitado? —indagó.

—Creo, madre, que debe de ser un embajador notable o algo parecido.

—Mañana hablaremos de mujer a mujer, porque ya casi eres una mujer, Mafalda.

La frase de su madre la sorprendió un poco, pero en su cabeza aún flotaban las imágenes de la recepción y se durmió, mecida en ellas, como si de una nana se trataran.

Al día siguiente, su aya acudió a despertarla. Después de lavarla en la bañera de cinc y perfumar su cuerpo, la vistió con un brial nuevo, le recogió el cabello con una redecilla de malla plateada en cuyas intersecciones lucían pequeñas perlas finas y tras vestir sus piernas con medias de seda le calzó unos chapines de raso de cuatro suelas del mismo color plateado.

—¿Adónde voy así vestida, ama? —preguntó Mafalda, un poco extrañada ante tanto boato.

—No preguntéis, son órdenes directas de vuestra madre.

Partieron ambas mujeres y por el rumbo que tomó su aya supo que se dirigía al gran salón instalado bajo el dormitorio de sus padres, en la torre del homenaje. El centinela de cámara, al ver de quién se trataba, se hizo a un lado. Los nudillos del ama golpearon la puerta, la voz de su madre respondió desde dentro. Mafalda conocía la estancia aunque pocas eran las veces que había sido convocada. Al abrirse la hoja divisó a la duquesa junto a una de las ventanas lobuladas devanando con su pequeña rueca una madeja de lana. La puerta se cerró tras las dos y la voz del ama resonó respetuosa sin acercarse a su madre.

—Señora, tal como me habéis ordenado he traído a la niña.

—Puedes retirarte… Y tú, hija, acércate.

La mujer se retiró y Mafalda tuvo la certeza, al aproximarse hacia donde estaba instalada su madre, de que algo importante iba a pasar ese día.

—Siéntate, Mafalda. Creo que ha llegado el momento de que hablemos de ciertas cosas que te atañen de forma muy directa.

La muchachita se acomodó en un escabel a los pies de la duquesa.

—Soy toda oídos, madre.

La duquesa recogió los avíos de su tarea y se dispuso a dialogar con su hija.

—A cualquier madre le cuesta reconocer que el tiempo pasa para sus hijos… —La dama miró a Mafalda, y le sonrió—. Pero la evidencia está ahí y no puede negarse, así que ya es la hora de abordar ciertos temas, hija mía…

—No entiendo adónde queréis ir.

—Verás, querida, los días transcurren y sin darnos cuenta una niña se hace mujer, y eso no ocurre despacio. Simplemente, una noche la que era niña se acuesta y despierta siendo mujer, después de manchar las sábanas; sin saber cómo, su cuerpo ha madurado y puedes procrear, ¿me vas siguiendo?

Un rubor escarlata invadió la inocente cara de Mafalda desde la raíz de sus cabellos hasta el nacimiento de sus senos. Su madre se dio cuenta.

—No te alarmes, querida, de no ser así se acabaría la humanidad. La mujer está hecha de manera que su vientre sea un estuche acolchado y maravilloso que Dios ha designado como depositario de un misterio que nadie alcanza a comprender y que es común para todos: labriegos, condes, obispos y hasta el mismo Papa, del mismo modo que a todos nos iguala la muerte.

—Madre, sigo sin comprender.

—Por eso te he convocado. —La duquesa lanzó un suspiro—. Déjame que te explique. Ayer se te permitió presenciar la recepción y como comprenderás es porque se trataba de algo extraordinario relacionado contigo.

Su mirada interrogante invitó a su madre a proseguir.

—Recuerda que te advertí que observaras con detenimiento a nuestro invitado, aunque anoche me confesaste que apenas reparaste en él, impresionada por la recepción. Bien, lo comprendo, pero no era eso lo que motivó que vuestro padre y yo misma autorizáramos tu presencia.

En aquel momento Mafalda se sintió desconcertada: ella había creído que el hecho de permitirle presenciar aquel acontecimiento era una cuestión entre su madre y ella, jamás hubiera imaginado que su padre, que tanto temor le inspiraba, estuviera advertido.

—¿Entonces, madre, debo colegir que mi señor padre estaba al corriente de que iba a asistir a la recepción desde el palco?

—He de reconocer que no estuvo precisamente encantado con mi iniciativa, pero la aceptó a regañadientes.

—Y ¿me queréis decir el motivo de tan extraordinaria decisión?

—Por eso estás ahora aquí. Verás, hija mía: tu padre, que siente por ti una especial predilección, decidió darte la oportunidad de conocer al emisario de quien será tu futuro esposo.

En aquel preciso momento todo el flujo de sangre que había invadido el rostro de la muchacha momentos antes huyó como por ensalmo de él y una palidez cadavérica lo inundó.

—Pero madre, ¿cómo me habláis de un esposo que ni conozco, ni he hablado con él jamás y al que ni tan siquiera he visto el rostro?

—Eso no importa, pequeña —la tranquilizó su madre, acariciándole los cabellos—. Hay cosas que debes saber. En estos tiempos, una princesa está al servicio de los intereses de los reinos. Tienes suerte de que tu padre, que te adora, haya tenido en cuenta tu felicidad y te ha elegido un esposo joven y por cierto muy agraciado, que te colmará de venturas y que, como conoce la alcurnia de nuestra casa, pagara unos
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de acuerdo con los beneficios que le reportará emparentar con nuestra casa de Sicilia.

La cabeza de Mafalda daba vueltas como la rueda de una rueca.

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