Authors: Chufo Lloréns
—¿Y qué puede hacer mi pobre persona para ayudaros?
El conde se plantó ante el tuerto.
—¿No lo adivináis?
—Se me va alcanzando, pero no atino —mintió Mainar.
—He pensado que la muerte del albacea complicaría tanto las cosas que el condado podría actuar en nombre de los intereses de la ciudad. Son muchas las personas de Barcelona que dependen de la fortuna de Martí Barbany, y sería responsabilidad de la casa condal administrarla por el bien de sus ciudadanos…
—¿Estáis solicitando de nuevo mis servicios para acabar con la vida de alguien?
—Traedme la cabeza de ese cura y podréis consideraros almotacén de mercados de Barcelona —repuso Berenguer, sin dudarlo un instante.
—Mañana mismo el padre Llobet recibirá un hermoso regalo —sonrió el tuerto.
Pacià y Ahmed
Ahmed había ido a la casa de la plaza de Sant Miquel para ver a su madre, no pasaba semana sin que él y Amina se turnaran y ella era la que le había puesto al corriente del resultado de la pócima de Florinda. Estaba aquella mañana en la cocina hablando con Mariona y Andreu Codina de los tristes sucesos de la muerte del amo y la inexplicable entrada de su asesino en la casa burlando la vigilancia, cuando entró Gaufred, con el semblante adusto. El hombre no podía evitar sentirse culpable por la desgracia acontecida. Primero fue Rashid, y luego Martí Barbany. Nunca podría perdonarse aquellos hechos.
—Parece ser, Ahmed, que alguien ha adivinado que estás aquí y te busca.
—¡Qué extraño! Únicamente mi amigo Manel sabe que venía a visitar a mi madre. ¿Quién es?
—Un tal Pacià, que dice que te conoce. Tal vez cree que todavía vives aquí. Te espera en la puerta. Te acompañaré.
Gaufred y Ahmed partieron hacia la planta principal y salieron al patio de caballos. Allí, junto a la entrada, en la calle, distinguió Ahmed al cochero que la infausta noche de su mal, le ayudó a transportar el cuerpo de Zahira.
Al verlo, el corazón le dio un brinco y un cúmulo de recuerdos asaltó su mente.
Ahmed se acercó a él. El hombre, al distinguirlo, se levantó del banco de piedra y aguardó. En la sonrisa de Ahmed tuvo la certeza de que había sido reconocido.
—¿Cómo no iba a recordaros? Sois de las pocas personas con las que me hallo en deuda —dijo Ahmed, tendiéndole la mano.
El otro se la apretó con alivio.
—Nada me debéis, pagasteis generosamente mis servicios y lo que lamento es no haber estado en condiciones de hacéroslo de balde.
—El favor fue tan grande que cualquier cosa que me hubierais pedido me habría parecido nimia. Pero pasad y perdonad mi falta de hospitalidad, sabed excusarme… En verdad que vuestra visita me ha sorprendido.
Pacià estaba visiblemente nervioso.
—Veréis, Ahmed, no sé cómo comenzar.
—Yo os lo diré, como lo hacen dos amigos que se ven todos los días, diciendo las cosas llanamente.
—Es que me es muy difícil.
—Animaos, en primer lugar os debo mucho y en segundo, para eso habéis venido.
—Está bien. Ya os he dicho antes de sentarnos que de haber podido os hubiera servido gratis, pero mis hijos y las circunstancias de mi vida no me lo permitieron.
—Y bien…
—Hace ya semanas fui despedido de mi trabajo, pero la otra tarde acudí de nuevo a la mancebía a reclamar lo que es mío y que aún no me ha sido pagado. Mi mujer está a punto de dar a luz y necesito urgentemente diez dineros.
—Si ése es vuestro único problema, contad con que ya no lo tenéis —le aseguró Ahmed.
El hombre se detuvo un instante y miró a Ahmed a los ojos con una rara intensidad que no pasó desapercibida a éste.
—Y no penséis en devolverme los dineros porque son un regalo que lamento haber tardado tanto en poder hacer. Más os diré: pasad este mal trago y cuando vuestra mujer haya parido venid a verme a mi casa. Vivo en el molino de Magòria, y un trabajo u otro encontraremos para vos.
Tras un hondo suspiro y con una extraña voz, Pacià habló de nuevo.
—Mil gracias, pero he venido a veros por algo más. —Hizo una pausa, tomó aire y prosiguió—. Se dice que, antes de la muerte de vuestro amo, éste recibió la cabeza de un gran lagarto muerto, ¿es o no es verdad?
—Así es. ¿Qué sabéis vos de ello?
—Ese lagarto lo cacé yo.
—¿Qué me estáis diciendo?
—Desde luego, sin saber su destino y que representaba una amenaza para el que lo recibiera —se apresuró a añadir Pacià.
Ahmed se quedó de una pieza.
—Contadme punto por punto todo este galimatías.
—Como no ignoráis, mi amo era Bernabé Mainar y, como os he relatado, hace tiempo me puso en la calle injustamente y de mala manera.
—Eso ya me lo habéis contado —dijo Ahmed, impaciente.
—Bien, el otro día, cuando fui a exigirle el dinero que me debía, le oí hablar con Maimón, su encargado.
—Id al grano, por favor.
—Pues que, dado el asunto que trataron y sabiendo lo ocurrido a vuestro amo, aunque mi torpe cabeza no sabe interpretar lo oído, pude colegir que tal vez la cuestión os interesara a vos y decidí venir a contároslo sin pensar que pudierais o no ayudarme en lo otro.
—Decidme lo que oísteis.
—Más o menos éstas fueron las palabras: «Necesito que vayas a las canteras de Montjuïc y me caces un lagarto hermoso de los que allí toman el sol entre las piedras. He de enviar un regalo al confesor de Sant Pere de les Puelles». Y luego, misteriosamente, añadió: «Debe recibirlo antes de que celebre que el gallo cante durante la noche, pues ése será el momento que el destino me deparará para cobrar mi deuda».
La hornacina
Dos personas se preparaban a la vez para un encuentro que habría de definir la vida de ambos.
De una parte Luciano Santángel, alias Bernabé Mainar, se preparaba vistiendo las negras ropas que usaba cuando iba a ejercer su turbio oficio, sabiendo que su estado de ánimo no era el idóneo para aquel empeño. Recordaba las lecciones que su padre le impartía cuando era un mero aprendiz del arte de la muerte. «Jamás dejes que el odio perturbe tu entendimiento; debes mantener la calma. Cualquier obsesión en la que se inmiscuyan tus pasiones y te ciegue el resentimiento, estará condenada al fracaso. Lo único que te debe inspirar tu víctima ha de ser indiferencia.» Había anhelado aquel momento tanto tiempo, veía tan próximo el día de la culminación de su venganza, y su corazón albergaba tanto odio que le era imposible ser neutro. Todo se cumplía en aquel encargo: su venganza, tanto tiempo ansiada, contra quien causó la muerte de su padre; su ambición, que quedaría colmada por el cargo que le había prometido Berenguer; y su fidelidad a la Orden, cuyo Supremo Guía recibiría cuantiosos beneficios gracias a ese nuevo puesto de Mainar en la casa condal. Aquel 24 de diciembre iba a ser un día señalado en su vida. Bernabé Mainar, ya vestido para el ritual, se miró en el bruñido cobre y quedó satisfecho; le quedaban por hacer tres cosas: comprobar la eficacia de su cerbatana, provisionarse de los dardos envenenados, untados en aquella ocasión y para más seguridad de una mezcla de ricino y acónito, y meter en el bolsillo de sus calzas la llave del monasterio de Sant Pere de les Puelles que le había entregado su patrocinador, al que apenas quedaban unos días para disfrutar de su semestre de mandato. Satisfecho de todas sus comprobaciones tomó su negra capa y tras echársela sobre los hombros y soplar la llama del candil que iluminaba la estancia, se dirigió a las cuadras de la mansión de la Vilanova dels Arcs.
Un cúmulo de vicisitudes se habían congregado para que Ahmed aquella noche emprendiera la arriesgada aventura que estaba a punto de iniciar.
Las confidencias de Pacià le habían golpeado con la fuerza del martillo que cae sobre el yunque. La confirmación, por parte de Amina, de que el padre Llobet había recibido una cabeza de lagarto le había señalado como la víctima de aquel asesino sordo e invisible que tan sutilmente había acabado con la vida de su amado patrón. Ignoraba cuál sería la mano ejecutora del crimen, pero parecía no caber duda de que la mente maligna que estaba tras todo el asunto era la del dueño del lugar donde había hallado la muerte su Zahira. Todo apuntaba hacia aquel hombre inquietante. Finalmente la agudeza de Delfín, el enano augur, había acabado de definir y aclarar la cuestión. Descifrando el críptico mensaje que encerraban las palabras de aquel individuo escuchadas por Pacià el día en que había vuelto a aquella infame casa para reclamar su paga: «Antes de que celebre que el gallo cante durante la noche, ése será el momento que el destino me deparará para cobrar mi deuda».
El único gallo que cantaba de noche era el de la misa del mismo nombre y el celebrante iba a ser el confesor de las monjas, el padre Llobet; el lugar, la iglesia del monasterio y el tiempo, al dar las doce campanadas de la víspera del día de Navidad.
Ahmed, ayudado por Manel, estaba dispuesto a seguir su corazonada: si, como sospechaba, el intento de asesinato se llevaba a cabo aquella noche, estaría allí para impedirlo y en caso contrario saldría del lugar de la misma manera en que, siguiendo las indicaciones de su hermana, pensaba entrar. Tenía un plan en la cabeza y para llevarlo a cabo precisaba de varias cosas y sabía bien dónde encontrarlas. Salió del molino en compañía de su amigo portando ropas oscuras y una escarcela untada con una capa de betún y de cera que la hacía impermeable, caso de que se mojara un poco, y se dirigió al final del cercado donde se hallaba la sencilla tumba de Zahira mirando a La Meca. Manel le ayudó a alzar la losa de los pies; Ahmed con sumo cuidado extrajo del interior del sepulcro la vasija cuidadosamente cerrada que contenía la valiosa mezcla y la examinó con atención. Aquello llevaba años enterrado, desde aquella lejana noche anterior a su aventura para rescatar el
Laia
. Luego repasó el resto de sus pertenencias y lo guardó todo junto en su escarcela cuidando que el cierre de su embocadura doblado repetidas veces estuviera lo más ajustado posible.
Después de volver a colocar la losa en su lugar se puso en pie solemnemente y dirigiéndose a su amada, dijo: «Si Alá lo permite, esta noche haré justicia; a pesar del tiempo transcurrido te sigo amando, Zahira, ayúdame desde el paraíso».
Luego ambos amigos montados en sendas cabalgaduras se dirigieron, a buen paso, al monasterio de Sant Pere de les Puelles.
Faltaría una media hora para la medianoche cuando un jinete en un negro caballo arribaba a las puertas del monasterio. Dejó su cabalgadura convenientemente atada y envuelto en su capa se dirigió a la puerta lateral. La noche era cerrada y apenas una pálida luna iluminaba la escena. El hombre extrajo de su faltriquera la llave que le había proporcionado su valedor. Antes de abrir, observó a su alrededor si alguien estaba al acecho y sin vacilar se introdujo en el pasillo que desembocaba en el claustro del monasterio. Saliendo al exterior por el otro lado, dos sonidos igualmente armónicos y cantarines llegaron a sus oídos. De un lado el regato del surtidor cayendo en el aljibe y del otro las voces de las monjitas que entonaban sus cantos desde el coro del monasterio. El tuerto observó que de las tres ventanas de la iglesia una estaba abierta; supuso que pese al frío reinante, ésta sería la que estaba más próxima al ábside para que por ella escaparan los humos de los cirios que adornaban el altar y del incensario. El tuerto esbozó una torcida sonrisa. Con sumo tiento y con el paso del cazador que acecha a la presa, se llegó a la ventana. Aupándose sobre las puntas de los pies se dispuso a observar. Allí, frente a él, de perfil, estaba el hombre que había matado a su padre. Mainar se dispuso a realizar la acción más limpia y certera de su vida. Extrajo de su bolsa la cerbatana y uno de los dardos envenenados; luego con sumo cuidado retiró el tapón de corcho que protegía su afilada punta. Cargó la cerbatana y aguardó a que el oficiante se diera la vuelta. Quería que el sacerdote cayera muerto frente a la comunidad en el supremo momento de la consagración de aquel rito cristiano del cuerpo místico.
Ahmed y Manel llegaron junto a la cerca que rodeaba el huerto de las monjas. Dejaron allí sus caballos y con facilidad se introdujeron en el vallado recinto. Siguiendo puntualmente las instrucciones de Amina ambos amigos buscaron el desagüe del regato que, pasando bajo una reja, salía del límite del claustro.
—Manel, aguarda aquí y cuando haya pasado al otro lado de la reja, me das la bolsa cuidando de que no se moje. Luego quédate junto a los caballos.
Manel asintió con la cabeza mientras decía:
—¡Suerte, amigo!
Ambos jóvenes se dieron un fuerte abrazo y luego Ahmed desapareció bajo la corriente de agua para aparecer al instante del otro lado del rastrillo.
Manel, pasando la mano entre las rejas, le entregó al punto la encerada bolsa. Ahmed se la colgó en bandolera y se internó en el claustro.
La descripción que le había hecho su hermana del recinto le fue muy útil para orientarse.
Con un ágil brinco se encaramó en la gran hornacina desde la que san Pedro presidía el recinto y, tras extraer de la escarcela su honda y la munición tanto tiempo guardada, esperó la llegada del asesino.
Al poco, a la pálida luz de la reina de la noche, divisó a la entrada del pasillo que desembocaba en el claustro la inconfundible estampa del tuerto que, semiembozado en su capa, se dirigía cauteloso a la primera ventana de la iglesia. Así que, tal como intuía, iba a ser él después de todo la mano ejecutora.
Ahmed contuvo la respiración. Tras unos tensos instantes observó con cuidado las maniobras que realizaba el hombre y supo al punto cómo había sido la muerte de su amo. Al igual que en aquella ocasión y empleando la misma arma, lo habían asesinado desde el balcón de su dormitorio. Por un instante temió que la rabia enturbiara sus movimientos y procedió con sumo cuidado. Extrajo una de las ollitas de la escarcela, la colocó en el nido de cuero y con un ligero movimiento de la muñeca obligó al artilugio a girar cada vez más velozmente.
Cuando Mainar se iba a llevar la cerbatana a los labios, un sutil silbido le alertó y se volvió para ver de dónde procedía.
Su mirada se dirigió a la hornacina, donde una sombra hacía girar un objeto en su mano. De repente algo duro le golpeó en el pecho, unos pedacitos de barro cocido cayeron al enlosado del claustro y, antes de que se diera cuenta de cuál era el objeto que le había golpeado, de sus ropajes surgió una lengua de fuego. El tuerto se deshizo de la cerbatana y comenzó a sacudirse la capa con las manos intentando apagar las llamas que iban progresando; después se llevó las manos al cuello e intentó deshacer la cinta que la sujetaba pero se hizo un nudo y fracasó en su empeño. Entonces se sintió golpeado otra vez; el contenido del nuevo objeto se había desparramado sobre sus calzones y las llamas ascendían por su cuerpo. Mainar, acostumbrado a mil situaciones comprometidas, entendió que su salvación estaba en el estanque de las monjas y sin dudarlo un momento tomó carrerilla y se lanzó de cabeza sin poder contener los gritos de dolor que acudían a su garganta y que alertaron a la comunidad. Las cabezas de las hermanas comenzaron a asomar por la puerta lateral de la iglesia que daba al claustro. Entonces, alumbradas por su fe y dado lo señalado de la jornada, creyeron presenciar un milagro. Aquel ser ardía bajo el agua y, pese a que luchaba por salir una y otra vez, no lo conseguía. Al tercer intento se abandonó y quedó yerto, irreconocible, como un carbúnculo chisporroteante alumbrando la solemnidad de la noche.