Authors: Chufo Lloréns
—¡Capitán Manipoulos, el cortejo del conde Berenguer acaba de llegar!
Todo aquel cuadro comenzó a tomar vida y a una orden del griego, varios hombres se dispusieron a cargar sobre sus hombros la pesada caja para bajarla hasta el patio de armas donde estaba dispuesto el catafalco en tanto las plañideras y gentes de la casa se dirigían a sus puestos.
Acompañada del arcediano y de la abadesa, Marta descendió la gran escalera tras el sarcófago y aguardó en el gran recibidor a que estuviera colocado en su lugar. Después ocupó su lugar en la tribuna dispuesta a tal efecto en tanto las dos compuertas se abrían y Berenguer Ramón, conde de Barcelona, acompañado por altos dignatarios, edecanes, jueces, senescales y damas de corte se instalaba en la tribuna frente a ella.
El obispo Odó de Montcada, revestido de ceremonial y acompañado de varios canónigos, hizo su entrada solemne para presidir los ritos fúnebres y proceder a la inhumación de aquel hijo predilecto de la ciudad. Los presentes siguieron la ceremonia en medio de un silencio conmovedor y al finalizar y precedidos por el conde, se dispusieron uno a uno a pasar ante la tribuna donde se hallaba Marta para dar testimonio de su dolor y presentarle sus respetos.
Al llegar frente a la muchacha, con la breve barandilla por medio, el conde le cogió ostentosamente la mano y, tras una profunda reverencia, se la besó y sin soltársela formuló sus condolencias.
—Doña Marta Barbany, recibid en mi nombre y en el de la familia condal, de la que en un tiempo no muy lejano formasteis parte como dama de mi madre, mi más sentido pésame por la inesperada y cruel muerte de vuestro padre, uno de mis más queridos y leales súbditos. Sabed que no he de cejar hasta que encuentre al hacedor de tamaña felonía y por descontado que en mí hallaréis vuestro más rendido y dispuesto servidor —añadió mirándola intensamente a los ojos—, como bien os consta y desde hace mucho.
Marta se estremeció ante aquella intencionada mirada. Intentó desasirse, pero la mano del conde apretaba la suya con fuerza. El padre Llobet, percatándose de la incómoda posición de la joven, clavó sus ojos en el semblante de Berenguer, quien, al notar la desaprobación que destilaba el rostro ceñudo del arcediano, no tuvo más remedio tras presentar sus respetos que seguir adelante. Sin embargo, durante el resto de la ceremonia, Marta fue consciente de que la mirada del conde no se apartaba de ella ni un instante, y al dolor por la muerte de su padre se le añadió una sensación de frío pánico.
Esa noche, cuando ya todos se hubieron retirado, una agotada Marta, que luchaba por mantener la entereza a pesar de las amargas emociones vividas en esa jornada, se dejaba caer en uno de los sillones del salón de su casa. Era extraño, pensó la joven. Aquel lugar donde había pasado la mayor parte de su vida y y en el que se ubicaban la mayoría de sus recuerdos no era ya su hogar. Así lo sentía, y darse cuenta de ello la sumió en una tristeza aún mayor: sin su propietario, sin aquel padre a veces triste, a veces ausente, pero siempre cariñoso y protector, el lugar no era ya el mismo. Ella ya sólo podía tener un hogar, se dijo, y éste era junto a Bertran, estuviera donde estuviese. Pensar en él le oprimió el corazón. ¿Dónde estaba? ¿Acaso la había olvidado? Durante todo el día, entre los rostros de quienes acudían a presentar sus respetos al difunto había querido ver el de Bertran de Cardona, pero sus deseos habían sido en vano. Una parte de ella quería odiarlo por no comparecer en el momento más duro de su vida, pero en el fondo de su corazón algo le decía que, si no lo había hecho, habría sido por una buena razón. Miró a su alrededor: paseaba la mirada por los muebles conocidos que ahora ya no le parecían los suyos cuando la voz de su querido padrino la sacó de su ensimismamiento.
—Deberías comer algo, Marta. Mariona me ha dado una taza de caldo para ti —dijo el arcediano, dejándole la mencionada taza en una mesita cercana.
—No puedo comer nada, padrino.
—Marta… Hay algo de lo que tenemos que hablar esta misma noche.
—Habéis visto lo mismo que yo, ¿verdad? —preguntó la muchacha con amargura.
El sacerdote asintió, intentando controlar su enojo.
—Me miraba como un cazador mira a su presa antes de lanzar la flecha que la abatirá para siempre.
—Marta… la situación es mucho más grave ahora que tu padre ha muerto y que Berenguer tiene el poder. No quiero ni pensar en lo que ese desalmado podría hacer.
Marta bajó la mirada.
—Escucha, hija —prosiguió el sacerdote, sentándose a su lado—. Tú sabes bien que siempre me tendrás contigo y que haré cuanto esté en mi mano para preservarte de todo mal. Tu padre así me lo encomendó ya hace años, cuando naciste, y… —añadió bajando la voz— también en su testamento. Aún no se ha realizado la lectura oficial, pero conozco su contenido porque me lo dijo muchas veces. Tú eres su única heredera, y yo el albacea de su fortuna hasta que cumplas los dieciocho años o bien contraigas matrimonio, con mi aprobación. Manipoulos y el capitán Munt se encargarán de mantener los negocios de tu padre, aunque sin él, será tarea harto difícil…
—Padrino, no quiero hablar de esto ahora…
—Lo sé —la interrumpió el arcediano—, pero es preciso. Quiero que sepas que puedes contar con mi consejo como siempre y que debes fiarte de mí. Y por eso mismo desearía que volvieras cuanto antes al monasterio. Tengo la sensación de que sólo esos santos muros pueden protegerte de ese mal nacido.
Marta asintió.
—Quiero volver al monasterio, padrino. De momento, ése seguirá siendo mi hogar. —Y añadió en un tono triste, aunque a la vez desafiante—: Prometí esperar allí a Bertran y así lo haré… tanto tiempo como sea preciso.
El acoso
El ruido de los cascos y de las ruedas de un pesado carricoche sobre el empedrado de la entrada del monasterio de Sant Pere de les Puelles hizo que la abadesa, sor Adela de Monsargues, dejara sobre su mesa la lista de gastos que en aquel momento le presentaba la hermana administradora, y saliendo de detrás de su mesa se asomara a la ventana que daba al patio. En cuanto observó el escudo condal que lucía en la portezuela de la carroza, supo que el conde Berenguer, que en aquel semestre gobernaba el condado, llegaba al monasterio a una hora y en una fecha inusual, ya que aquel mes no tocaba capítulo que, como protector del monasterio, debía presidir. Conociendo al personaje, la visita no le auspició buenos augurios, pero en aras del bien de la comunidad se dispuso a recibir a quien, sin duda, constituía el principal soporte económico del monasterio desde los tiempos de la condesa Ermesenda, bisabuela de los actuales condes.
—Hermana, tened la caridad de retiraros. Si Dios no lo remedia, debo recibir a un visitante bastante incómodo y por demás inesperado.
Una leve llamada a la puerta indicó a la priora que un visitante demandaba audiencia y la vocecilla de la hermana portera lo corroboró.
—Madre, el conde os demanda audiencia y lo hace con cierta premura. Dice que tiene poco tiempo y que el asunto es urgente.
La abadesa, que conocía las sinuosidades de la política y sabía tratar a los poderosos, respondió:
—Decidle, hermana, que no lo esperaba y que lo recibiré en cuanto acabe con algo también urgente. Hacedlo pasar a la sala de visitas y ofrecedle algo de beber.
Las dos monjas se retiraron y la abadesa se arrodilló un instante en su reclinatorio presidido por un Cristo crucificado y en silencio le rogó le inspirara en aquel trance y le diera la claridad de mente necesaria y la mesura adecuada para responder al conde oportuna y debidamente.
Al cabo de un tiempo que le pareció prudencial se alzó y después de hacer la señal de la cruz, se dispuso a enfrentarse al incómodo visitante.
Lo vio de lejos. Berenguer estaba con las manos a la espalda y, advertido de la ligera pisada de la abadesa, se giró en redondo.
—Sed bienvenido a esta vuestra casa, alteza.
—Bienhallada, reverenda abadesa.
—De haber sabido de vuestra visita, no os hubiera hecho esperar.
—He pensado que, si como decís siempre, ésta es mi casa, no era necesario advertiros de mi visita, amén de que no creo que haya urgencia más perentoria que la que implica la visita de vuestro conde. ¿Quién hay en el condado más importante que yo y qué otra presencia puede superar la mía?
—Ésta es mi hora de rezos —repuso con frialdad sor Adela de Monsargues, dispuesta a no dejarse amilanar— y tengo una cita con Dios todos los días. Creo que estaréis de acuerdo en que nadie es más importante que el Señor.
Berenguer sonrió y aceptó el reproche.
—En este caso, me rindo y reconozco mi insignificancia.
—Entonces, señor, acomodémonos. Sabed que soy vuestra más humilde servidora y que haré todo lo que pueda por vos.
Ambos personajes se dirigieron a los dos sillones del extremo del salón; antes de hacerlo, Berenguer cerró la puerta que separaba la estancia de la portería.
Ya acomodados, el conde comenzó el discurso que traía preparado.
—Veréis, abadesa, el asunto que me trae aquí es de naturaleza muy delicada y difícil de explicar.
—Si el asunto es de Dios, no hace falta que cuidéis las formas —repuso sor Adela—. Simplemente explicaos.
—No es tan fácil, temo que se me malinterprete y no quisiera que lo tomarais como un simple capricho de príncipe.
La expresión del semblante de sor Adela cambió imperceptiblemente.
—No paséis cuidado, decid lo que proceda.
—Voy pues al asunto. Conocéis que el conde de Barcelona tiene el deber de tomar esposa, y a veces lo hace entre las hijas de nobles familias.
—Sí.
—El caso es, abadesa, que el corazón no siempre se deja guiar por reglas y conveniencias… Y a veces se posa, irremediablemente, en quien no debería.
Sor Adela, desconcertada, replicó:
—Comprendo vuestra inquietud, conde, pero no sé en qué puedo ayudaros…
—Seré franco —dijo Berenguer, mirando a la abadesa a los ojos—. Entre las paredes de vuestro monasterio mora esa joven, la dueña de mi corazón…
—No sé a quién os podéis referir —le interrumpió la abadesa—, pero sabed que mis monjas están casadas con Cristo y eso quiere decir que ya han elegido esposo.
—La muchacha a la que me refiero está aquí como postulante. Aún no ha tomado los hábitos. Os estoy hablando de Marta Barbany.
La abadesa se estremeció al oír al conde. Sin embargo, intentó mantener la compostura.
—No entiendo en qué me va vuestra pretensión; como bien decís, Marta es postulante y, si finalmente no profesa, pedidla en matrimonio y demandad a ella la respuesta.
Berenguer sonrió.
—Lamentablemente, las cosas no siempre pueden hacerse como uno quisiera, abadesa. Mis responsabilidades actuales me impedirían contraer semejante matrimonio.
—¿Qué queréis entonces?
—Quiero llegar a ella, y por tanto os ruego que me facilitéis su acceso, sin persona alguna que pueda mediar. Mi condición me impide mostrarme públicamente, así que el encuentro sucederá la noche que os indique; acudiré embozado y he de hallar las puertas abiertas y el camino señalado y expedito.
La abadesa meditó su respuesta un instante, conociendo el inmenso poder del conde y las terribles consecuencias de su decisión.
—¿Y si me opongo a tamaño desafuero?
—Tendréis el honor de ser la abadesa que haya presidido la clausura, después de ciento treinta años de vida, del monasterio de Sant Pere de les Puelles.
La abadesa intentó ganar tiempo.
—Dejadme pensarlo.
—Os concedo hasta el próximo viernes. Ni un solo día más.
La intuición de Amina
Las jóvenes camareras que habían entrado en el monasterio al servicio de sus nobles amas realizaban, en el tiempo que ellas andaban en rezos, las tareas de toda índole que les ordenaban las monjas. Unas fregaban en las cocinas, otras recogían frutos del huerto, y las más, dedicaban sus afanes a la limpieza de las estancias del monasterio, desde las celdas y la iglesia hasta la portería, almacenes y cocina. A Amina le había correspondido el gabinete de la abadesa, el zaguán y la sala de visitas.
Cada mañana, mientras Marta junto a otras seis postulantes ensayaba los cantos del día, ella cuidaba de que los suelos de las estancias brillaran como cobre pulido y ni una mota de polvo se posara en sus anaqueles, hornacinas e imágenes.
Aquella mañana, tras fregar los suelos, la muchacha regresó al gabinete de la abadesa para proseguir con la limpieza; no pudo evitar oír las voces que procedían de la estancia contigua.
—Os digo, vuestra reverencia, que de no mediar un milagro, Marta está en grave peligro.
Amina levantó la cabeza al oír el nombre de su señora y, sin el menor escrúpulo, se acercó a la puerta y pegó el oído a la madera.
—No sé en verdad cómo comenzar —se lamentaba sor Adela.
—Os ruego, abadesa, que no andéis con circunloquios. Marta ya ha sufrido bastante.
—El caso es, padre, que se ha presentado ante mí un dilema que requiere vuestro consejo.
—Mal puedo ayudaros si no me explicáis qué sucede.
La reverenda madre exhaló un profundo suspiro y se dispuso a exponer con pelos y señales la entrevista con Berenguer y lo deleznable de su exigencia.
—El caso es, vuestra reverencia, que de no plegarme a sus deseos, el quebranto del monasterio será total.
—Y en caso de hacerlo, intuyo, madre, que la que estará en grave peligro será Marta, tanto en cuerpo como en espíritu —repuso el arcediano—. En todo caso nada me sorprende: esto viene de lejos…
—Me dejáis asombrada.
—¿Acaso no sospechabais el motivo del ingreso de Marta en esta casa?
—Sé que no tenía ni tiene vocación, pero se me dijo que era para apartarla de un equivocado enamoramiento de juventud. Al parecer el galán era de noble cuna.
—No vais equivocada al respecto. Ya sabéis que yo soy su padrino y valedor y también conocéis que entré como confesor de las monjas más o menos en las mismas fechas, pero no fue éste el único motivo.
—¿Entonces?
—Habiendo muerto la condesa y estando su padre de viaje, sintiéndose vejada y agredida por el ahora conde Berenguer, ella misma me lo pidió. Después, al regreso de Martí, y sin que éste, que en paz descanse, nada supiera al respecto de la malevolencia del conde, sí que entendimos que para calibrar la intensidad de los sentimientos de ambos jóvenes era lo mejor darse un plazo y guardarla entre estos santos muros. Lo que, además, ponía a salvo a Marta de los requerimientos del conde.