Mar de fuego (93 page)

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Authors: Chufo Lloréns

BOOK: Mar de fuego
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—¿Y podéis decirme, padre, cómo y de qué manera se llevaron a cabo?

Eudald Llobet dudó un instante.

—El conde entró una noche en el corredor donde se hallan los dormitorios de las damas y se introdujo en el de Marta; de no ser por la intervención de Amina, se hubiera consumado el ultraje.

—¡Dios sea alabado! —exclamó la abadesa—. ¡Y, si Él no lo remedia, se consumará y en la casa de las esposas de Cristo!

—Eso debe impedirse como sea.

—El precio es la retirada de la dotación de Su Alteza, que es el principal soporte del monasterio.

—Hemos de pensar algo, madre.

—El tiempo de pensar se acaba el viernes.

Sin hacer ruido, Amina abandonó su escondite y tras el correspondiente permiso salió del monasterio. Sabía muy bien a quién recurrir.

125

Florinda

Amina se encaminó al palacio condal sin perder un instante. A pesar de que confiaba en el buen juicio de la abadesa y del padre Llobet, intuía que para enfrentarse a Berenguer se necesitaba más ingenio y malicia del que hacían gala aquellas dos buenas personas. Y, si alguien a quien conocía destacaba por esa cualidad, era sin duda Delfín, el enano que tanto cariño profesaba a Marta.

Amina entró, como siempre que iba a entrevistarse con el bufón, por la puerta de las cuadras. Ya hacía tiempo que usaba ese camino siempre que recibía recado de que Delfín tenía para Marta carta de su enamorado. Amina conocía los hábitos del que fuera amigo y consejero de la condesa y sabía que a aquella hora estaría sin duda en el gabinete que fue en tiempos el refugio predilecto de Almodis. La muchacha atravesó pasillos, subió a la primera planta y, sin que nadie reparara en ella, se llegó a la puerta de la recogida estancia. Con el oído atento golpeó con sus nudillos la hoja. La inconfundible y cascada voz de Delfín respondió desde el interior con un desabrido tono, autorizándola a entrar.

Amina empujó el vano de la puerta y asomó la cabeza. El hombrecillo, al pronto, cubierta su cabeza como estaba por una cofia, no la reconoció; luego sus ojillos se achinaron, ajustó su visión a la media penumbra y en la alegría de su expresión, supo Amina que se había dado cuenta de quién era la visitante.

De un ágil brinco se apeó del taburete desde el que estaba garabateando un pergamino en la escribanía de cuero, dejó el cálamo en el tintero y se llegó jubiloso hasta la entrada.

—¡Qué sorpresa más grata! Desconozco el motivo que te ha traído hasta mí, pero lo bendigo. Este palacio es cada día más aburrido y te aseguro que, si el conde Ramón no me hubiera rogado que permaneciera aquí para hacer compañía a su futura esposa, hace tiempo que habría abandonado estas frías paredes.

—Tal vez cuando conozcáis el motivo no encontréis mi visita tan placentera.

Delfín se giró en redondo con aquella su astuta mirada en sus ojos.

—¿Tu ama no estará enferma? —dijo recordando aquella horrible visión que tuvo tiempo atrás.

—Enferma no, pero sospecho que se halla en un grave peligro.

Ambos se sentaron a la vera del fuego de la chimenea.

—Cuéntame los detalles, pero conjeturo que algo tendrá que ver el conde Berenguer en todo ello.

—Estáis en lo cierto, y pienso que sin vuestra ayuda conseguirá su propósito —sollozó Amina.

—Explícamelo todo sin dejarte nada. Cualquier pormenor puede ser muy importante.

Amina tranquilizándose puso al tanto a Delfín de lo que había oído a hurtadillas esa misma mañana. El hombrecillo la escuchó atentamente y, cuando terminó su relato, preguntó:

—¿Y qué crees que puedo hacer yo?

—¿Recordáis que hace años me explicasteis cómo había solucionado una amiga vuestra las cuitas de nuestra condesa?

El enano, tal que si se hubiera hecho la luz en su interior, comenzó a recorrer la estancia con pasitos menudos y acelerados. Sí, tal vez Florinda la hechicera pudiera tener una solución a tan complejo problema.

Amina, que conocía al personaje, respetó su silencio y aguardó a que el hombrecillo finiquitara su deambular.

Súbitamente, Delfín se detuvo.

—¿Dices que el plazo finaliza el viernes?

—Eso es lo que escucharon mis oídos.

—Pues no hay tiempo que perder.

—¿Qué se os ha ocurrido?

—A mí nada —sonrió Delfín—. Eres tú quien ha tenido la idea. ¿A qué hora debes estar en el monasterio?

—Todas hemos de estar recogidas al toque de laudes.

—¿Tu hermano Ahmed sigue viviendo en el molino de Magòria?

—En efecto.

—Envíale recado de que mañana por la noche, antes del cierre de las puertas, deberá estar aguardándome junto a la muralla en la puerta del Castellnou, donde desemboca la calle del Call, con dos caballerías; dile también que venga armado: va a ser mi escudero en este trance… El lugar adonde voy no está demasiado iluminado y el
raval
no es precisamente muy recomendable.

—Ignoro cuál es vuestro plan, pero entiendo que algún armado de palacio podría acompañaros —sugirió Amina.

—Nadie de palacio, precisamente, debe saber nada. Berenguer tiene informadores en todos los rincones y si el plan que me has inspirado llega a sus oídos, la vida de todos lo que hayamos intervenido en él no valdrá nada.

Amina insistió.

—¡Adelantadme algo, Delfín, por el amor de Dios!

—Recurriremos a la hechicera: ella nos dará el medio que desengañe y escarmiente para siempre al conde.

Apenas sonaba el último toque de las campanas de la Seo cuando Ahmed a lomos de su caballo y llevando sujetas las bridas de una mula castaña, pudo divisar entre las gentes que se arracimaban junto a la salida del Castellnou, la diminuta y embozada figura de Delfín que, habiéndolo divisado, acudía a su encuentro.

Ahmed descabalgó para ayudarle a montar.

—¿Os ha explicado Amina a lo que vamos? —preguntó el enano, retirándose la capucha del rostro.

—Únicamente que debo ir armado y que es asunto vital para mi ama.

—Eso está bien. Cuanto menos sepáis, mejor. ¿Vais armado?

Ahmed abrió su capa. Los ojillos de Delfín lo examinaron de arriba abajo. En el cinto del hombre se veía una daga, anudada a su cintura las tiras de cuero de su honda y una escarcela llena de guijarros.

—¿Es eso útil? —inquirió el enano con desconfianza, señalando al artilugio.

—A distancia, mucho más que la mejor de las flechas.

—Vamos entonces y no perdamos tiempo. Si para vos vale, para mí también.

Luego, observando a la mula, comentó:

—¿No teníais en vuestra cuadra un animal de más alzada?

Sin decir nada, Ahmed lo tomó por los sobacos y lo colocó en la silla.

—Mejor que sea de noche —exclamó Delfín—. Sospecho que de día, desde aquí arriba, me podría entrar vértigo.

Al rato ambos se hallaron en sus respectivas monturas, atravesando el
areny
por el puente de madera. Las gentes iban y venían, más en dirección a la ciudad que de salida.

A la lejanía distinguieron, iluminado por un fanal, el letrero de madera de una taberna en los aledaños de la barriada del Pi, la Venta del Cojo.

—Allí es —señaló Delfín.

Ahmed espoleó su caballo y al poco estaban ambos frente al establecimiento. Ataron sus cabalgaduras en la barra preparada al uso junto a otras y dirigieron sus pasos hacia la iluminada puerta, en tanto el viento de mar agitaba fuertemente sus cabellos.

El enano abrió la puerta y con paso decidido se introdujo en el local seguido de Ahmed, cuya diestra reposaba junto a la empuñadura de su daga.

Apenas Delfín y Ahmed se hubieron sentado cuando ya el tabernero, con andar renqueante y haciendo sonar en el entarimado la contera de su pata de madera, se llegaba hasta ellos.

—Cuánto bueno por aquí, señor Delfín y compañía. Hace mucho que no nos honráis con vuestra presencia. ¿A qué debo el honor?

—¿Está vuestra cuñada? —preguntó el enano.

—Está ocupada casi todas las noches… Deberíais anunciar vuestras visitas.

—Si hicierais la merced de introducirme, os quedaría sumamente agradecido. —Al decir esto el enano echó mano a su faltriquera y, sacando una moneda, la depositó en la mano del otro.

—Veré lo que puedo hacer. Entretanto, ¿queréis tomar algo?

—Dos vasos de hipocrás de ese que reserváis en la bota del rincón, no de ese veneno que guardáis para los forasteros que al cabo de un rato se acuerdan de vuestros muertos en tanto se desocupan sus tripas a la vera del camino.

El tabernero se giró sonriente hacia una sirvienta.

—¡Sirve a esos señores de mi reserva personal! —Luego se volvió hacia ellos—. Voy a ver si mi cuñada puede recibiros.

Tras estas palabras el individuo se dirigió a una portezuela del fondo con su característico bamboleo y desapareció tras una gastada y mugrienta cortina verde.

Delfín habló a Ahmed en voz baja mientras la desenfadada sirvienta colocaba frente a la pareja dos cuencos y una jarra de hipocrás.

—Vais a ver como me recibe: a este pájaro no hay nada que le guste más que una moneda.

El cojo ya regresaba.

—Mi cuñada os recibirá, pero me ha dicho que lo hace por mi recomendación. A ella le gusta conocer quiénes son sus parroquianos por adelantado.

Delfín se puso en pie estirando su cuerpecillo al máximo para dar empaque a su figura, y volviéndose a Ahmed le indicó:

—Tened cuidado de que tras de mi persona, no entre nadie. —Luego se dirigió al cojo—. Os sigo.

La pareja desapareció al fin tras una raída cortina. El enano, que conocía el camino, recordó la vez que acompañando a la condesa, acudió ella en busca del elixir de la fertilidad y que ¡por Dios!, tuvo éxito.

Tras descender los tres peldaños se halló en la estancia donde la cuñada del tabernero recibía a sus visitantes e intentaba solucionar sus problemas a cambio siempre de buenos dineros.

Delfín oyó la voz de su acompañante.

—Aquí tienes a tu cliente. Te dejo con él.

La ciega dirigió sus velados ojos hacia el enano y pareció ver.

—Acercaos, Delfín, qué inesperada sorpresa.

El hombrecillo se dirigió hasta donde estaba la mujer.

—Sentaos y explicadme el motivo de vuestra grata visita.

Delfín ocupó el alto escabel frente a la mesa de la ciega, y dejando a un lado su faltriquera, dijo:

—Yo también me congratulo de hallaros igual que os dejé la última vez, Florinda. Parece que el tiempo en vos se ha detenido. Siempre parecéis tener la misma edad.

—Es que la tengo, amigo mío, ¿qué clase de bruja sería yo si no supiera detener el tiempo?

Al decir esto último de su desdentada boca surgió una risa sardónica adobada de una sutil ironía y una lucecilla mordaz asomó en sus inertes pupilas.

—Bien, dejémonos de preámbulos; ¿qué es lo que os ha traído hasta aquí?

El enano creyó oportuno dejar claras algunas cosas.

—En primer lugar quiero recordaros que he sido durante mucho tiempo para vos el nuncio de buenos negocios; que os he traído, podríamos decir en sentido figurado, regios clientes que os han proporcionado pingües beneficios.

La vieja frunció el entrecejo.

—Lo sé y os lo agradezco.

—Simplemente que tengáis en cuenta que no soy uno de esos a quienes esquilmáis la bolsa: soy pobre, mi benefactora ya murió y desde ese día mis ingresos son parvos. En esta ocasión soy yo el que va a pagar el convite; vengo en mi nombre, aunque el beneficio va a recaer en otra persona.

—Está bien, amigo mío, ciertamente habéis sido para mí una fuente de ingresos y también es cierto que jamás vinisteis pidiendo una gratificación. Tendré en cuenta la circunstancia y os cobraré lo mínimo por mis servicios, según, claro es, de qué se trate. Explicaos con detalle y procurad ser conciso.

Florinda atendió con suma atención la prolija explicación del enano.

—Lo que me pedís no es fácil y lo complica todavía más la urgencia. Sin embargo, os diré que es posible, aunque deberéis tener mucho cuidado con la dosis que administréis, ya que de equivocaros, el efecto pudiera ser fulminante.

—¿Qué insinuáis?

—No insinúo, afirmo. La persona puede morir y como mal menor regresar con la mente ida sin reconocer a nadie nunca más.

—¿Y cuál ha de ser esa dosis?

—Yo os daré la medida. Necesito saber dos cosas muy importantes: cuánto pesa la persona a la que va destinado el bebedizo y si es hombre o mujer o niño.

—Pesa poco… Es una muchacha.

—Es todo cuanto necesito saber. Que no os equivoquéis con la cantidad es esencial.

—No tengáis cuidado, seguiré vuestras indicaciones.

La vieja se levantó con dificultad de su asiento y se acercó a un aparador hecho de obra en el que figuraban, frente a un fondo de anaqueles llenos de vasijas, un hornillo encendido, matraces, un serpentín para destilar, redomas, un mortero de mármol con su correspondiente almirez, un rallador y una madera pulida. La mujer comenzó a maniobrar con todo ello tal que si pudiera ver lo que iba haciendo, mientras lo anunciaba en alta voz.

—Tomaremos polvos de hongos de amanita rallada, extracto de araña negra molida, hojas de anémona borde arrancadas en luna creciente, aceite de víbora del desierto de Nubia, cenizas de cantárida verde, raíz de dormidera y, tras macerarlo, lo destilaremos.

Tras proceder a triturarlo y mezclarlo todo, la mujer lo colocó en una vasija que a su vez puso sobre el hornillo ajustando el serpentín, y mientras la mezcla iba descendiendo, regresó a su lugar.

—Deberemos aguardar un rato, el proceso es lento.

Delfín estaba inquieto.

—¿Estáis segura de que surtirá efecto?

—Mis pócimas nunca fallan… Bien lo sabéis.

—¿Y de que ese efecto no será irreversible?

—Deberá tomarla el día anterior a ese malhadado encuentro. Caerá enferma, casi inconsciente, pero el efecto no debería durar más de tres días. La muchacha se sentirá débil durante un tiempo, pero irá recobrando las fuerzas. Os lo aseguro.

Al cabo de un rato, cuando la luna ya estaba en su cenit, salía de la taberna un diminuto personaje encapuchado, jinete en una mula, apretando contra su pecho y bajo su capa un frasco de vidrio esmerilado, y un joven a caballo con la mirada alerta, guiando con las rodillas a su montura, que llevaba en la diestra una honda cargada con un duro y redondo guijarro y apoyaba la zurda sobre la empuñadura de su daga.

El grupo más dispar que cabía imaginar estaba reunido en la sacristía de la iglesia de Sant Pere de les Puelles. Eudald Llobet, la abadesa sor Adela de Monsargues, Delfín, Amina y, por supuesto, Marta Barbany, que asistía con expresión impenetrable a aquella singular reunión.

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