Authors: Chufo Lloréns
Martí hizo un leve gesto de asentimiento con la cabeza.
—¿Y no veis posible que rogara a su esposo amante que la enterrara bajo los símbolos de su religión?
—Pudiera ser.
—¿Y que éste, al no poder hacerlo en cementerio cristiano, hiciera construir un túmulo dentro de una capilla a la que nadie pudiera acceder, para tenerla cerca y al mismo tiempo poder complacerla en su última voluntad sin peligro a ser denunciado?
—Vuestras deducciones son en verdad sutiles —susurró Martí—, pero no es mi caso.
Ahora el que intervino fue Felet.
—Creo, señoría, que deberíais confiar en la palabra de tan buen y probado ciudadano.
—Lo lamento, señor, pero mi experiencia me ha enseñado que de lo único que me puedo fiar es de lo que vean mis ojos. De manera que, si sois tan amable, deberéis facilitar mi tarea abriendo la capilla.
Con gesto apesadumbrado, como el de aquel que ha sido sorprendido en falso, Martí se dirigió a la mesa de su gabinete y extrajo la llave del primer cajón.
El brillo en los ojos del juez denunció la satisfacción que le embargaba. Estaba a punto de coronar con éxito la tarea a él encomendada y saboreaba la recompensa que el conde podía otorgarle.
—Señores, siendo ésta mi postrera comprobación, quisiera que me acompañaran.
El grupo descendió la escalinata y por la puerta del jardín se dirigió a la capilla.
—Señor Barbany, proceded.
La voz del juez adquirió un tono de triunfo.
Martí introdujo la gran llave en la cerradura de la puerta y procedió lentamente a girar el mecanismo.
Bonfill apartó a los tres y se adelantó a abrir la gruesa puerta de madera. La luz del sol poniente entraba a través de los policromados vidrios del rosetón. El juez se acercó al sarcófago y lo examinó con detenimiento. En su cabecera había una cruz de mármol y a sus pies una lápida en la que se leía la frase de san Agustín: «No permitas, Señor, que estemos separados en el cielo los que tanto nos amamos en la tierra». En los semblantes de Martí y de sus fieles amigos lucía una triunfal sonrisa.
Aquella noche, dos escenas muy distintas tenían lugar en sendos salones de Barcelona. Por un lado, en casa de Martí Barbany, su propietario y sus compañeros, Felet y Manipoulos, disfrutaban de una opípara cena.
—¡No dejo de recordar la cara de ese juez al leer la inscripción de la lápida! —comentaba el griego.
—Ya me gustaría ver la cara de quien ha puesto esa denuncia al saber el resultado —repuso Felet.
Martí sonrió, aunque en su mirada quedaba un rastro de inquietud.
—Debemos dar las gracias al difunto conde, quien, a través de mi fiel Eudald, nos advirtió meses antes de su muerte de ese rumor que corría por palacio… De no haber sido así, ahora me encontraría en una situación bien diferente.
Entretanto, en el palacio condal, un airado Berenguer expulsaba de malos modos al juez Bonfill. Esa noche el joven conde no logró conciliar el sueño, acosado por la rabia y los deseos de venganza.
Entrevistas cruciales
A la mañana siguiente, Berenguer recorría la estancia como una fiera enjaulada. Las manos a la espalda, el entrecejo fruncido y la mirada torva. Mientras aguardaba al visitante a quien había hecho llamar, sus pensamientos iban en varias direcciones distintas. Por un lado, sabía que no podía actuar contra Adelais de Cabrera, la persona que le había proporcionado aquella información que ahora se demostraba falsa, ya que su venganza podría despertar sospechas… pero desde luego se aseguraría de que aquella embustera no pisara la corte condal mientras él viviera. Por su culpa él, Berenguer, había quedado en ridículo delante del juez y de los demás prohombres del condado. Su rencor no se quedaba en aquella dama amargada sino que se extendía hacia el naviero, aquel eterno protegido de sus padres: ignoraba cómo, pero estaba seguro de que había logrado burlar a sus hombres. La codicia de Berenguer, quien ya veía aquella fortuna engrosando las arcas condales, era tan grande como su rabia al ver peligrar la posibilidad de satisfacer sus deseos al respecto de Marta Barbany. En ese momento, alguien llamó a la puerta levemente y entró.
—Mi señor, Bernabé Mainar os aguarda en la antesala. Dice haber sido llamado por vos —anunció el chambelán de día.
—¿No dije que lo hicieras pasar en cuanto llegara? —gritó Berenguer—. ¿A qué esperas?
El chambelán, que conocía bien los ataques de ira de su señor, abandonó la estancia de espaldas como demandaba el protocolo. Al poco se abrieron de nuevo las puertas y la inconfundible figura del tuerto personaje compareció en el quicio de la misma, con un bonete de terciopelo verde en la mano y el parche del ojo haciendo juego.
El hombre permaneció inmóvil hasta que la voz del conde le invitó a aproximarse.
La voz de Berenguer puso en marcha todos sus sentidos, presentía que el largo tránsito recorrido hasta aquel momento estaba a punto de finalizar.
—Acercaos, Mainar, y tomad asiento.
El tuerto avanzó hasta la mesa y a una indicación ocupó el sillón de la izquierda sintiendo cómo el conde lo examinaba con ojo crítico y, protocolariamente, aguardó en silencio hasta que éste le dirigiera la palabra.
—Os dije hace tiempo que tenía un plan para arruinar al naviero Barbany, ¿lo recordáis?
El tuerto asintió, sin decir nada. Intuía que su momento había llegado.
—Pues bien —prosiguió Berenguer—, algo no ha salido bien. Mis planes han fracasado…
—¿Y qué pensáis hacer? —preguntó Mainar en voz baja.
—En estos momentos mi furia es tal que sería capaz de acabar con él con mis propias manos…
—La ira es mala consejera, conde —repuso el tuerto—. Recordad cómo acabó vuestro hermanastro por no controlar sus impulsos.
Berenguer lo miró fijamente.
—¿Me estáis diciendo que debo cruzarme de brazos y olvidar todo esto?
—En absoluto, señor. Sólo os digo que vos debéis permanecer al margen de cualquier acto en contra del honorable Martí Barbany.
Berenguer enarcó las cejas, confundido.
—Si me autorizáis —continuó Mainar bajando la voz—, yo me encargaré de libraros de ese molesto ciudadano de una vez por todas. No preguntéis nada —susurró, y esbozó una torva sonrisa—: cuanto menos sepáis, mejor será. Sólo os digo que, si me dais vuestro permiso, en una semana el naviero Martí Barbany descansará al lado de su querida y difunta esposa. Y su hija estará entonces a vuestra merced.
El silencio cayó sobre ambos. El chisporroteo de los leños en la chimenea era el único sonido de la estancia.
—¿Y bien? —preguntó Mainar.
Berenguer asintió lentamente.
—Proceded como creáis conveniente, Mainar. Cuando todo haya terminado, os recompensaré como merecéis.
Nocturnidad y alevosía
El día había llegado. Después de tanto tiempo, un cosquilleo peculiar le ascendía por la columna vertebral y a través del torrente sanguíneo se repartía por todo su cuerpo. Por fin, aquella noche, Bernabé Mainar iba a consumar su venganza. Y al mismo tiempo, satisfacer a la Orden proveyendo sus arcas y conseguir el puesto anhelado en la corte. El plan tanto tiempo madurado había sido perfeccionado hasta su último detalle. La hora determinada, los medios escogidos… todo encajaba como un perfecto rompecabezas. El tuerto, ya en su alcoba, comenzó a prepararse como el sacerdote de un culto desconocido que fuera a celebrar un ritual con víctima propiciatoria incluida. Lentamente se despojó de sus vestiduras, fue hacia el armario; embutió unas calzas negras en sus largas piernas y se las ajustó de modo que le quedaran ceñidas al cuerpo como una segunda piel; luego, tomando una fina camisola, hizo lo propio, y finalmente, tras calzarse finos borceguíes asimismo negros, recogió su lacio cabello sobre la nuca y se encasquetó una extraña prenda que, ajustada a su nariz cual si fuera un antifaz, le llegaba hasta la nuca. De esta guisa vestido se dirigió hacia el espejo de cobre bruñido que presidía la estancia. La imagen que en él vio reflejada era la de una gran araña negra y su mente, en un rápido retroceso, rememoró el perfil lejano de su padre. Satisfecho de su aspecto se dirigió al arcón de roble y abriendo su claveteada tapa extrajo de su interior varias cosas: un par de guantes negros, una fina daga con su vaina que se ciñó a la cintura, una cuerda enrollada que terminaba en un gancho de hierro y finalmente su preferido de entre todos los instrumentos de muerte que manejaba: un fino canuto hecho de una sola pieza con una caña que crecía en el Nilo, de la longitud de un antebrazo, rematado en uno de sus extremos con una especie de boquilla que se ajustaba a los labios. Finalmente rebuscó dentro de una pequeña faltriquera de cuero y comprobó que en ella estaba su tesoro: cuatro pequeños dardos de afilada punta y en su cola tres finísimas plumas de ave. Por último, y con mucho tiento, tomó una pequeña ampolla de vidrio lacrada en su embocadura y observó el líquido que bailaba en su interior. Bernabé Mainar colocó todo ello en una pequeña escarcela, y tras ponérsela en bandolera y envolverse en una capa que le llegaba hasta los tobillos, salió por la disimulada puerta que daba directamente al exterior, traspasó el huerto y se encontró en la calle donde un carro cargado de sacos le aguardaba con tres de sus hombres.
La noche no podía ser más favorable: un cielo cubierto y preñado de nubes ocultaba la luz de la luna y ni una sola estrella brillaba en el firmamento de Barcelona. Las instrucciones sobraban: los tres hombres sabían adónde iban y lo que tenían que hacer. De un brinco se encaramó Mainar en el carruaje y sin decir nada, a la vez que el cochero arreaba el tiro de caballos, el hombre que iba en la trasera le entregó un gran saco plegado en el que se introdujo. Cuando ya estuvo dentro, el hombre, con una breve lazada, cerró la embocadura.
Las campanas de la Pia Almoina tocaban maitines. El centinela del extremo sur de la muralla que rodeaba la casa de Martí Barbany escuchó las ruedas de un carromato que traqueteaban en la calzada. Al punto, las severas órdenes dadas por Gaufred acudieron a su mente. Desde que el amo recibiera el macabro obsequio, todo el estrecho cerco de seguridad que rodeaba a Martí Barbany se había puesto en marcha. Se habían doblado las guardias y la ronda pasaba cada toque de campanas por el adarve de la muralla, dando y pidiendo el santo y seña. El carruaje de cuatro ruedas se había detenido junto a la gatera de las cocinas. Aunque, dado que era fin de mes, el centinela supuso que se trataba del carro de la leña, abandonó su puesto y fue a comprobarlo con el chuzo presto y los sentidos alerta.
Llegando al carro observó que lo ocupaban tres hombres. Dos en el pescante y otro en la parte posterior, el cual estaba ya trajinando con los sacos.
—Traéis la leña, imagino.
Uno de ellos, descendiendo del pescante con el pie apoyado en la rueda delantera, respondió malhumorado:
—Decid mejor que somos la escoria de Barcelona. ¿Quién si no en una maldita noche como ésta anda trabajando a esta hora en vez de estar en la cama como todo buen cristiano?
—Cada quien tiene su obligación. Daos prisa y en cuanto terminéis despejad la calle.
—No paséis pena —repuso otro—, no tenemos intención de estar aquí más que el tiempo preciso. En cuanto descarguemos, nos marchamos. —Y dirigiéndose al otro añadió—: Tú, ven aquí y acabemos con esto.
El guardián se retiró unos pasos y quedó a medio camino entre su puesto y el carromato, vigilando la maniobra de los hombres.
—Venga, échame una mano.
El cochero bajó de su puesto y sujetó al tiro de caballos mientras los otros dos comenzaban a coger los sacos. Los llevaban hasta la portezuela de la trampilla y en tanto uno de ellos la levantaba con el pie, el otro colocaba el saco frente a la embocadura y con un empujón lo obligaba a descender por la rampa de madera que desembocaba en el sótano junto a las cocinas.
El tercer saco descendió y rodando paró junto al tabiquillo que separaba la leñera de la despensa. La punta de un estilete en una enguantada y negra mano se asomó entre las fibras del fardo, rasgándolo de arriba abajo. Lentamente, Bernabé Mainar se deshizo de su funda y tras guardar la daga y colocarse bien el antifaz se acercó a la pared de madera para, por una rendija, observar el exterior. Desde el escondrijo, su único ojo recorrió la cocina de arriba abajo; un candil encendido lucía sobre la mesa como si alguien lo hubiera dejado para un fin concreto. Sin nadie a la vista y encaramándose en dos de los bultos pasó una pierna por encima del tabiquillo, y de un ágil y silencioso brinco saltó al otro lado.
En su cámara, Martí Barbany daba vueltas en el lecho sin poder dormir. Últimamente le costaba mucho conciliar el sueño. Permanecía, pues, en la cama, intentando acallar los fantasmas que visitaban su mente. Desde el registro de su casa y de la capilla, presentía que una vaga amenaza se cernía sobre él y los suyos. ¿Qué habría sucedido si el buen conde no hubiera advertido al padre Llobet? Él habría tenido que enfrentarse, con total seguridad, a las autoridades eclesiásticas y del condado… Suspiró, y un escalofrío le estremeció a pesar de las mantas. ¿Quién podía quererle tanto mal? ¿Quién aprovecharía un secreto encerrado en una capilla privada para deshonrar a uno de los ciudadanos más importantes de Barcelona y con qué fin? Y, sobre todo, ¿qué sería de Marta si su padre fuera desposeído de sus bienes y acusado de apostasía?
En la cocina, el silencio era casi absoluto: nada turbaba la placidez de la noche. El crujir de las maderas y las carreras precipitadas de algún que otro pequeño roedor eran los únicos sonidos perceptibles. Súbitamente, Mainar tuvo el pálpito de que le observaban e instintivamente llevó su diestra a la altura de la empuñadura de la daga. Los ojos de un gato acuclillado sobre la alacena, curioso y expectante, se paseaban de un lado a otro de la cocina. Súbitamente, una sombra irrumpió en el arco de luz del candil y el espectro le obligó a ocultarse tras la gran chimenea. Se trataba de una anciana de níveos y desgreñados cabellos que apareció ante la asombrada mirada de su único ojo vestida con una larga camisa blanca, interpretando una danza sin música. La mujer se llegó hasta el minino y tomándolo por el pescuezo se retiró por donde había venido, llevándose el candil encendido en la otra mano, mientras sus labios pronunciaban una jerga inconexa que sonó en los oídos de Mainar sin sentido alguno.
—¿Qué haces despierto? Es muy tarde, ven a la cama… —susurró Naima al felino.