Mar de fuego (97 page)

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Authors: Chufo Lloréns

BOOK: Mar de fuego
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Berenguer se puso pálido. El reloj dio las doce, anunciando la llegada del nuevo año. Bertran se volvió hacia Ramón Berenguer que en ese mismo instante iniciaba su mandato, e, inclinando la cabeza, se dirigió a él:

—Reto a vuestro hermano de noche, a la luz de la luna: el sol estará escondido. Lo único que resplandecerá al fin será la verdad que hace libres a los hombres.

Ramón miró a ambos caballeros, meditó unos momentos y finalmente dijo:

—Berenguer, ¿por qué no nombráis a alguien que luche por vos? De esta manera se dirimirá la cuestión sin que pueda mediar ofensa.

La voz de Berenguer sonó profunda y preñada de rencor, resolviendo la duda.

—Acepto el envite y lo haré personalmente, hermano, con un placer que me viene de antiguo, tengo muchas ofensas que liquidar con este jovenzuelo insensato. Lo único que quiero es que autoricéis lanzas de combate y que la justa sea a ultranza.

—Sabéis que no es posible, hermano. Un duelo a muerte pondría vuestra vida en peligro: usaréis lanzas de madera y el lugar, el día y la hora seré yo quien los determine.

133

La justa

La luna en cuarto creciente presidía la noche sobre la explanada del Borne, que era el lugar destinado a las justas y torneos. Las antorchas que delimitaban el palenque estaban encendidas y las personas que debían asistir al anómalo evento ocupaban ya sus puestos. El conde finalmente había acudido acompañado de su senescal Gombau de Besora, que no perdonaba a Berenguer la ofensa inferida a su hija la noche de la cena y que estaba al mando de los hombres de armas que estaban ante la tribuna. Enfrente, colocados en los lugares adecuados se hallaban el primer senescal Gualbert Amat, que tenía a su cargo el cumplimiento del reglamento que regía la liza, y los tres jueces que deberían velar por la puridad de lo pactado para aquel insólito encuentro. El físico, vestido con hopalanda granate y portando al cuello la cadena de la que pendía la amatista que denunciaba su oficio, con la bolsa de sus útiles y potingues colgada al hombro, estaba al pie de la palestra para poder acudir con presteza en caso necesario.

Las tiendas cónicas situadas a ambos extremos del palenque bullían de actividad. En la de Berenguer eran varios los hombres que se ocupaban de sus cosas: dos palafreneros de sus caballos, un armero de sus lanzas y adargas, tres pajes de dar lustre a su yelmo y cuidar que el morrión de la celada ajustara exactamente, repasar los enganches de su loriga y que las correíllas que sujetaban su peto y su espaldar, el faldellín y las brafoneras, estuvieran engrasadas y, en fin, toda su armadura reluciente y a punto.

En la tienda de Bertran sólo había dos criados comandados por Sigeric, su joven escudero, amén de Delfín, que se había empeñado en acompañarle y que andaba misterioso y zascandileando entre sus cosas.

Un ujier compareció apartando la tela embreada de la puerta.

—Señor, el conde ya ha ocupado el palco, dentro de un momento sonarán las trompetas y los añafiles. El caballo que habéis designado para el primer envite ya está pertrechado, la justa va a comenzar. ¿Estáis presto?

—Aguardad un instante. —Entonces Bertran se dirigió hasta la mesa y, abriendo una cajita de palo de rosa que estaba sobre ella, extrajo un pañuelo azul.

—Sigeric, anudadme al brazo mi divisa —ordenó.

El joven obró con presteza y Bertran, tras asegurarse de que la cinta estaba bien sujeta, tomó su empenachado yelmo y se dispuso a salir al exterior.

Al principio el inusual aspecto del palenque le sorprendió. Hasta aquel instante siempre había acudido al campo de justas de día, y al hacerlo de noche, sintió que sus sentidos se aguzaban y percibían los colores de las banderolas, estandartes y gallardetes de una forma mucho más vívida, hasta la brisa que soplaba del oeste al abrirse paso entre las hojas de la arboleda circundante parecía formar un murmullo diferente.

De una rápida mirada, Bertran abarcó todo el campo de liza. Un sentimiento de respeto se apoderó del heredero de Cardona al contemplar la majestuosidad de la armadura de su rival, rematado su yelmo por una corona de oro que circunvalaba un penacho color sangre que flameaba al cierzo de la noche, y el poderío de su gran caballo que, caracoleando, apenas podía ser sujetado por el palafrén.

Bertran montó a su vez, y ya cubierta su cabeza por el yelmo, tomó la lanza que le ofrecía Sigeric y colocándola verticalmente en el calzó que llevaba a la diestra de su silla, se adelantó al toque de clarines a saludar al príncipe, observando que su contrincante hacía lo propio pero remarcando su condición de conde lo hacía con el morrión de la celada bajado, ocultándole el rostro, evitando rendir homenaje.

Tras el saludo y al primer toque de trompetas, fuéronse cada uno a ocupar su lugar en el extremo del palenque; los caballos piafaban nerviosos y excitados olfateando el comienzo de la justa. El juez de liza abatió las banderolas roja y azul que sujetaba en ambas manos. La justa había comenzado.

Mientras tanto, en el monasterio de Sant Pere de les Puelles, una suplicante Amina se enfrentaba, quizá por única vez en su vida, con su ama.

—¿Adónde creéis que vais a estas horas?

Marta se había envuelto en un chal de lana y sujetaba a su lado un cirio encendido.

—Sabes perfectamente adónde me dirijo, Amina.

—Ama, por favor…

Marta la miró con obstinación.

—No dejaré que Bertran pase solo por este trance… ¡Está luchando por mi honor! Debo estar a su lado.

—¡Pero estáis aún débil! El frío de la madrugada os puede perjudicar.

—Moriré si tengo que permanecer aquí encerrada esperando noticias. Tú decides, Amina, puedes acompañarme o no, pero te juro que no vas a detenerme.

Y, sin decir una palabra más y desoyendo las mil protestas de su amiga, Marta se encaminó a una de las puertas laterales del monasterio. Hacía frío, pero su corazón ardía.

Ambos contendientes, bajando lanzas hasta el ristre en la diestra, colocando bajo el brazo el extremo del astil y con la adarga presta en la izquierda, se abalanzaron el uno contra el otro.

Bertran ya no veía otra cosa que no fuera la amenazante figura que se le venía encima y a través de las hendiduras de su celada adivinó el brillo de odio que había en los ojos de su antagonista. El embroque fue terrible y a la par que sentía que estaba a punto de perder estribos, tuvo la certeza de que la punta de roble de su lanza había astillado la redonda adarga de cuero reforzado de su rival. De reojo y mientras sujetaba su caballo obligándole a regresar a su sitio, observó que el juez de liza abatía los dos gallardetes indicando que ambos caballeros habían hecho blanco y que por tanto el asalto era nulo.

Berenguer llegó furioso a su zona y saltando del caballo, apenas el escudero le prestó su ayuda, aulló:

—¡Cámbiame el caballo, este animal no obedece a la espuela! ¡Y dame la adarga de pico que me cubre mejor, este lenguaraz es más duro de lo que pensaba!

Los palafreneros obedecieron prestos a su amo y en un suspiro estaba Berenguer a punto montado en un bayo de nueve años que lidiaba solo sin necesidad de guía.

La mente de Bertran había captado todos los mensajes que la monta de Berenguer le había enviado. El conde, al cargar la lanza para descargar el golpe, descuidaba un poco la defensa y bajaba el escudo; si apuntaba a la cabeza del mismo y no variaba el lugar del supuesto impacto, en el momento del embroque su rival bajaría la adarga y él, en tanto perfilaba su defensa oblicuando su escudo, le entraría la punta de su lanza por el resquicio que dejara, mientras que la de su contrario resbalaría inofensiva por la superficie de su defensa.

El juez alzó ambos gallardetes indicando combate.

Los dos caballeros lanzaron sus cuartagos al galope. El segundo encuentro estaba a punto de producirse. El ruido de armaduras y pertrechados caballos de hierro era ensordecedor.

Bertran aguantaba la posición a pesar de que todos los resortes de su mente le indicaban lo contrario. Cuando estaba a punto de corregir el viaje, Berenguer hizo lo esperado y bajó un punto la adarga; en tanto la punta de su lanza se deslizaba inofensiva sobre el escudo de Bertran, el extremo de roble de la lanza de éste se introdujo por encima de la defensa y se rompió sobre el peto de Berenguer casi desmontándolo. El grito de los presentes aplaudió la arriesgada acción del joven de Cardona; la banderola roja del juez se abatió y la azul quedó flotando en el aire, marcando un punto a favor de Bertran.

Ambos se retiraron a sus respectivos cuarteles. Bertran, que había reservado a Blanc, su corcel favorito, para el tercer envite, descabalgó y montó de nuevo ayudado por Sigeric.

En aquel instante, Delfín se deslizó hasta las patas de Blanc y obligó al jinete a bajar la cabeza. Las palabras del enano le hicieron levantar la celada y observarlo incrédulo.

—No es posible…

—Marta vendrá. Creed en mis presentimientos —dijo Delfín.

En el cuartel rojo las palabras soeces salían de la boca del conde como sapos envenenados. Nadie se atrevía a chistar.

—Sacadme a Nublo.

Era éste un tremendo garañón de zancada poderosa y ojos inyectados en sangre. En cuanto se vio montado en él, el conde exigió con voz que atemorizó a los servidores:

—¡Lanza de combate!

Su escudero, que le servía hacía mucho, se atrevió a hablar.

—¡Señor, os descalificarán!

—¡Punta de hierro he dicho!

—Lo podéis matar, señor…

—¡Es lo que pretendo, imbécil!

Cuando el poderoso caballo pateaba inquieto y antes de que el juez levantara las banderolas indicando combate, Berenguer distinguió un leve resplandor que comenzó a ascender los peldaños que conducían al palco vacío reservado para los familiares y amigos del heredero de Cardona.

Berenguer ya había comenzado el galope, pero su mirada seguía de reojo aquella luz que presagiaba algo desconocido y amenazador. Entonces, al quedar bajo el palco, la vio despojarse del chal. Bellísima, la antorcha que llevaba alguien a su lado le confería un brillo espectral: Marta Barbany, vestida con una túnica blanca que resaltaba su espléndida figura. La visión desconcertó al conde, quien aún tenía grabada en su retina la imagen de Marta postrada, y sin que pudiera evitarlo su mente se confundió y se le vino encima la punta de la lanza de su rival que, cual abejorro furioso, le acertó de pleno en el pecho haciéndole perder el estribo y dar con su soberbia armadura en el duro suelo del palenque.

En tanto el físico y el juez de liza se precipitaban sobre el caballero derribado, el senescal, al ver sobre la hierba la lanza de guerra, cambió con él duras palabras.

—Habéis incurrido en deshonor, conde. Jamás la casa de los Berenguer había caído tan bajo. Vuestro hermano será informado.

—Id al infierno, señor —dijo Berenguer, incorporándose del suelo—. Yo soy igual a él en rango y nobleza de sangre y el próximo semestre hablaremos vos y yo.

Tras estas palabras y mientras el conde derribado se dirigía a su tienda, Bertran, descalzándose el guante y colocando en la punta de su lanza el pañuelo azul que llevaba en su antebrazo, se adelantaba hasta el palco donde se hallaba la muchacha y, abatiendo su arma, se lo ofrecía.

—Ya os dije, Marta Barbany, que nada ni nadie me apartaría de vos y que caballero alguno osaría ofenderos.

134

Consultas

El conde de Barcelona Ramón Berenguer, investido de la autoridad que le había otorgado el testamento de su padre, evacuaba consultas durante el semestre que ostentaba el gobierno de la ciudad. Le acompañaban para el mejor desempeño de su tarea, el notario mayor Guillem de Valderribes, el veguer Olderich de Pellicer y uno de los jueces, Eusebi Vidiella. A la diestra de su trono y tomando fiel referencia de cuanto allí se dijera, dos amanuenses equipados con todos los útiles de la escritura con sendas escribanías sobre las rodillas y a la izquierda, tres miembros de la
Curia Comitis
que en aquella jornada estaban de guardia.

Frente al trono, en pie y a respetuosa distancia, se hallaba su alférez, Bertran de Cardona, que en aquella solemne ocasión había acudido para hablar ante el consejo por deferencia al conde.

—Estimados señores —empezó Bertrán—. Sé que el asunto que hoy me trae aquí ha suscitado cierta controversia, ya que va en contra de la costumbre. Podría haber evitado este paso, pero, por respeto al conde de Barcelona, que en múltiples ocasiones me ha demostrado su amistad, me presento ante vuestras señorías para exponer mi caso.

Los ilustres caballeros observaron a Bertran de Cardona y le escucharon con atención.

—Yo no vine a esta ciudad en calidad de huésped honorable, sino que lo hice en calidad de rehén y como prenda exigida a mi padre para garantizar los pactos habidos con el conde de Barcelona. Vine con una idea preconcebida, que en verdad resultó fallida, porque debo decir que desde el primer momento fui tratado con el afecto y cortesía por parte de quien ha convocado esta reunión. En esta casa condal, no en el mercado ni en ninguna feria, conocí a una muchacha del séquito de damas de la condesa Almodis y lo que es más obvio, ornada con una educación y unas cualidades que para sí quisieran, y perdonad si alguien se da por ofendido, las hijas de las mejores y más nobles casas del condado, a la que traté diariamente y de la que enamoré con el paso de los días. El padre de dicha dama, distinguido prohombre y ciudadano de Barcelona que no hizo otra cosa que engrandecer y prestigiar su nombre, fue honrado por el difunto conde con la misión de embajador en la corte del muy ilustre Roberto Guiscardo de Sicilia para acordar la boda de su bella hija, Mafalda de Apulia, con nuestro conde Ramón Berenguer. ¿Cuántas familias alcanzaron el título de nobleza con menos merecimientos? Yo os lo diré, no pocas.

»Ahora que mi corazón aloja el amor más grande que darse pueda, me presento ante vuestras señorías. Sé que el matrimonio entre un noble y una plebeya no es algo común, ni algo que se vea con buenos ojos en estas tierras. Pues bien, como alférez acataré las órdenes de mi señor y de este consejo, pero como hombre debo deciros que nada ni nadie impedirá que despose a la mujer que amo. Y no creo que en honor a la costumbre se me deba exigir tal sacrificio.

Un silencio cortante se instaló entre los presentes. Los componentes de la
Curia Comitis
observaban el rostro del conde, que se mostraba impertérrito, sin dar muestra alguna de lo que le rondaba por la cabeza.

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