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Authors: Fredric Brown

Tags: #Cicncia Ficción, Humor

Marciano, vete a casa (4 page)

BOOK: Marciano, vete a casa
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No hubo víctimas entre los marcianos, aunque muchos les atacaron —unas veces sin previo aviso; otras, como en el caso de Luke Deveraux, más tarde, tras llegar a la exasperación— con pistolas, cuchillos, hachas, sillas, platos, garrotes, instrumentos musicales, libros, mesas, herramientas, guadañas, lámparas, cortadoras de césped..., cualquier cosa que tuvieran a mano. Los marcianos se limitaban a mofarse de los ataques y proferir comentarios insultantes.

Otras personas, por el contrario, trataron de darles la bienvenida y mostrarse amistosos. Con éstos, los marcianos fueron mucha más insultantes.

Pero, en cualquier parte donde llegaron, y fuera cual fuese el modo en que los recibieron, decir que causaron dificultades y sembraron la confusión es decir poco.

3

Tomemos, por ejemplo, la triste cadena de acontecimientos que tuvieron lugar en la emisora de televisión KVAK, de Chicago. No es que lo que ocurrió fuese básicamente distinto de lo sucedido en el resto de emisoras de televisión, pero no podemos estar en todas partes.

Era un programa literario y muy espectacular. Richard Bretaine, el más renombrado intérprete de Shakespeare en todo el mundo, representaba una versión condensada para televisión de Romeo y Julieta, con Helen Ferguson como primera actriz.

La grabación empezó a las diez en punto, y catorce minutos después ya había llegado a la escena del balcón en el acto segundo. Julieta acababa de aparecer en el balcón, y Romeo, en el jardín, declamó sonoramente el más famoso de todos los discursos románticos.

Pero, ¡oh!, ¿qué luz es aquélla en lejana ventana?

¡Es el este, y Julieta el Sol!

Levántate, hermoso Sol, y hiere a la envidiosa Luna

que ya está enferma y pálida del pesar

de que tú, su doncella...

Había llegado a ese punto cuando de repente apareció un hombrecillo verde sentado en la balaustrada, medio metro a la izquierda de donde se apoyaba Helen Ferguson.

Richard Bretaine tragó saliva y perdió el ritmo, pero se recobró rápidamente y continuó. Después de todo, aún no había ninguna prueba de que alguien viese lo que él veía. Y en cualquier caso, la función siempre debe continuar. Siguió valerosamente:

... seas mucho más bella que ella.

Pero no su doncella, ya que siente envidia;

sus viejos cendales son pálidos y verdes...

La palabra «verde» se le atravesó en la garganta. Hizo una pausa para recobrar el aliento, y en aquella pausa escuchó un murmullo colectivo que parecía surgir de todos los rincones del estudio.

En ese momento el hombrecillo dijo con voz clara y burlona.

—Mack, eso es una solemne tontería, y tú lo sabes.

Julieta se enderezó y vio lo que había en la balaustrada, a su lado. Chilló una sola vez y cayó desvanecida. El marciano la miró.

—¿Qué demonios te pasa ahora, Jane? —quiso saber.

El director de la obra era un hombre valiente y decidido. Veinte años atrás había sido teniente de infantería de marina, y había procedido —no seguido— a sus hombres en los asaltos a Tarawa y Kwajalein; había merecido dos medallas al valor, en un tiempo en el que mostrarse valeroso dentro de los límites del deber era prácticamente un suicidio. Desde entonces había adquirido veinte kilos más y una casita en los suburbios, pero seguía siendo un valiente.

Lo demostró ahora echando a correr hacia el plató para agarrar al intruso y sacarlo de allí.

Trató de agarrarlo, pero sin resultado. El hombrecillo verde lanzó un agudo maullido, se puso de pie sobre la balaustrada y, mientras las manos del realizador trataban en vano de cerrarse sobre las piernas del hombrecillo, se volvió ligeramente para enfrentarse con la cámara y levantó la mano derecha, llevándose el pulgar a la nariz y agitando los demás dedos.

En aquel momento, el técnico que estaba en la sala de control recobró la serenidad lo bastante para interrumpir el programa; después de aquello, nadie que no estuviera en el estudio supo lo que ocurrió.

A pesar de todo, sólo una fracción del medio millón de personas que vieron empezar el programa se entretuvieron en seguirlo hasta el momento en que fue interrumpido. Tenían marcianos propios para mantenerse ocupados, y en sus mismos hogares.

4

O tomemos el infortunado caso de las parejas en plena luna de miel —y ya sabemos que siempre existen parejas en luna de miel— o en cualquier razonable aunque no tan legal equivalente de una luna de miel.

Tomemos pues al azar a los señores Gruder, de veinticinco y veintidós años de edad, que en aquel mismo día se habían casado en Denver. William R. Gruder era teniente de la armada, destinado como instructor en Treasure Island, San Francisco. La novia, Dorothy Gruder, nacida Armstrong, trabajaba en la sección de anuncios del Tribune, de Chicago. Se habían conocido y enamorado mientras Bill estuvo en la Escuela Naval de los Grandes Lagos, cerca de Chicago. Cuando le trasladaron a San Francisco, decidieron casarse el primer día de una semana de permiso que iban a concederle, para lo cual se encontrarían a medio camino, en Denver. Pensaban pasar aquella semana en Denver como luna de miel. Después, él regresaría a San Francisco, acompañado de su esposa.

Se casaron a las cuatro de la tarde de aquel día, y si hubieran sabido lo que iba a ocurrir a las pocas horas, hubieran ido a un hotel inmediatamente para consumar su matrimonio antes de que llegasen los marcianos. Por supuesto, no tenían ni idea.

En cierto modo tuvieron suerte... Ningún marciano se ocupó de ellos de inmediato; tuvieron tiempo de prepararse mentalmente antes que vieran al primero.

A las 9:14 de la noche, acababan de entrar en un hotel tras una agradable cena, y el botones disponía sus maletas en la habitación.

Mientras Bill le deslizaba una rumbosa propina, escucharon el primero de lo que se convirtió en una serie de ruidos. Alguien, en una habitación cercana, empezó a gritar, y el grito pareció despertar el eco de otros chillidos más lejanos, que aparentemente procedían de distintas direcciones. Luego, furiosas exclamaciones masculinas. Después, el sonido de seis tiros en rápida sucesión, como si alguien vaciara el cargador de una pistola. Pasos que corrían por el pasillo.

Y más carreras, que parecían venir de la calle, y el repentino chirrido de los frenos y luego más disparos. Y una voz irritada en la que parecía ser la habitación contigua, demasiado confusa para que se entendieran las palabras, pero sonando como si fuera una serie de maldiciones.

Bill arrugó el ceño, y se dirigió al botones:

—Creí que se trataba de un hotel tranquilo, uno de los buenos. Antes lo era, por lo menos.

El botones tenía una expresión asombrada.

—Lo es, señor. No puedo imaginar lo que ocurre...

Se dirigió rápidamente a la puerta y la abrió, mirando a izquierda y derecha del corredor. Pero quienquiera que estuviera corriendo ya había desaparecido por el recodo del pasillo.

El botones dijo por encima del hombro:

—Lo siento, señor. No sé lo que ocurre, pero ocurre algo. Será mejor que vuelva abajo, y les sugiero que cierren la puerta. Buenas noches y muchas gracias.

Cerró la puerta a sus espaldas. Bill se acercó y dio vuelta a la llave, luego se volvió hacia su flamante esposa.

—Probablemente no pasa nada, querida. Olvidémoslo.

Dio un paso hacia ella y luego se detuvo ante el ruido de otra andanada de tiros, esta vez definitivamente procedentes de la calle, y más carreras. Su habitación estaba en el tercer piso, y una de las ventanas se hallaba ligeramente entreabierta; los sonidos eran claros y penetrantes.

—Un momento, querida —dijo Bill—. Creo que sí que pasa algo.

Se acercó a la ventana, la abrió por completo y se asomó al exterior. Dorothy se reunió con él. Al principio no vieron sino la calle vacía, a excepción de los coches aparcados. Luego, de la entrada de un edificio cercano salieron corriendo un hombre y un niño. ¿O quizá no era un niño? Incluso a aquella distancia y a la escasa luz, parecía ser un niño extraño. El hombre se detuvo y lanzó una patada al niño, si es que era un niño. Desde donde estaban les pareció como si el pie del hombre hubiera pasado a través del niño.

El hombre se cayó al suelo, una hermosa caída que hubiera parecido graciosa en cualquier otro momento. Luego se levantó y empezó a correr de nuevo, con el niño corriendo a su lado. Uno de ellos hablaba, pero no pudieron distinguir las palabras, ni decir cuál de los dos lo hacía; eso sí, la voz no parecía la de un niño.

Luego las dos figuras doblaron la esquina y desaparecieron de su vista. Desde otra dirección, muy lejos en la noche, llegó el sonido de más disparos. Pero no se veía nada.

Se alejaron del balcón y se miraron el uno al otro.

—Bill —dijo Dorothy—, ¿qué puede ser...? ¿No puede haber estallado una revolución... o algo parecido?

—Demonios, no, no aquí. Pero...

Sus ojos se posaron en una radio adosada a la pared, de las que funcionan con una moneda, y se dirigió hacia ella, hurgando en sus bolsillos. Encontró una moneda de veinticinco centavos, la introdujo en la ranura y apretó el botón. La muchacha se reunió con él, y ambos se quedaron mirando a la radio mientras las válvulas se calentaban. Luego el aparato empezó a zumbar. Bill extendió su mano libre y dio vueltas al dial hasta que encontró una voz, una voz muy aguda y excitada.

—... Marcianos, definitivamente marcianos —decía—. Pero por favor, señores, no se abandonen al pánico. No tengan miedo, pero tampoco traten de atacarles. No servirá de nada. Además son inofensivos. No pueden hacer ningún daño por la misma razón que nosotros no podemos herirles. Nuestras manos pasan a través de ellos como si fueran humo. Por la misma razón, son inútiles las balas, los cuchillos o cualquier otra arma. Por lo que sabemos, ninguno de ellos ha intentado agredir a un ser humano. Así que repito, mantengan la calma y no se dejen dominar por el pánico.

Otra voz se confundía con la suya, más o menos remedando lo que decía el locutor, pero la voz de éste subió de tono para ahogar la interferencia.

—Sí, hay uno de ellos aquí, encima de mi mesa, y ésta intentando interferir, pero mantengo el micrófono tan cerca de la boca que...

—Bill, eso es una broma, un programa de ficción. Igual que en aquella ocasión de que me hablaron mis padres, hace veinte años. Busca otra emisora.

Bill dijo:

—Claro, querida. Seguro que es una broma.

Giró el dial nuevamente. Otra voz.

—... Y no se exciten, amigos. Muchas personas han resultado muertas o heridas al intentar matar a los marcianos, pero eso no es posible. No lo intenten. Mantengan la calma. Sí, están en todo el mundo, están en todos los países del mundo, y no sólo aquí, en Denver. Tenemos parte de nuestro personal escuchando otras emisoras, tantas como nos es posible, y todavía no hemos encontrado una que no informe de su presencia, aun en el otro lado del mundo.

»Pero no pueden hacernos ningún daño. Repito, no pueden causarnos daño. De manera que no se exciten y mantengan la calma. Esperen, hay uno sobre mi hombro que ha estado tratando de decirme algo, pero no sé qué, porque estaba hablando cuando yo les hablaba a ustedes. Ahora voy a ofrecerle el micrófono y pedirle que les tranquilice. Ellos han sido... un poco descorteses con nosotros, pero sé que cuando comprenda que va a dirigir la palabra a millones de oyentes, pues... Oiga amigo, ¿quiere hablar a todos nuestros queridos oyentes para asegurarles que...?

Una voz distinta se escuchó por la radio, una voz un poco más aguda que la del locutor.

—Gracias, Mack. Sólo quería decirte que te jodas, y ahora puedo decir a todos esos queridos oyentes que se...

La emisora enmudeció en aquel mismo instante. El brazo de Bill había soltado a Dorothy, y ambos se miraron. Luego ella dijo, débilmente:

—Querido, prueba otra emisora. No es posible que...

Bill Gruder tendió la mano hacia el dial, pero nunca llegó a alcanzarlo. Detrás de ellos, en la habitación, una voz dijo:

—Hola, Mack. Hola, Jane.

Los dos se volvieron de repente. El marciano se hallaba sentado con las piernas en el alfeizar de la ventana por la que se habían asomado unos minutos antes.

Nadie dijo nada, y transcurrió un largo minuto en silencio. Tampoco entonces ocurrió nada, salvo que la mano de Bill encontró la de Dorothy y la apretó con fuerza.

El marciano les dirigió una mueca:

—¿Se os ha comido la lengua el gato?

Bill se aclaró la garganta.

—¿Es cierto? ¿Eres realmente un... marciano?

—Argeth, qué estúpido eres. Después de lo que has oído por radio, aún lo preguntas.

—Cómo, maldito pequeño...

Dorothy agarró el brazo Bill cuando éste soltó su mano y dio un paso adelante.

—Bill, contén los nervios. Recuerda lo que dijo la radio.

Bill Gruder se quedó quieto, pero aún fulminaba al marciano con la mirada.

—De acuerdo —dijo al marciano—. ¿Qué es lo que quieres?

—Nada, Mack. ¿Qué voy a querer que tu puedas darme?

—Entonces lárgate de aquí. No queremos compañía.

—Oh, ¿quizá recién casados...?

Dorothy dijo con voz de orgullo:

—Celebramos la ceremonia esta tarde.

—Bien —dijo el marciano—. Entonces sí que quiero algo. Ya he oído hablar de vuestras desagradables costumbres nupciales. Ahora podré contemplarlas.

Bill Gruder se soltó de las manos de su mujer y se lanzó a través de la habitación Sus manos extendidas buscaron —y atravesaron— al marciano que estaba en la ventana. Llevaba tal impulso que casi atravesó también la ventana abierta.

—Qué mal genio —dijo el marciano—. Tsk, tsk.

Bill volvió junto a Dorothy, le rodeó los hombres, con un brazo en un gesto protector y se quedó allí, con los ojos echando chispas.

—Así me condene —dijo—. Allí no hay nada.

—Eso es lo que piensas, estúpido —replicó el marciano.

Dorothy dijo:

—Es como dijeron por la radio, Bill. Pero recuerda que él tampoco puede hacernos daño.

—Me hace daño a mí, querida. Sólo con sentarse ahí.

—Ya sabes lo que estoy esperando —dijo el marciano—. Si queréis que me vaya, ya podéis empezar. Creo que vuestra raza primero se quita la ropa, ¿no? Vamos, vamos, desvestiros.

Bill dio otra vez un paso hacia delante.

—Oye, espantajo verde...

Dorothy le contuvo.

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