En el inicio mostraba la espalda de un hombre copulando con una mujer. Él y Vera. Volvió al principio. ¿Se veía su rostro? Seguramente no, pero aun así. Sabía que Forss y sus burócratas revisarían cada fotograma. Para ellos, el hombre en la caravana debía de ser una pieza valiosa. ¿Qué pasaría si finalmente lo identificaban? ¿En la escena del crimen? ¿Y precisamente Forss? A Jelle no le gustaba la idea. No le gustaba Forss. Era un enorme saco de mierda. Pero Forss era capaz de hacer muchas tonterías si se le metía entre ceja y ceja que Jelle tenía algo que ver con la muerte de Vera.
Todo a su debido tiempo.
Jelle dejó que el vídeo avanzara un poco. Cuando los dos hombres empezaron a agredir a Vera, apagó el móvil y contempló Katarinavägen. Menudos canallas cobardes, pensó, esperaron a que yo me fuera. No se atrevieron a entrar mientras yo estaba allí. Querían atacar a Vera cuando estuviera sola. Pobre Vera.
Sacudió la cabeza y se cubrió los ojos con la mano. En realidad, ¿qué había sentido por Vera antes de que sucediera lo que sucedió?
Pena.
Desde el momento en que la conoció y vio cómo sus ojos se pegaban a los suyos como si él fuera una escala que conducía a la vida. No lo era. Al contrario. Había descendido unos cuantos peldaños en los últimos años. No hasta el fondo, no realmente, donde se hallaba Vera, pero tampoco estaba muchos peldaños por encima.
Ahora ella había muerto y él estaba allí sentado. Agotado. En unas escaleras de piedra cerca de Slussen, pensando en ella y en cómo la había dejado sola en la caravana. Ahora había llegado la hora de moverse. De subir y bajar escaleras noche tras noche, hasta que hubiera recuperado la forma como para ocuparse de lo que debía ocuparse: los hombres que habían matado a Vera.
Era tal como había temido Bertil Magnuson. K. Sedovic le había dado el parte: ningún Nils Wendt en ningún hotel de Estocolmo. Entonces, ¿dónde podía estar? Si es que realmente estaba en la ciudad. Era poco probable que mantuviera el contacto con amigos y conocidos de antes, Bertil había hecho sus indagaciones discretamente. A estas alturas, Wendt era un nombre que había sido borrado de todas las agendas.
¿Y ahora qué?
Se levantó y se acercó a la ventana. Los coches pasaban por Sveavägen. Silenciosos. Hacía unos años, habían instalado nuevos y exclusivos cristales de aislamiento acústico en todas las ventanas de la oficina que daban a la calle. Una inversión razonable, pensó Bertil, y entonces le vino a la cabeza algo completamente distinto.
O mejor dicho, una idea.
Una idea.
Acerca de dónde podía estar Nils Wendt con su repugnante conversación grabada.
El chico de rizos rubios redujo la velocidad ligeramente. El monopatín se había agrietado justo por el medio. Lo había encontrado el día antes en un contenedor y lo había arreglado como mejor había podido. Las ruedas estaban gastadas y la bajada era considerable. Asfaltada. Luego había una larga recta hasta los bloques de viviendas de colores chillones en el complejo de Flemingsberg, con pequeñas arboledas delante. Aquí y allá había zonas de juego. De casi cada balcón sobresalía una antena parabólica. Había mucha gente que quería ver canales de televisión de otros países.
El chico miró uno de los edificios azules, hacia la séptima planta.
Estaba sentada a una mesa de laminado de plástico, fumando, vuelta hacia el resquicio de la ventana. No quería que hubiera humo en el piso. Ojalá pudiera dejar de fumar del todo. Hacía años que quería hacerlo, pero era el único vicio que le quedaba y sabía que el resultado sería siempre el mismo. Si dejaba de fumar, empezaría con otra cosa.
Peor.
Se llamaba Ovette Andersson y era la madre de Acke, un chico de rizos rubios que acababa de cumplir diez años.
Ovette tenía cuarenta y dos.
Soltó un poco de humo a través del resquicio y se volvió hacia el reloj de pared, como en un acto reflejo. Estaba parado. Ya llevaba un tiempo así.
Nuevas pilas, nuevos calcetines, nuevas sábanas, nueva vida, pensó. La lista era tremendamente larga. En los primeros puestos aparecían unas botas de fútbol nuevas para Acke. Las tendría, en cuanto ella pudiera, se lo había prometido. Cuando el alquiler y todo lo demás estuvieran pagados. Todo lo demás era, entre otras cosas, unas importantes deudas al servicio de ejecución judicial y un plazo por una operación de cirugía plástica. Se había rellenado los pechos mediante un préstamo hacía unos cuantos años.
Ahora tendría que mirar por el dinero.
—¡Hola!
Acke dejó su monopatín agrietado y se dirigió directamente a la nevera para coger agua fría. Le encantaba el agua fría. Ovette siempre dejaba un par de litros en la nevera para que hubiera cuando él volviese a casa.
Vivían en un piso de dos habitaciones en uno de los bloques de viviendas. Acke iba a la escuela de Annersta, en el centro. Ahora estaba de vacaciones de verano. Ovette lo atrajo hacia sí.
—Me temo que esta noche tendré que trabajar.
—Lo sé.
—Puede que llegue un poco tarde.
—Lo sé.
—¿Tienes fútbol?
—Sí —mintió Acke, pero eso su madre no lo sabía.
—No te olvides de tu llave.
—No.
El niño disponía de su propia llave desde que tenía uso de razón. Cuidaba de sí mismo durante gran parte del día, mientras su madre iba a la ciudad a trabajar. Solía jugar al fútbol hasta que oscurecía y luego volvía a casa y se calentaba la comida que su madre le había dejado preparada. Siempre estaba buena. Luego jugaba a algún videojuego.
Cuando no hacía otra cosa.
Olivia tenía prisa y en realidad odiaba los hipermercados. Sobre todo los que nunca había visitado antes. Detestaba vagar por sus estrechos pasillos de estantes rebosantes en busca de una lata de espaguetis
a vongole
y al final verse obligada a recurrir a algún empleado.
—¿Cómo dice que se llama?
—
Vongole
.
—¿Es algún tipo de verdura?
Pero hoy no tenía tiempo para elegir tienda. Venía de la inspección técnica de vehículos en Lännersta y se había metido en el aparcamiento del ICA Maxi de Nacka. Ahora se dirigía a toda prisa hacia la entrada de cristal. De pronto recordó que probablemente no tenía ninguna moneda de cinco o de diez coronas y que, por lo tanto, tendría que arreglárselas con una cesta de plástico. No tenía tiempo para cambiar el billete de cincuenta que llevaba en el bolsillo. A unos metros de la entrada había un hombre alto y delgado con una revista en la mano. Uno de esos sin techo que se ganaba la vida vendiendo
Situation Stockholm
. Tenía algunas heridas en el rostro, su larga cabellera se veía enmarañada y grasienta, y a juzgar por la vestimenta había pasado las últimas semanas muy cerca del suelo. Olivia lo miró de reojo. Ponía «Jelle» en su tarjeta de identidad colgada del cuello. Se apresuró a pasar de largo. A veces compraba una revista, pero hoy no. Tenía prisa. Cruzó las puertas de cristal giratorias y se adentró un par de metros. Allí se detuvo en seco. Se volvió lentamente y se quedó mirando al hombre que seguía fuera. Sin saber por qué, volvió a salir, se colocó a un par de metros de él y lo miró. El hombre se volvió hacia ella y se acercó unos pasos.
—
¿Situation Stockholm?
Olivia hurgó en su bolsillo, sacó el billete de cincuenta y se lo tendió al tiempo que escaneaba su rostro. Él cogió el billete y le dio el cambio y una revista.
—Gracias.
Olivia cogió todo y formuló su pregunta.
—¿Te llamas Tom Stilton?
—¿Por qué? Sí.
—Ahí pone Jelle.
—Tom Jesper Stilton.
—De acuerdo.
—¿Por qué lo preguntas?
Olivia se giró rápidamente y volvió a entrar por la puerta giratoria. Se detuvo en el mismo lugar de antes, controló su respiración desbocada y se volvió. El hombre estaba metiendo su montón de revistas en una mochila ajada y cuando terminó echó a andar. Olivia reaccionó lentamente. No sabía qué hacer, pero tenía que hacer algo. Volvió a salir en busca del hombre. Él avanzaba con celeridad. Olivia tuvo que correr el último tramo para alcanzarlo. El hombre no se detuvo. Olivia cruzó por delante de él.
—¿Qué pasa? ¿Quieres más revistas? —dijo él.
—No. Me llamo Olivia Rönning y estudio en la Escuela Superior de Policía. Quiero hablar contigo. Acerca del caso de la playa. El de la isla de Nordkoster.
El rostro ajado del hombre no mostró ninguna reacción. Simplemente dio media vuelta y bajó a la calzada. Un coche tuvo que dar un frenazo y un tipo de pelo engominado y peinado hacia atrás le hizo un gesto obsceno. El hombre siguió avanzando. Olivia se quedó donde estaba un buen rato, tanto que lo vio desaparecer por una esquina a cierta distancia, y tan inmóvil y rígida que un señor de edad avanzada se sintió obligado a dirigirse a ella con delicadeza.
—¿Se encuentra bien?
Olivia estaba todo menos bien.
Se dejó caer en el asiento de su coche e intentó recomponerse. Estaba en el aparcamiento del hipermercado donde acababa de encontrarse con el hombre que había dirigido la investigación en Nordkoster durante dieciséis años.
El ex comisario de la Brigada Criminal Tom Stilton.
«¿Jelle?»
¿Cómo podía convertir el nombre Jesper en Jelle?
Según su director de estudios, uno de los mejores investigadores de Suecia, con una de las carreras más meteóricas de la historia de la policía. Hoy en día vendía
Situation Stockholm
. Era alguien que dormía en la calle. En un estado físico deplorable. Tan deplorable que a Olivia le había costado convencerse de que realmente era él.
Pero lo era.
Había visto varias fotos de Stilton al repasar los periódicos en la Biblioteca Real acerca del caso de la playa, y también había visto una antigua en casa de Gunnar, en Strömstad. Le había fascinado un poco su intensa mirada y había tomado buena nota de que era atractivo y de aspecto distinguido.
Todo eso pertenecía al pasado.
Su deterioro físico había drenado su aspecto de toda personalidad. Incluso sus ojos se habían apagado. Su cuerpo descarnado sostenía a regañadientes una cabeza de cabellera larga y enmarañada que, definitivamente, no regía.
Sin embargo, seguía siendo Stilton.
Ella había reaccionado instintivamente. Primero, cuando pasó por su lado, una sensación pasajera se había apoderado de ella hasta convertirse en una imagen cuando se detuvo al otro lado de la puerta del hipermercado: ¿Tom Stilton? No era posible. Era… Y entonces había vuelto a salir para examinar su rostro.
La nariz. Las cejas. La cicatriz nítida cerca de la comisura de los labios. Era él.
Y ahora había desaparecido.
Se volvió ligeramente. En el asiento del pasajero había una libreta con muchas preguntas y reflexiones acerca del caso de la playa. Anotadas para ser contestadas por el responsable de la investigación.
Por Tom Stilton.
Un cochambroso sin techo.
El sin techo, por su lado, se había desplomado en la orilla del lago de Järla. Todavía llevaba colgada la mochila a la espalda. De vez en cuando se sentaba allí, no muy lejos de su cobertizo. Espesos arbustos, agua que fluía lentamente bajo un viejo puente, silencio relativo.
Arrancó una rama de un arbusto, le quitó las hojas, la hundió en el agua y empezó a remover el agua pardusca.
Estaba trastornado.
No porque lo hubieran reconocido tendría que vivir con ello. De hecho, era Tom Jesper Stilton y no tenía planes de cambiar de nombre. Sino por lo que había dicho aquella chica que parecía desconcertada.
Olivia Rönning.
Reconoció el nombre. Muy bien.
«Quiero hablar contigo. Sobre el caso de la playa. El de la isla de Nordkoster.» Hay eternidades y eternidades. Y luego están los eones. La eternidad entre las eternidades. Era más o menos la distancia que Stilton sentía con su pasado. Sin embargo, bastaba una sola palabra para que el eón se encogiera hasta alcanzar el tamaño de una garrapata y empezara su ávida invasión.
El caso de la playa.
Sonaba tan insignificante, pensó. Un concepto de fácil construcción. Playa y caso. Él nunca había utilizado esta denominación. Le parecía que degradaba uno de los asesinatos más repugnantes que había investigado en su vida profesional. Sonaba a titular de la prensa amarilla. Él siempre se había referido al caso como Nordkoster. Concreto. Policial.
Y sin resolver.
No era su problema si Olivia Rönning se interesaba por ese caso. Provenía de otro mundo. Sin embargo, había plantado una garrapata en su cuerpo mental. Había abierto una brecha en lo existente dejando entrar el pasado, y eso lo trastornaba. No quería trastornarse. No por el pasado, y menos aún por lo que lo había perturbado sobremanera durante casi dieciocho años.
Jelle sacó la rama del agua.
La suave llovizna de verano caía sobre los manifestantes que se habían congregado en la acera frente a la sede principal de MWM, en Sveavägen. Sus pancartas anunciaban diferentes lemas: ¡ABANDONAD EL CONGO YA!, ¡¡SAQUEADORES!!, ¡BASTA DE TRABAJO INFANTIL! Un pequeño grupo de policías se mantenía a cierta distancia de ellos.
En la calle Olof Palme un hombre entrado en años se apoyaba contra la fachada de un edificio. Observaba a los manifestantes, tomaba nota de sus pancartas y leía uno de sus panfletos.
¡La extracción de coltán que realiza MWM devasta áreas naturales de gran valor ecológico! ¡Por culpa de la avaricia los gorilas están ahora amenazados de extinción, pues ya no tienen acceso a la comida! ¡Además, son asesinados por su carne y vendidos como
bush
-
meat
! ¡Detengamos la inescrupulosa violación de la naturaleza perpetrada por MWM!
El panfleto estaba ilustrado con fotografías abominables de gorilas muertos, fijados como Cristos sangrantes en postes de madera.
El hombre bajó la mano con que sostenía el panfleto. Paseó la mirada por la fachada de enfrente, hasta la planta donde se hallaban las oficinas centrales, donde su propietario y director gerente, Bertil Magnuson, tenía su despacho. Sabía que Bertil se encontraba allí. Lo había visto llegar en su reluciente Jaguar gris y entrar por la puerta de entrada.
Has envejecido, Bertil, pensó Nils Wendt. Pasó la mano por el bolsillo donde guardaba la cinta con la grabación.
Y en muy poco tiempo envejecerás mucho más.
En la
city
todavía faltaba un rato para que finalizara la jornada laboral. Para Ovette Andersson acababa de empezar. En su lugar de trabajo, situado en la avenida entre el Banco de Suecia y la Academia de Bellas Artes, la actividad, en principio, no cesaba nunca. Los coches ya empezaban a circular despacio en busca de lo que en el mundo de la prostitución se denominaban ofertantes de sexo, en oposición a los demandantes. Como si se tratara de un negocio formal cuyo objeto fueran productos sexuales. Un coche no tardó en acercarse a Ovette y bajó la ventanilla. Una vez solventadas las formalidades, Ovette subió al coche y alejó todo pensamiento relacionado con Acke. El niño estaba jugando al fútbol. Estaba bien. Pronto le compraría unas nuevas botas de fútbol.