Menos que cero (4 page)

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Authors: Bret Easton Ellis

Tags: #Relato

BOOK: Menos que cero
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No le digo que ya tengo y saca una cucharilla de oro y hunde la cucharilla en el polvo y luego se la lleva a la nariz. Lo repite cuatro veces. Luego pone en el estéreo del coche la misma cinta que sonaba en la fiesta y me pasa el frasquito y la cucharilla. Me doy los cuatro toques y los ojos se me llenan de lágrimas y trago saliva. Es una coca diferente de la de Rip y me pregunto si se la habrá pasado Julian. No es tan buena.

—¿Por qué no vamos a Palm Springs a pasar una semana?

—Sí, a Palm Springs, ¿por qué no? —le digo—. Oye, vuelvo adentro.

Dejo a Trent solo en el coche y vuelvo a la fiesta y me dirijo al bar donde Griffin tiene un par de copas de champán en la mano.

—Creo que es un poco insípido —dice.

—¿Qué?

—Dije que este champán es insípido.

—Ah —respondo, y me quedo callado y confuso durante un rato—. Es lo mismo.

Bebo y me sirve otra copa.

—Bueno, no está tan mal —dice después de terminar su copa y servirse otra—. ¿Quieres más?

—Claro. —Termino la segunda copa y me sirve la tercera—. Gracias.

—La chica con la que he venido se acaba de ir con ese tipo japonés con camiseta de los English Beat y pantalones blancos muy ajustados. ¿Sabes quién es?

—No.

—Es el peluquero de Kim.

—Tremendo —digo, terminando la copa de champán y mirando a Blair, que está en el otro extremo de la habitación. Nuestras miradas se cruzan y ella sonríe y hace una mueca. Yo le devuelvo la sonrisa. Griffin lo nota y dice en voz muy alta para imponerse al ruido de la música:

—Eres el chico que sale con Blair, ¿verdad?

—Bueno, solía salir con ella.

—Creía que todavía salías.

—A veces —digo sirviéndome otra copa de champán.

—Ella habla mucho de ti.

—¿De verdad? Bueno… —me patina la lengua.

No decimos nada durante largo rato.

—Me gusta tu pañuelo —dice Griffin.

—Gracias. —Termino la copa y me sirvo otra y me pregunto qué hora será y cuánto llevo aquí. La coca está dejando de hacer efecto y empiezo a sentirme un poco borracho.

Griffin respira profundamente y dice:

—Oye, ¿por qué no vienes a mi casa? Mis padres han ido a Roma a pasar las Navidades.

Alguien cambia la cinta y yo suspiro y miro la copa de champán que él tiene en la mano. Luego termino mi copa de un trago y digo que claro, ¿por qué no?

Griffin está junto a la ventana de su dormitorio mirando la piscina. Sólo lleva un par de pantalones cortos. Yo estoy sentado en el suelo con la espalda apoyada contra su cama, aburrido, sobrio, fumando un pitillo. Griffin me mira y lenta, desmañadamente se quita los pantalones y veo que tiene todo el cuerpo igual de moreno y me pongo a pensar por qué y casi me echo a reír.

Me despierto antes de que amanezca. Tengo la boca seca de verdad y duele despegar la lengua del paladar. Aprieto los ojos con fuerza tratando de volver a dormir, pero el reloj digital de la mesilla de noche dice que son las cuatro y media y sólo ahora me doy cuenta de dónde estoy.

Miro a Griffin, que está tumbado al otro lado de la enorme cama. No le quiero despertar, así que me levanto con el mayor cuidado posible y entro en el cuarto de baño y cierro la puerta. Hago pis y luego me miro, desnudo, en el espejo durante un momento, y luego me inclino sobre el lavabo y abro el grifo y me echo agua a la cara. Luego vuelvo a mirarme en el espejo, esta vez más tiempo. Vuelvo al dormitorio y me pongo los calzoncillos, asegurándome de que no son los de Griffin, luego echo una ojeada por la habitación y me asusto porque no consigo encontrar la ropa. Luego recuerdo que la cosa empezó en el cuarto de estar la noche pasada, y bajo la escalera de aquella enorme mansión cuidando de no hacer ruido y entro en el cuarto de estar. Encuentro la ropa y me visto rápidamente. Cuando me estoy poniendo los pantalones, una criada negra, con un vestido azul y rulos en el pelo, pasa por delante de la puerta y me mira durante un momento, con desenfado, como si encontrar a un chico, de dieciocho años o así, poniéndose el pantalón en medio del cuarto de estar a las cinco de la mañana no fuera nada raro. Se marcha y tengo problemas para encontrar la puerta principal. Después de encontrarla y dejar la casa, me digo que en realidad la noche anterior no ha sido tan mala. Subo al coche y abro la guantera y me hago una línea, lo justo para llegar a casa. Luego cruzo la puerta del jardín y cojo Sunset.

Pongo la radio muy alta. Las calles están totalmente vacías y voy muy deprisa. Llego a un semáforo en rojo, me tienta saltármelo, pero me detengo cuando veo un cartel que no recuerdo haber visto, y lo miro. Lo único que dice es: «Desaparezca aquí», y aunque probablemente sea un anuncio de algún hotel, me desconcierta un poco y piso el acelerador a fondo y los neumáticos chirrían cuando me alejo del semáforo. Llevo puestas las gafas de sol aunque afuera todavía no es de día y no aparto la vista del espejo retrovisor poseído por la extraña sensación de que alguien me está siguiendo. Llego a otro semáforo en rojo y entonces es cuando me doy cuenta de que he olvidado el pañuelo que me regaló Blair en casa de Griffin.

Mi casa está en Mulholland y cuando aprieto el abridor de la puerta del jardín, miro hacia el Valle y contemplo el comienzo de un nuevo día, mi quinto día desde que volví, y luego cojo el camino circular y aparco el coche junto al de mi madre, que está aparcado junto a un Ferrari que no reconozco. Me quedo allí sentado escuchando el final de la letra de una canción y luego me bajo del coche y camino hacia la puerta delantera y saco la llave y abro. Subo a mi dormitorio y echo el pestillo y enciendo un pitillo y pongo la televisión y le quito el sonido y luego voy al armario y cojo un tubo de Valium que he escondido debajo de unos jerseys de cachemira. Después de mirar la pastilla con un agujero en el centro, decido que en realidad no la necesito y la vuelvo a guardar en el tubo. Me desvisto y miro el reloj digital, de la misma marca que el reloj digital que tiene Griffin, y caigo en la cuenta de que me quedan muy pocas horas de sueño antes de ver a mi padre para almorzar, conque me aseguro de que la alarma esta puesta, y me pongo a mirar intensamente la televisión, porque una vez oí que si uno mira la pantalla de la televisión durante bastante tiempo, se duerme.

La alarma se dispara a las once. En la radio suena una canción que se titula «Inseminación artificial» y espero a que termine para abrir los ojos y levantarme. El sol entra en la habitación por las rendijas de la persiana y cuando miro el espejo me da la impresión de que tengo una pinta espantosa. Entro en el cuarto de baño y me miro cara y cuerpo en el espejo: flexiono los músculos un par de veces, me pregunto si necesito cortarme el pelo y decido que lo que necesito es ponerme moreno. Me doy la vuelta y abro la papelina, también escondida debajo de los jerseys. Me preparo dos líneas de la coca que le compré a Rip la noche pasada y las esnifo y me encuentro mejor. Todavía llevo puestos los pantalones cortos del pijama cuando bajo la escalera. Aunque ya son las once, no creo que todavía se haya levantado nadie y me fijo en que la puerta de mi madre está cerrada, probablemente con pestillo. Salgo y me tiro a la piscina y hago veinte largos rápidos y luego salgo, secándome mientras me dirijo a la cocina. Cojo una naranja de la nevera y la pelo mientras subo la escalera. Como la naranja antes de meterme en la ducha y me doy cuenta de que no tengo tiempo de hacer pesas. Después vuelvo a mi habitación y pongo muy alta la cadena de vídeos musicales y me preparo otra línea y luego me dirijo al encuentro de mi padre para almorzar.

No me gusta conducir por Wilshire a la hora del almuerzo. Siempre hay demasiados coches y viejos y criadas esperando el autobús y termino por apartar la vista y fumar demasiado y poner la radio a todo volumen. Precisamente ahora no se mueve nada aunque los semáforos están en verde. Mientras espero dentro del coche, miro a la gente de los coches vecinos al mío. Siempre que estoy en Wilshire o Sunset durante la hora del almuerzo trato de establecer contacto visual con el conductor del coche que tengo más cerca, atrapado por el tráfico. Cuando esto no sucede, y habitualmente no sucede, me vuelvo a poner las gafas de sol y avanzo lentamente con el coche. Cuando entro en Sunset paso junto al cartel que vi esta misma mañana y que dice: «Desaparezca aquí», y luego aparto la vista y trato de quitarme la frase de la mente.

La oficina de mi padre está en Century City. Le espero en la enorme sala de recepción de muebles muy caros y me enrollo con las secretarias, flirteando con la rubia tan guapa. No me molesta que mi padre me haga esperar durante media hora mientras está reunido y que luego me pregunte por qué llego tarde. De hecho hoy no me apetece almorzar por ahí y preferiría ir a la playa o quedarme en la piscina, pero resultó muy agradable y asiento sin parar y hago como que escucho todas las preguntas que me hace sobre la universidad y le contesto con toda sinceridad. Y ni siquiera me sorprende que camino de Ma Maison ponga una cinta de Bob Seger, como si se tratara de un extraño gesto de comunicación. Tampoco me molesta que durante el almuerzo mi padre hable con un montón de hombres de negocios, ejecutivos de la industria cinematográfica que se paran junto a nuestra mesa y a quienes me presenta sólo como «mi hijo» y los ejecutivos empiezan a parecer unos iguales que otros y yo empiezo a lamentar no haber traído el resto de la coca.

Mi padre parece en bastante buena forma si uno no lo mira demasiado tiempo. Está muy moreno y le han hecho un trasplante de cabello en Palm Springs, hace dos semanas, y tiene una gran mata de pelo arrubiado. También se ha hecho la cirugía estética en la cara. Fui al Cedars-Sinai cuando se la hicieron y recuerdo haberle visto con toda la cara vendada.

—¿Por qué no pides lo de siempre? —le pregunto, interesado de verdad, después de encargar los platos.

Sonríe y dice:

—Los especialistas en nutrición no me lo permiten.

—¡Ah!

—¿Cómo está tu madre? —pregunta.

—Está bien.

—Pero, ¿está bien de verdad?

—Sí, está bien de verdad. —Por un momento tengo la tentación de hablarle del Ferrari aparcado junto a casa.

—¿Estás seguro?

—No creo que haya nada de qué preocuparse.

—Estupendo. —Hace una pausa—. ¿Todavía ve al doctor Crain?

—Bueno…

—Estupendo.

Otra pausa. Otro ejecutivo se detiene junto a nuestra mesa, luego se va.

—Bueno, Clay, ¿qué quieres por Navidad?

—Nada —digo al cabo de un rato.

—¿Quieres que te renueve la suscripción a
Variety
? —Ya la he renovado.

Otra pausa.

—¿Necesitas dinero?

—No —le digo, sabiendo que luego me lo dará, tal vez al salir de Ma Maison o camino de su despacho.

—Pareces delgado —dice.

—Bueno…

—Y pálido.

—Son las drogas —murmuro.

—No me gusta que digas eso.

Le miro y digo:

—He engordado dos kilos desde que he vuelto a casa. —¡Oh! —dice, y se sirve un vaso de vino blanco. Luego se nos acercan otros ejecutivos. Después de despedirse, mi padre se vuelve y pregunta:

—¿Quieres ir a Palm Springs por Navidad?

Un día, hacia el final de mi último año, no fui al colegio. En vez de eso me dirigí a Palm Springs en coche. Iba solo y oía un montón de cintas antiguas que me solían gustar pero que ya no me gustaban tanto y me paré en un McDonald's de Sunland a tomar una Coca-cola y luego entré en el desierto y aparqué frente a la casa vieja. La nueva que había comprado la familia no me gustaba; bueno, no estaba mal, pero no era como la vieja. La casa vieja estaba desamueblada y por fuera parecía sucia y en ruinas y había hierbajos y una antena de televisión había caído del tejado y botes vacíos estaban dispersos por lo que había sido el jardín delantero. La piscina estaba vacía y me asaltaron todos esos recuerdos y tuve que sentarme con mi uniforme del colegio en la escalera de la piscina vacía y lloré. Recordaba todos los viernes por la noche en que llegábamos y los domingos por la noche en que nos íbamos y tardes pasadas jugando a las cartas junto a la piscina con mi abuela. Pero estos recuerdos parecían desvanecerse comparados con los botes vacíos dispersos por la hierba seca y las ventanas, todas ellas rotas. Mi tía había intentado vender la casa, pero supongo que se puso sentimental y terminó por no venderla. Mi padre quería venderla y se enfadó de verdad porque nadie lo hiciera. Pero se olvidaron del asunto y la casa nunca llegó a venderse. Aquel día no fui a Palm Springs a dar un paseo y ver la casa. Tampoco fui porque quisiera hacer novillos o algo por el estilo. Supongo que fui porque quería recordar cómo eran las cosas entonces. Pero no estoy seguro.

De vuelta a casa después de comer, me paro en el Cedars-Sinai para hacerle una visita a Muriel, pues Blair me había dicho que quería verme. Está pálida de verdad y tan delgada que puedo distinguir las venas de su cuello con demasiada claridad. Tiene también profundas ojeras y la pintura de labios color de rosa contrasta desagradablemente con la pálida piel blanca de su cara. Está viendo un programa de gimnasia en la televisión y sobre su cama hay varios números de
Glamour
y
Vogue
e
Interview
. Las cortinas están corridas y me pide que las abra. Después de hacerlo, se pone unas gafas de sol y me dice que tiene mono de nicotina y que «se está muriendo» por un pitillo. Le digo que no tengo tabaco y ella se encoge de hombros y sube el volumen de la televisión y se ríe de la gente que hace gimnasia. No habla mucho, lo que me parece muy bien pues yo tampoco tengo mucho que decirle.

Dejo el aparcamiento del Cedars-Sinai y hago un par de giros equivocados y termino en Santa Monica. Suspiro, pongo la radio, unas niñas cantan algo sobre un terremoto en Los Angeles:
«Mi tabla de surf está preparada para la marea gigante.»
Un coche se para junto al mío en el siguiente semáforo y vuelvo la cabeza para ver quién va dentro. Dos chicos en un Fiat y los dos tienen el pelo corto y poblado bigote y llevan camisas de cuadros de manga corta y chaquetas caqui y uno me mira con una mirada de absoluta sorpresa e incredulidad y le dice algo a su amigo y ahora los dos me miran.
«Muá, muá, cogido está.»
El conductor baja la ventanilla y me pongo tenso y me pregunta algo, pero tengo el cristal subido y el techo levantado y no contesto a su pregunta. Pero el conductor vuelve a preguntarme que si soy un determinado actor.
«Ahora formo parte de las ruinas»
, cantan las chicas de la radio. La luz se pone verde y me alejo, pero voy por el carril izquierdo y es viernes por la tarde, casi las cinco, y el tráfico está mal, y cuando llego a otro semáforo en rojo, el Fiat está otra vez a mi lado, y las dos locas se ríen y me hacen gestos y me vuelven a hacer la misma jodida pregunta una y otra vez. Por fin hago un giro prohibido a la izquierda y salgo a una calle lateral, donde aparco y apago la radio y enciendo un pitillo.

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