Menos que cero (7 page)

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Authors: Bret Easton Ellis

Tags: #Relato

BOOK: Menos que cero
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Me pongo a flirtear con la mayor de las chicas de la familia que está frente a nosotros y me pregunto si nuestra familia se parecerá a la suya. La chica se parece un montón a una chica con la que estuve saliendo algún tiempo en New Hampshire. Tiene el pelo rubio y muy corto y ojos azules y está morena y cuando se da cuenta de que la miro, aparta la vista sonriendo. Mi padre pide un teléfono, y le traen uno con el cable larguísimo y mi padre llama a su padre, que está en Palm Springs, y todos le deseamos unas felices Navidades y yo me siento como un idiota al decir: «Feliz Navidad, abuelo», ante aquella chica.

Camino de casa, después de dejar a mi padre en su ático de Century City, llevo la cara pegada al cristal de la ventanilla del coche y miro las luces del Valle que van colina abajo mientras nos dirigimos a Mulholland. Una de mis hermanas se ha tapado con el abrigo de pieles de mi madre y se ha dormido. Mi madre aprieta el botón que abre la puerta del jardín y trato de desearle feliz Navidad, pero no me acaban de salir las palabras.

Navidad en Palm Springs. Siempre hacía calor. Hasta cuando llovía seguía haciendo calor. Una Navidad, la Navidad pasada, después de que todo hubiera terminado, después de dejar la antigua casa, hacía más calor del que se pueda imaginar. Nadie podía creer que hiciera tanto calor como el que hacía; sencillamente era imposible. Pero el termómetro del Security National Bank, de Rancho Mirage, decía que hacía 43, 44 y 46 grados, y todo lo que yo podía hacer era mirar los números, al mirar hacia el desierto y notar el aire ardiente que me azotaba la cara, y ver que el sol brillaba tanto que los cristales de mis gafas no filtraban su luz y que las señales de tráfico metálicas se retorcían, fundiéndose de hecho por el calor, me hizo comprender que debía creerlo.

Durante la Navidad las noches no eran mejores. Era de día hasta las siete y el cielo seguía color naranja hasta las ocho y los vientos ardientes soplaban por los desfiladeros filtrándose desde el desierto. Cuando ya era de noche de verdad todo estaba muy oscuro pero seguía haciendo muchísimo calor y algunas noches cruzaban el cielo aquellas nubes blancas tan raras que desaparecían al amanecer. Entonces todo estaba en silencio. Era muy raro conducir con 42 grados a la una o las dos de la madrugada. Casi no había coches y si aparcabas a un lado de la carretera y apagabas la radio y bajabas las ventanillas, no se oía nada. Sólo percibía mi propia respiración ronca y seca. Pero nunca podía quedarme demasiado tiempo, porque de pronto me veía los ojos en el espejo retrovisor, rojos, asustados, y algo me aterraba de verdad y tenía que volver a casa rápidamente.

Por la mañana temprano era cuando solía salir. Pasaba el tiempo junto a la piscina tomando batidos de plátano y leyendo el
Herald Examiner
. Entonces había algo de sombra en la parte de atrás de la casa y todo estaba en silencio, a no ser que zumbara una abeja grande y amarilla de alas enormes o un moscardón negro, que pronto se estrellaban contra el agua de la piscina enloquecidos por aquel calor.

Las Navidades pasadas en Palm Springs, me tumbaba en la cama desnudo, y ni con el aire acondicionado en marcha y un cubo de hielo al lado de la cama conseguía refrescarme. Visiones de que recorría la ciudad en coche y sentía el aire ardiente en los hombros y veía el calor salir del desierto me hacían sentir un agobio terrible que me obligó a levantarme y a bajar al piso de abajo. Luego salí al jardín y fui hasta la piscina en mitad de la noche y traté de fumar un canuto aunque casi no podía ni respirar. De todos modos, lo fumé, sólo para coger el sueño. Me quedé fuera mucho rato. Había esos extraños ruidos y luces en la puerta de al lado, y entonces subí a mi habitación y eché el pestillo y por fin me dormí.

Cuando me desperté por la tarde, bajé y mi abuelo me dijo que por la noche había oído cosas raras y cuando le pregunté qué cosas eran ésas tan raras, dijo que no podía meter la mano en el fuego y se encogió de hombros y finalmente añadió que probablemente se trataba de imaginaciones suyas. El perro se pasaba las noches enteras ladrando y cuando me levantaba a mandarle callar, parecía fuera de sí. Los ojos desorbitados, jadeante, tembloroso. Así que nunca solía levantarme a ver por qué ladraba el perro y me cerraba con pestillo en la habitación y me ponía una toalla húmeda y fresca en la frente. Al día siguiente, junto a la piscina, había un paquete de cigarrillos vacío, Lucky Strikes. En la familia nadie fumaba. Al día siguiente mi padre puso cerraduras nuevas en todas las puertas y mi madre y mis hermanas desmontaron el árbol de Navidad mientras yo dormía.

Un par de horas después me llama Blair. Me dice que hay una foto de su padre y ella en el último
People
. También me dice que está borracha y que en la casa no hay nadie pues su familia ha ido a una sala de proyecciones a ver unos rollos de la nueva película de su padre. También me dice que está desnuda y en la cama y que me echa de menos. Me pongo a dar vueltas por la habitación, nervioso, mientras la escucho. Luego me miro en el espejo del armario. Saco la caja de zapatos que hay en un rincón de mi armario y miro dentro mientras hablo por teléfono con Blair. En la caja están todas aquellas fotos: una de Blair y mía en una fiesta del instituto; otra nuestra en Disneylandia la noche de la fiesta de graduación; otras dos de una fiesta en Palm Springs; una foto de Blair en Westwood, que había sacado yo un día que salimos pronto del instituto, con las iniciales de Blair en la parte de atrás. También encontré una foto mía, con vaqueros y sin camisa ni zapatos, tumbado en el suelo con las gafas de sol puestas, el pelo mojado, y pienso en quién la habrá sacado y no consigo recordarlo. Pienso un rato en eso y luego la dejo a un lado. Hay más fotos en la caja pero no puedo soportarlas, así que la vuelvo a meter en el armario.

Enciendo un pitillo y pongo el canal de los vídeos musicales y quito el sonido. Pasa una hora. Blair sigue hablando, me cuenta que todavía le gusto y que deberíamos vernos y que sólo porque no nos hayamos visto en cuatro meses no es motivo para que rompamos. Le digo que sí nos hemos visto, y le menciono la noche pasada. Ella dice que ya sé lo que quiere decir y empiezo a sentir miedo allí, sentado en la habitación, oyéndola hablar. Son casi las tres. Le digo que no me acuerdo de cómo era nuestra relación antes y trato de llevar la conversación a otro terreno. Intento hablar de películas o de conciertos o de lo que ha hecho aquel día, o de lo que hice yo la noche pasada. Cuando cuelgo el teléfono casi es de día, el día de Navidad.

Es la, mañana del día de Navidad y le he pegado a la coca, y una de mis hermanas me ha regalado una agenda muy bonita y muy cara encuadernada en piel. Tiene unas páginas grandes y blancas y las fechas están impresas en la parte de arriba con letras de oro y plata. Le doy las gracias y la beso y todo eso y ella se ríe y se sirve otra copa de champán. Un verano intenté llevar una agenda al día, pero la cosa no funcionó. Me hice un lío en seguida y anoté cosas sólo por escribir algo y terminé por comprender que no tenía tantas cosas que hacer como para llevar una agenda. Por eso sé que ésta tampoco la voy a utilizar y que probablemente me la lleve cuando vuelva a New Hampshire y la dejaré encima de mi mesa tres o cuatro meses, sin estrenar. Mi madre nos observa sentada en el borde del sofá del cuarto de estar y bebe champán. Mis hermanas abren sus regalos con soltura, indiferentes. Mi padre llena cheques para mis hermanas y para mí y me pregunto por qué no los habrá llenado antes, pero me olvido de todo eso y miro por la ventana. El viento sur ardiente sopla fuera. El agua de la piscina se ondula.

Es el viernes después de Navidad y hace sol de verdad y decido que debo ocuparme de mi bronceado así que voy con un montón de gente —Blair y Alana y Kim y Griffin— al club de la playa. Llego al club antes que los demás y, mientras el empleado me aparca el coche, me siento en un banco a esperarlos, contemplando la extensión de arena que toca el agua, allí donde termina la tierra. Desaparezca aquí. Me quedo mirando el océano hasta que aparece Griffin en su Porsche. Griffin conoce al empleado del aparcamiento y habla con él un par de minutos. En seguida llega Rip en su nuevo Mercedes y también parece conocer al empleado, y cuando le presento a Rip, Griffin y él se ríen y me dicen que ya se conocían y me pregunto si se habrán acostado juntos y siento un mareo y me tengo que volver a sentar en el banco. Alana y Kim y Blair aparecen en el Cadillac descapotable de alguien.

—Hemos almorzado en el club de campo —dice Blair, apagando la radio—. Kim se perdió.

—No me perdí —dice Kim.

—Blair no creía que me iba a acordar de donde estaba este sitio y tuvimos que parar en una estación de servicio a que nos dijeran por dónde quedaba y Kim le pidió el número al que atendía.

—Es que el tío está bueno de verdad —exclama Kim.

—¿Y qué? Sirve gasolina —suelta Blair bajando del coche. Está muy guapa con su traje de baño de una pieza—. Fíjate en lo que te digo. Se llama Ratón.

—Me da igual cómo se llame. Está bueno de verdad —insiste Kim.

En la playa. Griffin ha traído ron y Coca-cola y bebemos lo que queda. Rip se quita prácticamente el traje de baño dejando al aire la parte que no tiene morena. No me pongo aceite solar suficiente en las piernas y el pecho. Alana ha traído una casete portátil y pone sin parar la misma canción; conversación sobre el nuevo álbum de Psychedelic Furs; Blair cuenta que Muriel ha dejado el Cedars-Sinai; Alana dice que ha llamado a Julian para preguntarle si quería venir pero no había nadie en casa. De vez en cuando la conversación se interrumpe y todos nos concentramos en lo que queda de sol. Se oye un tema de Blondie, y Blair y Kim le piden a Alana que suba el volumen. Griffin y yo nos levantamos para ir a los vestuarios. Deborah Harry pregunta:
«¿Dónde está mi ola?»

—¿Algo va mal? —pregunta Griffin mirándose al espejo una vez que hemos entrado en el vestuario.

—Me noto tenso —le contesto echándome agua a la cara.

—Todo se arreglará —dice Griffin.

Y allí, al volver de la playa, bajo el sol, mirando el Pacífico, parece posible de verdad creer a Griffin. Pero estoy quemado por el sol y cuando me paro en Gelson’s a comprar pitillos y una botella de Perder, encuentro un lagarto en el asiento delantero. El de la caja habla de estadísticas de asesinatos y por algún motivo me mira y pregunta si me encuentro bien. No le contesto y me limito a alejarme rápidamente del supermercado. Cuando llego a casa me ducho, pongo el estéreo y esa noche no consigo dormir; las quemaduras del sol me molestan y los vídeos musicales me dan dolor de cabeza y tomo unos Nembutales que Griffin me ha pasado en el aparcamiento del club de la playa.

A la mañana siguiente me despierto tarde oyendo el estruendo de Duran Duran que llega del cuarto de mi madre. La puerta está abierta y mis hermanas están tumbadas en la enorme cama, en traje de baño, hojeando números atrasados de
QG
, mientras ven una película porno en el Betamax. Me siento en la cama, también en traje de baño, y me dicen que mamá salió a almorzar y que la muchacha ha ido a la compra y miro la película durante diez minutos, preguntándome de quién será… ¿De mi madre? ¿De mis hermanas? ¿El regalo de Navidad de algún amigo? ¿Del dueño del Ferrari? ¿Mío? Cuando el tío se corre una de mis hermanas dice que le parece horrible y bajo la escalera, salgo a la piscina, hago mis largos.

Cuando tenía quince años y aprendí a conducir, en Palm Springs, cogía el coche de mi padre mientras él y mi madre dormían, y mis hermanas y yo recorríamos el desierto, en mitad de la noche. Sonaban Fleetwood Mac o los Eagles, a todo volumen, la capota bajada, y soplaban vientos ardientes que hacían doblarse a las palmeras, en silencio. Y una noche mis hermanas y yo cogimos el coche y era una noche en que no había luna y el viento soplaba con fuerza, y me acababan de dejar en casa después de una fiesta que no había resultado demasiado divertida. El McDonald’s donde íbamos a parar estaba cerrado a causa de un corte de electricidad por culpa del viento y yo estaba cansado y mis hermanas se peleaban y volvía a casa cuando vi lo que tomé por una hoguera, a un kilómetro más o menos carretera abajo. Pero cuando me acerqué vi que no era una hoguera, sino un Toyota aparcado de modo extraño, atravesado en la carretera. El capot abierto, salían llamas del motor. Tenía roto el parabrisas y una mejicana lloraba sentada en el bordillo de la carretera. Había dos o tres niños, también mejicanos, de pie detrás de ella. Miraban el fuego y me puse a preguntarme por qué no se habría parado ningún otro coche a ayudarles. Mis hermanas dejaron de reñir y me dijeron que parara el coche para mirar mejor. Tuve ganas de parar, pero no lo hice. Reduje la marcha y luego aceleré alejándome rápidamente y volví a poner la cinta que habían quitado mis hermanas cuando vieron las llamas, y puse la música muy alta, y me salté todos los semáforos en rojo hasta llegar a casa.

No sé por qué me conmocionó el fuego, pero lo hizo, y tuve visiones de un niño. Todavía no estaba muerto y ardía caído entre las llamas. A lo mejor era un niño que salió despedido por el parabrisas y que había caído en el motor en llamas. Pregunté a mis hermanas si les parecía haber visto a un niño ardiendo entre las llamas y me dijeron que no, ¿y a ti? Tampoco. Y al día siguiente busqué en los periódicos para asegurarme de que no se había quemado nadie. Y esa misma noche, más tarde, sentado junto a la piscina, pensé en aquello hasta que por fin me dormí, pero no antes de que se fuera la luz a causa del viento y la piscina quedara a oscuras.

Y me acuerdo de que por entonces me puse a coleccionar crónicas de sucesos de los periódicos; una de un niño de doce años que había matado accidentalmente de un tiro a su hermano en China; otra de un tipo de India que clavó a su hijo a una pared, o a una puerta, no recuerdo bien, y luego disparó contra él, alcanzándole en mitad de la cara; y otra sobre un viejo que prendió fuego a una casa y mató a veinte personas; y otra de un ama de casa que mientras llevaba a sus hijos al colegio se lanzó con el coche por encima de ese embarcadero que hay cerca de San Diego, muriendo al instante y también los tres niños; y otra de un hombre que atropelló a propósito a su ex mujer cerca de Reno y la dejó paralítica del cuello para abajo. Recorté un montón de esas crónicas de sucesos durante una temporada porque, supongo, había un montón de ellas que recortar.

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