Todo se presentaba espléndidamente. Désormières y su amiga no tardaron en retirarse, dejándome solo con la rusa blanca. Entonces, no sé por qué, impulsado por esa torpeza que suele marcar mis relaciones con las mujeres, yo me enfrasqué enérgicamente en una discusión política sobre Rusia, el comunismo y la revolución. De entrada, la bailarina se declaró abiertamente antisoviética y no vaciló en hablar de los crímenes del régimen comunista. Yo me enfadé, la llamé reaccionaria asquerosa, estuvimos discutiendo un rato, le dejé dinero para un taxi y me fui a mi casa.
Después me he arrepentido muchas veces de aquel enfado y de algunos más.
Entre las hermosas hazañas del surrealismo hay una que me parece especialmente deliciosa. Se la debemos a Georges Sadoul y a Jean Caupenne.
Un día de 1930, Georges Sadoul y Jean Caupenne, sin nada que hacer, leen el periódico en un café de una ciudad de provincias. De pronto, su mirada tropieza con los resultados de los exámenes de la Academia Militar de Saint-Cyr.
El primero, el número uno de la promoción, es un tal Keller.
Lo que más me gusta del caso es que Sadoul y Caupenne no tengan nada que hacer. Que estén solos, en provincias. Se aburren un poco. De pronto, se les ocurre una idea luminosa:
—¿Y si le escribiéramos una carta a ese cretino?
Dicho y hecho. Piden papel y pluma al camarero y redactan una de las más hermosas cartas de insultos de la historia del surrealismo. Firman la carta y la envían sin demora al número uno de Saint-Cyr. Hay en la carta frases inolvidables.
Por ejemplo: «Nosotros escupimos en los tres colores. Con vuestros hombres sublevados, tenderemos al sol las tripas de todos los oficiales del Ejército francés. Si nos obligan a ir a la guerra, por lo menos serviremos bajo el glorioso casco puntiagudo alemán…» Etcétera.
El tal Keller recibió la carta, la pasó al director de Saint-Cyr quien, a su vez, la transmitió al general Gouraud, mientras que
Le Surréalisme au service de la Révolution
la publicaba.
El caso metió bastante ruido. Sadoul vino a verme y me dijo que tenía que huir, marcharse de Francia. Yo hablé de él a los Noailles que, siempre generosos, le dieron cuatro mil francos. Jean Caupenne fue detenido. El padre de Sadoul y el padre de Caupenne fueron a presentar excusas al Estado Mayor de París. Fue inútil. Saint-Cyr exigía una reparación pública. Sadoul se fue de Francia y Caupenne, según me dijeron, pidió perdón de rodillas ante los alumnos de la academia militar al completo. No sé si es verdad.
Cuando me acuerdo de este caso, me parece volver a ver la expresión de profunda tristeza y desamparo de André Breton cuando, en 1955, se me lamentaba de que el escándalo ya no fuera posible.
En torno al surrealismo, traté y, en ocasiones, llegué a conocer bastante bien a escritores y pintores que rozaban un instante el movimiento, establecían contacto, luego lo rechazaban y volvían a él para rechazarlo otra vez. Y a otros que estaban empeñados en búsquedas más solitarias. En Montparnasse conocí a Fernand Léger al que veía con frecuencia. André Masson casi nunca asistía a nuestras reuniones, pero mantenía relaciones amistosas con el grupo. Los verdaderos pintores surrealistas eran Dalí, Tanguy, Arp, Miró, Magritte y Max Ernst.
Este último, que fue muy buen amigo mío, pertenecía ya al movimiento Dada. La eclosión surrealista le pilló en Alemania, como a Man Ray en los Estados Unidos, Max Ernst me contó que en Zurich, con Arp y Tzara, antes de la formación del grupo surrealista, durante un espectáculo ofrecido con ocasión de una exposición, pidió a una niña —siempre ese afán de perversión de la infancia— que, vestida con un traje de primera comunión y con un cirio en la mano recitara desde el escenario, un texto francamente pornográfico del que ella no entendía nada. El escándalo fue considerable.
Max Ernst, hermoso como un águila, se fugó con la hermana del escenógrafo Jean Aurenche, Marie-Berthe, que hace un papelito en
La edad de oro
y se casó con ella. Un año —¿fue antes o después de su matrimonio?; no me acuerdo—, él pasó las vacaciones en el mismo pueblo que Ángeles Ortiz. Éste, verdadera plaga de los salones, ya ni contaba sus conquistas. Ocurrió que aquel año Max Ernst y Ortiz se enamoraron de la misma mujer, y Ortiz se la llevó.
Algún tiempo después, Breton y Éluard fueron a verme a mi casa de la rue Pascal y me dijeron que venían de parte de mi amigo Max Ernst que se había quedado esperando en la esquina. No sé exactamente por qué, Max me acusaba de haber intrigado en favor de Ortiz. Y, en su nombre, Breton y Éluard venían a pedirme explicaciones. Yo les respondí que no tenía nada que ver con aquella historia y que nunca había sido consejero erótico de Ángeles Ortiz. Ellos se retiraron.
André Derain nunca tuvo nada que ver con el surrealismo. Era mucho mayor que yo —por lo menos, treinta o treinta y cinco años— y solía hablarme de la Commune de París. Fue el primero que me habló del caso de los fusilados durante la feroz represión dirigida por los versalleses, por tener las manos encallecidas, señal de que pertenecían a la clase obrera.
Derain, alto y corpulento, exhalaba una viva simpatía. Una noche me llevó a un burdel que conocía, a tomar cervezas en aguardiente. Iba con nosotros el marchante Pierre Collé. «Buenas noches, monsieur André, ¿cómo está? ¡Cuánto tiempo sin verlo!»
Y añadió la dueña:
—Tengo una chiquita… Ahora se la traigo. Verá qué inocencia. Pero mucho cuidado, ¿eh? Tiene que ser delicado con ella.
Al poco rato, vemos entrar a una criatura con zapatos de tacón bajo y calcetines blancos. Lleva trenzas y juega al aro. Desilusión. Una enana de cuarenta años.
De los escritores conocí muy bien a Roger Vitrac a quien Breton y Éluard no tenían en gran estima, nunca he sabido por qué. André Thirion, que formaba parte del grupo, era el único político verdadero. Paul Éluard me previno al salir de una reunión: «A ése sólo le interesa la política.»
Con posterioridad, Thirion, que se declaraba comunista revolucionario, fue a verme a la rue Pascal con un gran mapa de España. Puesto que estaba de moda el golpe de Estado, había preparado uno minuciosamente para derrocar la monarquía española, y quería que yo le facilitara detalles geográficos concretos, cotas y senderos, para indicarlos en el mapa. Yo no pude ayudarle.
Escribió un libro sobre aquel período, titulado
Révolutionnaires sans révolution
, que me gustó mucho. Por supuesto, él se atribuía el mejor papel (aunque eso lo hacemos todos, a menudo sin darnos cuenta) y revelaba ciertos detalles íntimos que me parecieron ofensivos e inútiles. Pero corroboro sin reserva lo que escribe acerca de André Breton. Después de la guerra, Sadoul me dijo que Thirion había «traicionado» por completo sus ideas y que, desde las filas gaullistas, era responsable de la subida de las tarifas del Metro.
Maxime Alexandre se adhirió al catolicismo. Jacques Prévert me presentó a Georges Bataille, autor de
l’Histoire de l’oeil
que quería conocerme a causa del ojo cortado de
Un chien andalou
. Comimos todos juntos. Sylvia, la esposa de Bataille, a la que después volvería a encontrar, casada con Jean Lacan, es una de las mujeres más hermosas que he visto en mi vida, con Bronja, la esposa de René Clair. El propio Bataille —a quien Breton no estimaba mucho, por encontrarlo excesivamente rudo y materialista—, tenía una cara adusta, seria. La sonrisa le parecía inasequible.
A Antonin Artaud lo traté poco. Lo vi sólo dos o tres veces. Concretamente, el 6 de febrero de 1934, lo encontré en el Metro. Estaba haciendo cola para sacar el billete y yo me encontraba justamente detrás de él. Hablaba solo, gesticulando mucho. No quise molestarle.
A menudo me preguntan qué ha sido del surrealismo. No sé qué respuesta dar. A veces digo que el surrealismo triunfó en lo accesorio y fracasó en lo esencial. André Breton, Éluard y Aragon figuran entre los mejores escritores franceses del siglo XX, y están en buen lugar en todas las bibliotecas. Max Ernst, Magritte y Dalí se encuentran entre los pintores más caros y reconocidos y están en buen lugar en todos los museos. Reconocimiento artístico y éxito cultural que eran precisamente las cosas que menos nos importaban a la mayoría. Al movimiento surrealista le tenía sin cuidado entrar gloriosamente en los anales de la literatura y la pintura. Lo que deseaba más que nada, deseo imperioso e irrealizable, era transformar el mundo y cambiar la vida. En este punto —el esencial— basta echar un vistazo alrededor para percatarnos de nuestro fracaso.
Desde luego, no podía ser de otro modo. Hoy medimos el ínfimo lugar que ocupaba el surrealismo en el mundo en relación con las fuerzas incalculables y en constante renovación de la realidad histórica. Devorados por unos sueños tan grandes como la Tierra, no éramos nada, nada más que un grupito de intelectuales insolentes que peroraban en un café y publicaban una revista. Un puñado de idealistas que se dividían en cuanto había que tomar parte, directa y violentamente, en la acción.
De todos modos, durante toda mi vida he conservado algo de mi paso — poco más de tres años— por las filas exaltadas y desordenadas del surrealismo.
Lo que me queda es, ante todo, el libre acceso a las profundidades del ser, reconocido y deseado, este llamamiento a lo irracional, a la oscuridad, a todos los impulsos que vienen de nuestro yo profundo. Llamamiento que sonaba por primera vez con tal fuerza, con tal vigor, en medio de una singular insolencia, de una afición al juego, de una decidida perseverancia en el combate contra todo lo que nos parecía nefasto. De nada de esto he renegado yo.
Añadiré que la mayor parte de las intuiciones surrealistas han resultado justas. No pondré más que un ejemplo, el del trabajo, valor sacrosanto de la sociedad burguesa, palabra intocable. Los surrealistas fueron los primeros que lo atacaron sistemáticamente, que sacaron a la luz su falacia, que proclamaron que el trabajo asalariado es una vergüenza. Se encuentra un eco de esta diatriba en
Tristana
, cuando «don Lope» le dice al mudo:
—Pobres trabajadores. ¡Cornudos y apaleados! El trabajo es una maldición, Saturno. ¡Abajo el trabajo que se hace para ganarse la vida! Ese trabajo no dignifica, como dicen, no sirve más que para llenarles la panza a los cerdos que nos explotan. Por el contrario, el trabajo que se hace por gusto, por vocación, ennoblece al hombre. Todo el mundo tendría que poder trabajar así. Mírame a mí: yo no trabajo. Y, ya lo ves, vivo, vivo mal, pero vivo sin trabajar. Algunos elementos de esta réplica se encontraban ya en la obra de Galdós, pero tenían otro sentido. El novelista culpaba al personaje por su ociosidad. La consideraba una tara.
Los surrealistas fueron los primeros en intuir que el valor «trabajo» empezaba a tambalearse sobre una base frágil. Hoy, al cabo de cincuenta años, en todas partes se habla de esa decadencia de un valor que se creía eterno. Se plantea la pregunta de si el hombre ha nacido para trabajar y se empieza a pensar en las civilizaciones del ocio. En Francia incluso existe un Ministerio del Tiempo Libre.
Otra cosa que me queda del surrealismo es el descubrimiento en mí de un muy duro conflicto entre los principios de toda moral adquirida y mi moral personal, nacida de mi instinto y de mi experiencia activa. Hasta mi entrada en el grupo, yo nunca imaginé que tal conflicto pudiera alcanzarme. Y es un conflicto que me parece indispensable para la vida de todo ser humano.
Por consiguiente, lo que conservo de aquellos años, más allá de todo descubrimiento artístico, de todo afinamiento de mis gustos y pensamientos, es una exigencia moral clara e irreductible a la que he tratado de mantenerme fiel contra viento y marea. Y no es tan fácil guardar fidelidad a una moral precisa.
Constantemente, tropieza con el egoísmo, la vanidad, la codicia, el exhibicionismo, la ramplonería y el olvido. Algunas veces, he sucumbido a una de estas tentaciones y he quebrantado mis propias reglas por cosas que yo considero de poca importancia. En la mayor parte de los casos, mi paso por el surrealismo me ha ayudado a resistir. En el fondo, acaso sea esto lo esencial.
A principios de mayo de 1968, yo estaba en París, empezando con mis ayudantes los preparativos y localizaciones de
La Vía Láctea
. Un día, bruscamente, tropezamos con una barricada levantada por los estudiantes en el Barrio Latino. Como se recordará, en poco tiempo, la vida de París quedó trastornada. Yo conocía las obras de Marcuse y las aplaudía. Aprobaba todo lo que leía y lo que oía decir acerca de la sociedad de consumo y la necesidad de cambiar, antes de que fuera tarde, el rumbo de una vida árida y peligrosa. Mayo del 68 tuvo momentos maravillosos. Mientras paseaba por las calles levantadas, reconocía en las paredes, no sin cierta sorpresa, algunos de nuestros viejos eslóganes surrealistas: «La imaginación al poder», por ejemplo y «Prohibido prohibir».
Sin embargo, habíamos tenido que parar el trabajo, como casi todo el mundo y yo no sabía qué hacer, aislado en París, turista interesado y cada día más intranquilo. Cuando, después de una noche de disturbios, atravesaba el boulevard Saint-Michel, los gases lacrimógenos me hacían llorar. No acababa de comprender todo lo que ocurría. Por ejemplo, por qué algunos manifestantes maullaban «¡Mao! ¡Mao!» como si clamaran por el establecimiento de un régimen maoísta en Francia. Personas habitualmente razonables perdían la cabeza. Louis Malle —un muy querido amigo— jefe de no sé qué grupo de acción, distribuía sus fuerzas por la gran batalla y ordenaba a mi hijo Jean-Louis que disparara contra los polis en cuanto asomaran por la esquina (si le hubiera obedecido, habría sido el único guillotinado de mayo). Junto a la sinceridad y la seriedad de unos, se hacían un hueco la palabrería y el confusionismo de otros. Cada cual buscaba su revolución con su linternita. Yo no dejaba de repetirme: «Si esto ocurriera en México, lo acabarían en dos horas. ¡Y con dos o trescientos muertos!» (Por cierto, así ocurrió en octubre en la plaza de las Tres Culturas, muertos incluidos.)
Serge Silberman, productor de la película, me llevó a pasar unos días en Bruselas, desde donde podría regresar fácilmente a casa en avión. Pero yo decidí volver a París. Al cabo de una semana, volvió a imperar lo que se ha dado en llamar el orden y la gran fiesta, en la que, milagrosamente, apenas corrió la sangre, tocó a su fin. Además de los eslóganes, Mayo del 68 tuvo muchos puntos de contacto con el movimiento surrealista: los mismos temas ideológicos, la misma dificultad de elección entre la palabra y la acción. Al igual que nosotros, los estudiantes de Mayo del 68 hablaron mucho y actuaron poco. Pero no les reprocho nada, Como podría decir André Breton, la acción se ha hecho imposible, lo mismo que el escándalo.