Holly habló poco hasta que pasaron a la siguiente cámara, y Bond pudo disfrutar del silencio. Reconocía que se había adelantado en el juego, pero aquella Holly Goodhead no era mujer que se diera por vencida con tanta facilidad. Ella le miró tranquilamente e indicó con un gesto hacia la estructura frente a la que se encontraban.
—Éste es el entrenador centrífugo. Simula la fuerza de gravedad que se tiene que resistir para ser lanzado al espacio.
Bond contempló el fuselaje futurista situado al extremo del largo brazo, y le recordó algo visto en el parque de atracciones. Se le había denominado el «látigo» y era capaz de girar a una velocidad cada vez mayor, mientras que el extremo de unión realizaba contorsiones capaces de dislocar el cuerpo. Miró hacia arriba y vio la amplia ventana de cristal que formaba al frente de lo que evidentemente tenía que ser la sala de control. Con una ligera expresión de sorpresa, vio que las hendiduras diagonales que enmascaraban los ojos de Chang le contemplaban desde allá arriba.
—¿Quizás le guste intentarlo?
Holly le miraba, con una expresión de nuevo desafío en sus ojos.
—Me encantaría.
La afirmación de Bond no era del todo verdadera, pero no estaba dispuesto a permitir que Holly Goodhead ganara terreno.
Un técnico se adelantó hacia el aparato y la parte frontal del fuselaje se abrió como la boca de un dragón. Bond se encontró sentado en un pequeño espacio claustrofóbico, con las rodillas dobladas hacia su pecho. Holly se inclinó hacia adelante y hubo un cierto entusiasmo en la forma en que cerró la banda de seguridad sobre sus hombros. Bond respiró su perfume con evidente aprecio.
—¿Chanel?
Su respuesta, si es que se la podía considerar como tal, fue inequívoca.
—Ponga las manos sobre los brazos del asiento.
En el término de poco tiempo, éstas también le fueron sujetadas. Como un hombre al que se le hubiera negado el empleo de sus brazos, Bond empezó a sentirse incómodo.
—¿Para qué es esto?
Holly le sonrió. A Bond se le ocurrió que probablemente ella disfrutaba atando a los hombres tanto como poniéndoles en dificultades.
—Para evitar que se golpee.
El recelo de Bond no disminuyó con aquella explicación.
—¿A qué velocidad va este cacharro?
Holly retrocedió y se frotó las manos.
—A tres G equivale a presión de despegue —sonrió como una gata y añadió—: Puede alcanzar veinte G, pero eso sería fatal. La mayor parte de la gente no resiste más de siete.
Bond comprobó la fuerza de las correas que le sujetaban.
—Sería usted una vendedora excelente.
Por primera vez, la expresión de Holly se relajó formando una verdadera sonrisa.
—No tiene por qué preocuparse. Existe lo que llamamos un conmutador gallina —indicó una columna que se elevaba del suelo para detenerse a la altura de la mano derecha de Bond y a su alcance. En su extremo había un botón—. Comience por sostener esa columna con su dedo apretando el botón. En cuanto la presión sea demasiado fuerte para usted, suelte el botón. La corriente se cortará de inmediato.
Bond miró escépticamente los claros ojos azules de Holly.
—¿De inmediato?
Su mandíbula tembló de ironía.
—No estará usted nervioso, ¿verdad, Mr Bond? Un viejo de setenta años puede resistir tres G.
Bond giró la cabeza y trató de mirar hacia la sala de control.
—El problema consiste en que nunca se encuentra a un hombre de setenta años cuando se le necesita.
Holly interpretó la mirada de Bond como que deseaba mayores seguridades.
—No se preocupe, Mr Bond. Está en buenas manos —entonces sonó un teléfono, y un técnico contestó y llamó a Holly. Habló unos segundos por teléfono y después se volvió a Bond.
—Mr Drax quiere verme. Volveré en seguida —le dirigió una sonrisa breve y sardónica, como el relampagueo de un semáforo—. Que lo pase usted bien.
Bond observó cómo ella y el técnico abandonaban la sala, y sintió que las dudas se profundizaban, convirtiéndose en incomodidad. Se había sentido bastante menos que bienvenido desde su llegada a la desértica propiedad de Drax. Si tenía que ocurrirle un accidente, ¿cuál era el mejor momento para que ocurriera? Trató de alcanzar las correas que aseguraban sus brazos, pero los dedos sólo podían llegar al conmutador gallina. Lo apretó al mismo ritmo que su acelerado corazón, confiando vanamente en que no se hubiera puesto en marcha la energía. Un débil zumbido vibró por todo el fuselaje y, lentamente al principio, el brazo rotor comenzó a girar sobre su eje central. Bond se preparó y observó cómo las paredes de la sala desaparecían en una borrosa figura continua. La fuerza G le aplastó contra su asiento, y apretó los dientes en el momento en que un desgarrador silbido orquestó las revoluciones del fuselaje. Aquello era el «látigo» de sus tiempos de escuela, pero girando a una velocidad que habría arrancado el artefacto original de sus anclajes, lanzándole a través de medio parque de atracciones. Hizo un esfuerzo para mirar hacia abajo y vio en el contador que ya había sobrepasado cuatro G. El aumento de velocidad le sorprendió. El ritmo aumentaba a cada segundo que pasaba. Había un canto delirante en los oídos de Bond y el chillido de la fuerza centrífuga era como una aguja introduciéndose en su cerebro. Ahora había pasado las cinco G. El honor ya había quedado satisfecho. No sin esfuerzo, Bond levantó el dedo pulgar del botón.
No ocurrió nada.
Bond esperó un instante y vio que el botón se había elevado. Lanzó un grito, pero fue incapaz de escuchar el sonido de su propia voz. La fuerza G le mantenía bien sujeto a un torno invisible. Unicamente el dolor tenía libertad de movimientos a través de su cuerpo. Sus ojos, torturados y saltones, miraron hacia abajo. Seis G. Ahora sabía lo que estaba sucediendo. Iban a matarle. A Holly Goodhead la habían llamado muy oportunamente. El bloque brutal de amenaza que era Chang había hecho el resto. No cabía la menor duda de que habría recriminaciones mutuas y muchas expresiones de condolencia. El terror, la rabia y la desesperación atravesaron a Bond como un incendio forestal. Luchó para tratar de aplicar presión contra las correas que le sostenían, pero la fuerza de la gravedad hacía que el simple hecho de levantar un párpado fuera una tarea de Hércules. Siete G. «La mayoría de las personas no resisten más de siete». Recordó las palabras de Holly y la mirada burlona de sus ojos. ¿Iba a ser él igual que la mayor parte de la gente? ¡En modo alguno!
Ahora, el ruido de la centrifugadora era como un chillido agudo que parecía romper la mente como un carámbano. La confusa visión ante los ojos de Bond era de un color gris matizado de rojo. Se sentía como si la sangre le estuviera surgiendo de cada una de las aberturas de su cara. Como si alguien le estuviera sorbiendo las órbitas, arrancándoselas de la cabeza. Abrió la boca para gritar y sintió que sus labios se apartaban de sus paralizadas mejillas, como estiradas por una mano gigantesca. No surgió ningún sonido. Ocho G. Su cabeza iba a explotar, y una oleada de náuseas y vértigo le recorrió el estómago. Bond sabía que sólo disponía de segundos antes de perder el conocimiento, y con él la vida. ¡Tenía que hacer algo! ¡No tenía que abandonar la lucha! Sus ojos, completamente desorbitados, vieron de pronto la correa alrededor de su muñeca. La correa que Q le había entregado en la sala de operaciones. La manga de su chaqueta se le había subido a medio brazo y ahora colgaba como una segunda piel. Bond sintió un aguijonazo de esperanza. Si de algún modo lograba impulsar hacia atrás su muñeca podría comenzar a pensar en la salvación.
Dedo a dedo, Bond separó su puño cerrado y extendió la mano a lo largo del brazo del asiento. Cada movimiento requería una fuerza que sólo podía extraer de la voluntad de vivir, de la fuerza que pudiera escapar a la mortal atracción de la gravedad. Si pudiera disparar contra el brazo del rotor, sería como alcanzar la cabeza del pulpo. Sus dientes rechinaron tanto que creyó sentir fragmentos de esmalte en la boca. Luchó contra el dolor y contra el velo que amenazaba con cubrirle la mente, y se esforzó por separar los dedos del brazo del asiento. Como si estuvieran sostenidos por cinta adhesiva, los dedos temblaron y a continuación lograron elevarse un centímetro en el aire. El pulgar quedó rezagado. Bond reunió toda la fuerza de voluntad y espíritu que le quedaban para realizar el esfuerzo supremo. La cortina negra moteada de rojo estaba cayendo sobre él por última vez. Bajó los párpados y su muñeca se arqueó, con los dedos extendidos, como una araña atrapada adoptando su posición de muerte.
¡Crac!
Los ojos de Bond estaban cerrados, pero el fulgor brilló a través de los párpados como el haz de una linterna sobre un ciego. Se produjeron una explosión ensordecedora y un ruido rechinante que se desvaneció con la imperecedera resonancia de una rueda de acero arrastrándose por el asfalto. Inmediatamente, Bond sintió que se aflojaba el abrazo. El cuerpo se separó del asiento como una golosina pegajosa de su envoltura. El sudor cubría su lacerado cuerpo. Estaba a punto de vaciar el contenido de su estómago. La portilla se abrió entonces de golpe y unas manos le soltaron las correas y después evitaron que cayera hacia adelante. Escuchó la voz de Holly por encima de la de los demás, y levantó la cabeza para abrir los ojos.
Holly le estaba mirando, horrorizada.
—¿Qué ha ocurrido?
Era difícil dudar de la preocupación expresada en su rostro. Difícil, pero no imposible. Bond abrió su boca reseca y trató de encontrar algo de saliva con que lubricar sus palabras.
—Algo tiene que haber fallado con los controles.
La voz de Holly era incrédula. Extendió una mano de auxilio cuando Bond empezaba a levantarse del asiento.
—Déjeme ayudarle.
Bond apartó la mano.
—No, gracias, doctora. Creo que ya he recibido bastante tratamiento por hoy.
Trudi Parker descansó su hermosa cabeza rubia contra la almohada y suspiró. Eran las once de la noche y la novela, cerrada y con un dedo de Trudi insertado entre las páginas 64 y 65, ya había dejado desde hacía tiempo de mantener su delicada promesa inicial. Estaba echada sobre las sábanas de seda, con la fotografía del autor en la contraportada contemplándola tristemente, con reproche. En la vida real era difícil creer que cualquier hombre que se encontrara donde estaba el autor hubiera tenido razón alguna ni para la tristeza ni para el reproche. La vista de los pechos de Trudi, inadecuadamente ocultos tras la tela de su camisón de seda de color carne, podría haber proporcionado esa chispa vital que tan desesperadamente necesitaba el libro.
Trudi volvió a suspirar. El estilo del escritor, aunque laborioso y tortuoso, caía justo a mucha distancia de ese tedio exquisito que puede producir un impreso soporífero. Por el contrario, caía dentro de la categoría de obra que plantea preguntas que no puede contestar, despierta expectativas que nunca podrá cumplir y deja al lector no pidiendo más, sino simplemente algo; en otras palabras, insatisfecho.
Trudi le sacó la lengua al lúgubre autor y lo colocó con la cara hacia abajo sobre el mármol de la mesita de noche. Nunca se enteraría de lo que iba a hacer la coqueta esposa del héroe cuando descubriera que su coqueto esposo se había enamorado de su coqueta secretaria. Casi percibió como un alivio la perspectiva de no seguir compartiendo un sólo ápice más de sus vidas entrecruzadas, que parecían moverse entre Madison Avenue y los Adirondacks.
Trudi se estudió las uñas, uniformes y blancas, y extendió lentamente la mano en busca de una lima. En alguna parte, en la distancia, se escuchó el grito de un coyote. Un cálido viento del desierto agitó las cortinas. Fuera, la noche era clara y puntos de estrellas como agujas brillaban con desiguales grados de fulgor. Trudi dejó la lima sin usarla y extendió otra mano hacia la lámpara de la mesita de noche.
Se escuchó entonces un ligero golpe en la puerta.
Trudi retiró la mano y se sentó en la cama. La puerta se abrió y James Bond entró. Cerró la puerta tras él y se apoyó contra ella, contemplándola. Llevaba un pullover con cuello de polo, de color azul marino, y un par de pantalones tropicales de estambre de un color similar. Trudi se preguntó dónde habría estado y, con un interés más inmediato, adónde iba. Atrajo recatadamente una sábana hacia sí.
—Mi madre me dio una lista razonable de cosas que no debía hacer en una primera cita.
Bond mostró su sonrisa delgada y dura y cruzó la habitación, dirigiéndose a la cama.
—Quizá no la necesite. No es a eso a lo que he venido —Trudi contuvo su desilusión y confió en que no se le notara en la voz.
—¿Qué quiere entonces?
Bond se sentó sobre la cama y la miró directamente. En esta ocasión hubo más calor en su sonrisa.
—¿Se conmocionarían mucho sus sentimientos si le digo que busco información?
Trudi se olvidó de la sábana, que se deslizó cayendo alrededor de su cintura.
—¿Y por qué voy a decirle nada?
Bond se inclinó hacia ella y la besó con fuerza en la boca.
—Porque me gustas.
Trudi sacudió la cabeza, extrañada.
—¿Quién eres? —de repente recordó lo bien que había sabido su boca y pidió—: Haz eso otra vez.
Se adelantó hacia él y la cabeza de Bond se ladeó obediente. En esta ocasión, el beso fue más prolongado y profundo. Deliciosas expectativas de placer se agitaron en ella al contacto de los cálidos dedos.
—¿Qué quieres saber? ¿Tiene algo que ver con lo sucedido esta tarde?
Las noticias sobre el accidente en el entrenador centrifugo se habían extendido rápidamente por todas las instalaciones. Al parecer, y en contra de una posibilidad entre un millón, se habían cruzado dos circuitos durante la reparación de un pequeño fallo eléctrico.
La comisura de la boca de Bond se retorció de mala gana.
—No. Mr Drax ha sido muy generoso con sus explicaciones y disculpas. Es lo que no me ha dicho lo que más me interesa.
—¿Qué quieres saber? —preguntó Trudi, intrigada.
—¿Qué está ocurriendo aquí, aparte de la fabricación del Moonraker y del programa de entrenamiento de los astronautas?
—Todavía no sé quién eres…
Bond respiró profundamente y decidió contarle una complicada mentira.
—Trabajo para la British Aircraft Corporation. Mi especialidad consiste en investigar los accidentes aéreos. Hay unas cuantas características extrañas en éste y no podemos descartar que se haya cometido sabotaje. Por el momento, es una simple suposición, y no quiero alarmar a Mr Drax.