Bond se dirigió hacia los turistas y entonces puso su atención en otro hombre que estaba trabajando lejos de los anteriores, en un alejado rincón del taller. Soplaba en lo que a primera vista parecían ser retortas de cristal. Bond le observó, admirando la habilidad con que recogía una burbuja de cristal fundido e inflaba sus mejillas hasta que parecían contener un par de pelotas de tenis. La burbuja se estremecía y de repente se expandía como un globo. Un hábil giro y un pequeño golpe, y el incandescente cilindro de cristal se unió a otras nueve figuras idénticas colocadas en una bandeja. Bond las contempló y experimentó una inmediata sensación de
déjà vu
. Había visto en el dibujo una forma de cristal idéntica con un cuello hinchado. No podía pasarse por alto la protuberancia cóncava situada justo por encima del globo. Mientras Bond le observaba, el obrero dejó su varilla y llevó la bandeja completa a un elevador de servicio abierto. Colocó cuidadosamente la bandeja en un estante del elevador y apretó un botón. Las figuras desaparecieron de la vista. Bond vio que, al volverse, el hombre le miraba con recelo, por lo que se dio la vuelta inmediatamente y siguió hacia otra de las puertas que daba paso al taller denominado «Museo de Cristal Antiguo» en un letrero.
Sin mirar atrás, Bond cruzó la puerta y avanzó por un largo pasillo de ladrillo y piedra que le condujo a otra sala de exposición. Aquí no se veía la aglomeración de la tienda, y muchos de los objetos exhibidos se encontraban en vitrinas de cristal. Una mujer, vestida con un traje de cachemira blanco, hermoso pero simple, estaba mostrando la sala a un grupo de turistas.
—…y este cuenco perfecto es obra de Bruno Venini, el fundador de este establecimiento. Nacido en Padua en 1451, llegó a Venecia a la edad de dieciocho años, y cinco más tarde abrió un pequeño taller en la isla de Murano…
Bond se olvidó de Bruno Venini en el momento en que el grupo avanzaba hacia una segunda vitrina y vio quién se destacaba al fondo del grupo. Holly Goodhead. El pelo le caía libremente sobre los hombros y llevaba una chaqueta de lana con rayas rojas y azules que le llegaba a la altura de los muslos, y unos pantalones azul marino de camal ancho. Se apartó del grupo, rodeó algunas vitrinas y llegó ante una puerta situada en una esquina de la sala. Miró rápidamente a su alrededor y Bond se ocultó con igual rapidez en las sombras del pasillo. Cuando volvió a mirar, ella abría la puerta y miraba hacia el interior. Bond vio cómo inclinaba la cabeza. Tras una breve pausa, cerró la puerta y se reunió de nuevo con el grupo, que estaba siendo informado de que un velero fastidiosamente ornamentado alcanzaría un precio superior al millón de dólares si alguna vez era puesto en venta. El grupo fue saliendo de la sala con un coro de respetuosos
¡oooohs!
.
Bond cruzó la estancia rápidamente y abrió la puerta. Miró hacia un pequeño patio donde había unas escaleras que subían hasta una puerta de madera pesadamente claveteada. Había un pórtico con una verja de hierro forjado, y más allá se veía una pared verdosa de limo lamida por el agua gris. Bond cerró la puerta pensativamente y se apresuró a continuar en la dirección que había tomado el grupo.
Holly cruzaba la plaza de San Marcos cuando Bond consiguió llegar a su lado, haciendo un exagerado gesto de asombro al verla.
—¡Cómo!… La doctora Goodhead. ¡Qué sorpresa!
El labio superior de Holly se dobló ligeramente.
—Sólo confío en que su presencia aquí sea una pura coincidencia, Mr Bond. Me disgusta que me espíen.
—Lo mismo nos pasa a todos —replicó Bond agradablemente—. A mí casi me disgusta tanto como que me aplasten el cerebro en una centrifugadora saboteada.
El tono de voz de Holly fue casi remilgado al decir:
—De veras, Mr Bond, parece sufrir usted de un complejo de persecución.
—Los acontecimientos parecen estimularlo —dijo Bond con sequedad—. ¿Me permite preguntarle qué la ha traído a Venecia?
Holly movió una mano con un gesto negativo a un fotógrafo que ansiaba hacer una foto.
—Estoy dirigiendo un seminario de la Comisión Espacial Europea.
Bond sacudió la cabeza admirativamente.
—Eso son palabras mayores. Siempre olvido que es usted algo más que una hermosa mujer.
Holly se detuvo y se volvió hacia él.
—Mr Bond, si trata usted de ser galante, no se moleste. Tengo cosas más importantes en qué pensar.
—De eso es precisamente de lo que querría hablarle —replicó Bond, con una expresión seria—. ¿Qué le parece si cenamos esta noche?
—Esta noche tengo que pronunciar una conferencia —rechazó Holly con un movimiento de cabeza.
—¿Puede usted pensar en alguna razón por la que no podamos tomar una copa después?
—De momento no… —le sonrió Holly tenuamente—, pero desde luego ya se me ocurrirá algo.
Reanudó su camino, pero Bond se situó rápidamente a su lado.
—Lo menos que puedo hacer es escoltaría hasta su hotel. ¿El Danieli, supongo?
Los ojos de Holly se estrecharon.
—Me ha estado espiando.
—No. Lo digo porque es la dirección hacia la que se dirige. El albergue para boy-scouts está en la otra dirección.
Holly reprimió una sonrisa mientras pasaban junto al Palacio Ducal y cruzaban el largo puente hacia Riva degli Schiavoni.
—¿Y puedo preguntarle qué hace usted aquí? El 747 se estrelló en Alaska, ¿no?
—Estoy mucho más interesado en averiguar a dónde fue a parar el Moonraker —dijo Bond—. En California no encontré a nadie preparado para mirar más allá del otro lado del estrecho de Bering.
—Quizá no habló con la gente adecuada.
Había en la voz de Holly un matiz de crítica que a Bond le pareció misterioso. Aparte de Drax y Holly, Trudi era la única persona a quien había interrogado con detalle.
—¿Cómo está Trudi Parker? —preguntó como por casualidad—. Parecía que empezaba a aburrirse un poco con su trabajo.
—Ha muerto —contestó Holly con tranquilidad.
—¿Muerto?
—Un accidente bastante horrible. Mr Drax había salido a cazar y los doberman la atacaron.
—¿Y no hubo nadie capaz de controlarlos?
—Al parecer deambulaba sola por el bosque. Los perros debieron encontrar su rastro. Chang los persiguió cuando se escaparon, pero cuando llegó allí ya era demasiado tarde —se estremeció convincentemente—. Es horrible, ¿no cree?
Bond sintió ganas de renunciar. Hacía tan sólo unos días había estado haciéndole el amor a aquella mujer. Y ahora estaba muerta. Quizá por su culpa. Su amargura se entremezclaba con un fuerte sentido de culpabilidad que él transformó inmediatamente en un intenso y decidido ánimo de venganza.
—Parece que los accidentes están proliferando —comentó tristemente—. A veces tiene uno que temer por su propia vida.
Holly le miró con franqueza.
—Creo que ambos tenemos nuestros temores, Mr Bond —extendió una mano con gesto de despedida y añadió—: Buena suerte con sus investigaciones.
—Y usted con su conferencia —deseó Bond, estrechándole la mano—. La veré más tarde.
La expresión de Holly fue escéptica, pero no dijo nada. Se volvió para proseguir su camino por el muelle.
El rostro de Bond mostraba líneas tristes cuando desandó sus pasos para encontrar su góndola. A Trudi tenían que haberla matado porque alguien sabía que había estado con él en el despacho. Probablemente, no se había atentado contra él porque dos «accidentes» en el espacio de pocas horas habrían levantado sospechas, incluso en la plaza fuerte de Drax. Pero aquí, en Venecia, volvía a ser vulnerable. Se había abierto la veda contra James Bond. Alargó el paso y encontró a Franco defendiéndose de una matrona norteamericana que evidentemente se sentía más interesada por su cuerpo que por su góndola.
Bond adoptó un acento inglés excesivamente circunspecto.
—Lo siento muchísimo, pero me temo que he contratado a este hombre para el resto del día.
Los ojos de la mujer le desafiaron desdeñosamente y casi se formó un insulto en sus labios. Se volvió, sin ocultar su desilusión. Bond subió a la góndola.
—¿Has observado algo fuera de lo común, Franco?
—Un hombre con prismáticos ha estado observando la Piazzatta durante largo rato desde los más alto del Campanile. Es que, ¿sabe? —informó mientras comenzaba a remar—, le brillaron a la luz del sol.
Bond miró y asintió con un gesto. Podía ser un turista. Podía tratarse de alguien que informara sobre sus movimientos. Tenía que mantenerse alerta, pero sin caer presa de exagerados temores.
—Llévame al Rialto.
—Sí,
signore
.
Franco apartó la góndola del grupo de postes y la dirigió hacia la iglesia de Santa Maria della Salute y la boca del Gran Canal. Bond se reclinó, cómodamente sentado, y contempló las fachadas de los nobles edificios, el cálido ladrillo rosado y la piedra ennegrecida. El agua lamía ruidosamente los muros y había en el aire un melancólico olor de edad y decadencia. Bond volvió a pensar en Trudi y sintió sobre él un nuevo aguijonazo de amargura y miseria. Estaba metido en un asunto sucio y la gente amable y común con la que se pusiera en contacto corría el riesgo de morir; eso era algo que le preocupaba cada vez más a medida que pasaban los años. Su creciente conciencia de las limitaciones de su propia mortalidad le estaba haciendo sentir mayor compasión por las vidas de otros. Eso era algo que a su debido tiempo podía convertirle en una carga para el servicio, consideró de mala gana.
Franco giró por un estrecho canal que desembocaba en el Grande Hotel Europa e Britannia, y el ruido y murmullo del Gran Canal se transformó en el monótono
slap
,
slap
del agua marrón y embarrada que salpicaba las piedras cubiertas de limo. Los edificios se elevaban a ambos lados como las paredes de un cañón, y Bond volvió la cabeza para contemplar a una enorme rata que le observaba desde la boca de un desagüe. Por allá arriba se produjo el acobardado ruido de unos gritos femeninos, escuchándose después el rechinante sonido de una ventana al ser cerrada con fuerza. Un puente bajo se arqueó sobre ellos y Franco casi se vio obligado a arrodillarse al pasar por debajo. Estaban encerrados por todas partes y la atmósfera era claustrofóbica. Mientras seguía moviendo los ojos cautelosamente, Bond deslizó la mano hacia su cintura y notó el reconfortante contacto de la Walther PPK. Había balcones muy por encima de ellos y, de repente, una maceta pareció temblar en lo alto. Bond se encogió para protegerse, y entonces se dio cuenta de que el movimiento lo había causado un gato que avanzaba por una balaustrada.
Apenas se había relajado cuando apareció una lancha funeraria dirigiéndose hacia el canal que tenían delante de ellos. La lancha era negra y llevaba montado un elaborado ataúd sobre una cabina baja. Las guirnaldas la rodeaban por todas partes. Delante del ataúd, el timonel, vestido de negro y con gafas igualmente negras, controlaba la lancha. La visión era deprimente, incluso en el mejor de los momentos, y en aquel canal oscuro y estrecho parecía doblemente siniestra. Bond sintió que su atención era atraída por el Caronte que iba al timón. Las gafas negras le daban un aspecto inconcebiblemente diabólico. Y el sombrero. Resultaba extraño que el timonel de una lancha funeraria llevara una gorra negra plana. Bond miró a Franco, que se había quitado su sombrero de paja y lo sostenía respetuosamente sobre su pecho. La lancha se encontraba a una docena de metros de distancia. El timonel se agachó sobre el timón. Bond pudo distinguir las sombras de unas figuras en la cabina.
¡Bang!
Con un ruido parecido al salto de la tapa de una caja de sorpresas, la tapa del ataúd saltó en el aire y un hombre se sentó, aferrado a un subfusil. Su primera andanada de disparos alcanzó a Franco en el pecho y lo expulsó de la góndola como enganchado en la punta de una lanza. Bond se tumbó y extendió un brazo. Su dedo chocó contra un botón, que apretó en el momento en que una segunda ráfaga del subfusil destrozaba la madera tras él. Escuchó un ruido chirriante que parecía querer sobreponerse al estrépito metálico del subfusil, y la plataforma de la góndola se deslizó hacia atrás, poniendo al descubierto un motor interior y una caña de timón. En cuanto Bond la agarró, el motor se puso en marcha con un rugido y la proa de la góndola se elevó en el aire.
La embarcación se lanzó hacia adelante en el momento en que una nueva ráfaga de plomo caliente rasgaba el aire sobre la cabeza de Bond. Hubo gritos de rabia y desafío y sonidos de fuertes raspaduras cuando la lancha aumentó la velocidad para lanzarse en su persecución. Bond se encontró amenazado por otra góndola que avanzaba en sentido contrario y dirigió la embarcación por entre el peligroso pasaje entre ella y una pared, antes de salir a un brazo de agua abierto. No había indicación de qué salida tomar, de modo que hizo girar la caña y se lanzó hacia el canal más estrecho que pudo encontrar. Sólo necesitó avanzar unos pocos metros para darse cuenta de que había cometido un error. Por delante de él apareció una alta pared de ladrillo señalando que había penetrado en un callejón sin salida. Tumbado todavía a lo largo, manipuló la caña y pasó bajo un estrecho puente. Pudo escuchar tras él el maníaco chirrido del motor de la lancha. La distancia entre ambas se iba acortando muy rápidamente. Escuchó un sonido, como de alguien pateando una caja de cerillas, y Bond miró hacia atrás para ver que el ataúd y la parte superior de la estructura de la cabina habían quedado destrozados cuando la lancha pasó por debajo del puente. El timonel no abandonó fácilmente. Sabía que si lograba situarse a la altura de Bond, éste estaría tan perdido como un conejo en una trampa.
Ahora, la pared de ladrillo se acercaba con rapidez. Bond apagó el motor y se volvió hacia el lado opuesto, por donde había venido. La proa de la góndola chocó contra la pared. Bond se estremeció, pero sacó la Walther PPK y la sostuvo ante él, con las dos manos. La boca osciló ligeramente entre los dos círculos de cristal oscuro que aparecían sobre una boca abierta por una expresión de triunfo. Bond sabía que tenía que ser… ¡ahora! Un nítido
crac
y la cabeza del timonel desapareció de la vista.
Bond no se detuvo a felicitarse por su buena puntería, sino que saltó a un lado buscando una barra de metal que corría a lo largo de la acera. Su mano se cerró sobre ella y apoyó los pies contra el muro. Saltó hacia arriba y pasó una pierna sobre la barra en el momento en que la lancha se abalanzaba sobre la góndola, destrozándola, y chocaba contra la pared. Se produjo una fuerte explosión y una oleada de calor que le chamuscó la parte posterior del pelo de la cabeza. Bond se tambaleó contra la pared y se sentó, protegiéndose el rostro con el brazo. Tras él, la lancha ardía con un hambriento ruido crepitante que pronto extinguió los débiles gritos procedentes de los restos. Las ventanas se abrieron y la gente empezó a gritar, Apareció una multitud. Bond se encontró entonces de pie junto a la mujer norteamericana que había tratado de obtener los servicios de Franco. Ella le miró, asombrada.