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Authors: Christopher Wood

Tags: #Aventuras, #Policíaco

Moonraker (6 page)

BOOK: Moonraker
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Al principio, Bond tomó un generoso trago de licor, dejando que le mordiera al fondo de la garganta, y después bebió con mayor lentitud. Todavía faltaban diez minutos para que el mayordomo de Drax apareciera. Echó un nuevo vistazo por la habitación y su mirada se vio atraída por el cabezal de la cama. Estaba espléndidamente tallado y la pieza central mostraba a dos tritones en el acto de vencer a un monstruo marino. La boca del monstruo estaba abierta y su cabeza se adelantaba en el relieve, destacándose del resto de la talla. Como incitación a la pasión violenta, la pieza quizás tuviera algo que recomendar, aunque a Bond le pareció más probable que los ocupantes de la cama se sentirían intimidados por la presencia de la bestia a unos sesenta centímetros por encima de sus cabezas. Había algo muy vivo en sus abultados ojos y en sus feroces filas de dientes. Bond recordó su niñez y cómo había puesto a prueba su valor introduciendo sus dedos en la boca abierta de un cocodrilo disecado. En un gesto que era pura nostalgia, se dirigió hacia la cama e introdujo los dedos en la abertura situada entre las dos filas de dientes de madera. Y se sintió sorprendido al notar que se movía algo.

Se le despertó inmediatamente la curiosidad, extrajo una delgada piqueta de metal del forro de una de sus maletas Vuiton, y al cabo de unos pocos minutos de pruebas logró extraer el objeto que había sentido. Se trataba de un micrófono en miniatura sujeto a un cable que parecía extenderse por detrás de la cama. Bond contempló pensativamente el aparato y volvió a dejarlo en el lugar oculto donde estaba. Si había estado encendido habría quedado registrado el sonido de su prueba, y quien estuviera escuchando supondría que el micrófono había sido descubierto. Se preguntó si a Hugo Drax le gustaba escuchar a las personas mientras dormían o si había más razones voyeuristicas que explicaran la presencia del micrófono. Quizás era el acompañamiento de alguna cámara oculta situada en la pared opuesta. Fuera cual fuese la explicación, esto hizo que Bond se sintiera más ávido que nunca de encontrarse frente a frente con su anfitrión.

Hacía ya varios minutos que Bond examinaba el contenido de la habitación, sin encontrar nada, cuando oyó una discreta llamada en la puerta. La abrió, encontrándose frente a un hombre de pelo agrisado con una expresión de conocimiento sin ser pretenciosa, deferente sin ser humilde y digna sin ser patricia. Llevaba pantalones negros, un frac también negro y un chaleco gris oscuro con rayas horizontales. La corbata estaba anudada a mano. Únicamente podía ser el mayordomo de Drax.

—Me llamo Cavendish, señor. Mr Drax le está esperando en su despacho.

Bond asintió con un gesto y siguió al mayordomo por el pasillo. Cavendish le mostró el camino a lo largo del ancho pasillo, bajando después por una escalera distinta pero no menos imponente que aquella por la que Bond había subido. El sonido de alguien interpretando un vals de Chopin flotó en el aire hasta encontrarse con ellos. Bond se preguntó quién sería el pianista. La técnica era casi impecable. Sólo dejaba algo que desear en la cuestión de la expresión. Se percibía una cierta actitud de reserva, una incapacidad para rendirse por completo al liberado espíritu de la música.

Cavendish cruzó un vestíbulo y el sonido de la música se hizo más fuerte. Procedía de la habitación a la que ambos se acercaban y se detuvo dramáticamente un instante antes de que Cavendish abriera la puerta.

—Mr Bond, señor —anunció el mayordomo.

Bond entró en el momento en que una figura con barba se levantaba de su asiento ante un distante piano. La primera impresión que tuvo se relacionaba con el tamaño de la habitación. La palabra despacho le había sugerido algo relativamente pequeño y cómodo. Quizás era un residuo de sus días de escuela, pero había esperado encontrarse a alguien en una habitación pequeña cubierta de libros abiertos y haciendo algún tipo de trabajo. Una habitación que reflejara en algo la minada de asuntos y negocios de un multimillonario. Los únicos libros que había en esta habitación eran los volúmenes con forro de cuero colocados en las estanterías que llegaban hasta el techo. En cuanto a la propia habitación, tenía el tamaño de una pequeña sala de conciertos, pero nada más pequeño habría estado en consonancia con el hombre que ahora avanzaba lentamente por entre los muebles antiguos.

Hugo Drax era un hombre corpulento, con hombros de futbolista norteamericano. Tenía una gran cabeza cuadrada y un pelo de color zanahoria partido por la mitad y cayéndole torpemente sobre cada sien. Su piel era rosada y llena de erupciones, característica particularmente notable alrededor de la zona de su sien y su mejilla derechas que, sin duda alguna, habían sido sometidas a la cirugía estética. La piel aparecía arrugada y brillaba desagradablemente, como si fuera plástico empezando a derretirse. Lo que se podía ver de la oreja derecha, por debajo del mechón de pelo, sugería que había sido gravemente mutilada. El rostro tenía un aspecto desequilibrado porque un ojo aparecía más grande que el otro, y Bond supuso que esto se debía a la contracción de la piel que se había extirpado para arreglar la parte superior e inferior de los párpados.

La boca de Drax era casi invisible detrás de un gran y poblado bigote, y las patillas le caían hasta el nivel de los lóbulos de las orejas. Había mechones irregulares de pelo en las mejillas y todo el aspecto de su cabeza era como el de un objeto situado bajo el agua que hubiera ido acumulando acrecentamientos de algas y vegetación.

En modo alguno se podía considerar como un éxito el trabajo estético realizado sobre el rostro de Drax, y Bond llegó a la conclusión de que la cirugía plástica se le debió haber practicado mucho tiempo atrás. Probablemente, cuando Drax era un hombre joven y, sin duda alguna, antes de que pudiera permitirse pagar el mejor y más exquisito tratamiento del mundo. Quizás las circunstancias de la herida habían impedido todo tratamiento. Drax se encontraba probablemente hacia el final de su quinta década de vida. Era muy probable que hubiese sido herido durante la Segunda Guerra Mundial, en uno de aquellos frentes de batalla donde los hombres tenían mucha suerte si podían recibir atención médica, y mucho menos lograr que se les reconstruyera el rostro. Éste era Hugo Drax. Bond se preguntó inútilmente en qué lado habría estado luchando.

—James Bond —la voz fue un cálido gruñido, con el mínimo vestigio de acento—. Perdóneme el uso inmediato de su nombre, pero su reputación le precede hasta el punto de que ya tengo la impresión de conocerle.

—¿Cómo está?

Bond sintió una mano enorme y franca que se cerraba alrededor de la suya. Pensó en aquella mano interpretando a Chopin y rechazó de una vez para siempre el mito de que los dedos artísticos siempre son largos y sensibles.

—Me siento muy honrado de que su gobierno le haya enviado a usted en una misión tan delicada.

El tono de su voz y un cierto matiz de burla hicieron aumentar la cólera de Bond.

—¿Delicada?

—Disculparse personalmente por la pérdida de mi vehículo espacial.

La palabra «mi» fue subrayada. Drax se volvió perentoriamente hacia un lado, de un modo que era casi una ofensa, dándole la espalda a Bond mientras cogía un par de tenazas de plata y se dirigía hacia una sopera de plata, de la clase en la que Bond habría esperado encontrar riñones en una gran bandeja de desayuno. Algo se agitó en el extremo más lejano de la habitación y dos enormes doberman siguieron la ruta que su amo había tomado, alejándose del piano. Se detuvieron ante Bond y le observaron, como preguntándose qué sabor tendría. Drax abrió la sopera y apartó dos trozos de carne cruda que arrojó frente a los perros. Estos contemplaron la carne y después miraron a Drax, expectantes. Éste se volvió hacia Bond, con una mueca en el rostro que trataba de ser una sonrisa irónica.

—¿Cómo podría haberlo dicho Oscar Wilde? Perder un aparato puede ser considerado como una desgracia. Pero la pérdida de dos parece más bien un descuido.

Chasqueó los dedos y los dos perros se lanzaron sobre la carne y casi inmediatamente se encontraron lamiendo el lugar de la alfombra donde ésta había caído. A Bond casi le resultó alarmante la rapidez con que empezaba a disgustarle Hugo Drax. Había en el gesto con las tenazas una refinada vulgaridad que le ofendía casi tanto como el tono burlón y condescendiente, y con el deseo de impresionar con la cita de Wilde. La voz de Bond sonó acerada al contestar:

—Cualquier disculpa se hará al gobierno norteamericano, Mr Drax… cuando hayamos descubierto por qué no hay ni rastro del Moonraker entre esos restos.

Drax abrió sus enormes manos.

—Su lealtad impone respeto, Mr Bond —dijo, con un tono excesivamente sarcástico.

Bond se propuso reprimirse antes de decir algo que pudiera lamentar más tarde.

—Supongo que debe usted tener sus propias sospechas en cuanto a la desaparición del Moonraker, ¿no es así? Creo que sólo tiene usted que mirar a unos setecientos kilómetros al oeste del lugar de su desaparición. ¡A Rusia, Mr Bond! —la falsa jovialidad había desaparecido en sus ojos distorsionados, haciendo juego con el rubor escarlata de su mejilla—. Gracias a nuestro pusilánime gobierno, les hemos rendido el espacio. ¿Se da usted cuenta de que yo, un individuo privado, soy el responsable de casi el cuarenta por ciento del programa espacial norteamericano? Es escandaloso, ¿no le parece?

—Parece un gesto muy patriótico —observó Bond.

—Realmente, no se trata de patriotismo —confesó Drax con nobleza—. No creo que los países deban estar en situación de ocupar el espacio del mismo modo que en los viejos tiempos podían adquirir nuevos territorios las naciones coloniales. Y eso es lo que los norteamericanos corren el peligro de permitir —sonrió, con su fea sonrisa—. Con su experiencia sobre los británicos, podría uno pensar que sabrían hacerlo mejor.

La expresión de Bond no mostró la menor indicación de sentirse ofendido por la mofa.

—Si el programa espacial norteamericano va retrasado con respecto al ruso, ¿por qué iban a querer robarle el Moonraker?

—Porque los rusos no corren riesgos. Ellos saben lo que estoy haciendo aquí… Saben que soy la única fuerza dinámica capaz de galvanizar a este país respecto a la conciencia sobre su responsabilidad. Quieren ver en qué ando metido. Los rusos no se duermen nunca, Mr Bond. ¡Sólo cuando están muertos!

Bond observó la xenofobia en los ojos de Drax, y escuchó en su voz trazos de antepasados teutónicos al perder el control y dar paso a la pasión. Se preguntó si Drax no habría sido uno de los jóvenes alemanes que lucharon en el frente ruso y salieron de la experiencia con algo más que cicatrices mentales. Eso podía explicar su odio evidente contra los rusos.

La puerta se abrió entonces y de repente hubo una nueva presencia en la habitación: un hombre, pequeño de estatura, pero con la estructura de un gigante con una cabeza pequeña. No se le podía divisar el cuello y su hinchada obesidad parecía haber sometido su carne a tensión tal como para lograr que la piel de su rostro fuera tirante y que sus ojos quedaran reducidos a unas hendiduras como cicatrices que descendían hacia los lóbulos de las orejas. Cruzó la habitación llevando una gran bandeja de plata en la que se había dispuesto un servicio de té georgiano de plata, porcelana de Rockingham y un plato de bocadillos exquisitamente preparados. El contenido de la bandeja y la figura de quien la portaba formaban una combinación incongruente. Bond contempló la diminuta boca del hombre y descubrió que era aún más pequeña que las hendiduras de los ojos. Estos brillaban para demostrar que en alguna parte, por detrás de los pliegues de la piel, Bond estaba siendo sometido al más estrecho y quizás poco lisonjero escrutinio.

—Sobre la mesa, Chang —dijo Drax, indicándole con un movimiento de la mano el lugar donde debía dejar la bandeja. Se volvió hacia Bond y añadió—: Ha llegado usted en un momento propicio. Un momento en el que pago tributo a la única e indiscutible contribución de su país a la civilización occidental —extendió una mano hacia la tetera georgiana y añadió—: El té de media tarde.

Bond sonrió, a pesar de sí mismo. Se le ocurrió pensar que, en el término de una corta conversación, Drax había revelado una suficiente relación de amor-odio con respecto a las cosas como para distinguirle como una de esas personas que se sienten secretamente resentidas por la lotería de su nacimiento. Un golpe de la fortuna que no podía corregirse con ninguna cantidad de dinero. Bond supuso que a Hugo Drax le habría gustado nacer en Inglaterra. Y, como no había nacido allí, llevaba hasta el ridículo aquello que no podía tener. A diferencia de Groucho Marx, quien no deseaba ser miembro de un club en el que hubiera alguien parecido a él, Drax deseaba ser miembro de un club que no podría aceptarle nunca como miembro.

—No soy un gran bebedor de té —confesó Bond.

Los ojos de Drax expresaron lástima.

—Me desilusiona usted. Sin duda alguna, podré conseguir que coma un bocadillo de pepino.

—No, gracias.

Bond levantó una mano en el momento en que Chang le acercaba el plato y, una vez más, vio el brillo de sus hendiduras escuadriñándole. La parte superior de los brazos del hombre tenía el tamaño de los muslos de un hombre ordinario. Era como un luchador de
sumo
. Tenía que ser terrorífica la fuerza destructiva que era capaz de liberar en un momento determinado.

—El Moonraker, ¿se construyó por completo en California?

Drax se tragó de un sólo bocado un pequeño bocadillo de pepino antes de contestar la pregunta de Bond.

—En cuanto a su montaje, sí. Pero no en cuanto a su fabricación. Poseo una serie de empresas subsidiarias en todo el mundo que han fabricado las partes componentes —bebió ruidosamente de una taza de té—. Tal y como he dado a entender, la conquista del espacio representa una inversión en nombre de todo el género humano. En consecuencia, es lógico buscar lo mejor que cada nación tenga que ofrecer.

Bond dirigió la mirada más allá de las ventanas divididas por cruceros. Podía distinguir a los aspirantes a astronautas, que aún continuaban con sus ejercicios. Quizás se tratara de un grupo nuevo.

—¿Se refiere usted a personas o a habilidades, Mr Drax?

Drax pareció sentirse sorprendido por la pregunta.

—¿Por qué? A ambas, Mr Bond —apretó un botón situado en la esquina de una antigua mesa escritorio—. Me he tomado la libertad de organizarle una visita a las instalaciones. Considero aconsejable que vea usted cómo hacemos las cosas.

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