Bond tanteó la abertura del pasillo que había tras él y se ocultó rápidamente en el interior. Todavía se sentía conmocionado por el primer golpe de Chang, pero a cada momento que pasaba se iban aflojando las cadenas que atenazaban sus reflejos. Se movió por la oscuridad del taller, iluminado a medías por los incandescentes crisoles que nunca se extinguían. En el extremo más alejado vio el perfil de una escalera de madera. Corrió hacia ella y chocó contra algo que resonó como si hubiera tocado un gong. Retrocedió, sintiendo un nuevo dolor, rodeó el objeto y se preparó para seguir avanzando.
¡Clic!
Una luz se encendió tras él y se volvió para ver a Chang, que le sonreía triunfalmente. Una mano enorme se extendió y Bond se puso rígido cuando el recelo dio paso al terror. Chang agarraba una de las barras de soplador de cristalero que había sido abandonada en la boca de un crisol incandescente. Salió de allí con la punta al rojo vivo y Chang cortó el aire con ella, como si empujara una espada. La lanzó contra la cabeza de Bond, como una bala trazadora. Fue tal la inesperada velocidad imprimida a la barra que Bond no tuvo tiempo para esconderse. Se escuchó un sonido como de hielo crujiendo y la visión de Bond se fragmentó. Ante sus crepitantes párpados la punta de la barra se volvió roja y adquirió después un rosa furioso. Bond se encontraba tras una hoja de cristal que recibió el impacto pleno de la barra. Su punta quedó detenida a pocos centímetros de su cara. Bond se apartó de la telaraña de cristal resquebrajada y volvió a dirigirse hacia la escalera.
Ahora, Chang lanzó un bramido de rabia frustrada que resultó terrible de escuchar. El pie de Chang estaba en el peldaño inferior de la escalera cuando Bond llegó al primer rellano y pudo sentir cómo la estructura se estremecía tras él en el momento en que el chino se lanzaba a la carga en su persecución. Subió precipitadamente el tramo siguiente y se encontró en un pequeño desván lleno de cajas de embalaje. Algunas estaban abiertas y en ellas brillaban esferas como las que había visto llenar en el laboratorio. Había un sistema de poleas en un rincón, lo que sugería que el desván se utilizaba como almacén. Bond se agachó y escuchó los latidos de su corazón, memorizando las palabras impresas en una de las cajas que había ante él: C. & W. Río de Janeiro. Interesante. Pero quizá fuera un descubrimiento que llegaba demasiado tarde. Cuando Chang llegó al desván, Bond trató de utilizar su arma de muñeca. Lanzó su puño hacia atrás y se produjo un agudo
crac
seguido de una explosión de fragmentos y de una nube de polvo de ladrillo surgido de la pared de enfrente. Mortal, pero poco exacto. Chang se lanzó hacia adelante, pero se detuvo de pronto cuando Bond se deslizó detrás de una de las cajas. Al mirar el contenido de las cajas, la expresión de Chang mostró que sabía muy bien que fuera cual fuese, tenía que ser tratado con respeto.
Bond corrió hacia una pequeña puerta que había en un rincón y volvió a subir un último tramo de escaleras. Su cabeza se elevó por encima del nivel del suelo y se encontró en una habitación atestada de maquinaria antigua e iluminada por un transparente círculo de luz dotado de números romanos. Se dio cuenta de pronto que acaba de salir a la sala de maquinaria del Reloj de la Torre. Estaba detrás de la cara del reloj. Las poleas, ruedas y cadenas que le rodeaban eran partes componentes del reloj. No había forma de salir de aquella cámara, excepto por el mismo sitio por el que había entrado. Allí tenía que quedarse y resistir. Balanceando hacia atrás un haz de cadenas, las soltó lanzándolas contra el rostro de Chang en el instante en que la cabeza del chino apareció por encima del nivel del suelo. El efecto no fue mayor que el de un aguijonazo contra un elefante. Chang rugió de rabia y se abrió paso por entre las cadenas como si se tratara de una cortina de cuentas. Un golpe lateral penetró por entre la guardia de Bond y pareció elevar su cabeza unos cuantos centímetros, separándosela de los hombros. Una vez más, la sensación de paralización le hizo apretar los dientes, inutilizando momentáneamente la parte derecha de su cuerpo. Dejó caer el hombro y lanzó un gancho de izquierda que golpeó a Chang en la parte lateral de la mandíbula. Chang sonrió. No fue la sonrisa involuntaria que expresa un boxeador para demostrar que no se le ha hecho daño. Era una sonrisa que decía: «He recibido tu mejor golpe y no me ha parecido mejor que una palmadita en la mejilla». Bond se retiró hacia la maquinaria y Chang le siguió, con la burlona sonrisa todavía en su rostro. A su alrededor se produjo un sonido chirriante y Bond oyó cómo uno de los relojes cercanos empezaba a dar la hora. Sabía lo que significaba aquel ruido. La maquinaria se preparaba para dar la hora. En cualquier momento, las dos figuras situadas sobre su cabeza empezarían a martillear la campana, tal y como habían hecho durante más de cuatro siglos y medio.
Las hendiduras de los ojos de Chang brillaron en la semipenumbra. En el momento en que la maquinaría se ponía en acción, él extendió sus codos y se preparó para golpear. Un brazo se echó hacia atrás, pero cuando Bond saltó a un lado, esquivándole, se produjo un grito de sorpresa. La manga de la ropa de Chang había quedado enganchada en los dientes giratorios de una rueda. Cuando se volvió para desgarrarla con la mano libre, una segunda rueda se unió a la primera y le aplastó la mano entre sus dientes de metal. Chang luchó por liberarse mientras Bond agarraba una maciza pesa situada al extremo de una cadena y la hacía girar como una maza de combate medieval. El primer golpe se estrelló contra un lado de la cabeza de Chang, y Bond volvió a balancear la pesa mientras las dos figuras comenzaban a entonar su propio y macabro acompañamiento a los gritos y alocados chirridos de la maquinaria.
Con un agonizante grito de dolor, Chang logró liberar su brazo y se volvió para recibir toda la fuerza de la pesa de metal contra su mandíbula. Su mano mutilada se movió en el aire, frente a la cara de Bond, quien retrocedió sintiendo salpicaduras de sangre en su mejilla. Chang se tambaleó, avanzando, tratando desesperadamente de agarrar a Bond, quien retrocedió casi hasta el disco del reloj. Cuando Chang se abalanzó desesperado contra él, Bond se apartó a un lado al tiempo que dejaba caer de nuevo la pesa. La fuerza del golpe alcanzó a Chang en la nuca, lanzándole hacia adelante con los brazos extendidos, haciéndole traspasar el fantasmal círculo de luz del reloj. Se oyó un ruido de astillas y una repentina bocanada de aire nocturno penetró en la cámara cuando Chang desapareció, dejando un destrozado agujero en el disco del reloj.
Allá abajo, el sonido de la orquesta que tocaba en la plaza terminó tan bruscamente como si se hubiera levantado una aguja de un disco. Fue sustituido por un coro de gritos horrorizados. Bond dejó caer la pesa de sus entumecidos dedos y se adelantó un poco para echar un vistazo por la abertura. Chang estaba echado con el rostro hacia abajo sobre una mesa que se había derrumbado bajo su peso. Una mancha oscura se iba extendiendo rápidamente sobre el inmaculado mantel blanco. Bond se escondió con rapidez para evitar que le vieran los rostros asombrados que miraron hacia arriba y empezó a moverse apresuradamente hacia las escaleras. Ya era hora de que siguiese su camino.
Holly Goodhead se acercó al borde de su balcón y se desperezó. En el ancho e iluminado muelle había un grupo de pequeños vapores y transbordadores atracados. Unos pocos marineros y turistas se apresuraban a regresar a sus camas, y directamente debajo un camarero plegaba los parasoles azules sobre las mesas de café. El frío sol del invierno había proporcionado pocos clientes. Ahora, el Canale di San Marco era un punteado resplandor de luces, y en la distancia el Lido se destacaba contra la noche como un brillante rosario de cuentas de rocío sobre una telaraña. Holly llenó sus ojos con una de las vistas más hermosas del mundo y se volvió para entrar en su suite. Su conferencia había sido bien recibida, pero una combinación de tensión, optimismo y alivio le hacía dar la bienvenida al pensamiento de irse a dormir. Estaba extendiendo una mano para encender una lámpara cuando otra mano se cerró sobre la suya. Ella apretó el conmutador y la luz se encendió revelando la presencia de Bond, que la miraba fijamente, con dureza y un gesto decidido en la boca. Iba despeinado y había cardenales en su rostro, a los que a ella le habría gustado añadir alguno más.
—¿Qué diablos hace usted aquí?
La expresión de Bond no se suavizó.
—Convalezco de mis heridas. Su amigo Chang acaba de tratar de matarme.
Holly hinchó las aletas de su nariz e hizo un esfuerzo por acompasar los latidos de su corazón.
—¿Y cree usted que yo he tenido algo que ver con eso?
Bond le soltó la mano despectivamente y se movió por la suite, encendiendo más luces.
—El pensamiento cruzó por mi cabeza —se dirigió hacia un escritorio y cogió una delgada pluma de oro de punta redonda y retráctil—. ¿Qué persigue Drax en ese laboratorio?
—¿Por qué no se lo pregunta usted mismo?
—Tengo intención de hacerlo.
Bond empezó a escribir algo en un cuaderno. Holly se puso una mano en la cadera e hizo un gesto con la otra en el aire, preguntando:
—¿Me está dejando usted su número de teléfono?
—No le veo la gracia —dijo Bond, sonriendo burlonamente. Levantó la pluma ante sus ojos y apretó su base. Una aguja hipodérmica surgió como la lengua de una serpiente—. ¡Ah! Ahora lo comprendo —volvió a apretar y un fino chorro de un líquido incoloro saltó en el aire—. No es algo con lo que quisiera encontrarme esta noche.
Apretó por tercera vez y la aguja se retiró. Bond se guardó la pluma y siguió buscando. Holly le siguió, incómoda.
—¿Por qué no te preparas una copa, James?
Bond sonrió gélidamente.
—Ya veo que al final hemos llegado a tuteamos.
Su mano recorrió los cosméticos que había sobre la mesa de tocador. Cogió un pequeño atomizador de perfume y lo olió. Holly sonrió encantadoramente.
—¿Lo apruebas?
Bond dirigió el atomizador contra el espejo y apretó la tapa. Una lengua de fuego surgió como si de un lanzallamas se tratara, y su imagen quedó destruida. El espejo ennegrecido se partió y el cristal cayó sobre la mesa del tocador. Bond arrugó las aletas de su nariz y, sosteniendo el atomizador entre el pulgar y el índice, volvió a dejarlo sobre la mesa.
—Quizá demasiado potente, ¿no te parece?
Sin detenerse apenas, se dirigió hacia donde estaba el bolso de mano de Holly y vació su contenido sobre el cobertor bordado de la gran cama doble. En su mano apareció una pequeña libreta de notas de cuero con un delgado lápiz sujeto a su dorso. Dirigió el diario hacia un sillón y lo apretó. El «lápiz» se disparó como un dardo para quedar incrustado en el forro.
—No cabe la menor duda de que está cargado con cianuro —dijo Bond, como si estuviera haciendo un inventario.
Cogió un par de gafas de gruesos bordes y examinó la decoración de las pequeñas bisagras. Se podía ver un tubo diminuto apuntando hacia el lugar al que estaría mirando el observador en caso de llevarlas puestas. Bond se puso las gafas. Holly sacudió la cabeza.
—No son peligrosas para ti.
Bond sostuvo una hoja de papel frente a su cara y palpó la parte superior de las gafas como si buscara algo. Se produjo un siseo casi inaudible y un dardo apenas mayor que una espina quedó incrustado en el papel.
—Ahora sí que no son peligrosas, en caso de que las llevaras tú —dijo Bond.
Apretó la parte lateral de una polvera y de ella surgió una hoja con un filo perverso.
—Tienes unos juguetes bastante contundentes.
—Una mujer tiene que saber defenderse en estos tiempos —dijo Holly.
—Conozco ejércitos del Tercer Mundo que no están tan bien equipados —comentó Bond, sonriendo burlonamente.
Abrió un lápiz de labios poniendo al descubierto algo que se parecía sospechosamente a un detonador en miniatura y una carga explosiva. El cilindro de un encendedor Zippo estaba dividido de tal modo que no sólo podía encender cigarrillos, sino también arrojar un chorro de algo contra la cara de un atacante. Bond sacudió la cabeza.
—Apuesto a que les has arrancado los brazos a todas tus muñecas.
—Yo nunca he tenido muñecas —replicó Holly—. Siempre solía estar fuera, en las calles, con un guante de béisbol.
—Querrás decir con un bate de béisbol —dijo Bond.
Apretó una de las asas del bolso y una antena telescópica empezó a deslizarse silenciosamente en el aire. Se escuchó un débil crujido de electricidad estática, mientras que la segunda asa brilló mostrando los números de las frecuencias de radio.
Bond arrojó el bolso sobre la cama, junto a su contenido.
—He visto esta clase de equipo con anterioridad, Holly, y no ha sido construido por los otros —se detuvo un momento, antes de cruzar la habitación para dirigirse hacia un carrito con bebidas—. Fue desarrollado por la CIA. Un viejo amigo mío, Félix Leiter, me ofreció un anticipo a escondidas —Bond se volvió de espaldas para poner unos cubitos de hielo en un vaso y llenarlo de Chivas Regal—. Creo que, probablemente, le conoces —no hubo respuesta por parte de Holly—. Porque se me ocurre pensar que la CIA te puso junto a Drax. ¿Correcto?
Hizo un gesto con la mano hacia el carrito, invitándola. Holly sacudió la cabeza.
—Correcto.
El rostro de ella se suavizó con una sonrisa conciliatoria.
—¿No crees que ha llegado el momento de que unamos nuestros recursos?
Bond estudió la expresión del rostro de Holly por encima del borde de su vaso. Era la primera vez que recordaba haberla visto sonreír de aquel modo. Tan cálidamente. Tan astutamente. Tan insinceramente. Dejó su vaso.
—Eso puede tener sus compensaciones.
Holly se adelantó un paso hacia él, de modo que se puso al alcance de su mano. Su largo batín de seda podía haber estado apretadamente atado sobre su corto salto de cama, pero no lo estaba. Bond la atrajo hacia sí y la besó con suavidad en la esquina de la boca. Aún mantenía una mirada recelosa en sus ojos.
—Crees que trato de ocultar algo, ¿verdad? —preguntó Holly.
—Sí y no —contestó con sequedad, elevando sus cejas y reprimiendo una sonrisa.
Holly contempló cómo sus ojos registraban la habitación, en círculo.
—¿No te parece que ya has hecho bastante de detective por una noche?
Ella se apartó y empezó a guardar el contenido de su bolso. Bond se vio fugazmente la cara magullada en un espejo y sonrió de mala gana.