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Authors: Christopher Wood

Tags: #Aventuras, #Policíaco

Moonraker (4 page)

BOOK: Moonraker
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—No hay supervivientes —dijo Bond.

No era una pregunta. Frederick Gray se volvió y miró a Bond directamente a los ojos.

—No hay Moonraker —dijo.

Q continuó antes de que Bond pudiera decir algo.

—Los expertos de la NASA han examinado cada centímetro de los restos con un fino cepillo de dientes —se detuvo un momento cuando en la pantalla aparecieron más fotografías de metal retorcido—. No hay el menor rastro del vehículo espacial.

Bond apenas si podía creer lo que estaba oyendo.

—¿Sugiere usted que el Moonraker fue secuestrado en pleno vuelo?

—No parece haber otra explicación —dijo M—. El Moonraker estaba en el 747 cuando despegó de California.

—¿No hubo ninguna comunicación por radio antes del choque?

—Ninguna.

—¿Y la tripulación del 747?

—Se han recuperado todos los cuerpos. Probablemente, no será posible llevar a cabo una identificación positiva en todos los casos, pero no hay razón alguna para creer que alguno de ellos estuviera implicado en lo sucedido con el vehículo espacial.

—Parece como si fuera cosa de los rusos —dijo Bond: pensó entonces en la afirmación que había hecho en el despacho de M; no le daban mucho respiro—. ¿Qué mejor lugar para realizar el secuestro? Setecientos kilómetros más y se encuentran sobre el estrecho de Bering, en su propia casa y a salvo.

—Los sistemas norteamericanos de alerta son particularmente sensibles en esa parte del mundo —dijo M—. Y no registraron nada.

—Tienen que haber corrido un riesgo, al volar tan bajo.

—Un riesgo bastante considerable —observó M—. Una nave espacial apenas si está diseñada para sortear icebergs.

—¿Cree usted que hay alguien más implicado, señor? —preguntó Bond.

—Es una posibilidad —contestó M—. Aunque estoy de acuerdo con usted. Debemos considerar a los rusos como los primeros sospechosos.

—Toda esta situación resulta muy embarazosa —dijo Gray con rigidez—. El Moonraker era transportado hasta aquí porque el gobierno de Su Majestad no deseaba permitir que ciertos conocimientos técnicos salieran del país. No creo que el Pentágono se tomara eso muy amablemente. Y ahora ocurre esto. Y para empeorar las cosas resulta que el navegante del 747 era un hombre de la RAF. Todo se une para configurar casi un incidente internacional.

—No pensará que los norteamericanos creen que nosotros tengamos algo que ver con ello, ¿verdad? —preguntó Bond con incredulidad.

Se produjo un terrible silencio.

—No —contestó finalmente Gray—, realmente no lo creo. Pero a veces se dicen cosas a causa de un acaloramiento momentáneo… —se detuvo y realizó un agitado movimiento con las manos como si le resultara demasiado doloroso discutir el tema.

La voz de M sonó entonces con firmeza.

—La cuestión es que los norteamericanos nos consideran parcialmente responsables por la pérdida de su nave espacial. Existe una fuerte presión sobre nosotros para que descubramos lo que ha sucedido —miró profundamente en los imperturbables ojos de Bond—. Y ése va a ser su trabajo.

—Sí, señor —asintió Bond y, volviéndose hacia Q, preguntó—: ¿No han ofrecido ninguna pista los restos del 747?

—Nada. Todavía se están llevando a cabo pruebas de laboratorio, pero dudo de que den algún resultado.

—¿Dónde fue construida esa nave?

—En California. A cargo de la Drax Corporation.

—¿Hugo Drax? ¿El multimillonario? No sabía que estuviera implicado en el programa espacial norteamericano.

—Se trata tanto de una obsesión como de un gesto filantrópico —informó M—. Con la NASA hambrienta de fondos, difícilmente pueden permitirse el lujo de rechazar el dinero que Drax está dispuesto a bombearles. Dispone en California de un complejo que ha sido transformado por completo para fabricar y probar el Moonraker.

—Con la ayuda técnica de la NASA, por supuesto —añadió Gray.

Bond se esforzó por superar su incredulidad. Los fondos que Drax debía tener a su disposición para apoyar el programa espacial norteamericano no podían ser menos que astronómicos.

—Creo que sería interesante que le hiciera una visita a Hugo Drax. Sería una indicación de nuestra preocupación y me daría una oportunidad para echar un vistazo. Puede que logre encontrar así algún hilo.

—De acuerdo —dijo M—. Quiero que se marche inmediatamente. Informaremos a Drax de su llegada y haré una llamada de cortesía a la CIA. No queremos que haya más confusiones inoportunas.

Se volvió hacia Gray para ver si el ministro tenía algo más que añadir. Éste se levantó bruscamente, como ansioso por marcharse.

—Gracias, sir Miles. Desde luego, me mantendrá informado de todo lo que suceda —se volvió hacia Bond con una expresión de «Inglaterra espera…» en su rostro—. Buena suerte, Bond. No necesito repetirle lo importante que es este asunto. No queremos que las relaciones anglo-norteamericanas corran ningún riesgo.

—No, señor.

Bond inclinó respetuosamente la cabeza ante el representante del gobierno de Su Majestad, quien se volvió para encontrarse con que el ujier había aparecido mágicamente con su abrigo. Se le mostró el camino de salida y Bond supuso que la reunión había terminado. Pero una mirada de M le detuvo.

—Hay otra cosa, 007. El departamento Q ha aportado un nuevo… artículo para usted.

La palabra «artículo» fue pronunciada sin el menor entusiasmo o respeto. Bond tuvo la impresión de que M habría preferido decir «artilugio». Como superviviente de una serie de encuentros navales, a M le resultaba difícil tomarse en serio cualquier arma inferior a un cañón de doce pulgadas.

Q se mostró imperturbable a cualquier entonación que M pudiera emplear. Recogió una pequeña caja de su bolsillo y sacó de ella lo que a primera vista parecía una estrecha correa de cuero para un reloj de pulsera.

—Por favor, extienda su brazo, 007.

Bond hizo lo que se le pedía y la correa quedó sujeta alrededor de su muñeca. Al examinarla más de cerca observó que estaba hecha como una especie de cartuchera. Había algunos objetos introducidos en los pequeños agujeros del cuero. Así, por las buenas, no se trataba de algo que a él le hubiera gustado llevar, y miró a Q interrogativamente.

—Dentro de poco lo vamos a fabricar como parte del equipo estándar —informó Q—. Quiero decir estándar para los prefijos doble 0. Se activa mediante los impulsos nerviosos de los músculos de la muñeca —situó a Bond de cara a uno de los paneles de corcho situados al otro lado de la sala—. Extienda su brazo e impulse la muñeca hacia atrás.

Bond hizo lo que se le decía y se produjo un agudo
crac
, como el de una pequeña ramita al romperse. Un pequeño dardo quedó incrustado en el corcho, casi hasta hacerse invisible.

Q extendió la tapa de la caja hacia Bond.

—Hay aquí diez dardos. Cinco de punta azul, con cabezas reforzadas, y cinco de punta roja. Disponen de un recubrimiento de cianuro que produce la muerte en menos de treinta segundos.

Bond contempló su muñeca y sacudió la cabeza.

—Muy novelesco, Q. Realmente tendrá que hacer un esfuerzo si quiere conseguir que estas Navidades los vendan en todas las tiendas.

4. Hugo Drax en casa

Bond bajó del 747 por el pasillo, en el aeropuerto de Los Angeles, con la familiar sensación de irritación, causada por el retraso del vuelo, de que tenía que revivir la mitad de uno de los días de su vida. Pero, al menos, esta vez nadie le había arrojado fuera del aparato, y el bufete frío servido en primera clase fue un cambio bien venido con respecto a la supercalentada comida de plástico, particularmente insoportable, que llevaba fastuosos títulos gastronómicos en francés. Había habido también una botella bien fría de Puligny-Montrachet con el número 1971 impreso sobre su etiqueta húmeda.

«Se ruega a James Bond, pasajero procedente de Londres, que se presente en el mostrador de la British Airways»

Bond escuchó el mensaje emitido por los altavoces y se apartó de la masa de pasajeros que avanzaban como lemmings para comprobar si su equipaje había viajado con ellos en el vuelo. Un hombre joven, con camisa de manga corta y un letrero que decía: «
Soy feliz si tú eres feliz
», estaba esperando tras el mostrador de la British Airways con un bolígrafo preparado para ponerse en acción. Junto al mostrador había una joven de extraordinaria belleza que sólo podía haber sido norteamericana. Sus dos filas de dientes perfectos no sólo eran blancas, sino que reflejaban suficiente luz en los ojos de su poseedora como para aturdir. Los grandes ojos azules aparecían ampliamente abiertos y equilibrados con respecto a la nariz larga y recta, y a la boca cálida y generosa. El pelo rubio, brillante como la seda, ondeaba como si se viera animado por el aura de buena salud que irradiaba de cada uno de los cromosomas de su cuerpo. Del mismo modo que Venus se elevó de Pafos en la isla de Chipre, aquella joven podía haber surgido del mar en Malibú, dirigiéndose a la orilla para ocupar su lugar natural como diosa de las playas de California. Llevaba un uniforme de una sola pieza, de color blanco, que tenía el aspecto de un mono de mecánico y que acentuaba el bronceado de su piel. Desde cierta distancia, Bond no estuvo seguro de si llevaba el uniforme por moda o por obligación. Cuando se acercó más, vio la palabra Drax bordada en uno de los bolsillos, junto a una insignia que aparecía en forma de letra D cruzada por un rayo que servía de sujetador. El interés de Bond aumentó. La joven le miró expectante.

—¿Mr Bond?

Había en su voz un ligero pero discernible matiz de esperanza, que no le pasó desapercibido.

—En efecto.

—Hola. Soy Trudi Parker. Mr Drax me ha enviado para recogerle.

Su actitud era relajada y amistosa. No había en ella nada de aquella formalidad que Bond estaba acostumbrado a recibir cuando acudían a esperarle a los aeropuertos.

—Eso es muy amable por su parte —dijo Bond.

Se dispuso a seguir a los últimos pasajeros de su vuelo, pero Trudi extendió una mano delgada y dijo:

—Si me da sus tarjetas de equipaje haré que se lo envíen. No vamos por ese camino.

El joven que estaba tras el mostrador retorció el bolígrafo entre los dedos y recibió las tarjetas como si se tratara de preciosos regalos. Bond decidió que el nombre de Drax significaba algo importante en aquella parte del mundo.

—Sígame.

Bond hizo lo que se le pedía y ello no le supuso ninguna dificultad. Trudi se movía de un modo muy bonito, elevándose sobre las puntas de los pies como si estuviera a punto de iniciar un baile rutinario a cada paso que daba. Sus hombros eran anchos y bien musculados, con un brazo ligeramente más desarrollado que el otro. Bond supuso que practicaba mucho la natación y que probablemente jugaba al tenis con regularidad. Ella le indicó el camino hacia uno de los pasillos laterales donde no se veía ninguna letra o número de vuelo; descendieron por una rampa y salieron a la brillante luz del sol. A unos pocos centenares de metros de distancia se encontraban los hangares de los aviones comerciales, con la proa dirigida hacia sus correspondientes pasillos laterales, como ovejas ante un enorme comedero. Directamente delante de ellos, en la pista, había un helicóptero de diseño girodino que Bond no reconoció. Estaba orgullosamente pintado en su parte lateral, con las palabras LÍNEAS AÉREAS DRAX y el mismo símbolo que adornaba el uniforme de Trudi.

—¿Es usted mi guía y mentora? —preguntó Bond.

—Soy su piloto.

Bond logró mostrar sorpresa. California no era un buen lugar para ser acusado de sexismo.

—No reconozco el helicóptero.

—No hay razón alguna para que lo reconozca. Se trata del prototipo de un modelo que está desarrollando Mr Drax.

—No sabía que fuera propietario de una línea aérea.

—Tiene muchos intereses en las comunicaciones —informó Trudi con tono casual—. Es propietario de un par de ferrocarriles en América del Sur. Además, posee una compañía naviera en el Japón y un negocio de transporte por carretera. En realidad, no sé ni la mitad de lo que tiene. Creo que eso sólo lo saben Mr Drax y quizás alguno de sus contables —señaló con un gesto hacia otro helicóptero cercano con un piloto de Drax en la cabina—. Él nos seguirá con su equipaje dentro de unos minutos.

—Me siento muy bien atendido —comentó Bond.

—Esa es la idea —dijo ella, haciendo un gesto hacia el helicóptero—. Supongo que ya habrá volado antes en uno de ellos, ¿verdad?

—Bastantes veces —contestó Bond.

—Bueno, entonces no tengo que darle ninguna instrucción.

—¿Quiere decir que vamos a despegar ahora mismo? —preguntó Bond—. ¿Qué me dice de las formalidades de pasaporte? Acabo de llegar de Inglaterra.

—Cuando se es huésped de Mr Drax las cosas se hacen muy informalmente —dijo Trudi, sonriéndole con simpatía—. Mr Drax no invitaría a nadie si no fuera en el mejor interés de los Estados Unidos.

—Parece una ley por sí mismo —comentó Bond.

Trudi subió a la cabina.

—Es un hombre de mucho éxito. Y los norteamericanos respetan el éxito. No sólo eso, sino que confían en él.

Esperó hasta que Bond estuvo situado junto a ella y entonces habló con rapidez por la radio, pidiendo permiso para despegar. Segundos después ascendían y se alejaban hacia el norte. Bond miró a su alrededor, en busca de los signos de la famosa niebla de Los Ángeles causada por la contaminación, y se preguntó si resultaría tan difícil conducir en medio de ella como en la niebla de Londres. Bajo él se extendía una red de largas calles rectas que se cruzaban unas con otras como un enrejado, mientras que las anchas autopistas se curvaban hacia el horizonte. Era todo como la disposición de una gigantesca serpiente.

—¿A qué distancia tenemos que ir? —preguntó Bond.

—A un par de horas. ¿Es la primera vez que visita California?

Bond admiró la relajada habilidad con que Trudi controlaba el helicóptero. Como hombre a quien no había cosa que le gustara más que encontrarse tras el volante de un automóvil rápido, siempre había respondido a una mujer atractiva que sabía cómo manejar una máquina.

—He estado aquí unas cuantas veces —contestó Bond—. Pero conozco mejor la Costa Este.

—Tiene usted aspecto de marfil —dijo Trudi sonriente.

—Lo hace sonar como si no fuera un cumplido —dijo Bond.

—Tampoco quería decirlo como un insulto —Trudi señaló hacia abajo, a través de la cabina—. Eso es Hollywood.

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