—Y ahí está el gran letrero sobre la colina —añadió Bond—. Es una vergüenza que nadie le dé una mano de pintura.
—Estoy segura de que todos se sentirían muy agradecidos de encontrar voluntarios —Trudi aplicó presión a los controles con las yemas de los dedos y el helicóptero cambió de dirección, hacia el nordeste.
Bond sonrió para sí. Le gustaba Trudi. Era una mujer segura de sí misma y tenía sentido del humor. No había en ella el menor signo de pretenciosidad. Y también era una piloto condenadamente buena. No por primera vez, consideró que lo hermoso casi puede llegar a ser una desventaja para una mujer. La mayoría de los hombres creen que las mujeres adquieren la belleza de los dioses a cambio de la inteligencia. Cuando vio a Trudi por primera vez, pensó que debía ser una mujer muy buscada por los anunciantes de pasta de dientes. De haberla encontrado inteligente, con los hombros redondeados y un vestido a la altura de la pantorrilla, habría estado preparado para creer que era una ganadora del premio Nobel.
—San Fernando cae a nuestra izquierda —indicó Trudi. Bond se reprendió a sí mismo. Trudi le estaba absorbiendo demasiado la atención. Era una mujer hermosa, pero no la razón por la que estaba en California.
—Espero que sepa por qué razón estoy aquí —dijo él.
Trudi sacudió la cabeza.
—Ni la menor idea. Tenemos muchos visitantes. Y no estoy enterada de todo lo que ocurre. Sólo soy un humilde piloto al servicio de la Drax Corporation.
—Sin embargo, supongo que se habría enterado del accidente aéreo ocurrido en Alaska, ¿verdad?
—Sí, he oído hablar de eso —contestó Trudi, poniéndose seria—. El 747 que se estrelló con el Moonraker. Iban de camino hacia Inglaterra, ¿no?
—En efecto.
Bond estaba interesado en escuchar de nuevo la versión oficial del accidente. La desaparición del vehículo espacial no había llegado a oídos del público.
—Estoy investigando el accidente.
—De modo que ha estado en Alaska.
—Así es.
—Vaya. Tiene que haberse movido con rapidez.
Bond estudió a la chica con el rabillo del ojo. No había nada en su expresión que confirmara que ella sabía que había estado visitando Alaska.
Ahora, Los Ángeles y sus ciudades satélites habían quedado a la izquierda y el helicóptero volaba a una velocidad impresionante y con toda suavidad sobre una llanura plana como un desierto, con una cadena montañosa en la distancia. Bond calculó que debían encontrarse en el borde exterior del desierto de Mojave. Era una región inhóspita cruzada por largos barrancos y lechos secos de ríos. El suelo tenía un color marrón rojizo, aparecía salpicado de cactos, y el viento caliente del desierto formaba pequeñas tormentas de polvo que arrojaban una fina película contra la cabina visible del aparato. Bond estaba sorprendido por la dirección que iban tomando. Había supuesto que el complejo espacial de Drax estaría situado cerca de su instalación principal en California, en el valle de San Joaquín, al norte de Bakersfield.
—Nos encontramos ahora sobre la propiedad Drax —dijo Trudi, y repitió entonces el viejo clisé del oeste—: Todo lo que pueden abarcar sus ojos es propiedad de Drax.
—Es dueño de mucho, ¿verdad? —preguntó Bond.
Trudi volvió la cabeza y esta vez no hubo humor en sus ojos.
—Aquello de lo que no es dueño, es porque no le interesa —Bond dejó que reinara el silencio entre ellos y contempló los matorrales de salvia alejándose en la llanura. Casi imperceptiblemente la silueta de las distantes montañas comenzó a perfilarse y el desierto dio paso a terrenos de pasto mucho más fértiles en los que pastaba ganado de cuernos largos que apenas si se molestó en elevar sus cabezas al paso del helicóptero sobre ellas. Por delante, la hierba se iba haciendo cada vez más verde, y pudo observarse una desgarbada colección de edificios que parecían como una ciudad pequeña.
—Esto es el complejo principal —dijo Trudi con naturalidad.
Bond miró hacia abajo, impresionado. Había una línea de ferrocarril y una pequeña zona de clasificación, lo que parecía ser una planta de energía de tamaño medio y cinco hangares enormes, uno de los cuales llevaba pintada sobre su techo las palabras Moonraker. Bond pensó entonces en el letrero de Hollywood. Éste era mucho mayor. Junto a los hangares había una pista de aterrizaje y una torre de control y un gran edificio semicircular que Bond supuso debía ser un túnel aerodinámico.
—¿De modo que es aquí donde se fabrica el Moonraker? —preguntó.
—Así es. Talleres, hangares, bloques de diseño y experimentales, centro de pruebas… todo el jaleo.
Trudi había hecho descender el helicóptero con lentitud y Bond pudo ver hombres vestidos con monos manejando carretillas elevadoras en los profundos valles situados entre los hangares. Aparte del letrero del techo no había nada que indicara al visitante que aquel lugar no era una gran factoría oculta en el desierto. Como que, por ejemplo, podía ser una fábrica de municiones.
Bond miró hacia adelante y quedó sorprendido al ver una hilera de altos álamos. Todavía se sorprendió más cuando pudo echar un rápido vistazo a lo que había detrás. Un castillo renacentista francés, apenas más pequeño que el de Chambord, con sus torretas brillando al sol como algo surgido de un cuento de hadas. Bond se negó a creer lo que estaba viendo. Tenía que ser sólo una fachada. Los restos de alguna película hecha en el desierto y olvidada desde hacía tiempo, y que se había dejado en pie debido a su valor como diversión. En cuanto mirara por detrás vería toda una estructura de andamiajes destinados a mantener erecto todo aquello. Pero las piedras parecían bastante reales, así como los formales jardines franceses con sus setos, sus sendas de guijarros y sus ordenados macizos de flores idénticas. Bond se volvió hacia Trudi y vio la divertida expresión de su cara.
—Cada una de las piedras ha sido transportada desde el valle del Loira —explicó.
—¿Por Hugo Drax?
—¿Quién, si no?
Bond volvió a contemplar la majestuosa extensión de la piedra blanca y las ventanas retiradas parpadeando como las filas de escamas del dorso de un pez.
—Magnífico, ¿por qué no compró también la torre Eiffel?
—Quiso hacerlo —replicó Trudi, sonriente—, pero el gobierno francés le negó el permiso de exportación.
Bond la miró con una sonrisa burlona.
—Bueno, supongo que si uno tiene que vivir cerca de su trabajo es mucho mejor hacerlo rodeado de la máxima comodidad.
Dirigió la vista hacia los jardines. Estaban dotados casi con excesiva generosidad de estatuas de mármol de atletas y divinidades, que se elevaban sobre sus bases como si trataran desesperadamente de llamar la atención. Su misma cantidad sugería que eran genuinas y que Hugo Drax era un hombre que nunca se cansaba de tener lo suficiente de las cosas buenas. El helicóptero dobló alrededor de la esquina del edificio y Bond buscó en vano los andamiajes. Un prado se extendía sobre la larga parte frontal del edificio y en él había un grupo de cincuenta hombres y mujeres jóvenes, tumbados de espaldas en cinco hileras de a diez. En el momento en que Bond miró hacia ellos, se levantaron todos a una, elevaron los brazos por encima de sus cabezas y empezaron a girar la parte superior de sus cuerpos alrededor de las caderas. Iban todos vestidos con leotardos negros y a primera vista parecía que allí se estaba desarrollando una clase de ballet como parte de un programa de adelgazamiento. Lo que Bond comprendió de modo evidente e inmediato mientras ellos extendían los brazos hacia arriba y echaban la cabeza hacia atrás, es que formaban el grupo más hermoso de gente que él hubiera visto jamás. Miró a Trudi con aire interrogativo.
—Son los aspirantes a astronautas. Forman parte de un proyecto muy querido para Mr Drax. El Esquema de Entrenamiento de Astronautas de la Drax Corporation.
—Creía que de todo eso se encargaba la Administración Nacional Aeronáutica y del Espacio —dijo Bond.
—Así solía ser, pero Mr Drax ofreció hacerse cargo de la enseñanza si podía quedar abierta a gentes de todo el mundo —se encogió de hombros y añadió—: Ya sabe, como que el espacio pertenece a todo el mundo. Fue una oferta que la NASA difícilmente podía rechazar. Ellos proporcionan buena parte del personal de enseñanza, mientras que la Drax Corporation ha pagado las instalaciones.
Bond volvió la mirada, admirativamente.
—Se parecen más a los finalistas de un concurso de belleza masculino y femenino.
—Mr Drax siguió sus propios métodos para seleccionar a los especímenes físicamente mejores —dijo Trudi, sonriendo.
—Eso ya lo supuse en el aeropuerto —comentó Bond, mirándola apreciativamente.
Los dedos de Trudi se apretaron sobre el manillar de la columna de control.
—Está usted tratando de embaucar a una jovencita, Mr Bond —dijo ella, moviendo el brazo y haciendo que el helicóptero descendiera.
Cuando las hojas del rotor ya casi se habían detenido en su movimiento y el rugido de los motores disminuyó hasta alcanzar el estremecimiento de una segadora, se abrió la cabina y Bond se desató el cinturón y saltó al suelo del pequeño terreno de despegue y aterrizaje donde se habían posado.
—Gracias por el viaje —dijo.
La sonrisa de Trudi desafió la luz del sol.
—Cuando usted quiera —dijo.
Hizo un gesto hacia una escalera de piedra y Bond subió por ella notando en su rostro el cálido aire del desierto. Lo que le rodeaba era tan incongruente que le resultó difícil saber dónde se encontraba exactamente. Era como si, de pronto, hubiera llegado al centro de un sueño y se hubiese alejado de la realidad. Un hombre, vestido con la chaqueta negra y los pantalones grises a rayas de un mayordomo inglés, se adelantó hacia ellos cuando llegaban ya al final de los escalones.
—Las maletas de Mr Bond llegarán dentro de unos minutos, Gilbert —dijo Trudi—. Yo le mostraré su habitación.
—Sí,
miss
.
El hombre era inglés. Hablaba con un ligero acento de los barrios bajos de Londres. Inclinó la cabeza ante Bond a modo de respetuoso saludo y permaneció en la parte superior de la escalera, con las manos cruzadas frente a su cuerpo, escudriñando el cielo como un perro cazador a la espera del primer pato de la temporada.
Trudi indicó el camino a través de la terraza; pasaron junto a unos arbustos enzarzados en cubos de hierro y junto a ventanas francesas que alcanzaban tres veces la estatura de Bond y que aún quedaban tres metros por debajo del techo esculpido del interior. La sala de estar se extendía como una galería de pinturas y en ella había una muestra de mobiliario antiguo, brillando bajo el espesor del pulimento. Bond echó un vistazo a su alrededor pisando las alfombras persas y tratando de comparar lo que le rodeaba con lo que recordaba del castillo de San Simeon, de Randolph Hearst. No lo había visto nunca en sus buenos tiempos, pero las primeras impresiones sugerían que Hugo Drax había hecho progresos en el reino de la excentricidad dorada de veinticuatro kilates. Dos grandes puertas permitían el acceso a un vestíbulo de mármol con más bustos colocados en nichos y alcobas, y una amplia escalera que se dividía en dos bajo una gran pintura al óleo que tenía que haber sido un Rembrandt o una excelente imitación. Bond sintió no tener los conocimientos suficientes para juzgarlo, pero se sentía inclinado hacia la primera posibilidad. Puede que hubiera algo ligeramente vulgar en cuanto la exposición de tanta riqueza, pero en cualquier caso se trataba de una vulgaridad muy genuina.
Trudi se movió graciosamente escaleras arriba y se volvió justo cuando se encontraba bajo la pintura.
—Nosotros vamos por aquí —dijo ella y Bond se permitió elevar una ceja—. Quiero decir que nuestras dos habitaciones están en este ala del edificio. No hay escasez de habitaciones aquí.
—Qué vergüenza.
Bond contempló las armaduras antiguas que se alineaban junto a las paredes, a intervalos de diez pasos. La mayoría eran francesas, con las viseras formando una protuberancia hacia adelante, como crueles picos. El pasillo era ancho y el techo se entrecruzaba con vigas de madera pintadas. El artesonado existente entre medio formaba un intrincado motivo de flores bellamente pintadas. Hasta los paneles emplomados de las ventanas parecían genuinos, con un ocasional diamante amarillo o azul apareciendo entre los delgados trozos de cristal antiguo.
Trudi se detuvo ante una puerta y la abrió.
—Ésta es su habitación. Yo me alojo en la siguiente.
—Muy a mano —dijo Bond—. Lo recordaré si necesito un vaso de agua.
—Me aseguraré entonces de tener bien limpio el vaso donde guardo mi cepillo de dientes —comentó Trudi mirando su reloj y volviendo a ponerse seria—. Informaré a Mr Drax de su llegada, le traerán su equipaje inmediatamente. ¿Estará usted listo dentro de media hora?
—Lo estaré.
—Bien. Cavendish, el mayordomo de Mr Drax, vendrá a avisarle. Hasta luego.
—Así lo espero —dijo Bond.
Miró a Trudi mientras se alejaba por el pasillo, y después entró en la habitación. Estaba dominada por una gran cama con cuatro pilares y un dosel de seda que llevaba un motivo de la flor de lis. Bond se preguntó cuántos reyes y reinas de Francia —y sus amantes— habrían dormido en ella antes de que a él se le concediera el mismo privilegio. El techo era alto y estaba pintado representando una escena celestial llena de cupidos con trompetas, viejos con largas barbas y rollizos, mujeres rosadas que tenían dificultades para ocultar sus partes privadas tras los remolinos insustanciales de material diáfano que habían elegido llevar con preferencia a las ropas.
Se escuchó una discreta llamada a la puerta y entró Gilbert para colocar las gastadas maletas Vuiton de Bond sobre un taburete de roble tallado situado en un extremo de la cama. Bond le dio las gracias y entró en el cuarto de baño que parecía haber sido trasladado completamente de un hotel
de grande classe
de París. Azulejos desde el suelo hasta el techo, una tina profunda con grifos en forma de trompetas doradas y una instalación de ducha Robinson construida como un antiguo lanzallamas. Azulejos blancos y negros en el suelo y más espejos que en el dormitorio de una prostituta; un bidet con un dibujo pictórico de un azul claro que era prácticamente el modelo de un sauce. Una cómoda barra en ángulo, para sostener las toallas, aparecía situada cerca del baño.
Bond se desnudó, tomó una larga ducha fría, seleccionó ropa interior limpia y una nueva camisa Sea Island de una de sus maletas. No sólo sentía el deseo de eliminar todos los restos del viaje desde Inglaterra, sino que también quería llevar a cabo una absolución espiritual. Quería sentirse de nuevo como una máquina bien preparada cuando avanzara para encontrarse bajo el escrutinio de Drax. Se anudó la corbata, sabiendo que le faltaba una parte de su preparación. Deseaba tomar una copa. Un vistazo por la habitación le condujo hacia un pequeño gabinete Louis XV, sostenido por cuatro patas fuertes y cuadradas. Abrió uno de los estantes y encontró lo que andaba buscando. Toda la fachada de la pieza había sido hábilmente transformada en una puerta que se abría para poner al descubierto una nevera bien dotada de todos los licores por los que podría haber sentido aprecio un viajero internacional. Era un acto de vandalismo artístico, y lo mismo se podía haber ocultado allí un aparato de televisión. Bond se alegró de que no hubiera sido así. Le podía provocar una jaqueca el sólo hecho de contemplar la lista de canales de televisión en un periódico norteamericano, o en un catalogo de propaganda, como a él le gustaba denominar tales publicaciones. Bombardeó el fondo de un vaso con cubitos de hielo y vertió una generosa medida de Virginia Gentleman sobre el brillante hielo. Para su dinero, aquél era el mejor bourbon hecho fuera de Kentucky. El extraordinario líquido marrón se agitó seductoramente, y el hielo bailoteó y chocó con el cristal como si estuviera ocupado en alguna especie de celebración particular.