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Authors: Christopher Wood

Tags: #Aventuras, #Policíaco

Moonraker (3 page)

BOOK: Moonraker
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Necesitaba de cada uno de sus gramos de fuerza para mantenerse donde estaba. El copiloto comprendió que Bond se encontraba a su merced y dio un paso hacia atrás para darle el golpe que le arrojaría al vacío. Fue en ese instante cuando el avión penetró en una zona de turbulencia y el suelo se elevó hacia Bond. Se lanzó a un lado mientras el aparato volvía a enderezarse, apoyó con fuerza su hombro derecho contra el borde de la puerta abierta mientras su adversario se lanzaba hacia adelante, y lo único que tuvo que hacer fue dirigirle hacia el espacio abierto que él mismo acababa de abandonar un momento antes. Apenas si hubo tiempo para que el otro lanzara un grito al darse cuenta de lo sucedido y un nudo de temor se formara en su garganta antes de que cayera hacia La Tierra moviendo espasmódicamente brazos y piernas contra el vacío.

Bond siguió agarrado a la puerta abierta y miró hacia abajo, sintiendo que el viento parecía querer arrancarle el pelo de sus raíces. Por debajo de él, el copiloto había logrado dominar su pánico inicial y estaba planeando, con los brazos y las piernas extendidas, en la clásica posición de caída libre. Bond hizo rechinar los dientes y se dispuso a apartarse de la terrorífica succión del aire que amenazaba con arrancarle de su asidero. En ese momento, dos manos poderosas le golpearon en los hombros y le lanzaron al vacío.

En algunas pesadillas existe un momento terrible en el que la víctima se encuentra repentinamente suspendida en el aire, sintiendo que su corazón parece ir a mayor rapidez que el resto de su cuerpo. Para Bond, ésa fue una terrorífica realidad mientras caía hacia La Tierra. Muy por debajo de él había una mancha distante de marrón que podía ser montaña o desierto. No representaba ninguna diferencia para él. Cualquier lugar era bueno como tumba. Bond luchó contra el pánico y obligó a sus brazos y piernas a abrirse para conseguir un poco de estabilidad en el aire. Un encuentro fortuito con el equipo de los Diablos Rojos, de paracaidismo en caída libre, durante un refrescante curso con la brigada paracaidista de Aldershot, apenas si le había preparado para la situación en que se encontraba ahora. Había un millón de kilómetros entre el principio, independientemente de lo bien que éste se explicara, y la realidad. No era precisamente el momento que él hubiera elegido para demostrar lo buen alumno que había sido.

Bond echó la cabeza hacia atrás y se encontró planeando en el aire. Definitivamente, había logrado aminorar su velocidad de descenso. Era como una piedra plana balanceándose de un lado a otro mientras atravesaba el agua. Miró hacia abajo y vio debajo de él al copiloto, que no sospechaba nada. El hombre no había abierto todavía su paracaídas. Bond sintió un aguijonazo de esperanza. ¿Podría maniobrar para acercarse lo suficiente como para agarrarse al hombre por sorpresa? Se protegió los ojos contra el latigazo del viento y trató de recordar la conversación que había tenido en Aldershot. Bajo él se veían con claridad los picos de las montañas. Ladeó su cuerpo y notó cómo empezaba a caer con mayor rapidez, como un Spitfire lanzado al ataque en picado. No sólo le entumecían el frío y la fuerza del viento; a cada segundo esperaba perder el control y encontrarse cayendo y cayendo en picado hasta que la fuerza del impacto le despedazara contra algún pico perdido de la cordillera del Atlas. Plegó los brazos y las piernas y empezó a caer verticalmente, sin el movimiento lateral. Un rápido movimiento de brazos y piernas y se encontró moviéndose hacia adelante. Resultaba posible abrirse paso en el aire, planeando, como si fuera una especie de pájaro herido.

Miró hacia un lado y vio al copiloto a unos cincuenta metros por debajo de él, hacia la derecha. Una de las manos del hombre se elevaba hacia su hombro. Tenía que estar a punto de estirar de la cuerda. Bond extendió todo lo que pudo los brazos y las piernas y se colocó las manos como los alerones de un aeroplano. Se sintió deslizar a través del aire, mientras el copiloto aparecía a su lado. La cabeza del hombre se giró y Bond vio relucir los dientes blancos cuando su boca se abrió llena de asombro. No tuvo tiempo para reaccionar antes de que Bond estuviera sobre él, sintiendo el bulto vital del paracaídas contra su pecho. Eso era lo que quería. Abrazado a los hombros del otro, le lanzó un golpe con el canto plano de la mano y sintió como la fuerza se transmitía a la zona vulnerable situada tras la oreja. El hombre se encogió como un conejo al que se deja sin sentido y no ofreció resistencia mientras Bond luchaba contra la mareante velocidad de su descenso y el cierre de metal que aseguraba el paracaídas. Después de lo que parecieron minutos en lugar de segundos, logró abrirlo y sacó una de las correas de un brazo que apenas si era capaz de ofrecerle resistencia alguna. Introdujo su propio brazo por el lazo y se desprendió del otro, arrastrando consigo el resto del paracaídas. Éste era el momento de última desesperación. Esforzándose con ambas manos para ponerse el paracaídas y ajustar el cierre, le fue imposible mantenerse estable en el espacio. Se sintió girar y girar con el suelo bajo él y el cielo por encima, el espacio convertido en un alocado caleidoscopio mientras el viento le desgarraba las ropas y un dolor de vértigo penetraba en su torturado cerebro como si se lo agitaran con una cuchara al rojo. Y, entonces, el cierre entró en su sitio con un
clic
y sus dedos tiraron de la cuerda. Durante un terrible segundo pareció que no ocurría nada. Después, el paracaídas se abrió con una crepitación, como una vela hinchada para atrapar todo el viento. El descenso en picado de Bond aminoró hasta casi detenerse, y de repente se encontró solo y descendiendo suavemente hacia La Tierra. A su derecha había montañas verdes con una distante impresión de picos cubiertos de nieve. Directamente debajo de él, una polvorienta llanura era dividida por una carretera larga y recta.

Bond se llevó las manos a los hombros, preparándose para dirigir su descenso hacia la carretera. Marrakesh no debía estar muy lejos de allí. Era una lástima que no tuviese tiempo para pasar una noche en la ciudad. Volvió a pensar en su informe médico y sonrió burlonamente. Sin duda alguna, todavía quedaba vida en el viejo perro.

3. Mañana con M y Q

—Hola James, por fin estás aquí.

Había alivio, así como un brillo de bienvenida en los ojos de la secretaría privada de M.

Bond respondió con placer al jarrón de rosas de invierno situado sobre la mesa y a la débil pero extraordinaria fragancia de algún perfume que no pudo localizar. Resultaba agradable estar en casa.

—Mi vuelo fue desviado, Moneypenny. ¿Qué sucede?

No hubo respuesta inmediata, pues la cabeza de miss Moneypenny se inclinó hacia adelante para anunciar su llegada. Después, cerró el conmutador y añadió:

—No lo sé. Va a recibir al ministro de Defensa en cualquier momento. Puedes pasar directamente —y mientras él se dirigía hacia la puerta y el teléfono de la mesa de ella empezaba a sonar, le preguntó—: ¿Sabe el jefe de personal que has vuelto?

Bond se volvió, señalando el teléfono con un gesto de la cabeza.

—Será él, para comunicártelo.

Abrió la puerta, entró y la cerró suavemente tras él. La disposición del despacho no había cambiado. La oscura alfombra verde extendiéndose como un césped artificial hacia la pesada mesa de madera pulida, con M sentado tras ella. Sólo el gran ventilador tropical de dos grandes hojas, ahora quieto en el techo, sobre la mesa, añadía una nota incongruente. Bond se preguntó cuántas veces lo habría necesitado M durante el verano anterior.

M movió una mano impaciente indicándole que tomara asiento en una silla situada frente a la mesa.

—Ha tardado usted un tiempo condenadamente largo en llegar.

Bond se sentó e hizo una rápida descripción de los últimos y recientes acontecimientos. La mandíbula de M se endureció.

—Evidentemente, no le gusta usted a alguien. Se produjo ese asunto en Chamonix antes de su última misión, ¿no fue allí?

—Sí, señor. Creo que en esta ocasión no han sido los rusos. Después del asunto Stromberg
[1]
, creo que me concederán unos meses de respiro.

—Difícilmente podría usted esperar una Orden de Lenin —dijo M secamente—. ¿De quién sospecha?

—De alguien con alguna vieja cuenta que saldar. Hay una serie de candidatos.

—Así es —asintió M—. Confío en que podrá librarse de ellos mientras dure su próxima misión.

—Sí, señor —dijo Bond, elevando las cejas.

—¿Ha tenido algún momento para echar un vistazo a los informes de la estación?

M recogió la pipa del pesado cenicero de cobre.

—No, señor. He venido directamente aquí a través del jefe de personal.

—¿Qué sabe usted del Moonraker?

Bond repasó su índice mental.

—Se trata de un vehículo espacial norteamericano. Capaz de ser lanzado al espacio por medio de cohetes, orbitar alrededor de La Tierra y regresar a la atmósfera para aterrizar como un avión convencional. Lo pueden utilizar como enlace con las estaciones espaciales tripuladas.

—Y los norteamericanos están a punto de introducirlo en la siguiente fase de su programa espacial. ¿Sabía usted que nos enviaban uno para que el departamento Q le echara un vistazo?

—No sabía absolutamente nada de eso —contestó Bond, con una expresión de sorpresa en su rostro.

—Bien —dijo M con una mueca—. Se suponía que no debía usted saberlo. Que nadie lo sabía.

—¿Me permite preguntarle por qué la montaña se acercaba a Mahoma? —inquirió Bond.

—Puede preguntarlo, en estas circunstancias particulares —contestó M introduciendo el suave tabaco en el cuenco de su pipa—. Los chicos de Q han salido con algo que ellos llaman S.H.I.E.L.D. Se trata de un instrumento de identificación espacial por calor y rápida eliminación —la expresión de su rostro registró su desaprobación por el título—. Que me condenen si sé por qué le llaman así. En estos tiempos, todo tiene que llevar un nombre de marca, como un paquete de jabón. En cualquier caso, y como implica su nombre, este sistema, una vez instalado en una nave espacial, se asegurará de que ningún misil pueda acercarse a ella en varios kilómetros sin ser destruido. Al parecer, es infalible y el gobierno se niega a que salgan detalles del país. Los norteamericanos se interesan por él para aplicarlo a su programa espacial, y ésa es la razón por la que han acudido a nosotros —el rostro de M esbozó una mueca—. O más bien… —se detuvo en el momento en que sonaba el teléfono y dejó la pipa, que no había encendido aún, sobre la mesa—. Muy bien. Sí, iremos inmediatamente —colgó el teléfono y se volvió a Bond—. Bien, 007. Podrá usted escuchar el resto en la sala de operaciones.

Rodeó la mesa con lentitud y Bond cruzó el despacho, dirigiéndose hacia la puerta y abriéndola. No por primera vez, se preguntó si existiría algún límite a la diversidad de proyectos que planeaba Q en su departamento central.

M miró rígidamente a miss Moneypenny al pasar junto a su mesa.

—Estaremos en la sala de operaciones. No quiero que se me moleste a menos que se trate de algo crítico.

—Sí, señor.

Ella le sonrió a Bond como si se sintiera agradecida por encontrar a alguien con quien poder intercambiar un gesto de calor humano. A Bond se le había ocurrido a menudo pensar en qué clase de lazo particular de lealtad unía a Moneypenny con M. El ser su secretaría personal no podía ser el trabajo más fácil del mundo. Se rumoreaba que, en cierta ocasión, durante unas Navidades, M le había regalado a Moneypenny una botella de jerez Hervey's Bristol, pero este rumor nunca encontró base alguna sobre la que mantenerse. Lo más probable era que él le hubiera deseado felices fiestas con un grave asentimiento de cabeza que sugería precaución ante cualquier intento de aprovechar el gesto como una oportunidad para la prodigalidad o el permiso. Bond también se preguntaba por qué Moneypenny no se había casado nunca. Era una mujer elegante y seguramente no le habrían faltado pretendientes. Quizás, igual que él, había decidido que se hallaba irrevocablemente unida al Servicio. Quizás entre ellos dos M representaba una rígida figura paternal que exigía todo su respeto y atención.

M caminó delante a lo largo del pasillo y giró a la izquierda, frente al ascensor. Bond sabía que no debía esperar que dijera nada mientras caminaban. Un brusco gesto de saludo a un colega fue el único incidente que se produjo durante todo el trayecto. M se detuvo ante la segunda puerta del pasillo e hizo girar el tirador con brusquedad; la sala de operaciones era como un pequeño cine, con hileras de asientos descendiendo hacia una pantalla. Había un atril y una pizarra en el espacio no ocupado por la pantalla. Los mapas y otros elementos auxiliares se podían bajar como telones y eran controlados desde la cabina de proyección, independiente de la sala principal.

Bond reconoció a los dos hombres que esperaban en la sala. Uno de ellos era Frederick Gray, el ministro de Defensa, quien acababa de ser despojado de su abrigo Cromby por uno de los ujieres que, vigilante, escoltaba a todos los visitantes de la Transworld Consortium desde el momento en que cruzaban el umbral. Estrechó la mano de M sin mucho calor y saludó a Bond con un gesto. Los hombres ya se habían encontrado antes. El segundo hombre que había en la sala era Q. Llevaba un traje de lana que parecía prestado por un cazador después de un día particularmente enérgico de caza del venado. El también hizo un gesto de asentimiento hacia Bond y elevó su brazo como en un violento gesto de saludo.

—Gracias por venir, señor ministro —dijo M—. 007 conoce el fondo de la visita del Moonraker, pero no la causa inmediata de nuestras preocupaciones, le agradecería que acabara de explicársela, Q.

Q asintió y se dirigió rápidamente hacia la tribuna. Los otros tomaron asiento en las últimas filas de la sala. Bond se sentó apartado de M y del ministro, percibiendo el hormigueo de expectación que siempre se producía al principio de un nuevo trabajo. Estaba emocionado, en espera de que las palabras surgieran de la boca de Q.

—El Moonraker era transportado desde California en la parte posterior de un 747. El 747 se estrelló en Alaska.

La expresión de Bond se puso a tono con la gravedad de la noticia.

—¿Accidente?

M ni siquiera giró la cabeza al decir:

—Escuche lo que tiene que decir Q y fórmese su propia opinión.

Q apretó un botón sobre el atril y las luces se oscurecieron. Apretó una segunda vez y apareció una imagen en la pantalla. Mostraba los restos de lo que aparentemente era un desastre aéreo sobre la ladera de una montaña rocosa y cubierta de nieve.

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