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Authors: Mari Jungstedt

Tags: #Intriga, Policíaco

Nadie lo ha visto (2 page)

BOOK: Nadie lo ha visto
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Sintió la frescura de las baldosas bajo sus pies descalzos mientras se movía entre las habitaciones.
Spencer
la acompañaba como una sombra. Se vistió y, para alegría incontrolable del perro, fue hacia la entrada y se calzó las zapatillas deportivas.

El aire de la mañana, frío y liberador, la golpeó al abrir la puerta.

T
omó el camino que bajaba hacia el mar.
Spencer
saltaba a su lado con el rabo tieso y correteaba por la hierba que crecía al lado del camino de guijarros, meando por todas partes. A intervalos regulares, el animal se volvía y la miraba. El labrador, de un negro brillante, era un buen perro guardián y asiduo acompañante de Helena. Helena respiraba profundamente y el frío de la mañana le hacía llorar los ojos.

En cuanto pisó la arena de la playa, se vio envuelta en una niebla gris. Flotaba a su alrededor como una alfombra de algodón de azúcar. El perro desapareció pronto en el silencio, en la suavidad. No se veía ningún horizonte. Lo poco que se podía entrever del agua era de un color gris plomizo y casi del todo en calma. La playa estaba sorprendentemente silenciosa. Sólo una gaviota solitaria graznaba sobre el mar, a lo lejos. Aunque la visibilidad era mala, decidió caminar por la playa hasta llegar al otro extremo y dar la vuelta. «Si sigo la línea del agua no habrá ningún problema», pensó.

La jaqueca empezó a remitir y trató de ordenar sus pensamientos.

La primavera había sido agotadora y muy movida, tanto para ella como para Per, y necesitaban salir y tener un poco de tiempo para ellos solos.

Tras el fracaso de la tarde anterior, no sabía qué pensar.

Creía, pese a todo, que era con Per con quien quería vivir. Estaba segura de que la quería. Ella iba a cumplir los treinta y cinco el mes siguiente y sabía que Per estaba esperando una respuesta. Una decisión. Llevaba mucho tiempo deseando que fijaran la fecha de la boda, que dejara la píldora y tuvieran un hijo. Las veces que habían hecho el amor últimamente solía decirle que deseaba haberla dejado embarazada. Se sentía incómoda cada vez que lo decía.

Al mismo tiempo, nunca se había sentido tan segura en una relación, tan querida. Tal vez una no podía desear mucho más, tal vez había llegado el momento de decidirse. Antes de conocer a Per no le había ido muy bien en sus relaciones amorosas. Nunca había estado enamorada de verdad y tampoco sabía si ahora lo estaba. A lo mejor no era capaz de enamorarse.

Sus pensamientos se vieron interrumpidos porque el perro lanzó un ladrido. Sonó como un ladrido de caza. Como si hubiera descubierto el rastro de un gazapo, uno de los conejillos que tanto abundaban en Gotland.

—¡
Spencer!
¡Ven aquí! —ordenó.

Acudió obediente, corriendo, con el hocico en el suelo. Ella se puso en cuclillas y lo acarició. Intentó ver algo por encima del mar, pero apenas podía distinguirlo ya. En los días despejados se veían desde allí las siluetas de los acantilados de las islas Stora y Lilla Karlsö. Era difícil imaginárselos ahora.

Tembló de frío. Cierto que las primaveras eran frías en Gotland, pero que siguiera haciendo tanto frío ya en junio no era normal. El aire húmedo y helado penetraba a través de las capas de ropa. Llevaba camiseta, sudadera y chaqueta, pero no era suficiente. Se levantó y se apretó con fuerza la chaqueta al cuerpo. Se dio la vuelta y empezó a desandar el camino por el que había ido. «Espero que Per ya se haya despertado y podamos hablar», pensó.

Se sentía mejor después del paseo. Dentro de ella empezaba a abrirse paso la sensación de que aún no estaba todo perdido. Podría llamar hoy a los amigos, pronto todo se habría olvidado y podrían continuar de nuevo como de costumbre. El ataque de celos de Per había pasado. Y la verdad es que fue ella la que empezó a arañarle y pegarle.

Cuando llegó de vuelta hasta el extremo de la playa, la niebla era aún más espesa. Blanco, blanco, blanco. Volviese hacia donde volviese. Reparó en que llevaba un rato sin ver a Spencer. Lo único que podía distinguir con nitidez eran sus zapatillas deportivas medio hundidas en la arena. Lo llamó varias veces. Esperó. No llegó. Era extraño.

Dio unos pasos hacia atrás y se esforzó por ver en medio de la niebla.

—¡
Spencer
! ¡Ven aquí!

No hubo respuesta. Maldito perro… No solía comportarse así.

Algo no iba bien. Se detuvo y escuchó. Todo lo que oyó fue el chapoteo de las olas. Un estremecimiento de desagrado le recorrió la espalda.

De pronto se rompió el silencio. Un ladrido corto, seguido de un gruñido que se extinguió. Era
Spencer
.

¿Qué estaba ocurriendo?

Permaneció inmóvil tratando de contener el miedo que crecía en su pecho. Estaba cercada por la niebla. Era como encontrarse en medio de un vacío silencioso. Gritó en la niebla.

—¡
Spencer
, aquí!

Entonces adivinó un movimiento detrás de ella y presintió que alguien se encontraba muy cerca. Se volvió.

—¿Hay alguien ahí? —preguntó en voz baja.

D
entro de la redacción regional de informativos, en el gran edificio de la televisión pública, reinaba un ambiente distendido. La reunión de la mañana había terminado.

Por todas partes había reporteros sentados con su taza de café al lado. Alguno con el auricular en la oreja, otro mirando fijamente la pantalla de su ordenador, un par de ellos con las cabezas juntas hablando en voz baja. Algún que otro fotógrafo hojeaba sin interés los periódicos de la tarde anterior, convertidos ahora en periódicos de la mañana.

Por todas partes papeles apilados, periódicos esparcidos alrededor, tazas de café a medio beber, teléfonos, ordenadores, faxes, archivadores y carpetas.

En la mesa central, punto neurálgico de la redacción, a aquella hora temprana de la mañana sólo se encontraba el redactor jefe, Max Grenfors.

«La gente aquí no se da cuenta de lo bien que lo tienen —pensaba, mientras tecleaba el orden de emisión del día en el ordenador—. Uno debería poder contar con algo más de entusiasmo y de energía después del puente, en lugar de esta desgana. Los reporteros no sólo no han aportado ideas en la reunión de la mañana de este martes triste, sino que, además, se han quejado del trabajo que tienen que hacer».

Max Grenfors acababa de superar los cincuenta, pero hacía lo que podía. Se teñía con regularidad el cabello, ahora canoso, en una de las mejores peluquerías de la ciudad. Se mantenía en forma con largas y solitarias sesiones en el gimnasio de la empresa. Para el almuerzo, prefería tomar requesón y yogur sentado ante el ordenador, en vez de platos grasientos en el bullicioso comedor del edificio junto a sus compañeros, igual de bulliciosos. Max Grenfors opinaba que a la mayoría de los reporteros les faltaba el entusiasmo y el espíritu emprendedor que él mismo tuvo como reportero, antes de llegar al sillón de redactor.

Como jefe de redacción tenía que decidir el contenido de las emisiones, los reportajes que debían hacerse y su duración. Se entrometía de buena gana en cómo se debían elaborar los reportajes, lo cual provocaba con frecuencia la irritación de los reporteros. Pero eso no le preocupaba, con tal de decir la última palabra.

Puede que fuera el largo y frío invierno, seguido de aquella primavera húmeda y ventosa con un frío que parecía no querer terminar nunca, lo que hacía que el cansancio cayera como una manta mohosa sobre la redacción. El añorado calor del verano parecía aún lejano.

Redactó los titulares de los reportajes que se iban a emitir y los dispuso en el orden de emisión. El trabajo más destacado del día trataba de la catastrófica situación económica que atravesaba el Hospital Universitario de Uppsala, luego la huelga en la cárcel de Österåker, a continuación el tiroteo de la noche anterior en Södertälje y lo de la gata
Elsa
a la que dos chicos de doce años habían salvado de una muerte segura en un contenedor de basuras, en Alby. «Un toque verdaderamente humano —pensó satisfecho, olvidando por un momento su descontento—. Con niños como héroes y animales, algo que siempre gusta al público».

Por el rabillo del ojo advirtió que el presentador del programa acababa de entrar en la redacción. Era la hora de hacer un repaso y de mantener la habitual discusión acerca de qué invitado había que traer al estudio por la tarde. Una discusión que podía acabar en disputa, o en bronca, si uno quería llamarla así.

E
rik Andersson descubrió primero al perro. Erik Andersson, de sesenta y tres años, jubilado por enfermedad y residente en la parroquia de Eksta, en el interior de la isla, se encontraba de visita en casa de su hermana, en Fröjel. Él y su hermana solían dar largos paseos a la orilla del mar, hiciese el tiempo que hiciera, incluso en días de niebla como aquél.

Hoy su hermana había rehusado. Estaba resfriada y tenía una tos bastante molesta, por lo que prefirió quedarse en casa.

Erik estaba decidido a salir de paseo. Después de almorzar juntos, sopa de pescado y pan con arándanos, que él mismo había horneado, se calzó las botas de goma, se puso el anorak y salió.

Sobre los campos y prados que se extendían a ambos lados del estrecho camino de guijarros, el día estaba bastante claro. La niebla de la mañana se había disipado. El aire era cortante y húmedo. Se caló bien la gorra y decidió bajar hasta la playa. El sonido de los guijarros bajo sus pies le era familiar. Las ovejas negras, que pastaban cerca de donde él pasaba levantaban la cabeza del pasto y lo miraban. Abajo, sobre la vieja verja medio podrida del último cantero de bosque, antes de llegar a la playa, había tres cornejas posadas en línea. Alzaron el vuelo al unísono con un ofendido graznido cuando estuvo cerca.

Justo cuando iba a cerrar la herrumbrosa aldabilla tras de sí, su mirada captó algo extraño al borde de la cuneta. Parecían restos de un animal. Se acercó a la cuneta y se inclinó hacia delante para mirar. Era una pata y estaba llena de sangre. Era demasiado grande para que fuese de un conejo. ¿Podría ser de un zorro? No, el pelaje bajo la sangre era negro.

Siguió el rastro de la sangre con la mirada. Un poco más allá vio un perro grande y negro. Yacía de lado y con los ojos abiertos. La cabeza aparecía girada en un ángulo extraño y la piel estaba empapada de sangre. Destacaba el rabo extrañamente peludo y brillante en medio de la carnicería. Cuando se acercó más, vio que había sido degollado; la cabeza estaba casi separada del resto del cuerpo.

Se sintió tan mal que tuvo que sentarse en una piedra. Respiraba con dificultad, tapándose la boca con la mano. El corazón le palpitaba con fuerza. El silencio era espantoso. Al cabo de un rato se incorporó con esfuerzo y echó un vistazo a su alrededor. ¿Qué había ocurrido allí? Erik Andersson se lo preguntaba, cuando la vio. El cuerpo muerto de la mujer yacía medio cubierto de ramas. Estaba desnuda. El cuerpo aparecía lleno de grandes heridas sanguinolentas, como si fueran cortes. Los rizos negros le caían sobre la frente y los labios habían perdido el color. Tenía la boca entreabierta, y cuando tuvo ánimo para acercarse descubrió que se la habían llenado con un trozo de tela.

L
a alarma llegó a la policía de Visby a las 13.02. Treinta y cinco minutos después, dos coches de la policía entraban con las sirenas ululando en el patio de la casa de Svea Johansson, en Fröjel. Pasaron otros cinco minutos antes de que llegaran los de la ambulancia y se hicieran cargo del hombre de edad, que, sentado en una silla en la cocina, se balanceaba adelante y atrás. La dueña de la casa señaló la zona del bosque donde su hermano había hecho el hallazgo.

El comisario de policía judicial, Anders Knutas, y su colega, la inspectora Karin Jacobsson, se dirigieron a paso vivo hacia aquella parte del bosque, seguidos de cerca por el técnico criminalista Erik Sohlman y otros cuatro policías más con perros.

Al lado del camino, antes de llegar a la playa, se encontraba el perro muerto, en la cuneta. Había sido degollado y le faltaba una de las patas delanteras. El suelo alrededor estaba empapado en sangre. Sohlman se agachó sobre el perro.

—Degollado —observó—. Las heridas parecen haber sido causadas por un arma de filo. Probablemente un hacha.

Karin Jacobsson se estremeció. Le gustaban mucho los animales.

Un poco más allá encontraron el cuerpo ultrajado de la mujer. Contemplaron el cadáver en silencio. Todo lo que se oía era el sonido de las olas rompiendo en la playa.

Yacía allí, desnuda, bajo un árbol del bosquecillo. El cuerpo estaba cubierto de sangre; por algunos sitios asomaba la piel, increíblemente blanca. Se podían observar profundas heridas de cortes en el cuello, el pecho y el abdomen. Tenía los ojos abiertos de par en par. Los labios, secos y agrietados. Parecía como si estuviera gritando. Un profundo malestar se apoderó de Knutas, que se agachó para mirar de cerca.

El autor del crimen le había metido entre los labios un trozo de tela a rayas. Parecían unas bragas.

Sin pronunciar palabra, Knutas sacó el teléfono móvil del bolsillo interior y llamó a la Unidad de Medicina Legal del Hospital de Solna. Un forense tenía que volar hasta allí lo antes posible.

E
l primer telegrama de TT, la Agencia Central de Noticias Sueca, salió a las 16.07.

La información era escasa.

VISBY (TT)

«Una mujer ha sido hallada muerta en una playa de la costa oeste de Gotland. Según informaciones de la policía, ha sido asesinada. La policía aún no quiere pronunciarse acerca de cómo murió la víctima. Las carreteras de la zona se encuentran cerradas. Un hombre está siendo interrogado por la policía».

P
asaron dos minutos antes de que Max Grenfors descubriera el telegrama en su pantalla.

Levantó el auricular del teléfono y llamó al oficial de guardia de la policía de Gotland.

No consiguió enterarse de mucho más. El policía le confirmó que una mujer, nacida en 1966, había sido encontrada muerta en la playa de Gustavs perteneciente a la parroquia de Fröjel, en la costa oeste de Gotland. Se había identificado a la mujer, que residía en Estocolmo. El novio estaba siendo interrogado por la policía. Los perros rastreaban la zona. La policía llamaba de puerta en puerta a los vecinos del área en busca de posibles testigos.

Al mismo tiempo sonó el teléfono del reportero Johan Berg. Era uno de los más antiguos de la redacción. Habían pasado ya diez años desde que empezó a trabajar en TV. La casualidad hizo que se convirtiera en reportero de sucesos desde el principio. Su primer día de trabajo se cometió el brutal asesinato de una prostituta en el puerto de Hammarby. Johan era el único reportero que se encontraba en la redacción en aquel momento, así que le asignaron ese trabajo. Su reportaje encabezó la emisión del día, lo cual dio lugar a que luego continuara con los reportajes de sucesos. Seguía pensando que era la sección más apasionante dentro del periodismo.

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