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Authors: Mari Jungstedt

Tags: #Intriga, Policíaco

Nadie lo ha visto (26 page)

BOOK: Nadie lo ha visto
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—Hay una cosa que tengo que enseñaros, la encontré ayer en el desván. Un momento.

Per Bergdal se levantó, para volver enseguida con una caja de cartón. Abrió la tapa y sacó un montón de papeles.

—No sé si esto tendrá ya algún interés para vosotros, pero, en cualquier caso, yo tenía razón en este punto.

Alargó el montón de papeles a Knutas, quien los ojeó. Eran cartas de amor y mensajes. Correos electrónicos dirigidos a Helena Hillerström, que ella había copiado y guardado.

—La caja estaba escondida en el fondo del desván. Dentro de un armario viejo. Por eso no la había encontrado hasta ahora. Mi hermano se ha mudado a una casa grande y quería el armario. Subí sólo a echarle un vistazo, por si había algo en él. Entonces encontré esta caja.

Los correos eran de hacía cuatro años. Fueron escritos durante un período de un mes aproximadamente. Octubre. «Un romance otoñal —pensó Knutas—, y un romance ardiente, a juzgar por las cartas». El remitente era Kristian Nordström.

Así que era cierto. La cuestión era por qué Kristian Nordström se negó rotundamente a reconocer que hubiese habido algo entre Helena y él, a pesar de las veces que se lo habían preguntado en el interrogatorio. Era incomprensible.

Llamó a Kihlgård y le pidió que detuviera inmediatamente a Nordström para interrogarlo de nuevo. Se maldijo a sí mismo por no haberse quedado en Visby. Le habría gustado mucho haberse ocupado personalmente de aquel interrogatorio.

Pero las cosas eran como eran. Ellos se encontraban en Estocolmo, y lo mejor que podían hacer era dedicarse a resolver los temas por los que habían ido allí. Tampoco era seguro que la aventura con Nordström aportase nada a la investigación.

Se llevaron la caja con las cartas.

Después de anotar los nombres y los números telefónicos de las amigas que coincidían con Helena en el gimnasio, se encaminaron al local de Friskis & Svettis. Pese a que hacía un calor de verano y que eran las tres de la tarde, allí dentro reinaba una actividad febril. Se dirigieron a la recepción, amplia y luminosa, cruzando por delante de unos bancos bajo los cuales había innumerables pares de zapatos. A través de una cristalera pudieron ver en el gimnasio a unas treinta personas bronceadas, que daban saltos al ritmo de música latina, dirigidas por una chica atlética, sin pizca de grasa, con unas mallas ajustadas.

Llegaron ante la recepcionista, una mujer rubia de unos cuarenta años, de buen ver, que llevaba una camiseta blanca con el anagrama de la sociedad estampado en el pecho. Knutas se presentó, presentó a sus colegas y pidió hablar con el jefe.

—Soy yo —dijo la rubia.

—Estamos buscando a alguien que pueda darnos información acerca de dos mujeres que frecuentaron este local —le explicó Knutas—. Fueron asesinadas. ¿Conoces personalmente a alguna de ellas? —le preguntó, al tiempo que sacaba un sobre del bolsillo interior de la chaqueta, del cual extrajo dos fotografías.

—Ésta es Helena Hillerström, la primera víctima.

La mujer del mostrador echó una ojeada a la fotografía y negó con la cabeza.

—No, no la conozco. Ya he visto la foto en la prensa. Por aquí pasa tanta gente… También depende de cuándo hiciese ejercicio. Puede que sus horarios no coincidiesen con mi horario de trabajo.

Knutas le mostró la fotografía de Frida Lindh. La expresión de su cara cambió.

—Sí, a ésta la conozco. Frida. Frida Lindh. Vino varios años.

—¿Solía venir aquí sola?

—Sí, creo que sí. Casi siempre.

—¿La conocías bien?

—No; tanto como eso, no. Solíamos hablar a veces, cuando coincidíamos aquí. Nada más.

—¿Sabes si se relacionaba con alguien aquí?

—No, no lo creo. La mayoría de las veces venía sola. Muy de vez en cuando acudía acompañada.

—¿Por un hombre o por una mujer?

—Creo que sólo se trataba de alguna amiga, que yo recuerde.

—Gracias.

D
el resto de los empleados, ninguno aportó nada nuevo. La mayoría conocía a las mujeres asesinadas, pero no recordaba nada especial que contar de ellas.

Una hora más tarde abandonaban el local, con
She bangs
de Ricky Martin zumbándoles en los oídos.

L
a parte de la muralla denominada Nordergravar estaba al otro lado de la carretera, visto desde la escuela, justo en la parte exterior de la zona norte de la muralla
.

Aquel día era viernes y se había ausentado de la clase llamada «la hora divertida», con la excusa de que tenía que ir al dentista, pero se le había olvidado llevar el justificante. Aquello le daba la posibilidad de salir de la escuela antes que los demás. La señorita se lo creyó y le dio permiso para salir de la clase. Le parecía increíble que ella no hubiera notado nada. ¿No sabía lo que los demás le estaban haciendo o hacía como si no lo supiera? No sabía qué pensar
.

Cuando dejó la escuela tras de sí aquel viernes por la tarde, se sintió aliviado. Casi feliz. Faltaba poco para las vacaciones de verano, y entonces la clase se dispersaría. El iba a empezar el ciclo superior en una escuela que estaba al otro lado de la ciudad y con ello se quitaría de encima a quienes lo atormentaban. Pensaba celebrarlo dándose a sí mismo un premio. Había visto un billete de diez coronas caído en el suelo debajo de una cómoda en casa. Se lo apropió. Se compraría unas golosinas. Y no unas golosinas cualesquiera, desde luego. Se dirigió hacia la tienda de golosinas que había en la calle Hästgatan, cerca de la plaza Stora Torget. Era un establecimiento antiguo, con grandes piruletas de caramelo que colgaban en las ventanas. Entrar en él era una de las cosas que más le gustaban. Cuando su hermana y él eran pequeños, solían ir allí con su padre los sábados; ahora apenas lo hacían. Su padre se distanciaba más de ellos cada día, y se había vuelto más callado y más brusco a medida que los hijos crecían
.

El establecimiento le fascinaba y echó a correr por Nordergravar. Eligió aquel camino porque le parecía divertido. Solía imaginarse las batallas medievales entre suecos y daneses, en las que el combate se libraba hasta la última gota de sangre. Mientras corría a su aire, subiendo y bajando entre los montículos, se olvidaba de su horrible vida cotidiana
.

Encontró un palo largo y empezó a blandirlo en el aire. Hacía como si fuera uno de aquellos guerreros que lucharon al lado del monarca sueco contra el danés, Valdemar Atterdag, que conquistó Gotland y convirtió la isla en una provincia de Dinamarca en el siglo XIV. Estaba tan concentrado en su juego que no se fijó en las cuatro figuras que lo estaban observando desde lo alto de uno de los montículos. Dando un alarido todas a un tiempo, bajaron corriendo del montículo y se lanzaron sobre él. No tenía escapatoria. Lo sorprendieron y no pudo decir ni pío
.


Menudo susto, ¿eh, gordinflón? —gritaba la peor de todas, la líder, mientras las otras se reían con malicia y le sujetaban las manos
.


No pensarás mearte otra vez, ¿verdad? No, ya tendremos nosotras cuidado para que no te mojes los pantalones, no se vaya a enfadar mamá. No, no tendrás que hacerlo —se burlaba y, para su horror, lo agarró del cinturón y se lo desabrochó
.

Cuando le empezó a desabrochar los botones del pantalón, se puso histérico. Aquello era casi lo peor que podía pasarle. Trató de zafarse con todas sus fuerzas, dio patadas, gritó. No lo consiguió. Con gesto triunfal, la líder le bajó los pantalones. Sintió vergüenza cuando su vientre y sus piernas quedaron al desnudo. Intentó morder las manos que lo sujetaban
.


Mira, pequeño gordinflón, ya va siendo hora de que empieces a adelgazar, ¿me oyes?

La líder tiró después de los calzoncillos y también los bajó
.


¡Qué pito tan pequeño! —gritó y las demás se reían a carcajadas
.

La humillación quemaba como el fuego y se sintió presa del pánico. Cerró los ojos y gritó con todas sus fuerzas hasta que notó que le metían algo blando en la boca y percibió el olor de sus propios calzoncillos. La líder y una de las odiosas apretaban la prenda dentro de su boca
.


Así te callarás de una puta vez —chilló la líder cerrándole la boca con fuerza para que los calzoncillos permanecieran dentro
.

Creyó que se iba a ahogar. Le faltaba el aire y pataleaba desesperado bajo sus manos. Todo se volvió negro. A lo lejos oyó una de las voces
.


Déjalo ya. Suéltalo. No puede respirar
.

Lo soltaron y oyó cómo desaparecían
.

Permaneció un rato tendido con los ojos cerrados, por si se arrepentían y regresaban. Cuando por fin se atrevió a incorporarse, no sabía cuánto tiempo había estado tirado en aquel hoyo. Los calzoncillos y el pantalón estaban allí al lado. Se vistió rápidamente
.

Cuando metió la mano en el bolsillo de los pantalones, descubrió que el billete de diez coronas había desaparecido
.

L
os padres de Helena Hillerström vivían en una zona residencial para gente acomodada, en Stocksund, al norte de Estocolmo. Karin Jacobsson y Anders Knutas habían decidido desplazarse hasta allí personalmente y hablar con ellos. Hans y Agneta Hillerström estaban en casa y el padre les dijo por teléfono que serían bienvenidos.

Ninguno de los dos había estado antes en Stocksund y admiraron aquellas casas enormes rodeadas de amplios jardines. Pasaron por la bahía de Värtan, con sus aguas resplandecientes. Los vecinos de Danderyd, bien vestidos, daban una vuelta por el paseo marítimo. La casa de los Hillerström, de principios de siglo, se encontraba en una colina y estaba rodeada de un jardín enorme. Vislumbraron parte del edificio a través del seto alto de lilas. Les abrió el padre de Helena. Un hombre alto, desgarbado, con poco pelo, aspecto saludable y muchas arrugas en el rostro bronceado y serio.

—Buenos días —saludó algo formal—. Pasad.

Entraron en el vestíbulo, que tenía un techo de imponente altura. Unas columnas enmarcaban la suntuosa escalera de madera que conducía al piso superior.

Karin suspiró para sus adentros. «¡Qué casa!».

Desde el vestíbulo pudieron vislumbrar parte del salón y varias salitas de estar con grandes ventanales corridos que daban al jardín. Enseguida apareció Agneta Hillerström, también alta y delgada, con el cabello de color gris acero y un corte estilo paje que le sentaba muy bien.

Se sentaron en unos cómodos sofás en el salón. Sobre la mesa había unas tacitas de café y una bandeja con pastas. «Son pastas de coco —constató Knutas metiéndose una en la boca—. Qué curioso, este tipo de pastas, de alguna manera, no encaja en este ambiente. Son las pastas que solíamos hacer los gemelos y yo para el cumpleaños de ellos. A los niños les encantaban…».

—Sabemos que ya habéis hablado con la policía en varias ocasiones, pero quería hablar con vosotros personalmente. Yo dirijo la investigación en Gotland. Por el momento, no tenemos ningún sospechoso, pero en el curso de la investigación han ido apareciendo ciertos datos que quiero discutir con vosotros. ¿Os parece bien?

—Claro —respondieron los dos a la vez, mirándole con curiosidad.

Knutas carraspeó.

—Bueno, sin rodeos: hemos averiguado que vuestra hija mantuvo una relación amorosa con uno de sus profesores en el instituto. Un profesor de gimnasia que se llama Jan Hagman. ¿Conocíais el tema?

Fue el hombre quien contestó, con un tono de voz que parecía resignado:

—Sí, lo sabíamos. Helena nos lo contó pasado un tiempo. Porque se quedó embarazada de ese canalla. Sólo tenía diecisiete años.

A Hans Hillerström se le endureció la expresión; se frotaba las manos.

—¿Embarazada? —repitió Knutas, con las cejas enarcadas—. Eso no lo sabíamos.

—El asunto se silenció. Abortó, claro. Nosotros le prohibimos que volviera a verlo. Hablamos con el director y Hagman tuvo que despedirse. Consiguió trabajo en otra escuela, en algún sitio por Sudret. El tipo estaba casado y tenía dos hijos. El muy cerdo tuvo el valor de llamarnos a casa. Decía que amaba a Helena. Qué degenerado… Le doblaba la edad. Estaba dispuesto a abandonar a su familia y hacerse cargo de Helena y del niño. Lo amenacé de muerte si volvía a intentar ponerse en contacto con ella.

—¿Qué ocurrió con Helena? —intervino Karin.

—Estuvo muy deprimida al principio. Se había enamorado de aquel idiota y se enfureció con nosotros porque no le dejábamos verlo. Creía que no la comprendíamos. El aborto tampoco fue una experiencia agradable. Estuvo triste mucho tiempo después de aquello. Hicimos un viaje a las Antillas para que se alejase de todo. En otoño, de todos modos, empezó el tercer curso. Tuvo altibajos al principio, pero se recuperó bastante rápido. Helena siempre estuvo rodeada de amigos, y seguro que eso fue muy importante —concluyó pensativo.

Siguió una larga pausa. Tanto Knutas como Jacobsson se sentían abrumados; la historia era muy dolorosa. En una de las paredes colgaba un retrato grande de Helena con el marco dorado, una fotografía de cuando terminó el bachillerato. Aparecía sonriente, y el cabello largo y oscuro le enmarcaba el rostro. A Knutas se le partió el alma cuando la miró. Era tremendo que sus días hubieran terminado como lo hicieron. Rompió el silencio.

—¿Cómo era la relación que manteníais con vuestra hija?

—No exenta totalmente de problemas —contestó Hans Hillerström—. Cuando fue adulta, dejó de hablar con nosotros de cosas importantes. Se volvió más cerrada. No con los demás, sólo con nosotros. No entendíamos por qué.

—¿Tratasteis de averiguar a qué se debía?

—No, directamente no. Pensamos que se le pasaría con el tiempo.

—Por lo que sé, seguisteis yendo en verano a vuestra casa de Gotland y aún tenéis familiares en la isla. ¿Sabéis si Helena en alguna ocasión volvió a ver a Jan Hagman?

—No, que nosotros sepamos —contestó Hans—. No volvimos a hablar nunca más del tema.

Entonces, por primera vez, habló la madre:

—Yo intenté hablar con ella varias veces. De cómo se encontraba y de cómo se sentía. Me dijo que lo había superado. Ella misma comprendió que era imposible proseguir aquella relación. En cuanto al niño, me dijo que le parecía acertado del todo lo del aborto. Desde luego, no habría podido hacerse cargo del pequeño. Ni hubiese querido tampoco. Lo veía más como algo malo que tenía que quitarse de encima. Como una enfermedad.

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