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Authors: Mari Jungstedt

Tags: #Intriga, Policíaco

Nadie lo ha visto (28 page)

BOOK: Nadie lo ha visto
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—Estás loco, está demasiado lejos para ir andando —protestó Carolina—. A lo mejor hay alguien allí…

—¡Vamos a comprobarlo!

Tomó a Carolina de la mano y aligeraron el paso sobre las piedras del borde de la playa.

Comprobaron que la caseta estaba abandonada. Parecía que llevaba mucho tiempo sin ser utilizada.

—Perfecto. Vamos a entrar —decidió Petter.

Un candado oxidado era lo único que se lo impedía.

—¿Tienes una horquilla?

—¿Estás seguro?

—Claro, aquí podremos estar tranquilos el tiempo que queramos.

—¿Y si viene alguien?

—¡Bah! Esto está completamente cerrado. Seguro que por aquí no ha venido nadie desde hace años —repuso Petter mientras trabajaba frenéticamente para abrir la cerradura con la horquilla.

Carolina se puso de puntillas e intentó mirar dentro a través de la única ventana que había en la parte de atrás. Una cortina de color azul oscuro protegía de miradas indiscretas. «Esto nos viene de perlas», pensó ella muy animada. La excitación de Petter era contagiosa. Aquello parecía realmente emocionante. Hacer el amor en una vieja caseta de pescadores abandonada…

—Ya está.

La puerta se abrió con un chirrido. Echaron un vistazo. La caseta constaba de un solo cuarto. Había un banco de cocina de madera, una mesa desvencijada y una silla. Las paredes amarilleaban de puro sucias, y estaban frías. Un viejo calendario del supermercado ICA colgaba de un clavo. Olía a humedad y a cerrado.

Encantados, extendieron la cazadora con capucha de Petter en el suelo.

Ya llevaban dormidos unas horas cuando Carolina se despertó porque tenía ganas de hacer pis. Al principio no tenía ni idea de dónde se encontraba. Luego recordó. Sí, claro. La fiesta. La caseta. Se liberó de los brazos del chico y consiguió, no sin dificultades, levantarse. Se sentía mal.

Salió de la caseta dando traspiés y orinó. Después se lavó en el mar claro y frío.

Ahora despertaría a Petter. Se preguntó cómo iban a volver a casa. Estaban lejos, en una zona despoblada. Temblando de frío, volvió a entrar en el chamizo. Petter estaba tendido en el suelo con una manta vieja encima.

Cubría la mesa un hule rojo con manchas secas de café. Había un termo en el suelo. Pese a que el cobertizo parecía en desuso, Carolina tuvo la sensación de que alguien había estado allí recientemente.

Tenía frío después de su rápida ablución. La manta que cubría a Petter parecía ligera. Al mismo tiempo, tenía ganas de acostarse un rato más, para intentar dormir un poco, a ver si se le pasaba el malestar que sentía. Miró a su alrededor buscando algo más con que taparse y se dio cuenta de que el banco tenía una tapa que se podía abrir. La levantó. Allí había un hatillo con ropas o, mejor dicho, varios hatillos.

Sacó uno de aquellos andrajos y lo miró. Era un jersey y tenía grandes manchas de lo que parecía ser sangre seca. Empezó a sacar la ropa con cuidado. Una falda, un top, unos vaqueros también con sangre seca, un sujetador roto, una correa de perro… Empezó a sentirse mareada. Zarandeó a Petter hasta que se despertó.

—¡Mira, mira en el banco! —le apremió.

Petter se levantó muerto de sueño y observó toda aquella ropa.

—¡No me jodas!

Soltó la tapa de golpe, sacó el móvil y llamó a la policía.

LUNES 25 DE JUNIO

G
amla Stan, el barrio antiguo de Estocolmo, tenía un gran parecido con Visby. Este pensamiento siempre asaltaba a Knutas cuando visitaba la capital. Disfrutó del ambiente. Muchos de los bellos edificios con adornos de hierro en las fachadas y esculturas sobre los pórticos eran del siglo XVII, cuando Suecia era una gran potencia en Europa y Estocolmo conoció un gran desarrollo. Las casas estaban muy juntas unas a otras y recordaban lo poblada que estuvo la capital en aquellos tiempos.

Las estrechas calles adoquinadas se bifurcaban desde el centro histórico de la ciudad, la plaza de Stortorget, como los brazos de un calamar. Ahora, Gamla Stan estaba lleno de restaurantes, cafés y tiendas pequeñas que vendían antigüedades, objetos de artesanía y, naturalmente, infinidad de baratijas.

El barrio de Gamla Stan y Visby tenían muchas cosas en común. La influencia alemana fue muy grande en las dos ciudades durante la Edad Media. Los comerciantes germanos habían dominado en ambas por igual y dejaron su impronta en los edificios y los nombres de las calles. También Gamla Stan había estado rodeada por una muralla defensiva, demolida en el siglo XVII para dejar sitio a los muchos grandes edificios que se construyeron entonces. Al otro lado de las vallas que daban a la calle empedrada se podían entrever pequeños oasis verdes y jardines en flor, igual que en Visby.

Anders Knutas y Karin Jacobsson bajaron hasta la calle Österlånggatan. A él le gustaba más que la calle Västerlånggatan, más comercial. A lo largo de Österlånggatan había más galerías de arte, tiendas de artesanía y restaurantes.

Allí estaba también la tienda que vendía la cerámica de Gunilla Olsson. En el escaparate estaban expuestos algunos objetos de cerámica. Una campanilla tintineó cuando abrieron la puerta.

No había clientes. La dueña era una mujer elegante de unos sesenta años.

Knutas se presentó, presentó a su colega y explicó el motivo de su visita.

La señora mostró un gesto de preocupación.

—Es horrible lo del asesinato. Absolutamente incomprensible.

—Sí —asintió Knutas— y en estos momentos lo más importante es cazar al asesino. Estamos siguiendo varias pistas, una de ellas aquí, en Estocolmo. Según tengo entendido, tú vendías la cerámica de Gunilla. ¿Cuánto tiempo llevas vendiéndola?

—Sólo unos meses. Tenía buena salida. Vi sus piezas en una exposición en Gotland este invierno y me gustaron apenas verlas. Tenía talento. Los clientes pensaban lo mismo. Vendía sus piezas casi en cuanto las recibía. Estos cuencos son especialmente apreciados —explicó señalando un cuenco alto y amplio con numerosos agujeritos, que destacaba en su propia estantería.

—¿Te contó Gunilla algo de su vida privada? —preguntó Knutas.

—No. Era bastante reservada. No tuvimos mucho contacto personal. Por lo general hablábamos por teléfono; de la entrega de los pedidos se encargaban otras personas. Gunilla estuvo aquí y vino a saludarme en primavera, y yo visité Gotland y fui a verla hace apenas dos semanas.

—¿Qué hicisteis en esa ocasión?

—Yo me alojaba en un hotel de Visby. Iba a visitar a varios artistas. Me desplacé un día hasta su casa y fue todo muy agradable. Almorzamos juntas y estuvimos viendo su taller.

—¿No notaste entonces nada que te pareciese raro?

—No. Nada en absoluto.

—¿Te comentó algo relativo a amistades nuevas que hubiera hecho, algún novio, quizá?

—No, aunque, bueno, sí pasó un chico por allí. Estábamos comiendo en aquel momento, y se marchó porque no quería molestar cuando ella tenía visita. De todos modos, me saludó amablemente y charlamos un momento, antes de que se fuera.

—¿Recuerdas su nombre?

—Se llamaba Henrik. Lo recuerdo muy bien porque mi hermano se llama así.

—¿Y el apellido?

—Eso no lo dijo.

—¿Parecían amigos íntimos?

—No sé, resultaba difícil saberlo. Apenas entró un momento. Me dio la impresión de que vivía cerca, quizá fuera un vecino.

—¿Cómo lo describirías? —preguntó Knutas.

—Era de la misma edad que Gunilla. Alto y bien parecido. Cabello oscuro y fuerte, con unos ojos especialmente bonitos. Verdes, creo que eran.

«Da gusto con los artistas; qué capacidad de observación tienen», reflexionó Knutas.

—¿Observaste algo más?

—Bien, sí, me pareció que se trataba de un vecino, pero desde luego no era de När, porque hablaba con acento de Estocolmo. Ni el más mínimo acento de Gotland.

Sonó el móvil de Knutas. Al otro extremo, con voz alterada, Kihlgård informaba que unos jóvenes habían encontrado la ropa de las mujeres asesinadas en una caseta de pescadores en Nissevikken.

Knutas concluyó enseguida la conversación y dio las gracias a la mujer. Ya en la calle, comunicó a Karin lo de la ropa.

—Lo mejor será que volvamos cuanto antes —dispuso Knutas—. De todas formas, ya hemos hecho casi todo lo que veníamos a hacer aquí. Se encuentra en Gotland, eso está claro.

Un par de horas más tarde, se hallaban sentados en un avión de vuelta a Visby.

H
abía dormido mal. Emma tuvo la sensación de haberse despertado muy temprano. Echó un vistazo al reloj. Eran las cinco y media.

A su lado estaba Olle, que parecía dormir profundamente. Tenía la boca abierta y cada vez que respiraba lanzaba una bocanada de mal aliento. Se levantó y fue al cuarto de baño. Sentada en la taza mientras orinaba, la imagen de Johan cruzó por su cabeza, pero la desechó al instante. En adelante todo iba a ir bien entre Olle y ella. Abrió el grifo de la ducha y disfrutó del agua que resbalaba sobre su cuerpo. Se envolvió en una toalla de baño y fue a acostarse al lado de Olle. Con la cabeza junto a la de él. «Claro que le quiero —pensó, al tiempo que la sombra de la duda no la dejaba en paz—. Pero si es mi Olle…».

¡Qué harta estaba de sí misma! Tantos titubeos, tanta inseguridad… ¿Por qué no podía decidir de una vez por todas lo que sentía?

Se sentó para contemplarlo. Allí estaba, ignorante de que lo estaba observando. Desnudo e indefenso como un niño. A lo mejor ya no estaba enamorada de él.

Tal vez se hubiese acabado. Sólo pensarlo le daba vértigo. El padre de sus hijos. Pero ¿acaso estar enamorado no era lo más importante de todo? Ella había hecho una promesa de por vida. Amarlo en las penas y en las alegrías. En las alegrías y en las penas. ¿Y si ya no había alegrías?

Recorrió con la mirada la frente y los párpados de Olle. Se preguntaba qué se escondería allí dentro. Qué pensaría él.

Y los niños. Sus dos maravillosos hijos. Como padres, tenían una responsabilidad infinita.

¿Y ella misma? ¿Quién era ella para estar dispuesta a sacrificarlo todo de una manera tan irreflexiva? Que implicaba riesgos de por vida. Era una temeridad. ¿Cómo era capaz? No se trataba sólo de Olle y Emma. Se trataba del futuro de toda la familia. Del futuro de los niños.

Al mismo tiempo, su enamoramiento de Johan hacía que se elevara y descendiese como un barco en alta mar.

Se levantó, fue a la cocina y encendió un cigarrillo, aunque sólo eran las seis y cuarto. Al cuerno lo de no fumar en casa. Ya tendría tiempo de ventilarla antes de que llegasen los niños.

Las cavilaciones se filtraban con cada calada. A lo mejor sólo tenía que esperar. Aceptar su confusión interior. No tenía por qué tomar ninguna decisión ahora. Mejor dejarlo correr por un tiempo. Dejar pasar el tiempo.

Ya no tenía fuerzas para seguir pensando en su caótica vida sentimental.

De pronto sonó su móvil. Lo sacó del bolso y pulsó la tecla de los SMS:

«No puedo dormir. ¿Y tú?/Johan».

Salió fuera, a la escalera, y lo llamó. Contestó inmediatamente.

—¿Sí?

Una llamarada roja de pasión le recorrió el cuerpo, desde la cabeza hasta el estómago, pasando por los brazos, hasta la punta de los dedos.

—Hola, soy yo.

—Hola. Te echo de menos.

—Yo también a ti.

—¿Cuándo nos podemos ver?

—No lo sé. Él está aquí. Hemos hablado. Hoy va a volver con los niños. Están en casa del hermano de Olle, en Burgsvik. Los abuelos también están allí.

—Entonces podremos vernos…

—No sé. ¿Qué quieres decir?

—Si tu marido se va, te quedarás sola. Puedo ir ahí.

—¿Aquí? No, eso no puede ser, como tú comprenderás. No podemos vernos aquí, en nuestra casa.

—Entonces, ¿podrás venir tú aquí?

—No me apetece andar por ahí dando vueltas y con el temor de que alguien me vea.

—Te echo tanto de menos que me muero. Tengo que verte.

A Emma se le ocurrió una idea. Insensata, claro, pero qué demonios.

—Bien, mira, tengo que ir a casa de mis padres en la isla de Farö un día de éstos. No hay nadie. Mis padres están fuera, se han tomado unas largas vacaciones, y les he prometido darme una vuelta por allí. Había pensado llevarme a mi amiga Viveka y quedarnos allí unos días. Me gustaría mucho ir contigo. Me voy a volver loca si sigo en casa. Realmente tengo que largarme. La casa se encuentra justo al lado del mar. Es un lugar precioso.

—¿Y tu amiga?

—No hay ningún problema. Seguro que puede ir más tarde. Hablaré con ella. Bueno, lo cierto es que ya sabe algo de ti.

—¿De verdad? —Sintió calor en las mejillas. No pudo evitar sentirse halagado—. Me parece estupendo, pero no puedo quedarme más de un día. Ahora tengo mucho trabajo, con el último asesinato y demás, pero una noche seguro que puedo ir. Y podré volver al trabajo un poco más tarde mañana. Pero esta tarde no estaré listo antes de las seis.

—No importa. Puedo ir antes.

Emma entró de nuevo en casa. Tenía en el cuerpo la sensación de encontrarse al borde del abismo, mezclada con la expectación y una dosis de mala conciencia.

C
uando Olle se despertó, le sirvió el desayuno en la cama.

—He tomado una decisión —le dijo—. Necesito pensar. Necesito distanciarme. Han pasado tantas cosas últimamente, que estoy bastante confusa. Ya no sé ni lo que quiero.

—Pero si anoche dijiste… —comenzó a decir desilusionado.

—Lo sé, lo sé, pero todavía tengo dudas —se justificó—. De lo nuestro. No sé lo que nos queda. También puede que sólo sea lo de Helena y todas esas muertes. Necesito salir de aquí.

—Lo entiendo —admitió comprensivo—. Sé que ha sido muy duro para ti. ¿Qué piensas hacer?

—Lo primero que haré es irme a la casa de mis padres. De todas formas tenía que ir a dar una vuelta por allí. Me marcho hoy.

—¿Sola?

—No, Viveka ha prometido acompañarme. Ya he hablado con ella —mintió.

Sintió un aguijonazo en el pecho. Otra mentira. Se avergonzaba de la facilidad con que lo hacía.

—Yo había esperado que te vinieras hoy conmigo, claro. ¿Qué voy a decirles a los niños?

—Diles la verdad. Que por unos días me ocuparé de la casa de los abuelos.

—Está bien. Seguro que lo entienden. De todas formas, tendréis mucho tiempo para estar juntos el resto del verano.

Sintió remordimientos al ver lo comprensivo que era.

«Habría sido casi más fácil si se hubiera enfadado», pensó Emma, cuya irritación iba en aumento.

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