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Authors: Mari Jungstedt

Tags: #Intriga, Policíaco

Nadie lo ha visto (30 page)

BOOK: Nadie lo ha visto
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—¿Cómo te pareció que estaba Frida entonces?

—Parecía contenta por una vez. Me contó que empezaba a sentirse a gusto en Gotland. Fue duro para ella al principio. En realidad no quería irse a vivir allí. Lo hizo porque Stefan quería. Fue el colmo, que fuera a encontrarse precisamente con un chico de Gotland. Ella detestaba Gotland, nunca quiso hablar del tiempo en que vivimos allí.

Knutas se quedó estupefacto. Le costaba asimilar lo que acababa de decir aquel hombre al otro lado del teléfono.

—¡Oiga! —se oyó la voz del padre al cabo de unos segundos.

—¿Qué ha dicho, vivieron en Gotland antes? —resopló Knutas.

—Sí, nos mudamos para probar, pero sólo estuvimos unos meses.

—¿Y qué hicieron aquí?

—Yo estaba en el ejército y fui trasladado al regimiento P18. Pero eso fue hace mucho tiempo. En los años setenta. Pusimos en alquiler nuestra casa aquí, en Jakobsberg. Pero no nos sentíamos a gusto. Sobre todo, a Frida le pareció terrible. Faltaba a clase y en casa estaba como cambiada. Era imposible tratar con ella.

—¿Cómo no contó nada de esto en el primer interrogatorio que le hizo la policía? —preguntó Knutas indignado.

No podía controlar su enojo.

—No sé. Estuvimos tan poco tiempo… Y hace tantos años de aquello…

—¿En qué año vivieron en Visby?

—Vamos a ver… Sí, tuvo que ser en la primavera del 78. Llegó en muy mal momento para Frida. Tuvo que cambiar de clase a mitad del último semestre, en sexto. Hicimos la mudanza durante la Semana Santa.

—¿Cuánto tiempo residieron aquí?

—Habíamos pensado quedarnos por lo menos un año, pero mi mujer enfermó de cáncer y quiso volver a casa, a Estocolmo, para estar cerca de sus familiares. Regresamos a Estocolmo a comienzos de verano.

—¿Dónde vivían?

—Esto… ¿Cómo se llamaba la calle? De todos modos, estaba algo alejada de la muralla. Iris… algo. Irisdalsgatan, eso es.

—Entonces, Frida iría a la escuela de Norrbackaskolan, ¿no?

—En efecto, así se llamaba.

T
erminada la conversación, el comisario llamó inmediatamente a Kihlgård a su teléfono móvil. Su colega le hizo saber que en aquel momento estaba disfrutando de unas chuletas de cordero en el restaurante Lindgården.

—Frida Lindh vivió en Visby en su niñez.

—¿Qué me dices?

—Sí, aunque sólo unos meses, cuando estaba en sexto curso. Su padre es militar y estuvo destinado en Visby.

—¿Cuándo fue eso?

—En 1978. En la primavera. Fue a la escuela de Norrbackaskolan y vivían en la calle Irisdalsgatan. Está en la misma zona que la calle Rutegatan, donde vivía Helena Hülerström. Ésta puede ser la pista que necesitamos.

—Casi seguro. Voy para allá.

—Bien.

L
a policía no tardó mucho en averiguar que también Gunilla Olsson había asistido a la misma escuela. Frida Lindh era un año menor que las otras, pero entró en la escuela con seis años. La policía supo enseguida cuál era el común denominador: las tres víctimas del asesino habían ido a la misma clase en sexto.

E
l tiempo parecía que iba a ser como los meteorólogos habían pronosticado. El cielo estaba de un amenazador gris oscuro y por el oeste se acercaba una masa de nubes negras, que parecían presagiar lluvias abundantes. Emma, en la proa del transbordador, contemplaba la isla de Farö, cada vez más cerca. La travesía del estrecho sólo duraba unos minutos, pero quería aspirar la brisa marina y disfrutar de la vista. Farö era uno de sus lugares favoritos. La isla, agreste y solitaria, con sus originales formaciones calcáreas,
raukas
, y sus largas playas de arena, no atraía sólo a Emma. En verano, aquello era un hervidero de turistas. Sus padres tuvieron una suerte enorme al comprar hacía diez años aquella casa de piedra, situada al norte, al lado de la playa de Norsta Auren, que se extendía a lo largo de varios kilómetros. Un pariente de la familia conocía a la dueña, interesada en vender. Pero sólo a alguien de Gotland. Por lo general era gente adinerada de Estocolmo la que adquiría las pocas casas que se ponían a la venta. Muchas personas conocidas se refugiaban en la isla, para tener tranquilidad: actores, artistas y políticos, por no hablar de Ingmar Bergrnan, que vivía allí todo el año.

Sus padres se mudaron desde Visby, sin dudarlo. No se habían arrepentido ni por un segundo.

Se detuvo de camino en el Konsum, para comprar las últimas provisiones. Echó un vistazo a las portadas de los periódicos de la tarde al entrar en el local. En las dos aparecía una fotografía grande de la última asesinada: una mujer de su edad, con el cabello largo y moreno recogido en trenzas. Ahora publicaban también su nombre y una fotografía de ella. Compró los dos periódicos. En el coche les echó un vistazo. Una mujer brutalmente asesinada, igual que las otras. El malestar le revolvió las tripas. Cuando llegase a casa leería los diarios con calma. De camino hacia el norte de Farö condujo a gran velocidad. En el cruce, antes de llegar a Sudersand, giró a la izquierda. Se detuvo al lado de la tahona, donde siempre paraba cuando iba a ver a sus padres. Charló un poco con las chicas que la atendieron. Allí conocía a todo el mundo.

El cielo estaba cada vez más oscuro.

Cuando salió de la carretera, para recorrer el último trecho del camino, muy bacheado, en dirección a la playa, donde se encontraba la casa, descubrió un Saab rojo detrás de ella, con un solo ocupante, el conductor. Vio que había unos prismáticos en el salpicadero. «Seguro que es un ornitólogo», dedujo. El estrecho al lado de la casa de sus padres era un lugar muy frecuentado por los ornitólogos. Cuando aparcó el coche fuera de la casa, vio que el automóvil daba la vuelta y se iba por el mismo camino por donde había llegado. «Bueno, un observador de pájaros sin sentido de la orientación».

A
cababa de cerrar la puerta tras ella cuando empezó a llover. Al dejar las bolsas en el suelo de la entrada, vio el primer relámpago al otro lado de la ventana, luego retumbó el trueno y la lluvia comenzó a repiquetear en el tejado de chapa. Con la tormenta, el interior de la casa estaba casi totalmente a oscuras.

Olía a cerrado; sus padres ya llevaban fuera una semana. Fue a la cocina e intentó con cuidado abrir una ventana, pero con el aire que soplaba le resultó imposible. Depositó las bolsas en la encimera y empezó a llenar los armarios. Hacía falta, porque estaban vacíos. Sus padres habían planeado pasar una larga temporada fuera. Durante tres semanas más viajarían por China e India. Desde que se jubilaron los dos unos años antes, hacían un viaje largo cada año.

Sacó las cosas. Primero iba a colocar toda la comida en la cocina, después pondría sábanas limpias en la cama doble de sus padres. Estaba deseando que llegara Johan, para pasar toda una tarde y una noche con él. Cenar y desayunar juntos.

Los últimos días, su vida sentimental había sido una verdadera montaña rusa. En un momento quería seguir con su vida tranquila al lado de Olle, al siguiente estaba dispuesta a dejarlo todo por Johan. Sin duda estaba enamorada de Johan, pero ¿qué sabía de él en realidad?

Era fácil enamorarse ahora, en verano, y lo de verse a escondidas habría funcionado como un acicate especial. Él no tenía responsabilidades. Vivía solo y no tenía hijos, no debía pensar más que en sí mismo. Para él era fácil, claro. Pero en su caso había una familia en la cual pensar, sobre todo los niños. ¿Estaba dispuesta realmente a desbaratar sus vidas sólo porque se había enamorado de otro? ¿Y cuánto duraría ese amor?

Dejó de pensar. Encendió la radio; oyó un poco de música y luego subió al piso de arriba a poner sábanas limpias. Se sofocó al pensar a lo que iban a entregarse más tarde en la cama. La lluvia golpeaba en las ventanas, pero no pudo evitar abrir una para que entrara algo de aire fresco. Allí arriba era más fácil. La ventana del dormitorio daba al bosque.

Cuando ya estuvo todo en condiciones, preparó café, se sentó a la mesa de la cocina con un cigarrillo y miró afuera.

Había un muro bajo de piedra alrededor de la casa. Por encima de él podía ver directamente la superficie del mar, que se agitaba con el viento. Allí la playa era estrecha, para ensancharse más y más conforme uno se alejaba. En el extremo, donde más ancha era, mucha gente se bañaba desnuda. ¿Cuántas veces no se habría metido ella desnuda en el mar, tras correr directamente hasta al agua gritando de felicidad? Acallando el estruendo de las olas.

«Mañana por la mañana, quizá podarnos bañarnos desnudos —pensó—. Antes de que Johan se vaya al trabajo. Si ya no hay tormenta».

Viveka le había prometido ir a comer al día siguiente. Emma no quería quedarse sola.

Se levantó y dio una vuelta a la casa. Hacía tiempo que no visitaba a sus padres. La relación no era muy buena. Siempre había habido una distancia entre ellos, desde pequeña. Siempre había sentido que debía hacer algo para que estuviesen contentos con ella. Y lo estuvieron muchas veces. Cuando hacía un dibujo bonito, había sacado buena nota en un examen o lo había hecho bien en alguna actuación de gimnasia. Pero la distancia no se acortó con los años y ya era imposible superarla. Era difícil relacionarse de manera natural. Con frecuencia sentía remordimientos porque no los llamaba ni los visitaba lo suficiente. Al mismo tiempo, pensaba que ellos, que estaban jubilados y, en su opinión, disponían de mucho tiempo, deberían mostrar más interés en visitar a su hija. Echarle una mano con los niños. Llevárselos de excursión alguna vez, o a Pippiland, que a los peques les encantaba. En definitiva, el tipo de cosas para las que su marido y ella apenas tenían tiempo. Cuando por fin iban a visitarlos, se sentaban en el sofá como si se hubieran quedado pegados, esperando a que les sirvieran. Por otra parte, comentaban a menudo el desorden que Olle y ella tenían o que a los niños había que cortarles el pelo. Era agotador, pero no veía el modo de cambiar las cosas. Sus padres encajaban mal las críticas, y cuando en alguna ocasión se había atrevido a reprocharles algo, se habían defendido. Sus observaciones siempre terminaban con su padre enfadado.

E
l cuarto de estar tenía el aspecto de siempre. El sofá de flores y la mesa antigua, comprada en alguna de las innumerables subastas a las que sus padres acudían. La chimenea parecía no haberse usado desde hacía tiempo. Estaba admirablemente limpia. Observó con satisfacción que había leña en el cesto al lado de la chimenea.

La escalera de madera que conducía al piso superior crujía. Entró en la habitación de los invitados, que tanto ella como su hermana Julia tenían por suya. Allí dormían siempre cuando iban a visitar a sus padres, en medio de las cosas que habían dejado cuando se fueron de casa.

Se sentó en la cama. En el cuarto olía aún más a cerrado y las pelusas de polvo se arremolinaban en los rincones.

La estantería que cubría una de las paredes estaba repleta de libros. Pasó la mirada por los lomos:
Nancy Drew, Los Cinco, Barn 312
, los libros de caballos de
Bruta y Silver, Kulla-Gulla
y los viejos libros de mamá cuando era niña. Tomó uno de la estantería y sonrió al ver el estilo y la cubierta. Decorada con el dibujo de una mujer joven y esbelta, con los labios rojos y un pañuelo, dispuesta a subirse a un coche deportivo con un hombre moreno, tipo Ken, al volante.
Kärlek med förhinder (Amor con impedimentos)
era el apasionante título.

Aquel título encajaba con ella, se dijo con amargura.

Encontró un montón de revistas muy manoseadas de
Starlet och Mitt Livs Novell
. Sonrió para sus adentros al recordar con qué pasión su hermana y ella las leían, para luego debatir acerca del destino conmovedor al cual se enfrentaban aquellas chicas jóvenes. En otro estante había un montón de antiguos álbumes de fotos. Estuvo largo rato mirando absorta las fotos de su infancia y adolescencia. Fiestas de cumpleaños, campamentos de equitación, fiestas de fin de curso. Con sus amigos en la playa, una fiesta con barbacoa una tarde de verano, y con su padre, su madre y Julia en el parque de atracciones de Grona Lund, en Estocolmo. En muchas de las fotografías aparecía también Helena.

Allí estaban ellas: dos niñas escuálidas de once años en la playa; con trece, en una fiesta de la clase con los ojos demasiado pintados, y en el coro, colocadas con mucho esmero. Chicas alegres a quienes gustaban los caballos, en la escuela de equitación; vestidas de blanco el día de la confirmación, y como resplandecientes señoritas, con sus vestidos largos, en el baile de graduación.

Se fijó en un montón de viejas revistas escolares, con las fotos de las clases. Sacó una de ellas y buscó su clase y la de Helena.

Clase 6 A, se leía en la parte superior. Después de la foto de la escuela, la del director y la de la maestra, aparecían las fotografías de sus compañeros de clase, cada una de ellas con el nombre debajo. «¡Qué pequeños éramos!», pensó. Algunos con mejillas infantiles, redondas y sonrosadas. Otros, pálidos y con cara de aburrimiento. En algunos ya se apreciaban las huellas de un incipiente rostro adolescente; de las chicas, las había maquilladas, y en el labio superior de algún chico ya asomaba el bozo. Se vio a sí misma, a un lado en la fila de abajo, puesto que de soltera se apellidaba Östberg. Y allí estaba Helena. Guapa, con el pelo oscuro y largo que le tapaba la mitad de la cara. Miraba muy seria a la cámara.

Siguió con el índice las fotografías, una tras otra. Ewa Ahlberg, Fredrik Andersson, Gunilla Broström. Detuvo el dedo ante la fotografía de aquella chica rubia, con un pañuelo al cuello y que miraba de reojo al fotógrafo por debajo del flequillo.

Gunilla Broström. Acababa de ver aquella cara en una persona adulta. Era ella, la del periódico. La misma Gunilla asesinada. Emma bajó corriendo a la cocina en busca de los periódicos. Claro que era ella. Entonces tenía el cabello rubio, pero la cara era la misma. No se había vuelto a acordar de Gunilla; la verdad es que no fueron muy buenas amigas.

Así que tanto Gunilla como Helena se habían topado con el mismo asesino.

Al instante tuvo claro lo que había en común entre ellas, y fue como si alguien le hubiera asestado un mazazo en la cabeza.

«Anni… ¿Dónde está Anni-Frid? Claro, tiene que ser Frida…». No podía ser verdad. Recorrió las fotografías con la vista… ¿Por qué no estaba Anni? «Ah, sí, claro, no llegó hasta la primavera. Desde Estocolmo. Después volvieron allí de nuevo. La llamábamos Anni, aunque se llamaba Anni-Frid —recordó—. Ha de ser la misma persona, sin duda».

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