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Authors: Mari Jungstedt

Tags: #Intriga, Policíaco

Nadie lo ha visto (27 page)

BOOK: Nadie lo ha visto
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Le temblaban los labios.

—¿Cómo era la relación de Helena y Per? —preguntó Karin.

—Era buena. Llevaban juntos bastantes años y yo tenía la impresión de que estaba profundamente enamorado de ella. Que fuera sospechoso del asesinato al principio fue muy duro para nosotros. Creo que Helena lo era todo para él. Se habrían casado, seguro…, si no hubiera ocurrido esto —dijo la madre con voz ahogada.

—¿Sabéis si alguna vez, durante el tiempo que estuvo con Per, tuvo alguna otra relación? ¿Si pasaron alguna crisis en algún momento? Al fin y al cabo, estuvieron muchos años juntos.

—No, no sé nada de eso. Siempre decían que les iba muy bien, cuando se lo preguntábamos. ¿No es cierto?

Agneta Hillerström miró a su marido como interrogándole.

—Sí, no oí nunca que tuvieran ningún problema —confirmó él.

—Hemos comprobado algunas coincidencias entre la segunda víctima, Frida Lindh, y Helena. Entre otras, que las dos acudían a los locales de Friskis & Svettis en Hornstull. ¿Habéis oído hablar de alguna persona a la que conociera allí?

Ambos negaron con la cabeza.

—¿Por qué no habéis mencionado antes la historia con Jan Hagman? —preguntó Knutas.

—No creíamos que tuviera importancia —contestó el padre—. Fue hace tanto tiempo… ¿Creéis que Hagman puede ser el asesino de Helena?

—No podemos descartar nada. Y cuanto tenga que ver con Helena es de sumo interés para la policía. ¿Hay algo más del pasado de Helena que no hayáis contado?

—No —negó Hans Hillerström—. No creo.

—¿Y algo más reciente, tampoco?

—No.

El comisario se preguntaba cómo diantres se habrían realizado los interrogatorios anteriores del matrimonio Hillerström. ¿Cómo era posible que nada de aquello se hubiera sabido desde el principio? Decidió discutirlo más tarde con Karin. «Como todos los interrogatorios hayan sido así de incompletos, nos veremos obligados a repetirlos uno por uno», se dijo irritado.

Le rugía el estómago. Era hora de marcharse.

—Bueno, pues es todo por ahora. ¿Conservaba aún Helena su dormitorio aquí en la casa?

—Sí, en el piso de arriba.

—¿Podemos echarle un vistazo?

—Sí, claro. La policía ya lo ha inspeccionado, pero por supuesto, podéis verlo si queréis.

Hans Hillerström los guió por la soberbia escalera. El piso superior tenía los techos tan altos como el de abajo. Cruzaron un distribuidor amplio y luminoso, después una sala de estar desde donde Knutas atisbó un balcón, y fuera, el destello del mar. Había chimeneas por todas partes.

El dormitorio de Helena era espacioso; con ventanas altas que daban al jardín. Se notaba que hacía tiempo que no se utilizaba. Había una cama antigua de madera de cabezal alto colocada en un rincón; al lado, una mesita de noche. Junto a una de las ventanas había un escritorio, tipo secreter, un sillón giratorio antiguo y algunas estanterías con libros.

Han Hillerström les dejó trabajar tranquilos y cerró la puerta. Revisaron los cajones, las estanterías y los armarios sin encontrar nada de interés. De pronto, Karin silbó. Detrás de una fotografía de la casa de veraneo de Gotland, el papel estaba despegado. Al separarlo, apareció otra fotografía.

—Mira esto.

En ella se veía a un hombre en un barco de gran calado, un transbordador de pasajeros. Probablemente el transbordador de Gotland.

Estaba en cubierta, con el viento alborotándole el pelo y el cielo azul a sus espaldas. Sonreía feliz al fotógrafo, con una mano metida en el bolsillo del pantalón. Era Jan Hagman, casi veinte años más joven y con otros tantos kilos menos que la última vez que lo vieron.

—Mira —dijo Karin—. Sólo alguien que se acaba de enamorar puede mostrar una cara de entusiasmo tan ridícula. Seguro que fue Helena quien tomó la foto.

—Nos quedaremos con ella —decidió Knutas—. Venga, vámonos.

Fue un alivio abandonar aquella casa deprimente y salir al verdor del pleno verano. Los jardines ofrecían un espectáculo magnífico, algunos niños jugaban en la calle, fuera de la casa, y en un jardín, algo más allá, estaban preparando una barbacoa.

—La historia con Hagman hay que investigarla con más detenimiento. Tendremos que comprobar de nuevo su coartada. No ha dicho ni media palabra del aborto. ¿Por qué se lo calló? Aunque, ¿por qué iba a querer matar a Helena? La quería, según parece. ¿Y por qué tantos años después? ¿Habrá tenido un acceso de celos? ¿La veía con su nuevo novio y se volvió loco?

—Parece inverosímil —admitió Karin—. Y ya han pasado casi veinte años desde que tuvieron aquella historia. Por otra parte, ¿por qué matar ahora a su mujer? ¿Por qué no lo hizo entonces, en todo caso?

—Sí, eso me pregunto yo también. ¿Y qué tiene eso que ver con la muerte de Frida Lindh? ¿Y con la de Gunilla Olsson?

—No tiene por qué estar relacionado con Hagman —reflexionó Karin—. Puede que nos estemos equivocando. Todas las víctimas tienen relación con Estocolmo. El asesino, de hecho, podría estar tan ricamente aquí en algún sitio.

—Tal vez tengas razón —admitió Knutas—. Bueno, ya son más de las siete y mi estómago aulla clamando a gritos. Mañana hablaremos con los padres de Frida Lindh y echaremos un vistazo a la tienda del casco antiguo, esa Gamla Stan, donde vendían la cerámica de Gunilla Olsson. Ahora lo que necesito es un trago fuerte y un buen plato de comida. ¿Qué opinas?

—Suena bien —sonrió Karin Jacobsson dándole un golpecito en el hombro.

W
ittberg llamó a la puerta del despacho de Kihlgård y entró sin aliento agitando un papel.

—Hemos hecho una lista con las personas allegadas a la víctima que padecían asma. Mira —dijo dejando el papel sobre el escritorio de Kihlgård—, aquí están los nombres y apellidos de todas las que tienen asma o padecen otras molestias de tipo alérgico.

Kihlgård leyó la relación, en la que aparecían veinte nombres. Tanto Kristian Nordström como Jan Hagman figuraban en ella.

—Hmm —murmuró mirando a Wittberg—. Veo que Nordström es asmático. Knutas acaba de informarme de que mantuvo relaciones sexuales con Helena Hillerström.

—¡No fastidies! ¿Recientemente?

—No, hace unos años. Quiero que dos de vosotros vayáis a casa de Hagman y otros dos a casa de Nordström. Sin previo aviso. Quiero pillarlos por sorpresa. Los interrogáis allí mismo. Ocúpate de hacerte con un inhalador de asma. De cada uno de ellos.

E
staban sentados uno ante la otra a la mesa de la cocina. Las tazas del café sobre la mesa. Los niños seguían en el campo, en casa de sus primos. Olle había vuelto a Roma, a casa, para hablar con Emma. Había inquietud en sus ojos mientras observaba a su esposa al otro lado de la mesa. Al mismo tiempo, no podía ocultar su frustración.

—¿Qué te pasa? —le preguntó.

—No lo sé.

Él alzó la voz:

—Llevas ya varias semanas muy extraña, Emma. Desde que murió Helena. ¿Qué te pasa?

—No lo sé —repitió impasible.

—¡Joder! No puedes quedarte ahí y decir sólo que no lo sabes —gruñó cabreado—. No quieres abrazos, ni mimos, no mantenemos relaciones íntimas desde hace un montón de tiempo. Trato de ayudarte hablando de Helena, pero tampoco es eso lo que quieres. Pasas de mí y de los niños; te largas a la ciudad y dejas a mi madre al cuidado de los pequeños cada dos por tres. ¿Se puede saber qué estás haciendo? ¿Hay otro hombre?

—No —contestó con presteza ocultando la cara entre las manos.

—¿Y qué cojones quieres que piense? —gritó Olle—. No eres la única que sufre, ¿sabes? También yo conocía a Helena. A mí también me parece horrible lo que ha pasado. Y estoy conmocionado, por supuesto, pero tú no piensas más que en ti misma.

De repente, Emma estalló.

—¡Pues vale! —gritó—. Entonces mandamos esto a la mierda y nos separamos. ¡Al fin y al cabo, ya no tenemos nada en común!

Se levantó corriendo, desapareció en el cuarto de baño y cerró la puerta.

—¡Nada en común! —tronó Olle—. Por todos los demonios, ¡tenemos dos hijos! ¡Dos hijos pequeños! ¿También te importan un bledo? ¿Tampoco significan nada para ti?

Emma se sentó sobre la tapa del inodoro y abrió al grifo del lavabo al máximo para no oír las acusaciones de su marido. Se apretó con fuerza los dedos contra los oídos. No sabía qué pensar. ¿Qué iba a hacer? Era impensable contarle lo de Johan. De momento, no. No podía ser. Pero, al mismo tiempo que estaba enfadada con Olle, la atormentaba la mala conciencia. Estaba presa en una trampa. Al cabo de unos minutos, cerró el grifo. Se volvió a sentar en la tapa del retrete. Permaneció allí sentada un buen rato. Su vida era un caos. Alguien había matado a su mejor amiga. El asesino podía ser incluso algún conocido suyo. No era la primera vez que lo pensaba, pero le parecía demasiado espantoso como para que fuese cierto.

¿Qué sabía de las personas que la rodeaban? ¿Qué oscuros secretos se escondían tras las puertas de cada casa? El asesino había hecho añicos su habitual tranquilidad.

¿A qué podía aferrarse?

Siguió pensando. Sí, había una sola persona en el mundo en la que confiaba plenamente. Olle. Si había alguien que siempre se había sacrificado por ella, era su esposo. Que siempre tenía tiempo para escucharla, que se levantaba a media noche para prepararle un té cuando había tenido alguna pesadilla, que se ocupó de ella cuando estuvo embarazada. Que limpió sus vómitos cuando tuvo gastroenteritis y le secó la frente cuando dio a luz a sus hijos. Que la amó cuando lloraba y moqueaba, cuando tuvo la varicela o cuando sufría molestias con la menstruación. Ese era Olle. ¿Qué diablos estaba haciendo?

Se levantó decidida y se lavó la cara. El silencio al otro lado de la puerta era total. La abrió sin ruido.

No estaba allí. Entró en el cuarto de estar. Tampoco. La casa estaba sumida en el silencio. Subió la escalera y miró en el dormitorio. Allí estaba, acostado. Boca abajo, abrazado a una almohada. Tenía los ojos cerrados como si estuviese dormido. Se echó a su lado y lo abrazó. Respondió directamente. La abrazó y le llenó la cara de besos.

—Te quiero —susurró Emma—. Sí, nosotros dos.

T
enía ante sí, sobre la mesa, un sinfín de notas escritas a mano. En algunas incluso había pintado figuras. Johan había escrito todo lo que sabía acerca de los tres asesinatos. Y empezó a montar el rompecabezas. Primero, Helena. La fiesta. La pelea. El asesinato en la playa. El hacha. Kristian. Per, el novio.

Siguió de la misma manera con las otras. Cuando terminó, colocó los papeles en tres montones. «¿Qué nexo común existe entre estos tres montones?», se preguntó. Frida Lindh estuvo con un hombre la noche que salió con sus amigas. ¿Por qué no se había dado a conocer? Eso podía significar que tenía algo que ver con su asesinato. Salvo que hubiera viajado al extranjero, claro.

En un papel escribió: «Frida + hombre 30-35». Luego, el hombre se esfumó. Desapareció como por arte de magia. La vecina de Gunilla Olsson con quien había hablado mencionó la presencia de un hombre en la casa de Gunilla. Tenía también unos 30-35 años y era atractivo. En otro papel escribió: «Gunilla + hombre 30-35».

En cuanto a Helena, al parecer se había divertido con Kristian en la fiesta, la noche antes de que la asesinaran. Kristian tenía treinta y cinco años y buen aspecto.

En un papel escribió: «Helena + hombre 35 = Kristian».

La policía había interrogado ya varias veces a Kristian, de modo que sin duda tenía una coartada para la noche del crimen; de lo contrario, lo habrían detenido. Sin embargo, era el más sospechoso. ¿Sería el hombre que apareció en Munkkällaren la noche en que Frida Lindh fue asesinada? ¿Cómo era posible entonces que ninguno de los camareros ni de los clientes lo reconocieran? Tenían que haberlo reconocido. Cierto que trabajaba mucho en el extranjero, pero aun así… Aunque, desde luego, pudo disfrazarse. Ahora bien, ¿qué motivo podía tener para hacer eso?

Se levantó y empezó a preparar la que iba a ser su tercera cafetera aquella noche. Eran las doce menos cuarto. Bostezó. Se esforzó por enfocar las cosas de alguna otra manera. Si prescindía de Kristian, ¿qué quedaba entonces? Los jefazos de la policía local estaban en Estocolmo. ¿Qué significaba aquello? Probablemente seguían alguna pista nueva que él desconocía. Había tratado de sonsacarle algo a Knutas antes de que se fuera, sin resultado.

Emma tampoco había podido recordar nada más relativo a Helena. A pesar de que se conocían desde la escuela.

El deseo se adueñó de él.

Emma. Su imagen la última vez que se vieron… La luz filtrándose a través de sus cabellos cuando estaba sentada en el sillón, pálida, al lado de la ventana. Su manera de ser lo tenía hechizado. La fuerza que había en ella le asustaba y al propio tiempo lo atraía.

Pensó en llamarla, pero se dio cuenta de que era muy tarde.

Apoyó la cabeza sobre los montones de papeles y se quedó dormido.

L
os jóvenes abandonaron la fiesta cuando estaba en lo mejor. Habían reservado el restaurante de la playa en Nisseviken para aquella noche y la pista de baile estaba llena de jóvenes vestidos de fiesta. La música sonaba a tope. En la barra, las copas se servían una tras de otra. El ambiente era de absoluto desenfreno. Era la noche del domingo, la última de un fin de semana destinado a la juerga.

Carolina sonreía a Petter, que la llevaba cogida de la mano y tiraba de ella hacia la playa.

—Loco…, ¿qué haces?

Petter se dirigía hacia las casetas de la playa que se alquilaban como casitas de veraneo durante la temporada turística.

—Ven, ven aquí —le dijo besándola en el cuello.

Los dos estaban bebidos. Y alegres. Dentro de un par de días se iban a separar. Carolina se iría a Estados Unidos para estudiar y a él le aguardaban once largos meses de servicio militar en Boden. Se trataba de aprovechar el tiempo que les quedaba.

Iban dando tumbos por la playa. Petter llevaba a la joven delante de él al tiempo que la iba besando en la nuca. Sus manos se aventuraron bajo el vestido, mientras que sus cuerpos enlazados seguían adelante, alejándose de la playa y de la gente.

Eran cerca de las tres de la madrugada. Ya había amanecido casi del todo y como seguramente muchas parejas irían a la playa, se trataba de encontrar un rincón apartado. Cuando se alejaron hacia el rompeolas descubrieron una caseta de pescador solitaria un poco más allá.

—Vamos allí.

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